Capítulo 73

Sangre y tinta

En su Teofanía, Teccam habla de los secretos y los llama «tesoros dolorosos de la mente». Explica que lo que la mayoría de la gente considera secretos no lo son en realidad. Los misterios, por ejemplo, no son secretos. Tampoco lo son los hechos poco conocidos ni las verdades olvidadas. Un secreto, explica Teccam, es un conocimiento cierto activamente ocultado.

Los filósofos llevan siglos cuestionando su definición. Señalan los problemas lógicos, las lagunas, las excepciones. Pero en todo este tiempo ninguno ha conseguido presentar una definición mejor. Quizá eso nos aporte más información que todas las objeciones juntas.

En un capítulo posterior, menos conocido y menos discutido, Teccam expone que existen dos tipos de secretos. Hay secretos de la boca y secretos del corazón.

La mayoría de los secretos son secretos de la boca. Chismes compartidos y pequeños escándalos susurrados. Esos secretos ansían liberarse por el mundo. Un secreto de la boca es como una china metida en la bota. Al principio apenas la notas. Luego se vuelve molesta, y al final, insoportable. Los secretos de la boca crecen cuanto más los guardas, y se hinchan hasta presionar contra tus labios. Luchan para que los liberes.

Los secretos del corazón son diferentes. Son íntimos y dolorosos, y queremos, ante todo, escondérselos al mundo. No se hinchan ni presionan buscando una salida. Moran en el corazón, y cuanto más se los guarda, más pesados se vuelven.

Teccam sostiene que es mejor tener la boca llena de veneno que un secreto del corazón. Cualquier idiota sabe escupir el veneno, dice, pero nosotros guardamos esos tesoros dolorosos. Tragamos para contenerlos todos los días, obligándolos a permanecer en lo más profundo de nosotros. Allí se quedan, volviéndose cada vez más pesados, enconándose. Con el tiempo, no pueden evitar aplastar el corazón que los contiene.

Los filósofos modernos desprecian a Teccam, pero son buitres picoteando los huesos de un gigante. Cuestionad cuanto queráis: Teccam entendía la forma del mundo.

Denna me envió una nota la mañana después de que yo la siguiera por la ciudad, y me encontré con ella delante de Las Cuatro Candelas. En el último ciclo habíamos quedado allí docenas de veces, pero ese día había algo diferente. Ese día Denna llevaba un vestido largo y elegante; no era un vestido de varias capas y cuello alto, a la moda del lugar, sino ceñido y escotado. Era azul oscuro, y al dar Denna un paso, alcancé a verle un trozo de pierna desnuda.

El estuche del arpa estaba apoyado contra la pared, detrás de ella, y Denna tenía un aire de expectación. Su oscuro cabello brillaba bajo la luz del sol, con el único adorno de tres finas trenzas atadas con cinta azul. Iba descalza, y tenía los pies manchados de hierba. Me sonrió.

– Ya está -dijo, y la emoción retumbó en su voz como un trueno lejano-. He avanzado lo suficiente para tocarte al menos un trozo. ¿Te gustaría oírla? -Detecté una pizca de disimulada timidez en su voz.

Como ambos trabajábamos para mecenas muy celosos de su intimidad, Denna y yo no solíamos hablar de nuestro trabajo. Comparábamos las manchas de tinta de nuestros dedos y nos lamentábamos de nuestras dificultades, pero sin entrar en detalles.

– Nada me gustaría más -respondí mientras Denna cogía el estuche de su arpa y echaba a andar por la calle. Me puse a su lado-. Pero ¿no le importará a tu mecenas?

Denna encogió los hombros con aparente despreocupación.

– Dice que quiere que mi primera canción sea algo que los hombres canten los próximos cien años, de modo que no pretenderá que la esconda eternamente. -Me miró de reojo-. Iremos a algún sitio donde no nos vean y te dejaré oírla. No pasará nada, a menos que te pongas a gritarla desde los tejados.

Nos dirigimos hacia la puerta occidental de común y mudo acuerdo.

– Habría traído mi laúd -dije-, pero por fin he encontrado a un lutier de confianza. Le he pedido que me arregle esa clavija.-Hoy prefiero tenerte de público -replicó Denna-. Siéntate a escuchar embelesado mientras toco. Mañana yo te contemplaré a ti, con los ojos húmedos de emoción. Me maravillaré de tu habilidad, tu ingenio y tu encanto. -Se pasó el arpa al otro hombro y me sonrió-. A menos que también los hayas dejado en la tienda para que te los arreglen.

– Podríamos formar un dueto -propuse-. La combinación de arpa y laúd no se ve mucho, pero tampoco es insólita.

– Te has expresado con gran delicadeza. -Me miró de soslayo-. Me lo pensaré.

Como había hecho ya una docena de veces, contuve el impulso de confesarle que había recuperado el anillo que Ambrose le había quitado. Quería contarle toda la historia, errores incluidos. Pero estaba convencido de que el impacto romántico de mi gesto habría quedado disminuido por el final de la historia, donde empeñaba el anillo antes de marcharme de Imre. Pensé que sería mejor guardarlo en secreto de momento, y sorprender a Denna devolviéndole el anillo.

– Dime, ¿qué te parecería tener de mecenas al maer Alveron? -pregunté.

Denna dejó de andar y se volvió para mirarme.

– ¿Cómo?

– Resulta que le caigo simpático -dije-. Y me debe un par de favores. Sé que has estado buscando un mecenas.

– Ya tengo un mecenas -dijo con firmeza-. Un mecenas que me he ganado yo misma.

– Tienes medio mecenas -puntualicé-. ¿Dónde está tu título de mecenazgo? Tu maese Fresno quizá pueda procurarte apoyo financiero, pero tan importante como eso es el nombre del mecenas. El nombre es como una armadura. Es como una llave que abre…

– Ya sé en qué consiste un mecenazgo -me atajó Denna.

– Entonces debes de saber que maese Fresno no es justo contigo -dije-. Si el maer hubiera sido tu mecenas cuando las cosas se pusieron feas en aquella boda, nadie en aquel poblacho de mala muerte se habría atrevido a levantarte la voz, y mucho menos la mano. El nombre del maer te habría protegido incluso a mil kilómetros de distancia. Te habría mantenido a salvo.

– Un mecenas puede ofrecer algo más que un nombre y dinero -replicó Denna con tono hostil-. No necesito la protección de un título nobiliario, y, francamente, me molestaría que un hombre me obligara a vestirme con sus colores. Mi mecenas me ofrece otras cosas. Sabe cosas que yo necesito saber. -Me lanzó una mirada enojada y se apartó el pelo de los hombros-. Ya te he explicado todo esto antes. De momento estoy contenta con él.

– ¿Por qué no los tienes a los dos? -sugerí-. Al maer en público y a tu maese Fresno en secreto. Estoy seguro de que no pondría objeciones a eso. Seguramente Alveron podría investigar a ese otro individuo para asegurarse de que no intenta ganarse tu confianza con falsas…

Denna me miró, horrorizada.

– ¡Dios mío, no! -Se volvió hacia mí con expresión grave-. Prométeme que no intentarás averiguar nada sobre él. Eso podría estropearlo todo. Eres el único al que se lo he contado, pero él se pondría furioso si supiera que le he hablado a alguien de él.

Al oír eso, noté un extraño centelleo de orgullo.

– Si de verdad prefieres que no…

Denna se paró y dejó el estuche del arpa sobre los adoquines, produciendo un ruido sordo.

– Prométemelo -dijo, muy seria.

Seguramente no habría cedido si no me hubiera pasado la noche anterior siguiéndola por la ciudad con la esperanza de descubrir precisamente eso. Pero lo había hecho. Y luego, por si fuera poco, la había escuchado a hurtadillas. De modo que ese día estaba muerto de arrepentimiento.

– Te lo prometo -dije. Como su rostro seguía expresando una profunda angustia, añadí-: ¿No te fías de mí? Si así vas a quedarte tranquila, puedo jurártelo.

– ¿Por qué me lo jurarías? -me preguntó, y empezó a sonreír de nuevo-. ¿Qué hay tan importante para ti que te haría mantener tu palabra?

– ¿Mi nombre y mi poder? -dije.

– Eres muchas cosas -repuso ella con aspereza-, pero no eres Táborlin el Grande.

– ¿Mi buena mano derecha?

– ¿Solo una mano? -preguntó Denna, y la picardía volvió a asomar en su voz. Me cogió ambas manos, les dio la vuelta y fingió examinarlas minuciosamente-. Me gusta más la izquierda -decidió-. Júramelo por esa.

– ¿Por mi buena mano izquierda? -pregunté con recelo.

– Está bien -concedió-. Por la derecha. Qué tradicional eres.

– Juro que no intentaré descubrir la identidad de tu mecenas-dije de mala gana-. Lo juro por mi nombre y mi poder. Lo juro por mi buena mano izquierda. Lo juro por la luna en constante movimiento.

Denna me observó atentamente, como si no estuviera segura de si me burlaba de ella.

– Muy bien -dijo encogiéndose de hombros y recogiendo el arpa-. Me has convencido.

Seguimos caminando, traspasamos las puertas occidentales y salimos al campo. El silencio se prolongó y empezó a resultar incómodo.

Temiendo que aumentara la tensión, dije lo primero que me pasó por la cabeza.

– ¿Hay algún hombre nuevo en tu vida?

Denna rió por lo bajo.

– Ahora pareces maese Fresno. Siempre me pregunta por ellos. Cree que ninguno de mis pretendientes es lo bastante bueno para mí.

Estaba completamente de acuerdo con eso, pero no me pareció prudente confesarlo.

– Y ¿qué piensa de mí?

– ¿Qué? -preguntó, desconcertada-. Ah. No sabe nada de ti -dijo-. ¿Por qué iba a hablarle de ti?

Me encogí de hombros intentando aparentar indiferencia, pero no debí de resultar muy convincente, porque Denna soltó una carcajada.

– Pobre Kvothe. Era una broma. Solo le hablo de los que se pasan el día rondándome, jadeando y husmeando como perros. Tú no eres como ellos. Tú siempre has sido diferente.

– Siempre me he enorgullecido de no jadear ni husmear alrededor de nadie.

Denna se giró un poco y me golpeó juguetonamente con el arpa que llevaba colgada al hombro.

– Ya sabes a qué me refiero. Vienen y se van sin haber ganado ni perdido nada. Tú eres el oro tras la basura que el viento arrastra. Quizá maese Fresno piense que tiene derecho a enterarse de mis asuntos personales, mis idas y venidas. -Frunció un poco el entrecejo-. Pero no es así. De momento estoy dispuesta a concederle un poco…

Me cogió por un brazo con gesto posesivo.

– Pero tú no entras en el trato -dijo casi con fiereza-. Tú eres mío. Solo mío. No tengo intención de compartirte.

La tensión desapareció, y seguimos caminando por el ancho camino alejándonos de Severen, riendo y hablando de cosas sin importancia. Medio kilómetro más allá de la última posada de la dudad había un bosquecillo tranquilo con un solo itinolito, alto, en el centro. Lo habíamos descubierto mientras buscábamos fresas silvestres, y se había convertido en uno de nuestros sitios favoritos para huir del ruido y los malos olores de la ciudad.

Denna se sentó junto a la base del itinolito y apoyó la espalda en él. Entonces sacó el arpa del estuche y se la acercó al pecho; se le levantó el bajo del vestido exponiendo un trozo escandaloso de pierna. Denna me miró, arqueó una ceja y sonrió como si supiera exactamente en qué estaba pensando yo.

– Qué arpa tan bonita -comenté.

Ella soltó una risotada nada delicada.

Me tumbé cómodamente sobre la hierba, larga y fresca. Arranqué unas cuantas briznas y empecé a trenzarlas.

Lo confieso: estaba nervioso. Aquel último mes habíamos pasado mucho tiempo juntos, pero nunca había oído a Denna tocar nada compuesto por ella misma. Habíamos cantado juntos, y yo sabía que ella tenía una voz como la miel sobre pan caliente. Sabía que sus dedos se movían con seguridad y que tenía un ritmo excelente…

Pero escribir una canción no es lo mismo que tocarla. ¿Y si la suya no era buena? ¿Qué diría yo entonces?

Denna extendió los dedos sobre las cuerdas, y mis preocupaciones quedaron en segundo plano. Siempre he pensado que la forma en que una mujer pone las manos sobre un arpa tiene algo poderosamente erótico. Empezó a deslizar los dedos por las cuerdas describiendo círculos, de arriba abajo. El instrumento produjo un sonido parecido al de martillos sobre campanas, agua sobre piedras, trino de pájaros en el cielo.

Paró y afinó una cuerda. Punteó, volvió a afinar. Tocó un acorde afilado, un acorde duro, un acorde prolongado; entonces se volvió y me miró, flexionando los dedos varias veces con nerviosismo.

– ¿Estás listo?

– Eres increíble-dije.

Denna se ruborizó un poco; entonces se apartó el pelo para disimularlo.

– No seas bobo. Todavía no he tocado nada.

– De todos modos eres increíble.

– Cállate.

Tocó un acorde duro y dejó que se desvaneciera convirtiéndose en una suave melodía. Mientras esta ascendía y descendía, Denna recitó la introducción de su canción. Me sorprendió ese comienzo tan tradicional. Me sorprendió pero me gustó. Lo clásico nunca falla.

Venid y oíd con atención

esta trágica canción

sobre un país ensombrecido

por el mal y sobre aquel

que alzó su mano contra el cruel destino.

Buen Lanre: de esposa, vida, orgullo despojado,

jamás cejó en su empeño denodado

y en lucha desigual cayó y fue traicionado.

Al principio fue su voz lo que me cortó la respiración, y luego la música.

Pero antes de que sus labios hubieran pronunciado diez versos, me quedé atónito por otros motivos. Cantó la historia de la caída de Myr Tariniel. De la traición de Lanre. Era la historia que yo le había oído contar a Skarpi en Tarbean.

Sin embargo, la versión de Denna era diferente. En su canción, Lanre estaba descrito con tonos trágicos, un héroe tratado con injusticia. Las palabras de Selitos eran crueles y mordaces; Myr Tariniel, un laberinto que había sido mejor entregar al fuego purificador. Lanre no era un traidor, sino un héroe caído.

Muchas cosas dependen de dónde pongas fin a tu historia, y la de Denna terminaba cuando Selitos maldecía a Lanre. El final perfecto para una tragedia. En la historia de Denna, Lanre era un incomprendido al que no trataban como se habría merecido. Selitos era un tirano, un monstruo loco que se arrancaba furioso un ojo ante las astutas artimañas de Lanre. Era una historia tremenda, dolorosamente errónea.

A pesar de todo, tenía atisbos de belleza. Los acordes estaban bien escogidos. La rima era sutil pero firme. La canción era muy fresca y, aunque había muchos fragmentos sin pulir, pude percibir su forma. Vi en qué podía convertirse. Atraparía la mente de los hombres. La cantarían los próximos cien años.

De hecho, supongo que la habréis oído. Es una canción muy conocida. Denna acabó titulándola «La canción de las siete penas». Sí, la compuso Denna, y yo fui la primera persona que la oyó entera.

Mientras las últimas notas se desvanecían, Denna bajó las manos esquivando mi mirada.

Me quedé quieto y callado sobre la hierba.

Para que lo que os estoy contando tenga sentido, necesitáis entender algo que sabe todo músico. Cantar una canción nueva es algo muy especial. Es aterrador. Es como desnudarse por primera vez ante un nuevo amante. Es un momento sumamente delicado.

Tenía que decir algo. Un cumplido. Un comentario. Una broma. Una mentira. Cualquier cosa era mejor que el silencio.

Pero lo cierto es que no me habría quedado más atónito si Denna hubiera escrito un himno elogiando al duque de Gibea. Estaba demasiado conmocionado, sencillamente. Me sentía en carne viva, arañado como un trozo de pergamino reutilizado, como si cada nota de su canción hubiera sido otra pasada del cuchillo que me rascaba para dejarme completamente mudo y en blanco.

Agaché la cabeza y me quedé callado mirándome las manos. Todavía sujetaba el círculo de hierba verde sin terminar que había estado tejiendo cuando Denna había empezado a tocar. Era una trenza plana y ancha que empezaba a curvarse tomando la forma de un anillo.

Todavía tenía la cabeza agachada cuando oí el frufrú de la falda del vestido de Denna. Tenía que decir algo, ya había esperado demasiado. El silencio pesaba en el aire.

– La ciudad no se llamaba Mirinitel -dije sin levantar la cabeza. No era lo peor que habría podido decir, pero tampoco era lo adecuado.

Hubo un silencio.

– ¿Cómo dices? -preguntó Denna.

– No se llamaba Mirinitel -repetí-. La ciudad que quemó Lanre se llamaba Myr Tariniel. Siento tener que decírtelo. Ya sé que cambiar un nombre es muy difícil. Echará por tierra el metro de una tercera parte de los versos. -Me sorprendió lo tranquila que sonaba mi voz, lo monótona y muerta que sonaba en mis propios oídos.

Denna aspiró bruscamente por la boca.

– ¿Ya habías oído esa historia?

Levanté la cabeza; Denna me miraba, emocionada. Asentí con la cabeza; me sentía extrañamente vacío. Hueco como una calabaza seca.

– ¿Por qué escogiste ese tema para tu canción? -pregunté.

Decir eso tampoco era lo adecuado. No puedo evitarlo: tengo la impresión de que si en aquel momento hubiera dicho lo adecuado, todo habría sido diferente. Pero ni siquiera ahora, tras años de pensarlo, puedo imaginar qué habría podido decir para que todo hubiera terminado bien.

El entusiasmo de Denna se debilitó un tanto.

– Encontré una versión en un libro viejo mientras realizaba investigaciones genealógicas para mi mecenas -dijo-. Es una historia perfecta para una canción, porque casi nadie la recuerda. No sé, la gente no necesita otra historia sobre Oren Velciter. Nunca dejaré mi impronta a base de repetir lo que otros músicos ya han cantado cientos de veces.

Me miró con curiosidad y añadió:

– Creía que iba a sorprenderte con algo nuevo. Jamás sospeché que pudieras haber oído hablar de Lanre.

– Oí esa historia hace años -dije como atontado-. Se la oí contar a un viejo narrador en Tarbean.

– Si yo tuviera la mitad de la suerte que tú tienes… -Denna sacudió la cabeza, consternada-. Tuve que construirla a partir de un centenar de pequeños fragmentos. -Hizo un gesto conciliador-. Bueno, debería decir mi mecenas y yo. Él me ha ayudado.

– Tu mecenas -dije. Sentí una chispa de emoción cuando lo mencionó. Pese a lo hueco que me sentía, fue sorprendente la velocidad con que la amargura se extendió por mis entrañas, como si alguien hubiera prendido fuego dentro de mí.

Denna asintió.

– Tiene veleidades de historiador -dijo-. Creo que anda buscando que le ofrezcan un puesto en la corte. No sería el primero que se gana un puesto al desvelar al heroico antepasado perdido de alguien importante. O quizá intente inventarse a su propio antepasado heroico. Eso explicaría las investigaciones que hemos estado realizando en viejas genealogías.

Vaciló un momento y se mordisqueó los labios.

– La verdad -dijo como si me hiciera una confesión- es que sospecho que quiere dedicarle la canción a Alveron. Maese Fresno me ha insinuado que tiene tratos con el maer. -Compuso una sonrisa traviesa-. ¿Quién sabe? Moviéndote en los círculos en que te mueves, quizá ya hayas conocido a mi mecenas sin saberlo.

Pensé en los cientos de nobles y cortesanos que había conocido en los últimos meses, pero me costaba concentrarme en sus caras. El fuego de mis entrañas fue extendiéndose hasta invadir todo mi pecho.

– Pero ya basta -dijo Denna agitando las manos, impaciente.

Apartó el arpa y se sentó con las piernas cruzadas sobre la hierba-. Me estás martirizando. ¿Qué te ha parecido?

Me miré las manos y me entretuve dando vueltas a la trenza de hierba que había tejido. Tenía un tacto fresco y suave. No recordaba cómo había pensado unir los extremos para formar un anillo con ella.

– Ya sé que hay trozos sin pulir -oí decir a Denna con una voz rebosante de nerviosismo y emoción-. Tendré que arreglar lo de ese nombre que has mencionado, si estás seguro de que es el correcto. El principio no está muy pulido, y la séptima estrofa es un desastre, ya lo sé. Tengo que alargar las batallas y la relación de Lanre con Lyra.

Y tengo que reforzar el final. Pero en general, ¿qué te ha parecido?

Cuando la hubiera pulido, quedaría estupenda. Era una canción preciosa que habrían podido escribir mis padres, pero eso solo empeoraba las cosas.

Me temblaban las manos, y me sorprendió lo que me costó controlarlas. Aparté la vista de ellas y miré a Denna. Al verme la cara, su emoción se desvaneció.

– Vas a tener que cambiar algo más que ese nombre. -Intenté mantener un tono de voz tranquilo-. Lanre no fue ningún héroe.

Denna me miró con extrañeza, como tratando de discernir si bromeaba.

– ¿Cómo dices?

– Lo has interpretado todo mal -dije-. Lanre era un monstruo. „ Un traidor. Tienes que cambiarlo.

Denna echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada. Al ver que yo no la imitaba, ladeó la cabeza, desconcertada.

– ¿Lo dices en serio?

Asentí.

El rostro de Denna se endureció. Entornó los ojos y sus labios dibujaron una línea delgada.

– Debes de estar bromeando. -Movió los labios sin articular palabra, y luego sacudió la cabeza-. No tendría sentido. Si Lanre no es el héroe, la canción se viene abajo.

– No, se trata de que contenga los elementos de una buena historia -dije-. Se trata de que sea verdad.

– ¿Verdad? -Me miró con incredulidad-. Esto solo es una vieja historia folclórica. Los lugares que se mencionan no son reales. Los personajes no son reales. Es como si te ofendieras porque había añadido una estrofa nueva a «Calderero, curtidor».

Noté cómo las palabras ascendían por mi garganta como el ardiente fuego de una chimenea. Tragué saliva y las obligué a permanecer en mi interior.

– Hay historias que son solo historias -concedí-. Pero esta no. No es culpa tuya. Tú no podías saber…

– Muchas gracias, hombre -dijo ella con mordacidad-. Me alegro de que no sea culpa mía.

– Muy bien -dije con acritud-. Sí es culpa tuya. Debiste investigar más.

– ¿Cómo sabes tú si he investigado mucho o poco? -me preguntó-. ¡No tienes ni idea! ¡He ido por todo el mundo recogiendo fragmentos de esta historia!

Era lo mismo que había hecho mi padre. Había empezado a escribir una canción sobre Lanre, pero sus investigaciones lo llevaron hasta los Chandrian. Había pasado años persiguiendo historias medio olvidadas y rescatando rumores. Quería que su canción contara la verdad sobre los Chandrian, y ellos habían matado a toda mi troupe para impedirlo.

Miré la hierba y pensé en el secreto que llevaba tanto tiempo ocultando. Pensé en el olor a sangre y a pelo quemado. Pensé en herrumbre y en fuego azul y en los cuerpos destrozados de mis padres. ¿Cómo podía explicar algo tan horrible y tan pavoroso? ¿Por dónde podía empezar? Notaba el secreto en lo más hondo de mí, inmenso y pesado como una piedra.

– En la versión de la historia que yo oí -dije bordeando la periferia de mi secreto-, Lanre se convertía en uno de los Chandrian. Deberías tener cuidado. Hay historias que son peligrosas.

Denna se quedó mirándome fijamente.

– ¿Los Chandrian? -dijo con incredulidad. Entonces se puso a reír. No era su encantadora risa de siempre, sino una risa afilada y llena de desdén-. ¿Cómo puedes ser tan crío?

Yo sabía perfectamente que mi afirmación me hacía parecer un crío. Noté que me ponía colorado de vergüenza, y de pronto me encontré bañado en sudor. Abrí la boca para hablar, y fue como si abriera la puerta de un horno.

– ¿Tan crío? -dije con rabia-. ¿Qué vas a saber tú, so…? -Casi me mordí la punta de la lengua para no gritar «puta».

– Te crees que lo sabes todo, ¿verdad? Como has estado en la Universidad, crees que los demás somos…

– ¡Deja de buscar excusas para enojarte y escúchame! -le espeté. Las palabras salieron en tropel de mi boca, como hierro fundido-. ¡Estás haciendo una pataleta, como una niñita mimarla!

– ¿Cómo te atreves? -Me amenazó con un dedo-. No me hables como si fuera una especie de aldeana estúpida. ¡Yo sé cosas que no se enseñan en tu preciosa Universidad! ¡Cosas secretas! ¡No soy imbécil!

– ¡Pues te comportas como una imbécil! -le grité, tan fuerte que me dolió la garganta-. ¡Ni siquiera puedes estarte callada un momento para escucharme! ¡Solo intento ayudarte!

Denna se quedó callada en medio de un silencio helado, mirándome con dureza.

– Se trata de eso, ¿verdad? -dijo con frialdad. Se pasó los dedos por el pelo; sus movimientos, rígidos, delataban su irritación. Se deshizo las trenzas, se alisó el pelo y luego, distraída, volvió a trenzárselo de otra manera-. No soportas que no acepte tu ayuda. No soportas que no te deje arreglar todo lo que no funciona de mi vida, ¿verdad?

– Pues mira, quizá necesites que alguien te arregle la vida -le solté-. Porque has organizado un buen embrollo con ella, ¿no?

Denna permaneció muy quieta, con la mirada llena de rabia.

– ¿Qué te hace pensar que sabes algo de mi vida?

– Sé que te da tanto miedo que alguien se acerque a ti que no puedes dormir cuatro días seguidos en la misma cama -solté sin saber ya lo que decía. Las palabras, rabiosas, salían por mi boca como la sangre que mana de una herida-. Sé que te pasas la vida quemando puentes. Sé que solucionas tus problemas huyendo…

– Y ¿qué te hace pensar que tus consejos valen más que un carajo? -me espetó Denna-. Hace medio año, tenías un pie en el arroyo. Ibas con el pelo enmarañado y solo poseías tres camisas harapientas. No hay ni un solo noble en un radio de doscientos kilómetros de Imre que meara encima de ti si estuvieras ardiendo. Tuviste que recorrer mil quinientos kilómetros para encontrar un mecenas.

Cuando mencionó mis tres camisas, se me encendió el rostro de vergüenza, y la ira volvió a prender dentro de mí.

– Claro, tienes razón -repliqué con tono cáustico-. En cambio, a ti te va mucho mejor. Estoy seguro de que a tu mecenas no le importaría mear encima de ti…

– ¿Lo ves? -dijo alzando ambas manos-. No te gusta mi mecenas porque tú podrías encontrarme otro mejor. No te gusta mi canción porque es diferente de la que tú conoces. -Cogió el estuche del arpa con movimientos bruscos y rígidos-. Eres como todos.

– ¡Intento ayudarte!

– Intentas arreglarme -dijo Denna con aspereza mientras guardaba el arpa-. Intentas comprarme. Organizarme la vida. Quieres conservarme, como si fuera tu mascota. Como si fuera tu perro fiel.

– Yo jamás te compararía con un perro -dije componiendo una sonrisa crispada-. Los perros saben escuchar. Los perros son lo bastante sensatos para no morder la mano que intenta ayudarlos.

A partir de ese momento, nuestra conversación descendió en espiral.

Llegados a este punto de la historia, estoy tentado de mentir. De afirmar que dije esas cosas llevado por una ira incontrolable. Que me abrumaba el doloroso recuerdo de la matanza de mi familia. Estoy tentado de afirmar que noté un sabor a ciruela y nuez moscada. Así tendría alguna excusa…

Pero esas fueron mis palabras. Al fin y al cabo, fui yo quien dijo esas cosas. Nadie más.

Denna correspondió de la misma manera: se mostró tan dolida, furiosa e hiriente como yo. Ambos éramos orgullosos y estábamos llenos de rabia y de la inquebrantable certeza de la juventud. Nos dijimos cosas que de otra forma jamás habríamos dicho, y cuando nos marchamos, no nos marchamos juntos.

El mal genio me mordía y ardía como una barra de hierro candente. Me quemaba por dentro mientras volvía caminando a Severen. Me abrasaba mientras recorría la ciudad y esperaba los montacargas. Me calcinaba mientras recorría el palacio del maer y cerraba de un portazo al entrar en mis habitaciones.

No me enfrié lo suficiente para arrepentirme de mis palabras hasta horas más tarde. Pensé en lo que habría podido decirle a Denna. Pensé que habría podido contarle cómo habían matado a mi troupe, que habría podido hablarle de los Chandrian.

Decidí escribirle una carta. Se lo explicaría todo, por delirante o increíble que pareciera. Saqué una pluma y tinta y puse una hoja de fino papel blanco en el escritorio.

Mojé la pluma e intenté pensar por dónde podía empezar.

Habían asesinado a mis padres cuando yo tenía once años. Fue un golpe tan brutal y tan horripilante que estuve a punto de enloquecer. En todos los años transcurridos desde entonces nunca se lo había contado a nadie. Ni siquiera lo había susurrado en una habitación vacía. Era un secreto que había tenido agarrado tan fuerte, tanto tiempo, que cuando me atrevía a pensar en él, pesaba tanto en mi pecho que apenas me dejaba respirar.

Volví a mojar la pluma, pero las palabras no acudían. Abrí una botella de vino pensando que quizá me ayudaría a soltar el secreto que guardaba. Que me proporcionaría un dedo para hurgar dentro y sacarlo. Bebí hasta que la habitación empezó a dar vueltas y la tinta se secó en el plumín formando una costra.

Horas más tarde, la hoja en blanco seguía contemplándome, y golpeé la mesa con el puño, furioso y frustrado; le pegué tan fuerte que me sangró la mano. Así de pesado puede volverse un secreto. Puede hacer que la sangre fluya más fácilmente que la tinta.

Загрузка...