Capítulo 22

Desliz

Hasta ese momento del bimestre, Elxa Dal nos había enseñado teoría de la Simpatía Experta. ¿Cuánta luz se podía producir a partir de diez taumos de calor continuo utilizando hierro? ¿Y utilizando basalto? ¿Y utilizando carne humana? Memorizábamos tablas de cifras y aprendíamos a calcular cuadrados crecientes, momento angular y degradación acrecentada.

Resumiendo: era aburridísimo.

No me malinterpretéis. Sabía que toda aquella información era fundamental. Los vínculos como los que le habíamos enseñado a Denna eran muy sencillos. Pero cuando las cosas se complicaban, un simpatista experto tenía que saber hacer cálculos bastante peliagudos.

En términos de energía, no hay mucha diferencia entre encender una vela y hacer que se derrita reduciéndose a un charco de sebo. La única diferencia está en la atención y el control. Cuando tienes la vela delante, todo resulta fácil. Solo tienes que mirar fijamente la mecha y dejar de verter calor en cuanto asoma el parpadeo de la llama. Pero si la vela está a medio kilómetro de distancia, o en otra habitación, la atención y el control son exponencialmente más difíciles de mantener.

Y a los simpatistas poco cuidadosos les esperan cosas peores que velas derretidas. La pregunta que había hecho Denna en el Eolio era de suma importancia: «¿Adónde va la energía adicional?».

Como había explicado Wil, una parte iba al aire, otra a los objetos vinculados, y el resto iba a parar al cuerpo del simpatista. El término técnico para designar ese fenómeno era «saturación táumica», pero hasta Elxa Dal solía referirse a él como un «desliz».

Aproximadamente una vez al año, algún simpatista poco cuidadoso con un Alar fuerte canalizaba suficiente calor mediante un mal vínculo para que le aumentara la temperatura corporal y acabase delirando de fiebre. Dal nos contó el caso extremo de un alumno que consiguió cocerse a sí mismo de arriba abajo.

Se lo comenté a Manet el día después de que Dal nos explicara la anécdota en clase. Esperaba que se riera un rato conmigo, pero resultó que Manet estudiaba en la Universidad cuando sucedió aquello.

– Olía a cerdo -comentó con gravedad-. Fue increíble. Lo sentí por él, por supuesto, pero no te puedes compadecer mucho de un idiota. Un pequeño desliz aquí y allá apenas se nota, pero aquel desdichado debió de pasar doscientos mil taumos en dos segundos. -Meneó la cabeza sin levantar la vista del trozo de estaño que estaba grabando-. Apestaba toda el ala de la Principalía. Aquellas habitaciones no se pudieron utilizar hasta pasado un año.

Me quedé mirándolo.

– Pero el desliz térmico es bastante habitual -continuó Manet-. En cambio, el desliz cinético… -Arqueó una ceja-. Hace veinte años, un El'the chiflado se emborrachó e intentó levantar un carro de estiércol y ponerlo en el tejado de la sala de profesores para ganar una apuesta. Se arrancó el brazo por el hombro.

Manet volvió a encorvarse sobre su trozo de estaño y grabó una runa con sumo cuidado.

– Para hacer eso hay que ser un estúpido de una categoría especial -concluyó.

Al día siguiente, presté mucha atención a cada una de las palabras de Dal.

Nos hacía practicar sin piedad. Cálculos de entropía. Gráficos que mostraban distancia de desintegración. Ecuaciones que describían las curvas entrópicas que cualquier simpatista experto debe entender a un nivel casi instintivo.

Pero Dal no era idiota. Por eso, antes de que nos aburriéramos y nos desmotivásemos, lo convirtió en una competición.

Nos hacía extraer calor de fuentes insólitas, de hierros al rojo vivo, de bloques de hielo, de nuestra propia sangre. Encender velas que estaban en habitaciones alejadas era lo más fácil. Encender una de entre una docena de velas idénticas ya era más difícil. Encender una vela que nunca habías visto y que estaba en una ubicación desconocida… era como hacer malabarismos a oscuras.

Había concursos de precisión. Concursos de astucia. Concursos de atención y control. Después de dos ciclos, yo era el alumno mejor clasificado de nuestra clase de veintitrés Re'lar. Fenton me pisaba los talones en el segundo puesto.

Quiso la suerte que el día después de mi incursión en las habitaciones de Ambrose fuera el mismo día que empezamos los duelos de Simpatía Experta. Los duelos requerían toda la sutileza y el control de nuestras competiciones anteriores, con el desafío añadido de que había otro alumno que luchaba activamente contra tu Alar.

Así que, pese a mi reciente visita a la Clínica por un golpe de calor, hice un agujero en un bloque de hielo que estaba en una habitación alejada. Pese a dos noches de escasas horas de sueño, aumenté la temperatura de medio litro de mercurio exactamente diez grados. Pese al dolor punzante de mis contusiones y al escozor de mi brazo vendado, rompí el rey de picas por la mitad dejando intactas las demás cartas de la baraja.

Todas esas cosas las hice en menos de dos minutos, pese a que Fenton luchaba contra mí con todo su Alar. Por algo acabaron llamándome Kvothe el Arcano. Mi Alar era como una hoja de acero de Ramston.

– Estoy impresionado -me dijo Dal después de la clase-. Hacía años que no tenía un alumno invicto durante tanto tiempo. ¿Volverá a apostar alguien contra ti?

– Eso fue hace mucho tiempo -dije sacudiendo la cabeza.

– El precio de la fama. -Dal sonrió; luego se puso un poco más serio-. Quería avisarte antes de anunciárselo a la clase. Seguramente el ciclo que viene empezarás a enfrentarte a tus compañeros por parejas.

– ¿Tendré que competir contra Fenton y Brey al mismo tiempo? -pregunté.

Dal negó con la cabeza.

– Empezaremos con los dos duelistas peor clasificados. Será una buena introducción a los ejercicios de trabajo de equipo que haremos más adelante. -Sonrió-. Y evitará que te duermas sobre los laureles. -Dal me miró con fijeza y la sonrisa se borró de sus labios-. ¿Te encuentras mal?

– Solo tengo un poco de frío -dije de modo poco convincente; estaba temblando-. ¿Podemos acercarnos al brasero?

Me acerqué todo lo que pude sin llegar a tocar el metal caliente, y extendí las manos sobre las brasas que resplandecían en la vasija. Al cabo de un momento se me pasó el frío y vi que Dal me observaba con curiosidad.

– Esta mañana he tenido que ir a la Clínica. He sufrido un pequeño golpe de calor -admití-. Mi cuerpo está un poco confundido. Pero ya me encuentro mejor.

– Si no te encuentras bien, no deberías venir a clase -dijo el maestro frunciendo el entrecejo-. Y mucho menos batirte en duelo. Esta clase de simpatía desgasta el cuerpo y la mente. No deberías correr el riesgo de combinarla con una enfermedad.

– Cuando he venido a clase me encontraba bien -mentí-. Lo que pasa es que mi cuerpo me está recordando que le debo una buena noche de sueño.

– Pues asegúrate de dársela -dijo con severidad, y extendió también las manos sobre las brasas-. Si te exiges demasiado, después lo pagarás. Últimamente pareces un poco cansado. Bueno, cansado no es la palabra exacta.

– ¿Reventado? -propuse.

– Sí. Reventado. -Escudriñaba mi rostro mientras se acariciaba la barba-. Tienes un don para las palabras. Supongo que esa es una de las razones por las que acabaste con Elodin.

No dije nada. Y mi silencio debió de parecerle elocuente, porque me miró con curiosidad y, fingiendo indiferencia, me preguntó:

– ¿Cómo van tus estudios con Elodin?

– Muy bien -dije eludiendo el tema.

Se quedó mirándome.

– No tan bien como esperaba -admití-. Estudiar con el maestro Elodin no es lo que yo había imaginado.

– A veces es difícil -convino Dal.

De pronto se me ocurrió preguntarle:

– ¿Usted sabe algún nombre, maestro Dal?

Asintió con solemnidad.

– ¿Cuáles? -insistí.

Se puso un poco tenso, y luego se relajó mientras giraba una y otra vez las manos sobre las brasas.

– Esa no es una pregunta muy educada -dijo sin enfado-. Bueno, no es que sea grosera, pero es de esas preguntas que no deben hacerse. Es como preguntarle a un hombre con qué frecuencia hace el amor con su esposa.

– Lo siento.

– No, no te disculpes -dijo-. No tienes por qué saberlo. Supongo que es un vestigio del pasado. De cuando teníamos más motivos para temer a nuestros colegas arcanistas. Si sabías qué nombres conocía tu enemigo, podías adivinar sus puntos fuertes y sus puntos débiles.

Nos quedamos callados un momento, calentándonos con las brasas.

– Fuego -dijo Dal-. Sé el nombre del fuego. Y otro.

– ¿Solo dos? -solté sin pensar.

– ¿Y cuántos sabes tú? -replicó Dal con leve burla-. Sí, solo dos. Pero hoy en día, saber dos nombres es mucho. Elodin dice que antes era diferente.

– ¿Cuántos sabe Elodin?

– Aunque lo supiera, estaría muy feo que te lo dijese -dijo con una nota de desaprobación-. Pero supongo que puedo afirmar que sabe unos cuantos.

– ¿Podría enseñarme algo con el nombre del fuego? -pregunté-. Si no es inapropiado, claro.

Dal vaciló un momento y luego sonrió. Miró fijamente el brasero que nos separaba, cerró los ojos y señaló el brasero apagado que había en el otro extremo de la habitación.

– Fuego. -Pronunció la palabra como si diera una orden, y en el otro brasero prendió una columna de llamas.

– ¿Fuego? -dije, perplejo-. ¿Ya está? ¿El nombre del fuego es fuego?

Elxa Dal sonrió y sacudió la cabeza.

– Eso no es lo que he dicho. Una parte de ti te ha hecho oír una palabra conocida.

– ¿Mi mente dormida lo ha traducido?

– ¿Tu mente dormida? -Me miró sin comprender.

– Así es como llama Elodin a esa parte de nosotros que sabe nombres -expliqué.

Dal encogió los hombros y se pasó una mano por la barba, corta y negra.

– Llámalo como quieras. Seguramente, el hecho de que me hayas oído decir algo es una buena señal.

– A veces no sé por qué me molesto en estudiar nominación -refunfuñé-. Habría podido encender ese brasero mediante simpatía.

– No sin una relación -objetó Dal-. Sin un vínculo, una fuente de energía…

– Aun así, no tiene mucho sentido -razoné-. En su clase aprendo cosas todos los días. Cosas útiles. En cambio, de todo el tiempo que llevo estudiando nominación no he sacado nada. ¿Sabe de qué trataba la clase de ayer de Elodin?

Dal negó con la cabeza.

– De la diferencia entre estar desnudo y estar en cueros -dije cansinamente. Dal soltó una risotada-. En serio. Antes me habría peleado por ser admitido en su clase, pero ahora solo pienso en todo el tiempo que estoy perdiendo allí, un tiempo que podría dedicar a cosas más prácticas.

– Hay cosas más prácticas que los nombres -reconoció Dal-. Pero observa. -Se concentró en el brasero que teníamos delante y se quedó como abstraído. Volvió a hablar, esa vez con un susurro, y poco a poco bajó una mano hasta colocarla a unos centímetros de las brasas.

Entonces, con expresión concentrada, Dal hundió la mano en el corazón del fuego y extendió los dedos entre las brasas ardientes como si estas solo fueran grava.

Me di cuenta de que contenía la respiración y solté el aire despacio, pues no quería desconcentrarle.

– ¿Cómo?

– Nombres -dijo Dal con firmeza, y apartó la mano del brasero. La tenía manchada de ceniza, pero ilesa-. Los nombres reflejan la verdadera comprensión de una cosa, y cuando comprendes de verdad una cosa, tienes poder sobre ella.

– Pero el fuego no es una cosa -objeté-. Solo es una reacción química exotérmica. Es… -farfullé.

Dal inspiró, y por un instante pensé que iba a darme una explicación. Pero lo que hizo fue reír y encogerse de hombros.

– Yo no tengo suficiente ingenio para explicártelo. Pregúntaselo a Elodin. Él es quien afirma entender de estos temas. Yo solo trabajo aquí.

Después de la clase de Dal, crucé el río y me fui a Imre. No encontré a Denna en la posada donde se hospedaba, así que me dirigí al Eolio pese a saber que era demasiado temprano para encontrarla allí.

Dentro solo había un puñado de personas, pero al final de la barra vi una cara conocida hablando con Stanchion. El conde Threpe me saludó con la mano, y fui hacia él.

– ¡Kvothe, amigo mío! -dijo Threpe con entusiasmo-. Hacía una eternidad que no te veía.

– Últimamente ha habido un poco de jaleo al otro lado del río -dije, y dejé el estuche de mi laúd en el suelo.

– Se nota -dijo Stanchion con franqueza mirándome de arriba abajo-. Estás pálido. Deberías comer más carne roja. O dormir más. -Señaló un taburete-. A falta de eso, te ofrezco una jarra de metheglin.

– Te lo agradezco -dije, y me senté en el taburete. Sentí un gran alivio al poder descansar las piernas doloridas.

– Si lo que necesitas es carne y sueño -dijo Threpe, obsequioso-, deberías venir a cenar a mi casa. Te prometo una comida maravillosa y una conversación tan aburrida que podrás dormirte sin temor a perderte nada interesante. -Me lanzó una mirada implorante-. Ven conmigo. Si es necesario, te lo pediré de rodillas. Solo habrá unas diez personas. Hace meses que quiero alardear de ti.

Cogí la jarra de metheglin y miré a Threpe. Llevaba una chaqueta de terciopelo azul real y unas botas de ante teñidas a juego. No podía presentarme en una cena formal en su casa vestido con ropa de viaje de segunda mano, que era la única que poseía.

Threpe no era nada ostentoso, pero era un noble en toda regla. Seguramente ni siquiera se le había ocurrido pensar que yo no tenía ropa elegante. No se lo reprochaba. La inmensa mayoría de los estudiantes de la Universidad eran, como mínimo, moderadamente ricos. Si no, ¿cómo habrían podido pagar sus matrículas?

Lo cierto era que nada me apetecía más que una buena cena y la ocasión de relacionarme con los nobles de la región. Me habría encantado bromear mientras bebíamos y reparar parte del daño que Ambrose había causado a mi reputación, y quizá despertar el interés de algún posible mecenas.

Pero sencillamente no podía pagar el precio de mi admisión en ese círculo. Un traje medianamente elegante me habría costado al menos un talento y medio, aunque lo hubiera comprado en una tienda de ropa usada. El hábito no hace al monje, pero si quieres interpretar un papel, necesitas el disfraz adecuado.

Stanchion, que estaba sentado detrás de Threpe, asintió enérgicamente con la cabeza.

– Me encantaría ir a cenar -le dije a Threpe-. Te lo prometo. En cuanto la situación se normalice un poco en la Universidad.

– Excelente -dijo Threpe con entusiasmo-. Te tomo la palabra. Nada de evasivas. Te conseguiré un mecenas, hijo mío. Uno que valga la pena. Te lo juro.

A sus espaldas, Stanchion asintió con la cabeza expresando su aprobación.

Les sonreí a los dos y di otro sorbo de metheglin. Eché un vistazo a la escalera del segundo piso.

Stanchion vio hacia dónde miraba y, apenado, dijo:

– No ha venido. De hecho, llevo un par de días sin verla.

Un grupo de personas entraron por la puerta del Eolio y gritaron algo en íllico. Stanchion los saludó con la mano y se levantó.

– El deber me llama -anunció, y fue a recibirlos.

– Hablando de mecenas -le dije a Threpe-, llevo días queriendo pedirte tu opinión sobre una cosa. -Bajé el tono de voz-. Una cosa que preferiría que quedara entre nosotros dos.

Los ojos de Threpe brillaban de curiosidad cuando se inclinó hacia delante.

Di otro sorbo de metheglin mientras ponía en orden mis ideas. La bebida me estaba afectando más deprisa de lo que había esperado. Era un efecto agradable, pues aliviaba el dolor de mis numerosas lesiones.

– Creo que conoces a la mayoría de los mecenas en potencia en un radio de ciento cincuenta kilómetros.

Threpe encogió los hombros sin molestarse en aparentar falsa modestia.

– Conozco a unos cuantos. A todos los que muestran interés. Y a los que tienen dinero.

– Tengo una amiga -dije-. Una intérprete que está empezando. Tiene un gran talento natural, pero todavía no está muy capacitada. Se le acercó una persona ofreciéndole ayuda y prometiéndole mecenazgo… -Me detuve; no sabía cómo explicar el resto.

Threpe asintió.

– Quieres saber si es una oferta legítima -dijo-. Me parece una preocupación razonable. Hay quienes creen que un mecenas tiene derecho a algo más que la música. Si quieres oír alguna historia -añadió señalando con la cabeza a Stanchion-, pregúntale por aquella vez que la duquesa Samista vino aquí de vacaciones. -Soltó una risita que fue casi un gemido y se frotó los ojos-. Que me ayuden los dioses minúsculos, aquella mujer era aterradora.

– Eso es lo que me preocupa -dije-. No sé si esa persona es de fiar.

– Puedo indagar un poco, si quieres -propuso Threpe-. ¿Cómo se llama?

– Eso es parte del problema -dije-. No sé su nombre. Y creo que ella tampoco.

– ¿Cómo no va a saber su nombre? -dijo Threpe arrugando la frente.

– Le dio un nombre -aclaré-. Pero ella no sabe si es el verdadero. Por lo visto, es muy maniático con su intimidad y le dio instrucciones muy estrictas de que no debía hablarle a nadie de él. Nunca se ven dos veces en el mismo sitio. Nunca en público. Desaparece durante meses. -Miré a Threpe-. ¿A ti qué te parece?

– Bueno, no suena muy bien -concedió Threpe con un tono cargado de desaprobación-. Es muy probable que ese individuo no sea un mecenas como es debido. Quizá intente aprovecharse de tu amiga.

– Eso mismo pienso yo -dije, apesadumbrado.

– Sin embargo -dijo Threpe-, hay mecenas que trabajan en secreto. Si encuentran a alguien con talento, lo cuidan en privado y luego… -Hizo un floreo con una mano-. Es como un truco de magia. De pronto te sacas de la manga a un músico brillante.

Threpe me sonrió con cariño.

– Yo creía que eso era lo que habían hecho contigo -confesó-. Apareciste un buen día y conseguiste tu caramillo. Pensé que alguien te había tenido escondido hasta que estuviste preparado para hacer tu gran aparición.

– No se me había ocurrido pensarlo -dije.

– A veces pasa -dijo Threpe-. Pero eso de los extraños lugares de reunión y el hecho de que tu amiga no esté segura de su nombre… -Sacudió la cabeza con el ceño fruncido-. Como mínimo, es bastante indecoroso. O ese tipo se divierte haciéndose pasar por un forajido, o es verdaderamente sospechoso.

Threpe se quedó pensando un momento, tamborileando con los dedos en la barra.

– Dile a tu amiga que tenga cuidado y que esté atenta. Es terrible que un mecenas se aproveche de una mujer. Eso es traición. Pero he conocido a hombres que se hacían pasar por mecenas para ganarse la confianza de una mujer. -Frunció la frente-. Eso es aún peor.

Estaba a medio camino de la Universidad, y el Puente de Piedra empezaba a asomar a lo lejos, cuando noté un desagradable calor y un hormigueo que me subían por el brazo. Al principio creí que era el dolor de la herida del codo, cosida ya dos veces, porque los puntos me habían escocido todo el día.

Pero en lugar de atenuarse, el calor siguió extendiéndose por mi brazo y por el lado izquierdo de mi pecho. Empecé a sudar como si de pronto me hubiera dado fiebre.

Me quité la capa para dejar que me enfriara la brisa, y empecé a desabrocharme la camisa. La brisa otoñal me ayudó, y me abaniqué con la capa. Pero el calor se hizo más intenso, casi doloroso, como si se me hubiera derramado agua hirviendo sobre el pecho.

Por suerte, aquel tramo del camino discurría junto a un arroyo que desembocaba en el cercano río Omethi. Como no se me ocurría nada mejor que hacer, me quité las botas, me descolgué el laúd del hombro y me metí en el agua.

El agua estaba muy fría y me hizo jadear y farfullar, pero me enfrió la piel abrasada. Me quedé allí, procurando no sentirme como un idiota mientras una pareja pasaba por el camino cogida de la mano e ignorándome deliberadamente.

Aquel extraño calor me recorrió todo el cuerpo, como si tuviera dentro un fuego que buscaba la forma de salir. Había empezado por el costado izquierdo, descendió por mis piernas y volvió a subir por mi brazo izquierdo. Cuando se desplazó a mi cabeza, me sumergí en el agua.

Al cabo de unos minutos se me pasó, y salí del arroyo. Temblando, me envolví en la capa, y me alegré de que no hubiera nadie en el camino. Entonces, como no podía hacer nada más, me cargué el laúd al hombro y eché a andar de nuevo hacia la Universidad, chorreando y muerto de miedo.

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