Capítulo 5

– ¡Quédense donde están y levanten las manos!

Aquella frase tronó en las bóvedas de la catedral, haciéndome perder el equilibrio. Caí de rodillas, clavándolas en las duras losas de mármol al tiempo que una súbita corriente de aire frío recorría toda la nave.

– ¡No se muevan! ¡Voy armado!

La voz procedía de algún lugar a espaldas del intruso de las mallas negras, como si un nuevo huésped hubiera atravesado la puerta de Platerías y nos tuviera ahora en su punto de mira. No sé qué me alteró más, si aquel grito en un inglés perfecto o el desconcierto en el que me había sumido oír al chico de la mejilla tatuada nombrar a Martin, mi marido. No tuve tiempo de calibrarlo. Por puro instinto, dejé caer la corona de luces y el bolso, y me llevé las manos a la cabeza. El, en cambio, no siguió mi ejemplo.

Todo sucedió muy deprisa.

El «monje» se revolvió sobre sí mismo, desprendiéndose del hábito que lo cubría, y se arrojó entre los bancos que tenía a su derecha. Bajo la túnica, tal y como había intuido, vestía una ropa elástica, deportiva, y blandía algo entre las manos que tardé en reconocer.

Pero si su reacción me sorprendió, no lo hizo menos la silenciosa ráfaga de impactos que se estrellaron en los pasamanos de las bancas, justo tras él, levantando una nube de astillas.

– ¿Julia Álvarez?

La misma voz que nos había ordenado levantar las manos pronunciaba ahora mi nombre. Su dicción era mejor que la del «monje». La oí a mis espaldas, pero estaba tan sorprendida por lo que parecían disparos que tardé en darme cuenta de que esa noche todo el mundo parecía saber cómo me llamaba.

– ¡Échese al suelo!

Dios.

Caí otra vez sobre el empedrado del transepto. Todo lo que conseguí fue arrastrarme hasta el único confesionario que se apoyaba en la pared. Tres o cuatro truenos retumbaron por toda la catedral, acompañados de sus respectivos relámpagos. Pero, esta vez, ¡procedían del chico del tatuaje! ¡También él estaba armado!

Durante unos segundos todo se detuvo.

La catedral quedó sumida en un silencio mortal. Y yo, aterrorizada, permanecí encogida como un bebé asustado, con el corazón a punto de salírseme por la boca y sin atreverme ni a respirar. Quería llorar, pero el miedo -uno visceral, atenazador, como no lo había sentido nunca- se había enroscado a mi tráquea, impidiéndomelo. ¿Qué estaba ocurriendo allí? ¿Qué hacían esos dos extraños disparándose en un templo lleno…, Santo Cristo…, de obras de arte únicas?

Fue entonces, al buscar en el techo un punto de referencia que me ayudara a salir, cuando vi aquello. No era fácil de describir. Justo en el centro de la catedral, extendiéndose como un gas a lo largo del crucero y a ras de la clave de bóveda decorada con el Ojo de Dios, una sustancia etérea, traslúcida como un velo, flotaba a unos veinte metros de altura desprendiendo haces de luz eléctricos de tono anaranjado. Jamás había visto algo así. Nunca. Esa especie de humo se asemejaba a una nube de tormenta que se hubiera empeñado en gravitar sobre la mismísima tumba del Apóstol.

«A Martin le encantaría ver esto», pensé.

Pero mi instinto de supervivencia borró al instante aquella idea de mi mente y se concentró de nuevo en salir de allí.

Iba a dejar mi escondrijo y reptar hasta una columna de piedra que me protegiera mejor, cuando una mano enorme se posó en mi espalda, manteniéndome con la nariz pegada al suelo.

– Señora Álvarez… ¡No se le ocurra moverse! -dijo la voz que ahora aplastaba mis costillas.

Me quedé petrificada.

– Me llamo Nicholas Allen, señora. Soy coronel del ejército de los Estados Unidos y he venido a rescatarla.

¿A rescatarme? ¿Lo había entendido bien?

De repente me di cuenta de que el tal Allen había estado dando todas sus órdenes en inglés. Un inglés con un suave acento sureño. Como el de Martin.

«¡Martin…!»

Pero antes de que pudiera pedirle una explicación, una nueva lluvia de proyectiles atravesó la parte superior del confesionario y se estrelló contra la piedra.

– Ese bastardo tiene una pistola -se lamentó en voz baja el coronel-. Debemos salir de aquí. Y rápido.

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