Con la bolsa llena a reventar y la carta de crédito de Alveron que me aseguraba la matrícula, el bimestre de invierno fue más despreocupado que un paseo por el jardín.
Resultaba extraño no tener que vivir como un avaro. Tenía ropa de mi talla y podía permitirme llevarla a que me la lavaran. Podía tomar café o chocolate siempre que quisiera. Ya no tenía que trabajar como un condenado en la Factoría y podía pasar el rato haciendo experimentos simplemente para satisfacer mi curiosidad o realizar proyectos simplemente por placer.
Después de casi un año fuera, tardé un tiempo en volver a adaptarme a la Universidad. Me costaba acostumbrarme a no llevar la espada. Pero allí eso estaba mal visto, y sabía que me habría causado problemas y que no valía la pena.
Al principio dejaba a Cesura en mi habitación, pero yo sabía mejor que nadie lo fácil que habría sido entrar y robarla. La tranca solo habría mantenido alejado a un ladrón muy remilgado. Otro más pragmático habría podido limitarse a romper mi ventana y largarse de allí en menos de un minuto. Puesto que la espada era literalmente irreemplazable, y como había prometido guardarla a salvo, no tardé mucho en buscarle un escondite en la Subrealidad.
En cambio, sí dejé a mano el shaed, porque podía cambiarle la forma fácilmente. Ya casi nunca ondeaba por su cuenta. Normalmente ni siquiera se movía en la medida en que parecía exigirlo el fuerte viento. Quizá penséis que la gente debería haberlo notado, pero no fue así. Ni siquiera Wilem y Simmon, que se burlaban del cariño que le tenía, hicieron ninguna observación sobre mi capa, aparte de comentar que era una prenda asombrosamente versátil.
De hecho, Elodin fue el único que se fijó en la peculiaridad de mi shaed.
– ¿Qué es eso? -exclamó cuando nos cruzamos en un pequeño patio delante de la Principalía-. ¿Desde cuándo vas shaedado?
– ¿Cómo dice? -pregunté.
– Tu capa, hombre. Tu capa multiforme. ¿De dónde demonios has sacado un shaed? -Confundió mi sorpresa con ignorancia-. ¿Acaso no sabes qué es eso que llevas?
– Sé lo que es -contesté-. Lo que me sorprende es que lo sepa usted.
Elodin me miró ofendido.
– Si no supiera distinguir una capa feérica a unos metros de distancia, no sería un gran nominador. -Cogió una esquina del shaed entre dos dedos-. Es preciosa. He aquí una obra de magia antigua de las que raramente se ven hoy en día.
– De hecho es una obra de magia muy nueva -dije.
– ¿Qué quieres decir?
Como era evidente que mi explicación conllevaría una larga historia, Elodin me condujo a una taberna pequeña y acogedora que yo no conocía. De hecho, no sé si llamarla taberna. No estaba abarrotada de estudiantes parlanchines ni olía a cerveza. Estaba poco iluminada y silenciosa; tenía los techos bajos y había cómodos butacones repartidos por toda la sala. Olía a cuero y vino viejo.
Nos sentamos cerca de un radiador encendido y nos tomamos una sidra dulce servida caliente y especiada mientras le relataba toda la historia de mi involuntario viaje a Fata. Sentí un alivio tremendo. Todavía no había podido contárselo a nadie por temor a que toda la Universidad se riera de mí.
Elodin resultó un público sorprendentemente atento y se interesó especialmente por el combate que Rabiamos mantenido Felurian y yo cuando ella intentó doblegarme. Cuando terminé de contarle la historia, me acribilló a preguntas. ¿Recordaba qué había dicho para llamar al viento? ¿Qué había sentido? Ese extraño estado de alerta que describía, ¿era como estar borracho, o más bien como estar en estado de shock?
Contesté lo mejor que pude, y al final Elodin se reclinó en el respaldo asintiendo con la cabeza en silencio.
– Que un alumno vaya a perseguir el viento y lo atrape es una buena señal -dijo con aprobación-. Ya lo has llamado dos veces. A partir de ahora, cada vez será más fácil.
– Tres veces, en realidad -lo corregí-. Volví a encontrarlo mientras estaba en Ademre.
Elodin rió.
– ¡Lo perseguiste hasta el borde del mapa! -dijo haciendo un amplio ademán con la mano izquierda abierta. Perplejo, caí en la cuenta de que aquel era el signo adem de respeto y asombro-. ¿Qué sentiste? ¿Crees que podrías encontrar otra vez su nombre si lo necesitaras?
Me concentré y traté de dirigir mi mente hacia la Hoja que Gira. Había pasado un mes desde la última vez que lo intentara, y había recorrido más de mil kilómetros, y no me fue fácil sumir mi mente en aquel vacío extraño y vertiginoso.
Al final lo conseguí. Miré alrededor con la esperanza de ver el nombre del viento como quien ve a un viejo amigo. Pero allí solo había motas de polvo arremolinándose en un rayo de sol que entraba sesgado por una ventana.
– ¿Y bien? -preguntó Elodin-. ¿Podrías llamarlo si lo necesitaras?
– Tal vez -dije, vacilante.
Elodin asintió con la cabeza para indicar que lo entendía.
– Pero seguramente no podrías llamarlo si alguien te lo pidiera, ¿verdad?
Afirmé con la cabeza, un tanto compungido.
– No te desanimes. Así tendremos algo en que trabajar. -Sonrió alegremente y me dio unas palmadas en la espalda-. Pero creo que tu historia revela algo más de lo que tú crees. Hiciste algo más que llamar al viento. Por lo que me cuentas, creo que lo que llamaste fue el propio nombre de Felurian.
Reflexioné. Mis recuerdos de la temporada que había pasado en Fata eran fragmentarios, y más aún los de mi confrontación con Felurian, que tenían un extraño carácter onírico. Cuando intentaba recordarla con detalle, casi parecía que le hubiera sucedido a otra persona.
– Supongo que es posible.
– Es más que posible -me aseguró-. Dudo mucho que una criatura tan antigua y tan poderosa como Felurian pudiera ser sometida solo con el viento. Y no lo digo para quitarle méritos a tu logro -se apresuró a añadir-. Llamar al viento es algo que solo consigue un estudiante de entre mil. Pero nombrar a un ser vivo, y especialmente a un ser fata… -Me miró arqueando las cejas-. Eso es harina de otro costal.
– ¿Por qué es tan diferente el nombre de una persona? -pregunté, y a continuación respondí mi propia pregunta-: Por la complejidad.
– Exacto -confirmó Elodin. Mi lucidez pareció emocionarlo-. Para nombrar una cosa debes comprenderla por entero. Una piedra o una ráfaga de viento ya son bastante difíciles. Una persona… -Dejó la frase en el aire.
– No me atrevo a afirmar que comprendiera a Felurian -dije.
– Una parte de ti sí la comprendió -insistió él-. Tu mente dormida. Es bastante inusual. Si hubieras sabido lo difícil que era, jamás lo habrías conseguido.
Como la pobreza ya no me obligaba a trabajar horas y horas en la Factoría, tenía libertad para estudiar más que antes. Seguí asistiendo a mis clases de simpatía, medicina y artificería, y luego añadí química, herbología y anatomía femenina comparada.
Mi encuentro casual con la caja de los Lackless había despertado mi curiosidad, e intenté aprender algo sobre los nudos narrativos íllicos. Pero pronto descubrí que la mayoría de los libros sobre Yll eran de historia y no de lingüística, y no aportaban información de cómo leer un nudo.
Así que registré los Catálogos Muertos y hallé un único estante con libros abandonados relacionados con Yll en una de las partes más tenebrosas, con techos muy bajos, de los sótanos más profundos. Y mientras buscaba un sitio donde sentarme a leer, descubrí una pequeña habitación escondida detrás de unas estanterías.
No era un rincón de lectura, como yo había sospechado. Dentro había cientos de carretes enormes de madera a los que se arrollaban cuerdas anudadas. No eran libros, exactamente, sino su equivalente íllico. Una fina capa de polvo lo cubría todo, y me dio la impresión de que hacía décadas que nadie entraba allí.
Siento una gran debilidad por las cosas secretas. Pero me percaté rápidamente de que era imposible leer los nudos sin saber íllico. En la Universidad no había clases de íllico, y después de preguntar un poco me enteré de que ninguno de los guilers del maestro lingüista sabía más de unas cuantas palabras sueltas.
Eso no me sorprendió mucho teniendo en cuenta que Yll había quedado prácticamente arrasada bajo las botas de hierro del imperio Atur. Lo poco que quedaba de ella estaba habitado mayoritariamente por las ovejas. Y si te ponías de pie en medio del país, podías lanzar una piedra al otro lado de la frontera. Sin embargo, fue un decepcionante final para mi búsqueda.
Entonces, unos días más tarde, el maestro lingüista me llamó a su despacho. Se había enterado de que había estado haciendo averiguaciones, y resultó que él tenía buenos conocimientos de íllico. Se ofreció para darme clases particulares, y yo acepté de buen grado su ofrecimiento.
Desde mi llegada a la Universidad, solo había visto al maestro lingüista durante los exámenes de admisiones y cuando había tenido que presentarme ante las astas del toro por motivos disciplinarios. Cuando actuaba como rector, el maestro Herma era bastante severo y formal. Pero cuando no estaba sentado en la silla del rector, era un profesor asombrosamente hábil y amable. Era ingenioso y tenía un sentido del humor asombrosamente irreverente. La primera vez que me contó un chiste verde, me quedé petrificado.
Elodin no daba clases ese bimestre, pero empecé a estudiar nominación con él en privado. Ahora que ya entendía que su locura seguía un método, todo iba mucho mejor.
El conde Threpe se llevó una gran alegría al verme vivo y dio una fiesta de resurrección donde me exhibió con orgullo ante la nobleza de la región. Me encargué un traje a medida para la ocasión, y en un arrebato de nostalgia pedí que me lo hicieran de los colores de mi antigua troupe: el verde y gris de los hombres de lord Greyfallow.
Después de la fiesta, mientras nos tomábamos mano a mano una botella de vino en su salón, le conté mis aventuras a Threpe. No le hablé de la historia de Felurian, porque sabía que no me creería. Tampoco pude contarle gran parte de lo que había hecho al servicio del maer. Por lo tanto, Threpe creyó que Alveron había sido muy generoso al recompensarme, y yo no se lo discutí.