Capítulo 71

Pese a los puños y asientos calefactables de su moto BMW K1200 de alquiler, Ellen Watson no logró quitarse de encima el frío horrible que le presionaba las articulaciones. Su instinto le había hecho optar por un vehículo ligero y veloz como aquél. Sabía que no tenía tiempo que perder si quería alcanzar a Julia Álvarez y a sus secuestradores antes de que abandonaran Noia. Y el dichoso pueblo de pescadores estaba a casi cuarenta kilómetros de Santiago. Situado al final de un valle brumoso y húmedo, a Noia se tardaba casi una hora. La maldita autopista que debía unir ambos puntos llevaba años esperando a que la terminasen y salvo que se dispusiese de una montura rápida, el viaje podía ser interminable.

Ellen acertó de pleno.

Apenas faltaban veinte minutos para las nueve cuando sus ciento diez caballos ronronearon al encarar la calle Juan de Estivadas. Si la ascendía llegaría enseguida al centro histórico del pueblo. Su corazón empezó a latirle con fuerza. El GPS conectado por bluetooth a los auriculares de su casco de fibra de vidrio rosa indicaban los metros que le quedaban para llegar. Sólo le extrañó que, pese a la hora, los comercios y las aceras estuvieran completamente vacíos.

«¿Qué pasa? ¿Nadie sale?»

Al volver una esquina y encarar la última cuesta que la separaba de las coordenadas fijadas, adivinó la primera silueta humana. No percibió nada raro en ella. Se trataba de un varón joven, vestido con prendas negras ajustadas -quizás otro motorista-, que estaba ligeramente reclinado sobre el capó de una furgoneta de reparto. Descansando tal vez. Pero fue al segundo siguiente cuando se alarmó. Aquel hombre llevaba puestas unas Eagle-1, unas gafas de cristales de policarbonato especiales para tiradores de élite del ejército norteamericano que ella conocía muy bien. Aquello era todo un OOPART. Un Out-of-Place-Artifact. Un objeto fuera de lugar. En una fracción de segundo distinguió que su gorro de lana le tapaba buena parte de sus facciones y que un cable negro se le metía en la camisa hacia algún tipo de intercomunicador.

«¡Por todos los diablos!»

Ellen frenó en seco su máquina, la calzó y se lanzó como una loca hacia uno de sus maleteros laterales. Su corazón había escalado hasta la garganta.

«¡Va a disparar! -se alarmó-. ¡Debo detenerlo!»

En efecto. Aquel pajarraco tranquilo acababa de levantar el tubo verde de su lanzacohetes y apuntaba directamente hacia un punto del fondo de la calle. Un punto -calculó Watson- que debía de coincidir casi exactamente con el que marcaba la información de su satélite.

«¡Debo detenerlo!», se repitió.

Antes de que aquel tipo terminara de ajustar su mirilla al objetivo, Ellen lo encañonó:

– ¡Alto! ¡Levante las manos! -gritó.

El hombre no se inmutó siquiera. Sin moverse de su posición, agitó levemente el tubo de su arma y palpó el gatillo para accionarla. Ni se lo pensó. En la fracción de segundo siguiente, dos disparos de la Beretta de aleación que había sacado de su portaequipajes rompieron el silencio del pueblo. Tump. Tump. Sólo entonces, nerviosa perdida, se quitó el casco, respiró hondo aquella mezcla de pólvora y brisa marina que había quedado flotando a su alrededor, y descubrió a quién acababa de abatir: un hombre de complexión musculosa, vestido con el uniforme oscuro de ataque nocturno de los SEAL, cuya sangre empapaba ahora unos adoquines de sabía Dios cuántos siglos de antigüedad.

«¡Mierda! ¡Es un marine!»

Sus dos tiros lo habían alcanzado de pleno. Uno, el más aparatoso, a la altura del cuello, atravesándolo de lado a lado. Otro, junto al riñón y los pulmones, letal.

Calle abajo, justo donde moría la calzada en la que se encontraba, otras cuatro siluetas -las únicas que logró distinguir en toda la zona- se afanaban en poner a salvo una bolsa de viaje negra mientras tomaban claramente posiciones para defenderse. Tres eran varones e iban armados. La cuarta era una mujer con el pelo color zanahoria. Creyó reconocerla por las fotos que había visto en Madrid. ¡Era Julia Álvarez! Y sus dos tiros, como se temía, no les habían pasado desapercibidos.

Ellen Watson, adiestrada para tomar decisiones vitales en tiempo récord, calculaba ahora cómo se enfrentaría a unos hombres que -según las estimaciones que había escuchado horas antes en la embajada- poseían un sofisticado armamento electromagnético y habían secuestrado primero a Martin Faber y luego a su esposa.

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