Desde que era pequeña había oído decir que cuando una muere lo primero que ve es un enorme y deslumbrante faro al final de un túnel, hacia el que te sientes atraída sin remedio. También escuché que, en ese momento, los familiares y amigos que te precedieron te salen al paso, te tranquilizan y te ayudan a atravesar esa luz de la que nadie -tal vez salvo Enoc- ha vuelto jamás.
Pues bien, cuando yo la vi me sentí terriblemente sola. El conducto en el que mi mente vagaba permaneció vacío. En silencio. Sin vida. Y lo único que noté fue cómo aquella ansiada luminaria empezaba a quemarme las entrañas, igual que lo haría una antorcha que prendiese una montaña de paja. Al instante, todas mis neuronas crepitaron de dolor. Y aunque aquella impresión duró lo que un suspiro, me dejó extenuada. Rota. Como si las escasas fuerzas que aún retenía se hubieran disuelto para no regresar jamás.
Fue entonces cuando el torrente de recuerdos que había llenado hasta ese instante mi retina volvió a fluir a borbotones, desbordándome.
«He muerto -me repetí resignada, sin percatarme de lo sorprendente que era emitir un pensamiento en ese estado-. Ahora ya sólo queda la oscuridad.»
Evidentemente, me equivoqué.
Enseguida otro recuerdo surgió con fuerza. Me despistó. Siempre había creído que al pasar al otro lado la memoria empezaría su repaso vital desde nuestra primera infancia. Pero, por lo visto, esa creencia era errónea. La imagen que se estaba dibujando en lo que quedaba de mi conciencia era la de Martin sacando una de esas dichosas piedras de mi bolso y depositándola de un golpe sobre la mesa de cocina del padre Graham.
– ¡Aquí está! -dijo.
Mi prometido fue tan explícito en su gesto que enseguida me vi colocando la mía a su lado. Volvía a viajar a los momentos previos a mi boda.
El párroco de Biddlestone, sorprendido, contempló nuestros talismanes con fascinación.
– ¿Son lo que imagino, Martin? -preguntó.
– Las dos de John Dee.
– ¿Las… adamantas?
Martin asintió.
– Oí hablar mucho a tu madre de ellas. No las imaginaba así.
– Todo el mundo espera una pieza pulida, más grande y más trabajada -convino-. Algo parecido al «espejo humeante» de Dee.
– ¿Y qué diablos es el «espejo humeante»?
Mi pregunta hizo que los dos hombres sonrieran.
– Oh, Julia. ¡No sabes nada! -El reproche de Martin fue dulce, y no me sentó mal-. Cuando John Dee murió, una parte considerable de su biblioteca y de su colección de artefactos terminó en manos de un anticuario británico llamado Elías Ashmole. Este hombre fue uno de los fundadores de la Royal Society de Londres, todo un adalid de la ciencia moderna. Sin embargo militaba en una fe secreta: se contaba entre quienes creían que era posible, y hasta recomendable, comunicarse con los ángeles. En su obsesión por lograrlo, descubrió un «espejo humeante» entre los cachivaches de Dee y trató de utilizarlo en su beneficio. En realidad era un pedazo de obsidiana muy pulido, seguramente de origen azteca, que hoy se conserva en el Museo Británico.
– Al menos ese espejo tiene un aspecto raro, pero estas piedras… -barruntó el padre Graham, sopesándolas-, parecen vulgares.
– En eso tiene toda la razón, padre. Si alguien no conociera su procedencia, le pasarían desapercibidas hasta que se activaran. Por eso cada vez que las movemos de un país a otro las declaramos en aduanas, dejando una pista de su ruta por si sus portadores las perdemos.
– ¿Es que piensas sacarlas de Inglaterra?
– Quizá.
– Y di me, hijo, ¿ya habéis averiguado si son terrestres?
La pregunta del sacerdote me desconcertó, aunque lo hizo aún más la respuesta de Martin:
– Sólo lo parecen, padre -dijo-. Supongo que mamá le diría que no ha sido capaz de localizar una igual en ninguna litoteca del mundo.
El anciano volvió a palpar la primera con gesto ávido.
– ¿Y de dónde las sacó ella? -pregunté.
– Acompañaban a un viejo ejemplar del Libro de Enoc, patrimonio de la familia. Estaban integradas en su encuadernación. En la antigüedad era frecuente adornar las cubiertas de los mejores libros con piezas de valor.
– ¿Y se sabe si otros ejemplares de ese libro llevaron engastadas piedras parecidas? -intervine.
– No, Julia. Y si lo hicieron, nunca se han encontrado. Mis padres pasaron años buscando otras adamantas y lo único que lograron reunir fueron referencias. Ya sabes, menciones en leyendas, crónicas de conquistadores y ese tipo de textos. En el folclore americano son relativamente populares.
– ¿En América?
El padre Graham, que seguía absorto jugueteando con las piedras, se las alargó a Martin antes de acotar nuestra conversación.
– Las alusiones a adamantas -comentó- son tan ubicuas como el relato del Diluvio, querida. ¿Has oído hablar de la epopeya de Naymlap? En Perú es bastante conocida.
– No creo que esas cosas interesen a Julia, padre -saltó Martin.
– ¡Oh, sí! Sí me interesan.
– ¿Desde cuándo? ¡Nunca te he visto hablar de mitología!
– Pues hoy es un buen día para empezar -repliqué ufana.
El sacerdote prosiguió feliz:
– Naymlap fue un misterioso navegante precolombino que llegó a las costas del Perú guiado por una piedra de esta clase. A los indígenas les dijo que gracias a ella podía escuchar las instrucciones de sus dioses y nunca perdía el rumbo.
– Interesante. ¿Y tiene idea de cuál puede ser la mención más antigua a estas piedras, padre?
– Eso es fácil de responder -sonrió-. Los pioneros en su manejo fueron los sumerios. El más célebre fue un tal Adapa, una especie de Adán cuyo ascenso a la tierra de los dioses guarda tantos paralelismos con la aventura de Enoc que es casi seguro que ambos fueron la misma persona.
El padre Graham guardó un segundo de silencio, como si tratara de ordenar sus ideas antes de proseguir.
– Los libros antiguos rebosan de paralelismos inexplicables de ese tipo. Sean de la cultura o latitud que sean, sus héroes siempre se dedican a las mismas tareas y se obsesionan por reliquias idénticas. Hice una tesina sobre el tema hace muchos años y demostré que nuestra especie lleva miles de años dando vueltas a los mismos temas esenciales: la muerte, el contacto con Dios y, en menor grado, el amor y sus derivados.
– ¿De veras? ¿Y qué fue exactamente lo que estudió, padre?
– Mitología comparada.
– ¿Y qué comparó?
– Precisamente leyendas sobre el Diluvio.
– Vaya.
– El Diluvio es el relato antiguo más extendido del mundo, querida. Y también el más homogéneo. Todas sus versiones, sean babilónicas o centroamericanas, cuentan en esencia lo mismo y reflejan un terror atávico universal. Utnapishtim en Sumeria, por ejemplo, podría pasar por hermano gemelo de nuestro Noé. También Deucalión en Grecia. O Manu, el héroe del Rig Veda hindú que encalló su nave en la cima de una montaña durante la subida de las aguas. Todos sobrevivieron al Diluvio porque Dios los avisó de la catástrofe, y a todos les pidió que construyeran un barco de dimensiones muy precisas con el que se salvarían.
– Un barco, no. ¡El mismo barco!-precisó Martin-. Las tablillas de barro sumerias que describen esta historia se conocen como la Epopeya de Gilgamesh y refieren la construcción de una nave con las mismas dimensiones que la nave bíblica. Lo único que diferencia ambos relatos es que el sumerio aparece a su vez dentro de otro cuento en el que se narran los esfuerzos del rey Gilgamesh por conocer al único superviviente del mundo anterior al Diluvio: Utnapishtim.
Debí parecerles una estúpida. O, aún peor, una inculta. Aunque había oído hablar de la Epopeya de Gilgamesh, la época de su redacción -alrededor del cuarto milenio antes de nuestra Era- quedaba muy lejos de mis conocimientos de historia.
– Por favor, continúa -le rogué.
– Es una historia muy interesante, Julia. Es la odisea de un mortal como Gilgamesh que, enfadado con los dioses que lo habían condenado a envejecer y morir, decide buscar al único hombre de toda la Historia que había escapado a ese ciclo. El tal Utnapishtim resultó ser un misterioso rey que vivió siglos antes que él. Su obsesión por conocer a aquel inmortal y arrebatarle el secreto de la vida eterna, sus luchas contra los dioses y sus terribles criaturas tendrán como premio una entrevista en el Paraíso con Utnapishtim. Y allí éste le hablará del Diluvio como el momento en el que la esperanza de vida de los humanos se acortó dramáticamente por culpa de la corrupción de nuestra especie. Según mis estimaciones, ese declive genético debió de producirse hace unos once o doce mil años al mezclarnos con alguna raza tóxica.
– ¿Los «hijos de Dios» que menciona Enoc en su libro?
– Sin duda.
Me desconcertó ver a Martin tan informado sobre los mitos sumerios. No imaginaba que sus lecturas de evasión le hubieran cundido tanto.
– ¿Y cómo has fechado la época de esos sucesos? -le pregunté perpleja.
– Digamos que desde un punto de vista paleoclimático es donde mejor encaja una catástrofe de la naturaleza del Diluvio.
– ¿Y por qué te interesa tanto algo así? ¡Tú no eres historiador! ¡Ni genetista!
– Mujer -sonrió-. En realidad, todos estos mitos esconden la crónica del primer cambio climático global vivido por la humanidad.
– ¿Sólo por eso?
– Verás: en aquel encuentro entre Utnapishtim y Gilgamesh éste le reveló que, en realidad, fue el dios Enki quien salvó a nuestra especie de morir ahogada.
– Ahora lo entiendo menos. Si fue un dios el que nos salvó, ¿quién nos condenó?
– A eso voy, chérie. Enki es descrito por los sumerios como el hermano y eterno rival de la divinidad que quiso destruirnos. La llamaron Enlil. De hecho, fueron los judíos los que, al copiar este relato durante su éxodo en Mesopotamia, le cambiaron el nombre por Yahvé.
– Bueno. Eso no es seguro… -protestó el padre Graham frunciendo el entrecejo.
– Pero es más que probable, padre. Tanto Yahvé como Enlil fueron dioses posesivos y de mal carácter. El segundo, además, estaba particularmente obsesionado con nuestra especie. Nos veía como criaturas miserables, ruidosas, y decidió exterminarnos igual que el Yahvé de la Biblia. Por suerte, su hermano Enki no estaba de acuerdo y se las ingenió para pedir a Utnapishtim que construyera una embarcación que resistiese la trampa que Enlil estaba preparando. Debía de ser una gran nave, con aspecto de ataúd, y hermética, para que aguantara la fuerza de las aguas. Y la dotó de dos piedras con las que podría comunicarse con Él.
– Dos piedras… -murmuré.
– Gilgamesh las menciona al final de su relato, cuando alcanza a Utnapishtim en el Paraíso y comprueba que éste no sólo sigue vivo, sino que conserva intacta su juventud.
– ¿Y las piedras? -insistí.
– Eran piezas artificiales talladas por los dioses. La prueba física de su existencia -murmuró intrigante-. De hecho, Gilgamesh cuenta que ellas son las únicas que tienen el poder para convocarlos. Por eso se empleaban sólo en ceremonias muy sagradas, cuando la fuerza de lo celebrado les confería una energía especial con la que lograban alcanzar el cielo.
– ¿Y tú pretendes usarlas hoy? ¿En nuestra boda? -dije, viendo adonde me llevaba todo aquello.
Martin asintió.
– Exacto, chérie.