Los días siguientes no fueron ni agradables ni productivos.
La hora de admisiones de Fela era para finales del ciclo, así que me propuse sacarle el máximo partido al tiempo que había ganado. Intenté hacer algunas piezas sueltas en la Factoría, pero volví rápidamente a mi habitación cuando me puse a llorar mientras inscribía un embudo de calor. No solo no podía mantener el Alar adecuado, sino que además no me convenía que la gente creyera que me había derrumbado por el estrés del examen de admisión.
Esa noche, cuando traté de arrastrarme por el estrecho túnel que conducía al Archivo, volví a notar el sabor a ciruela y me invadió un miedo tremendo a aquel espacio reducido y oscuro. Afortunadamente, solo había avanzado unos tres metros; aun así, estuve a punto de provocarme una conmoción cerebral al tratar de salir del túnel marcha atrás, y me dejé las palmas de las manos en carne viva escarbando la piedra, presa de pánico.
Así que pasé los dos días siguientes encerrado en mi diminuta habitación fingiendo estar enfermo. Tocaba el laúd, dormía a ritos, y tenía siniestros pensamientos sobre Ambrose.
Cuando bajé la escalera, encontré a Anker limpiando.
– ¿Ya te encuentras mejor? -me preguntó.
– Un poco -respondí. El día anterior solo había notado el sabor a ciruela dos veces, y muy brevemente. Y mejor aún: había conseguido dormir toda la noche de un tirón. Parecía que ya había pasado lo peor.
– ¿Tienes hambre?
Negué con la cabeza.
– Hoy tengo el examen de admisión.
– Entonces deberías comer algo -dijo Anker arrugando la frente-. Una manzana. -Se puso a buscar detrás de la barra y sacó una taza de loza y una jarra pesada-. Y bebe un poco de leche. Tengo que terminarla antes de que se eche a perder. El maldito helador se fue al traste hace un par de días. Ese cacharro me costó tres talentos. Ya sabía yo que no debería haberme gastado ese dinero con lo barato que está el hielo por aquí.
Me incliné sobre la barra y eché un vistazo a la caja de madera alargada metida entre las tazas y las botellas.
– Si quieres, puedo intentar arreglarlo -me ofrecí.
– ¿Crees que sabrás? -dijo Anker arqueando una ceja.
– Puedo probar. A lo mejor es una tontería.
– No puedes romperlo más de lo que ya está -dijo Anker escogiéndose de hombros. Se secó las manos en el delantal y me hizo señas para que fuera detrás de la barra-. Mientras te lo miras, voy a prepararte unos huevos. También se me van a pasar. -Abrió la caja alargada, sacó unos huevos y fue a la cocina.
Pasé al otro lado de la barra y me arrodillé para examinar el helador. Era una caja con las paredes revestidas de piedra, del tamaño de un baúl de viaje pequeño. En cualquier otro sitio que no fuera la Universidad, habría sido un milagro de artificería, un auténtico lujo. Sin embargo, allí, donde era fácil encontrar esas cosas, no era más que otro cacharro innecesario que no funcionaba debidamente.
De hecho, no podía haber obra de artificería más sencilla. No tenía ninguna pieza móvil, solo dos tiras planas de estaño cubiertas de sigaldría que trasladaban el calor de un extremo a otro de la tira de metal. En realidad no era más que un sifón de calor lento e ineficaz.
Me puse en cuclillas y apoyé los dedos en las tiras de estaño. La de la derecha estaba caliente, lo que significaba que la mitad del interior de la caja debía de estar proporcionalmente fría. Pero la de la izquierda estaba a temperatura ambiente. Estiré el cuello para ver la sigaldría y descubrí un profundo rayón en el estaño que tachaba dos runas.
Ese era el problema. Una obra de sigaldría es como una frase. Si eliminas un par de palabras, la frase no tiene sentido. O mejor dicho, normalmente no tiene sentido. A veces, una obra de sigaldría estropeada puede tener efectos francamente desagradables. Me quedé mirando la tira de estaño con el ceño fruncido. Aquello era una chapuza de artificería. Las runas deberían haber estado grabadas en la cara interna de la tira, donde era más improbable que se estropearan.
Hurgué hasta encontrar un picador de hielo abandonado en el fondo de un cajón, y, con cuidado, golpeé sobre las dos runas estropeadas, aplastándolas en la superficie de estaño. Entonces me concentré y, con la punta de un cuchillo de cocina pequeño, volví a grabarlas.
Anker salió de la cocina con un plato de huevos y tomates.
– Me parece que lo he arreglado -dije. Me puse a comer para no hacerle un feo a Anker, y entonces me di cuenta de que tenía hambre.
Anker examinó la caja y levantó la tapa.
– ¿Así de fácil?
– Como todo -respondí con la boca llena-. Si sabes lo que tienes entre manos, es fácil. Debería funcionar. Espérate un día para ver si enfría.
Me terminé el plato de huevos y me bebí la leche todo lo rápido que pude sin parecer grosero.
– Voy a tener que cobrar mi parte de la barra hoy -dije-. Este bimestre la matrícula me va a salir más cara.
Anker asintió y revisó un pequeño libro de contabilidad que guardaba bajo la barra, donde había apuntado todo el aguamiel de Greysdale que yo había fingido beberme en los dos últimos meses. A continuación cogió su bolsa y puso diez iotas de cobre encima de la barra. Un talento: el doble de lo que yo esperaba. Lo miré, desconcertado.
– Si hubiera tenido que venir uno de los chicos de Kilvin a arreglarme ese trasto, me habría cobrado como mínimo medio talento -me explicó Anker, y le dio un golpecito con el pie al helador.
– Es que no estoy seguro de que…
Anker me hizo callar con un ademán.
– Si no funciona, te lo restaré de la paga del mes que viene. O lo usaré como palanca para que empieces a tocar también las noches de Captura. -Sonrió-. Lo considero una inversión.
Me guardé el dinero en la bolsa: «Cuatro talentos».
Iba a la Factoría a ver si por fin se habían vendido mis lámparas cuando atisbé una cara conocida con la túnica oscura de maestro cruzando el patio.
– ¡Maestro Elodin! -grité al ver que se acercaba a la puerta lateral de la Casa de los Maestros. Era uno de los pocos edificios donde casi nunca entraba, porque contenía poco más que los alojamientos de los maestros, los de los guilers residentes y las habitaciones de invitados para los arcanistas que venían de visita.
Elodin se volvió al oír su nombre. Cuando me vio correr hacia él, levantó los ojos al cielo y fue hacia la puerta.
– Maestro Elodin -dije respirando entrecortadamente-, ¿puedo hacerle una pregunta?
– En términos estadísticos, es bastante probable -me contestó, y abrió la puerta con una reluciente llave de latón.
– Entonces, ¿puedo hacerle una pregunta?
– Dudo que exista fuerza conocida por el hombre capaz de impedírtelo. -Abrió la puerta y se metió dentro.
No me habían invitado, pero me colé detrás de él. Era difícil encontrar a Elodin, y me preocupaba que si no aprovechaba esa oportunidad, quizá no volviera a verlo hasta pasado otro ciclo.
Lo seguí por un angosto pasillo de piedra.
– Me he enterado de que está formando un grupo de alumnos para estudiar Nominación -dije con cautela.
– Eso no es una pregunta -objetó Elodin subiendo por una escalera larga y estrecha.
Contuve el impulso de soltar algún improperio y respiré hondo.
– ¿Es verdad que va a dar esa asignatura?
– Sí.
– ¿Pensaba incluirme en el grupo?
Elodin se paró en la escalera y se dio media vuelta para mirarme. Estaba raro con la túnica oscura de maestro. Llevaba el cabello alborotado y su rostro parecía demasiado joven, casi infantil.
Se quedó observándome largo rato. Me miró de arriba abajo como si yo fuera un caballo por el que pensara apostar, o una ijada de ternera que pensara vender al peso.
Pero eso no fue nada comparado con cuando cruzó conmigo la mirada. Por un instante fue sencillamente inquietante. Luego fue como si la luz de la escalera se atenuara. O como si de pronto me hundieran bajo el agua y la presión me impidiera llenar de aire los pulmones.
– Maldita sea, imbécil -oí a una voz conocida que parecía provenir de muy lejos-. Si vas a quedarte catatónico otra vez, ten la decencia de hacerlo en el Refugio para ahorrarnos el trabajo de llevar tu carcasa cubierta de espumarajos hasta allí en un carro. Y si no, apártate.
Elodin dejó de mirarme y de pronto todo volvió a verse claro y luminoso. Me contuve para no inspirar con una ruidosa bocanada.
El maestro Hemme bajó la escalera pisando fuerte, e hizo a un lado a Elodin de un empujón. Al verme, dio un resoplido y dijo:
– Claro. El otro retrasado también está aquí. ¿Quieres que te recomiende un libro para tu examen? Es una obra muy interesante titulada Pasillos, forma y función: manual para deficientes mentales.
Me lanzó una mirada fulminante, y como no me aparté de inmediato, compuso una sonrisa antipática.
– Ah, pero si todavía tienes prohibido entrar en el Archivo, ¿verdad? ¿Quieres que organice una presentación de la información básica en un formato más adecuado a los de tu clase? ¿Quizá una pantomima o una especie de espectáculo de títeres?
Me aparté, y Hemme pasó a mi lado murmurando por lo bajo. Elodin fijó la mirada como si clavara puñales en la ancha espalda del otro maestro, y hasta que Hemme no dobló la esquina, no volvió a prestarme atención.
– Quizá sería mejor que te dedicaras a tus otras asignaturas, Re'lar Kvothe -dijo tras dar un suspiro-. Dal te tiene aprecio, y Kilvin también. Creo que con ellos estás progresando adecuadamente.
– Pero, señor -dije tratando de disimular mi consternación-, fue usted quien propuso que me ascendieran a Re'lar.
Elodin se volvió y siguió subiendo la escalera.
– Entonces deberías valorar mis sabios consejos, ¿no te parece?
– Pero si va a enseñar a otros alumnos, ¿por qué a mí no?
– Porque eres demasiado entusiasta para tener la paciencia necesaria -me contestó con ligereza-. Eres demasiado orgulloso para escuchar como es debido. Y eres demasiado listo. Eso es lo peor.
– Hay maestros que prefieren a los alumnos inteligentes -murmuré al entrar en un pasillo ancho.
– Sí -admitió Elodin-. Dal, Kilvin y Arwyl prefieren a los alumnos inteligentes. Ve y estudia con alguno de ellos. Así, tu vida y la mía serán considerablemente más fáciles.
– Pero…
Elodin se paró en seco en medio del pasillo.
– Muy bien -dijo-. Demuéstrame que vale la pena que te enseñe. Sacude mis prejuicios hasta los cimientos. -Se palpó la túnica teatralmente, como si buscara algo perdido en algún bolsillo-. Lamentablemente, no tengo forma de entrar por esa puerta. -Dio unos golpecitos en ella con los nudillos-. ¿Qué harías tú en esta situación, Re'lar Kvothe?
Sonreí pese a mi ligero enojo. Elodin no habría podido escoger un reto más adecuado para mis talentos. Saqué un trozo de acero elástico largo y delgado de uno de los bolsillos de mi capa, me arrodillé ante la puerta y examiné el ojo de la cerradura. La cerradura era sólida, fabricada para durar. Pero si bien las cerraduras grandes y pesadas parecen imponentes, en realidad son más fáciles de burlar, siempre y cuando hayan estado bien cuidadas.
Y aquella la habían cuidado. Solo tardé lo que se tarda en respirar tres veces lentamente en abrirla produciendo un satisfactorio chasquido. Me levanté, me sacudí el polvo de las rodillas y abrí la puerta hacia dentro con un floreo.
Elodin, por su parte, se mostró un tanto impresionado. Al abrirse la puerta, arqueó las cejas.
– Muy listo -dijo, y entró.
Lo seguí. Nunca me había preguntado cómo serían las habitaciones de Elodin. Pero si me lo hubiera preguntado, no me las habría imaginado como aquellas.
Eran enormes y lujosas, con techos altos y alfombras gruesas. Las paredes estaban forradas de madera noble, y los ventanales dejaban entrar la luz matutina. Había cuadros al óleo y muebles de madera antiguos y enormes. Todo destilaba una extraña normalidad.
Elodin entró deprisa por el recibidor, cruzó una bien decorada salita y llegó al dormitorio. O mejor dicho, a la cámara. Era inmensa, con una cama con dosel del tamaño de una barca. Elodin abrió de par en par un armario ropero y empezó a sacar de él varias túnicas largas y oscuras, parecidas a la que llevaba puesta.
– Toma. -Elodin me llenó los brazos de túnicas hasta que ya no pude sujetar ni una más. Algunas eran de algodón, de uso diario, pero había otras de hilo, finísimas, y de terciopelo denso y suave. Elodin se puso media docena de túnicas más en el brazo y las llevó a la salita.
Pasamos al lado de viejas estanterías cargadas de centenares de libros, y de un escritorio enorme y lustroso. Una de las paredes la ocupaba una enorme chimenea de piedra, lo bastante grande para asar un cerdo entero, aunque en ese momento solo había un pequeño fuego que combatía el frío de principios del otoño.
Elodin cogió una licorera de cristal de una mesa y se colocó delante de la chimenea. Me puso las túnicas que había cogido él en los brazos; yo apenas podía mirar por encima del montón de ropa que sujetaba. El maestro levantó delicadamente el tapón de la licorera, dio un sorbo de su contenido y arqueó una ceja en señal de apreciación, sosteniéndola contra la luz.
Decidí volver a intentarlo.
– ¿Por qué no quiere enseñarme Nominación, maestro Elodin?
– Pregunta incorrecta -dijo él, e inclinó la licorera sobre las brasas de la chimenea. Cuando las llamas se reavivaron, Elodin me quitó unas cuantas túnicas y, despacio, arrojó una de terciopelo al fuego. La tela prendió enseguida, y cuando empezó a arder, Elodin arrojó otras túnicas al fuego, en rápida sucesión. El resultado fue un enorme montón de tela ardiendo y lanzando densas nubes de humo por la chimenea-. Vuelve a intentarlo.
No pude evitarlo y formulé la pregunta obvia:
– ¿Por qué quema sus túnicas?
– No. Esa ni siquiera se acerca a la pregunta correcta -dijo; me quitó más túnicas de los brazos y las echó al fuego. Entonces cogió el pomo del tiro y lo cerró con un chasquido metálico. Unas nubes de humo enormes empezaron a invadir la habitación. Elodin tosió un poco, se apartó y miró alrededor con aire de vaga satisfacción.
De pronto entendí qué estaba pasando.
– Dios mío. ¿De quién son estas habitaciones?
Elodin asintió, satisfecho.
– Muy bien. También habría aceptado «¿Por qué no tiene la llave de esta habitación?» o «¿Qué hacemos aquí?». -Me miró con seriedad-. Las puertas están cerradas con llave por algo. Los que no tienen llave han de quedarse fuera por algo.
Dio un golpecito al montón de ropa en llamas con la punta del pie, como si quisiera asegurarse de que no saldría de la chimenea.
– Sabes que eres listo. Ese es tu punto débil. Das por hecho que sabes dónde te metes, pero no lo sabes.
Elodin se dio la vuelta para mirarme con sus ojos oscuros y serios.
– Crees que puedes confiar en que te enseñaré -prosiguió-. Crees que te mantendré a salvo. Pero esa es la peor clase de insensatez.
– ¿De quién son estas habitaciones? -repetí, atontado.
Elodin me mostró todos sus dientes en una sonrisa.
– Del maestro Hemme.
– ¿Por qué quema todas las túnicas de Hemme? -pregunté tratando de ignorar el hecho de que la habitación se estaba llenando rápidamente de un humo acre.
Elodin me miró como si yo fuera imbécil.
– Porque lo odio -respondió. Cogió la licorera de cristal de la repisa de la chimenea y la arrojó violentamente contra el fondo de la chimenea, donde se hizo añicos. El fuego se avivó con el poco líquido que quedaba en la botella-. Es un gilipollas. A mí nadie me habla así.
La habitación seguía llenándose de humo. De no ser por la altura del techo, ya nos habríamos asfixiado. Aun así, empezaba a costarnos respirar cuando fuimos hacia la puerta. Elodin la abrió y el humo invadió el pasillo.
Nos quedamos allí de pie, mirándonos, mientras salían nubes de humo. Decidí enfocar el problema de otra manera.
– Entiendo que tenga dudas, maestro Elodin -declaré-. A veces no pienso las cosas detenidamente.
– Eso es evidente.
– Y reconozco que ha habido ocasiones en que mis actos han sido… -Hice una pausa tratando de pensar algo más humilde que «poco meditados».
– ¿De una estupidez incomprensible para cualquier mortal? -sugirió Elodin.
Me encolericé, y mi breve intento de humildad quedó en nada.
– ¡Bueno, menos mal que soy el único que ha tomado una decisión equivocada alguna vez en la vida! -salté, casi a voz en grito. Lo miré con dureza-. A mí también me han contado historias sobre usted, ¿sabe? Dicen que usted también la cagó bastante cuando estudiaba aquí.
La expresión risueña de Elodin se atenuó ligeramente, y se quedó con cara de haberse tragado algo y de que se le hubiera atascado en el gaznate.
– Si cree que soy insensato -continué-, haga algo. ¡Enséñeme el camino más recto! ¡Moldee mi flexible y joven mente! -Respiré humo y me puse a toser, y tuve que interrumpir de golpe mi perorata-. ¡Haga algo, maldita sea! -Me quedé sin aire-. ¡Enséñeme!
No lo dije gritando, pero aun así acabé sin aliento. Mi cólera se desvaneció tan deprisa como había surgido, y temí haber ido demasiado lejos.
Pero Elodin solo me miraba.
– ¿Qué te hace pensar que no esté enseñándote? -me preguntó sorprendido-. Aparte del hecho de que te niegas a aprender.
Se dio la vuelta y echó a andar por el pasillo.
– Yo, en tu lugar, me largaría de aquí -me aconsejó por encima del hombro-. Querrán saber quién ha sido el responsable de esto, y todo el mundo sabe que Hemme y tú no os lleváis demasiado bien.
Me dio un sudor frío.
– ¿Qué?
– Y me lavaría antes de presentarme al examen de admisión -añadió-. No conviene que te presentes apestando a humo. Yo vivo aquí -dijo Elodin sacando una llave de su bolsillo y abriendo una puerta al final del pasillo-. ¿Qué excusa tienes tú?