Capítulo 84

Fue una corazonada.

De repente Andrew Bollinger, sepultado entre latas de Coca-Cola y vasitos de café con los posos petrificados, vio claro por dónde empezar a estudiar el problema que le había planteado su viejo amigo Roger Castle. Había impreso el correo de la Casa Blanca en el que había recibido los datos de las dos señales surgidas en España y Turquía, pero hasta ese momento no le habían dicho nada. Nada de nada.

Todo cambió en un segundo. Se le encendió la luz. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? En realidad, no estaba viendo dos emisiones idénticas. La primera, sin ir más lejos, no irradiaba desde un punto fijo; la segunda sí. La primera, además, se movía en ese momento siguiendo un vector direccional que parecía llevarla al encuentro de la segunda. Por supuesto, no se trataba de buscar un mensaje extraterrestre en esas trazas magnéticas, sino de localizar hacia dónde estaban siendo dirigidas ambas emisiones. Y su objetivo no parecía ser, en modo alguno, un planeta lejano.

Eso fue lo que le dio la idea.

Solícito, Andrew Bollinger telefoneó al jefe de antenas del telescopio VLA desde su despacho en el centro de operaciones del complejo y le pidió que concentrara toda su potencia de escucha en un segmento específico del espacio radioeléctrico. Sería cuestión de media hora. Una, a lo sumo. Debía aislar cualquier señal de cierta intensidad de naturaleza electromagnética que estuviera atravesando en ese momento la ionosfera modulando la frecuencia de 1 420 megahercios, a una longitud de onda de 21 centímetros.

– Empezaremos por… -consultó su monitor- acercarnos todo lo posible al área 39° 25' N. 44° 24' E.

Bollinger tuvo que repetir su orden dos veces.

– Y recuerde -advirtió al jefe de antenas-: no quiero las señales que se reciban en esa área y frecuencia, sino las que se emitan. ¿Lo ha comprendido?

– ¿En esa frecuencia?

El escepticismo de su técnico, que lo escuchó como si su jefe hubiera perdido un tornillo, consiguió irritarlo. Lawrence Gómez, un ingeniero de cincuenta y seis años que había visto ya de todo, no se explicaba que nadie pudiera estar emitiendo a 1 420 MHz. Y mucho menos que una señal de ese tipo pudiera interesar tanto a Bollinger, por lo general apático en cuanto a perseguir LGM se refería. Los Little Green Men se la traían al fresco.

– Limítese a darme los resultados -ordenó Bollinger-. Y hágalo rápido.

Nueve minutos más tarde, las veintiocho antenas de doscientas treinta toneladas cada una del VLA giraban como una sola hacia el este, apuntando en ángulo al horizonte oriental. Entonces, la red computacional hizo una operación poco común al fijar la región circundante a la Tierra que estaba dejando escapar la señal captada por los satélites de la Agencia Nacional de Seguridad. Para asombro del doctor Gómez, el sistema halló enseguida lo que buscaba. Durante los siguientes diecinueve minutos, y desde el mismo momento en que sintonizaron la frecuencia, una potente señal de mil vatios se coló en su analizador de espectros. Obediente, la computadora la registró. Era una emisión singular. No había duda. Pero el cerebro electrónico hizo algo más: calculó la dirección a la que estaba enfocada.

El técnico ladeó la cabeza.

– No puede ser.

Gómez repitió la operación de nuevo. Orientó las antenas. Calibró el ordenador. Ubicó el rebote residual de la señal en la capa Heaviside de la ionosfera por segunda vez y analizó su rumbo. Pero el resultado siguió siendo el mismo: era una señal potentísima, de origen desconocido y sin apenas pérdida energética. Ya no había margen para la duda. Aquella especie de chorro electromagnético estaba apuntando directamente… al Sol.

– ¿Al Sol? ¿Está usted seguro?

La cara bronceada de Bollinger al recibir la llamada de su ingeniero palideció.

– Le están enviando una señal modulada en la frecuencia del hidrógeno, doctor Bollinger. De eso no hay duda. Y lo más curioso es que el Sol parece responder con una emisión de características similares. Si no supiera que es imposible, diría que están conversando.

Andrew Bollinger sintió un escalofrío.

– ¿Ha logrado averiguar si es una señal secuenciada?

– ¿Se refiere a si puede ser inteligente?

– Sí.

– No, señor. Eso llevará más tiempo.

El director del VLA se quedó un minuto con la mirada perdida en el póster del Sistema Solar que tenía colgado delante de su despacho. Un enorme globo rojo situado a la izquierda llenaba la mitad de la imagen. El artista lo había representado con enormes llamaradas de helio saltando al espacio y lamiendo la superficie de un minúsculo e indefenso Mercurio. «El Sol contiene el noventa y ocho por ciento de la materia del Sistema Solar», rezaba la frase impresa justo debajo. A Bollinger esa afirmación le parecía ahora una amenaza.

Era extraño. Afuera, en el campus del Instituto de Minería y Tecnología de Socorro, estaba a punto de entrar el invierno. Había llovido más que de costumbre aquel otoño y Bollinger, como todos, anhelaba que el Sol se asomara por compasión para retrasar la llegada de los fríos.

De repente, había dejado de desearlo.

Se sentó frente a su ordenador y redactó un correo electrónico para dos destinatarios. «Ojalá me equivoque», pensó. En Colorado Springs, el Escuadrón Meteorológico número 50 de la Fuerza Aérea tenía toda una división dedicada al clima espacial. Y en Greenbelt, Maryland, no muy lejos de la Casa Blanca, el Goddard Space Flight Center también. Si se hubiera producido alguna clase de alteración en el comportamiento del Astro Rey en las últimas horas, cualquiera de ellos la habría detectado ya. Sólo sus científicos podrían tranquilizarlo. La primera y única ocasión en la que él había visto a una piedra «hablar» fue poco antes de la gran tormenta solar de 1989. Aquella que dejó a oscuras Quebec y produjo pérdidas en satélites y redes eléctricas por valor de varios miles de millones de dólares. Incluso el accidente del petrolero Exxon Valdez, que derramó treinta y siete mil toneladas de combustible en Alaska, pudo haberlo provocado un fallo de su sistema de navegación a resultas de las erupciones del Sol. Si, según el presidente, otras piedras estaban «hablando» ahora, no era para tomárselo a broma.

Él sabía que cada vez que el Sol estornuda, lanza al espacio billones de toneladas de plasma. A una velocidad de 1 500 kilómetros por segundo -unos dos millones de millas por hora-, su carga podría tardar de dos a tres días en impactar con la Tierra. Era mejor estar preparado.

«Urgente -tecleó-. ¿Han detectado alguna EMC en las últimas horas?»

Aquellas tres siglas lo sumieron en una profunda inquietud. Eyección de Masa Coronal. La peor de las reacciones que podría sufrir la estrella más cercana a nuestro mundo.

Ya sólo le quedaba esperar.

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