Capítulo 62

Cerca de Noia, a sólo tres millas náuticas de la ensenada de A Barquiña, nombrada así en recuerdo del legendario encallamiento del barco de Noé en la ría vecina, el Sirena de Lalín, un pesquero de diecisiete metros de eslora, trataba de reparar en ese momento su destartalado Caterpillar de cuatrocientos caballos. La mar gruesa había gripado el motor principal e inundado el auxiliar, dejando a la tripulación de once hombres varada frente a la costa viguesa con su carga de lampreas y bacalao echándose a perder. A esa hora, nada funcionaba a bordo. El jefe de máquinas, un orondo gallego de Muxía famoso por untarse la calva con aceite de oliva para hacerla resplandecer, había pedido que desconectaran el transformador de corriente, y con ello el radar, el sonar, la radio y hasta el horno micro- ondas, para poder así trabajar sin riesgos en las tripas de la nave.

Fue él quien notó la primera turbulencia.

Su brevísima ventaja la obtuvo al estar tumbado a esa hora justo sobre la quilla del Sirena. Tenía la oreja derecha apoyada contra la madera para averiguar si la hélice respondía a sus ajustes cuando escuchó aquellos tres golpes sordos, muy seguidos. Y cerca. Muy cerca.

Tump. Tump. Tump.

Tito -así lo llamaban- no tuvo tiempo de reaccionar. Tras los impactos, vio algo que no pudo entender: una inmensa aguja atravesaba el suelo a medio metro de él, desgarrando el casco a su paso y abriendo una vía de agua que lo caló hasta los huesos. La incisión sonó como una sábana que se rasgara al paso de un cuchillo de carnicero. El rostro redondo y rojo del oficial de máquinas palideció. Pero la brecha no se detuvo. Zigzagueó como una culebra por la bodega sin que el pobre Tito llegara a verla. La espuma de mar y la fuerza del agua eran tan impetuosas que antes de que lograra ponerse en pie para alcanzar la escalera de ascenso a cubierta, el Sirena lo arrastró hacia el fondo, expulsándolo al abismo como si fuera un pedazo de mierda.

La conmoción llegó a cabina a la vez que el desdichado marinero echaba sus últimas bocanadas y la mar abrasaba su garganta. Los tres compañeros que estaban tomándose unas cervezas junto al capitán se tambalearon en sus sillas y cayeron como monigotes. Un poco más abajo, en la zona de cabinas, el ángulo hacia el que comenzaba a escorarse la nave había abierto todos los armarios, lanzando ropa y enseres contra las paredes de madera. Tristán, el responsable de armar las redes, tropezó con un baúl, cayó de bruces y se partió el cuello contra el quicio de una puerta. No le dolió. Por desgracia, no ocurrió lo mismo con los otros dos mozos, hermanos de Padrón, que encontraron su fatal destino al caerse a la bodega de carga y ser aplastados por los palés que iban a usar para desembarcar la pesca del día.

En total, cuatro muertos y siete contusionados en seis segundos y medio.

Hasta horas más tarde, cuando Salvamento Marítimo decidió dar el alta al resto de los marineros del Sirena de Lalín en el hospital Nuestra Señora de la Esperanza de Santiago, no supieron qué o quién los había atacado. Y aun así, cuando conocieron los detalles del siniestro, fue de labios de un capitán de Marina que los obligó a firmar un contrato de confidencialidad si querían cobrar una indemnización y recibir un barco nuevo, de casco metálico, a cuenta del Estado.

– O firman todos, o ninguno recibirá un euro -dijo, como si ellos tuvieran la culpa de algo.

Y es que el misterioso tritón que los había ensartado como a una sardina era el mástil fotónico de alto secreto de un monstruo de ciento quince metros de largo con nombre propio. Un submarino nuclear de la novísima clase Virginia, bautizado como USS Texas, y al que el Departamento de Defensa de Estados Unidos había dado la orden de acercarse a las costas de Vigo, en aguas de la OTAN, para una maniobra de rescate de la que ni siquiera su almirante llegaría nunca a tener los detalles exactos.

Cuando todo ocurrió, en el interior del Texas las luces rojas de alarma saltaron nada más rozar al Sirena de Latín. Pero ya era tarde.

– Es inexplicable, señor -se hacía cruces el responsable del sonar tridimensional de a bordo-. Ningún sensor ha detectado nada. Debemos de haber sufrido algún tipo de contramedidas electrónicas.

– ¿Y afectará eso a nuestra operación en tierra?

La pregunta del capitán estaba cargada de urgencia.

– No, señor. El desembarco puede hacerse ahora mismo si quiere. Ni el sistema de comunicación ni las compuertas se han visto afectadas.

– Excelente -suspiró-. Ordénelo.

Ocho minutos después de aquella conversación, la tripulación del Sirena de Latín flotaba a la deriva sobre los restos de su barco mientras contemplaba atónita cómo parte de la cubierta del USS Texas se abría con un zumbido sordo, dejando al descubierto una lancha motorizada a la que saltaron seis hombres armados con fusiles de combate compactos M4A1, lanzagranadas, cascos y viseras electrónicas.

Ninguno se detuvo a echarles un vistazo compasivo. Abordaron su vehículo rápido y se perdieron a toda prisa rumbo a la costa española dejando atrás imprecaciones e insultos en un idioma que no entendían.

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