Capítulo 47

Interludio: la estrofa de la soga

Cronista se dirigió hacia la barra con una sonrisa en los labios.

– Ha sido una hora de trabajo intenso -dijo con satisfacción, y se sentó en un taburete-. Supongo que no habrá quedado nada en la cocina para mí.

– ¿O un trozo de esa tarta que ha mencionado Eli? -preguntó Jake, esperanzado.

– Yo también quiero tarta -terció Bast, sentado al lado de Jake, con una copa en la mano.

El posadero sonrió y se secó las manos en el delantal.

– Creo recordar que he reservado una por si vosotros tres veníais más tarde que los demás.

– Ya ni me acuerdo de la última vez que comí tarta de manzana caliente -dijo el viejo Cob frotándose las manos.

El posadero volvió a la cocina. Sacó la tarta del horno, la cortó y repartió las porciones en platos. Cuando regresó con ellos a la taberna, oyó voces en la otra habitación.

– Y también era un demonio, Jake -decía el viejo Cob, enojado-. Te lo dije anoche y te lo repetiré cien veces si es necesario. Yo no cambio de opinión como 'otros de calcetines. -Levantó un dedo-. Invocó a un demonio, mordió a ese tipo y le sorbió el jugo como si fuera una ciruela. Me lo contó uno que conocía a una mujer que lo había visto con sus propios ojos. Por eso vinieron el alguacil y sus ayudantes y se lo llevaron. En Amary, la ley prohíbe tontear con fuerzas oscuras.

– Solo decía que la gente creyó que era un demonio -insistió Jake-. Ya sabes cómo es la gente.

– Claro que sé cómo es la gente -dijo el viejo Cob, enfurruñado-. Tengo más años que tú, Jacob. Y sé muy bien lo que digo.

Se produjo un largo y tenso silencio en la barra, hasta que Jake desvió la mirada.

– Yo solo decía… -murmuró.

El posadero le acercó un cuenco de sopa a Cronista.

– ¿De qué habláis? -preguntó.

El escribano le lanzó una mirada picara y respondió:

– Cob nos está contando el juicio de Kvothe en Imre. -Su voz tenía un ligero deje petulante-. ¿No te acuerdas? Empezó a contarnos la historia anoche, pero solo llegó hasta la mitad.

– Bueno -dijo Cob fulminándolos a todos con la mirada, como si los desafiara a interrumpirlo-. Kvothe estaba en un apuro. Sabía que si lo declaraban culpable lo ahorcarían.

Cob se llevó un puño a un lado del cuello, levantó el codo como si sujetara un nudo corredizo y ladeó la cabeza.

– Pero Kvothe había leído muchísimos libros en la Universidad, y algún truquillo sabía. -El viejo Cob hizo una pausa; pinchó un trozo de tarta, se lo llevó a la boca y cerró los ojos un momento mientras masticaba-. ¡Divina pareja! -dijo para sí-. A esto lo llamo yo una tarta como Dios manda. Os juro que es mejor que la que hacía mi madre. Siempre se quedaba corta con el azúcar. -Dio otro bocado, y una expresión de felicidad se extendió por su curtido rostro.

– Y ¿qué truco utilizó Kvothe? -preguntó Cronista.

– ¿Qué? Ah, sí. -Cob retomó el hilo de su historia-. Veréis, en el Libro del camino hay dos versos, y según la ley del hierro, si los lees en voz alta en ese idioma antiguo, el temán, que solo conocen los sacerdotes, tienen que tratarte como a un sacerdote. Eso significa que los jueces de la Mancomunidad no pueden hacerte nada. Si lees esos dos versos, tu caso tienen que decidirlo los tribunales de la iglesia.

El viejo Cob se metió otro trozo de tarta en la boca y lo masticó despacio antes de tragárselo.

– Esos dos versos se llaman «la estrofa de la soga», porque si sabes recitarlos, puedes evitar que te ahorquen. Porque los tribunales de la iglesia no pueden colgar a nadie.

– Y ¿de qué versos se trata? -inquirió Bast.

– Ojalá lo supiera -se lamentó el viejo Cob-. Yo no sé temán. Kvothe tampoco sabía temán. Pero había memorizado esos versos de antemano. Y el día del juicio fingió leerlos, y el tribunal de la Mancomunidad tuvo que soltarlo.

»Kvothe sabía que tenía dos días, el tiempo que tardaría el juez tehlino en llegar desde Amary. Así que se puso a aprender temán.

Leyó libros y practicó un día y una noche enteros. Y era tan sumamente inteligente que le bastaron esas horas de estudio para acabar hablando temán mejor que la mayoría de quienes llevaban toda la vida estudiándolo.

»Entonces, el segundo día, cuando el juez estaba a punto de llegar, Kvothe se preparó una poción. Estaba hecha con miel, y con una piedra especial que se encuentra en el cerebro de ciertas serpientes, y con una planta que solo crece en el fondo del mar. Cuando se bebió la poción, su voz se volvió tan dulce que quienes lo escuchaban no tenían más remedio que darle la razón en todo.

»Y cuando por fin apareció el juez, el juicio solo duró quince minutos -dijo Cob riendo-. Kvothe pronunció un bello discurso en un temán perfecto, todos le dieron la razón, y cada uno se marchó a su casa.

– Y fueron felices y comieron perdices -dijo el pelirrojo en voz baja, detrás de la barra.

La taberna estaba tranquila. Fuera hacía un calor seco, y la atmósfera estaba cargada de polvo y de olor a granzas. Lucía un sol duro y brillante como un lingote de oro.

El interior de la Roca de Guía estaba oscuro y fresco. Los hombres habían terminado sin prisas sus últimos bocados de tarta, y todavía les quedaba un poco de cerveza en las jarras. Así que permanecieron allí un rato más, apoyados en la barra con el aire de culpabilidad de quienes son demasiado orgullosos para hacer el vago debidamente.

– A mí nunca me han gustado mucho las historias de Kvothe -comentó el posadero con total naturalidad mientras recogía los platos de todos.

– ¿En serio? -preguntó el viejo Cob levantando la vista de su cerveza.

El posadero se encogió de hombros.

– Si me cuentan una historia con magia, me gusta que en ella haya un mago como Dios manda. Alguien como Táborlin el Grande, o Serafa, o el Cronista.

El escribano, que estaba al final de la barra, ni se sobresaltó ni se atragantó. Pero hizo una pausa que duró una milésima de segundo antes de bajar la cuchara a su segundo cuenco de sopa.

La taberna volvió a quedarse apacible y silenciosa mientras el posadero recogía los últimos platos vacíos y se volvía hacia la cocina. Pero antes de pasar por la puerta, Graham dijo:

– ¿El Cronista? Nunca he oído hablar de él.

El posadero se volvió, sorprendido.

– Ah, ¿no?

Graham negó con la cabeza.

– Seguro que sí, hombre -dijo el posadero-. Va por ahí con un libro enorme, y todo lo que escribe en ese libro se hace realidad. -Los miró a todos con expectación. Jake también negó con la cabeza.

El posadero se volvió hacia el escribano, que seguía concentrado en su comida.

– Tú seguro que has oído hablar de él -dijo Kote-. Lo llaman el Señor de las Historias, y si descubre alguno de tus secretos, puede escribir lo que quiera sobre ti en su libro. -Miró al escribano-. ¿De verdad no has oído hablar de él?

Cronista bajó la mirada y meneó la cabeza. Mojó el currusco de pan en la sopa y se lo comió sin decir nada.

El posadero se mostró sorprendido.

– Cuando yo era pequeño, el Cronista me gustaba más que Táborlin y que todos los demás. Tiene un poco de sangre feérica, y eso lo hace más astuto que el resto de los mortales. Puede ver a más de cien kilómetros los días nublados y oír un susurro a través de una puerta maciza de roble. Y puede rastrear a un ratón por el bosque en una noche sin luna.

– Yo sí he oído hablar de él -dijo Bast con entusiasmo-. Su espada se llama Faz, y la hoja está hecha con un solo trozo de papel. Es ligera como una pluma, pero tan afilada que si te corta, ves la sangre aun antes de notarlo.

– Y si descubre tu nombre -añadió el posadero asintiendo con la cabeza-, puede escribirlo en la hoja de su espada y utilizarlo para matarte desde una distancia de mil kilómetros.

– Pero tiene que escribirlo con su propia sangre -agregó Bast-. Y en la espada ya no queda mucho sitio, porque ya ha inscrito diecisiete nombres en ella.

– Era miembro de la corte de Modeg -prosiguió Kote-. Pero se enamoró de la hija del gran rey.

Ahora eran Graham y el viejo Cob quienes asentían. Aquel era territorio conocido.

– Cuando Cronista pidió la mano de la joven -continuó Kote-, el gran rey se enfadó mucho. Y le encomendó una tarea a Cronista para que demostrara su valía… -El posadero hizo una pausa teatral-. Cronista solo podrá casarse con la princesa si encuentra algo más precioso que ella y se lo lleva al gran rey.

Graham hizo un ruido gutural en señal de aprobación.

– Menuda guarrada. ¿Qué va a hacer un hombre? No puedes llevarle algo y soltar: «Toma, esto vale más que tu hijita»…

El posadero, muy serio, hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Así que Cronista empieza a recorrer el mundo en busca de tesoros legendarios y magias arcaicas, con la esperanza de encontrar algo que pueda llevarle al rey.

– ¿Por qué no escribe sobre el monarca en su libro mágico? -preguntó Jake-. ¿Por qué no escribe: «Entonces el rey decidió no seguir siendo un capullo y nos dio permiso para casarnos»?

– Porque no sabe ningún secreto del monarca -explicó el posadero-. Y el gran rey de Modeg sabe un poco de magia y puede protegerse. Y sobre todo, conoce las debilidades de Cronista. Sabe que si consigues hacerle beber tinta, tendrá que concederte los tres favores que le pidas. Y más importante aún: sabe que Cronista no puede controlarte si escondes tu nombre en lugar seguro. El nombre del gran rey está escrito en un libro de cristal, oculto en una caja de cobre. Y esa caja está guardada bajo llave en un gran cofre de hierro, donde nadie puede tocarla.

Hubo una pausa mientras todos asimilaban esa información. El viejo Cob asintió, pensativo.

– Ese fragmento me ha refrescado la memoria -dijo despacio-. Creo recordar una historia en la que ese Cronista iba a buscar un fruto mágico. Quien comiera de ese fruto sabría, de pronto, los nombres de todas las cosas, y adquiriría poderes como los de Táborlin el Grande.

El posadero se frotó la barbilla y asintió lentamente.

– Creo que esa también la he oído yo -dijo-. Pero fue hace mucho tiempo, y no recuerdo todos los detalles…

– Bueno -dijo el viejo Cob bebiéndose el resto de la cerveza y golpeando la barra con la jarra-, no tienes nada de que avergonzarte, Kote. Hay personas que tienen buena memoria, y otras que no. Haces unas tartas deliciosas, pero todos sabemos quién es aquí el narrador.

El viejo Cob se bajó con rigidez del taburete e hizo señas a Graham y a Jake.

– Vámonos. Podemos ir andando hasta la casa de los Byre. Os lo contaré todo por el camino. Ese Cronista era alto y pálido, y flaco como un palo, con el pelo negro como la tinta…

La puerta de la posada Roca de Guía se cerró con un golpazo.

– ¿A qué demonios ha venido eso? -preguntó Cronista.

Kvothe miró de soslayo al escribano. Compuso una breve y afilada sonrisa, y preguntó:

– ¿Qué se siente cuando la gente cuenta historias sobre ti?

– ¡No estaban contando historias sobre mí! -protestó Cronista-. Eso solo eran tonterías.

– Tonterías no -dijo Kvothe, un poco ofendido-. Quizá no sea cierto, pero eso no significa que sea una tontería. -Miró a Bast-. Me ha gustado lo de la espada de papel.

Bast sonrió, complacido.

– Lo de la tarea que le impuso el rey ha sido un toque bonito, Reshi. Lo de la sangre feérica, en cambio…

– La sangre de demonio habría parecido demasiado siniestra -argumentó Kvothe-. Necesitaba un giro.

– Al menos no tendré que oír cómo la cuenta -dijo Cronista hoscamente mientras empujaba un trozo de patata con su cuchara.

Kvothe levantó la cabeza y soltó una misteriosa carcajada.

– No lo entiendes, ¿verdad? Una historia inédita como esa, un día de siega… Se lanzarán sobre ella como críos sobre un juguete nuevo. El viejo Cob hablará de Cronista con una docena de personas mientras estén aventando el heno o bebiendo agua a la sombra. Esta noche, en el velatorio de Shep, vecinos de diez pueblos oirán hablar del Señor de las Historias. La historia se extenderá como el fuego por un campo.

Cronista los miró a los dos con cierto horror.

– ¿Por qué?

– Es un regalo -contestó Kvothe.

– ¿Acaso crees que eso es lo que busco? -preguntó Cronista, asombrado-. ¿La fama?

– No, la fama no -respondió Kvothe con gravedad-. Perspectiva. Vas por ahí escarbando en la vida de las personas. Oyes rumores y hurgas en la dolorosa verdad que subyace a las bonitas mentiras. Crees que tienes derecho a hacerlo. Pero no lo tienes. -Miró con dureza al escribano-. Cuando alguien te cuenta un trozo de su vida, te está haciendo un regalo, y no dándote lo que te debe.

Kvothe se secó las manos en un paño de hilo limpio.

– Yo te estoy contando mi historia con las repugnantes verdades intactas y desnudas. Con todos mis errores y mis idioteces expuestos a la luz. Si decido saltarme un pequeño fragmento porque me aburre, estoy en mi perfecto derecho. Lo que pueda contar un granjero no me hará cambiar de opinión. No soy imbécil.

Cronista se quedó mirando su sopa.

– He sido un poco torpe, ¿no?

– Sí -contestó Kvothe.

Cronista levantó la cabeza, dio un suspiro y esbozó una sonrisa que revelaba bochorno.

– Bueno. No puedes reprocharme que lo haya intentado.

– Yo creo que sí -lo contradijo Kvothe-. Pero creo que me he explicado. Y por si sirve de algo, te pido perdón por los problemas que eso pueda causarte. -Apuntó a la puerta por la que habían salido los granjeros-. Quizá mi reacción haya sido un poco exagerada. Pero es que nunca he respondido bien a la manipulación.

Kvothe salió de detrás de la barra y se dirigió hacia la mesa que estaba más cerca de la chimenea.

– Venid, los dos. El juicio fue un aburrimiento, pero tuvo repercusiones importantes.

Загрузка...