Capítulo 46

Interludio: un poco de música

Kvothe se levantó despacio y se desperezó un poco.

– Vamos a dejarlo aquí de momento -dijo-. Creo que hoy vendrá más gente de lo habitual a comer. Tengo que ver cómo está la sopa y preparar unas cuantas cosas. -Apuntó con la barbilla a Cronista-. Y creo que tú también.

Cronista permaneció sentado.

– Espera un momento -dijo-. ¿No piensas contarnos nada más de tu juicio en Imre? -Miró la hoja, consternado-. ¿Ya está?

– Sí, ya está -confirmó Kvothe-. La verdad es que no hay mucho que contar.

– Pero si eso fue lo primero que me explicaron cuando llegué a la Universidad -protestó Cronista-. Que aprendiste temán en un día. Que pronunciaste toda tu defensa en verso y que después te aplaudieron. Que…

– Muchas tonterías, imagino -dijo Kvothe con indiferencia mientras se dirigía hacia la barra-. Ya te he contado lo básico.

Cronista miró la hoja.

– Pues no te has entretenido mucho con los detalles.

– Si tanto te interesa un relato completo, puedes buscarlo en otro sitio -repuso Kvothe-. El juicio lo presenció muchísima gente. Ya existen dos crónicas escritas completas; no veo qué necesidad puede haber de añadir otra.

– ¿Cómo? ¿Ya has hablado de esto con otro historiador? -dijo Cronista, desconcertado.

Kvothe soltó una risotada.

– Pareces un enamorado despechado. -Empezó a sacar montones de cuencos y platos de debajo de la barra-. Te aseguro que eres el primero que oye mi historia.

– Acabas de decir que existen crónicas escritas -dijo Cronista. Abrió mucho los ojos-. ¿Insinúas que has escrito unas memorias? -La voz del escribano tenía un deje extraño que revelaba algo parecido al hambre.

Kvothe frunció el entrecejo.

– No, no es eso. -Dio un hondo suspiro-. Empecé a escribir algo parecido, pero abandoné el proyecto. No me pareció buena idea.

– ¿Empezaste a escribir tus memorias y llegaste hasta el juicio de Imre? -dijo Cronista sin apartar la vista de la hoja que tenía delante. Entonces cayó en la cuenta de que todavía sostenía la pluma sobre el papel. Desenroscó el plumín de latón y empezó a limpiarlo con un paño, con aire de inmensa irritación-. Si ya estaba todo escrito, ¿para qué tenerme aquí un día y medio hasta que se me agarrotan los dedos?

– ¿Qué? -dijo Kvothe, confuso, arrugando la frente.

Cronista frotaba enérgicamente el plumín con el paño; sus movimientos reflejaban la afrenta a su dignidad.

– Debí saberlo -dijo-. Todo encajaba demasiado bien. -Levantó la cabeza y fulminó a Kvothe con la mirada-. ¿Sabes cuánto me ha costado este papel? -Señaló con un brusco ademán la cartera que contenía las páginas ya llenas.

Kvothe se limitó a mirarlo fijamente; de pronto lo entendió y soltó una carcajada.

– Me has entendido mal. Abandoné las memorias al cabo de un par de días. Solo escribí unas pocas páginas. Ni eso.

La irritación desapareció del rostro de Cronista, que de pronto se mostró avergonzado.

– Ah.

– Sí, sí. Eres como un enamorado despechado -dijo Kvothe, risueño-. Dios mío, tranquilízate. Mi historia es virgen. Tus manos son las primeras que la tocan. -Negó con la cabeza-. Escribir una historia no es lo mismo que contarla. Por lo visto, yo no tengo ese don. El resultado era pésimo.

– Me gustaría ver lo que escribiste -dijo Cronista inclinándose hacia delante-. Aunque solo sean unas pocas páginas.

– Ha pasado mucho tiempo -dijo Kvothe-. No sé si me acuerdo de dónde las guardé.

– Están en tu habitación, Reshi -intervino Bast alegremente-. Encima de tu mesa.

Kvothe dio un hondo suspiro.

– Gracias, Bast. Intentaba ser cortés. La verdad es que esas páginas no contienen nada que valga la pena enseñarle a nadie. Si hubiera escrito algo que valiera la pena leer, habría seguido escribiendo. -Se metió en la cocina y se oyeron ruidos amortiguados provenientes de la despensa.

– Buen intento -dijo Bast en voz baja-. Pero es una causa perdida. Yo ya lo he intentado.

– No me des lecciones -dijo Cronista, molesto-. Sé muy bien qué hay que hacer para que alguien te cuente una historia.

Seguían oyéndose ruidos provenientes de la despensa: salpicaduras de agua, una puerta al cerrarse.

– ¿No deberías ir a ayudarlo? -preguntó Cronista a Bast.

Bast se encogió los hombros y se recostó más en la silla.

Al cabo de un momento, Kvothe salió de la despensa con una tabla de madera y un cuenco lleno de hortalizas recién lavadas.

– Me temo que sigo sin entenderlo -dijo Cronista-. ¿Cómo puede haber dos relatos escritos si no los escribiste tú mismo ni se los referiste a un historiador?

– Nunca te han llevado a juicio, ¿verdad? -dijo Kvothe con jovialidad-. Los tribunales de la Mancomunidad guardan unos archivos muy minuciosos, y la iglesia aún es más obsesiva. Si tanto te interesan los detalles, puedes indagar en los registros con las declaraciones y en los libros de actas, respectivamente.

– Quizá lo haga -dijo Cronista-. Pero tu relato del juicio…

– Sería demasiado tedioso -dijo Kvothe. Terminó de pelar las zanahorias y empezó a trocearlas-. Discursos formales, lecturas del Libro del camino interminables… Fue aburrido vivirlo, y repetirlo también sería aburrido.

Pasó las zanahorias cortadas de la tabla a un cuenco.

– Además, quizá llevemos demasiado tiempo en la Universidad -dijo-. Necesitamos tiempo para otras cosas. Cosas que nadie ha visto ni oído jamás.

– ¡No, Reshi! -saltó Bast, alarmado, enderezándose en la silla. Señaló la barra y, con tono quejumbroso, preguntó-: ¿Remolacha?

Kvothe miró el bulbo de color rojo oscuro que había puesto sobre la tabla como si le sorprendiera verlo allí.

– No pongas remolacha en la sopa, Reshi -dijo Bast-. Es horrible.

– A mucha gente le gusta la remolacha, Bast -dijo Kvothe-. Y es saludable. Es buena para la sangre.

– Odio la remolacha -dijo Bast lastimeramente.

– Bueno -repuso Kvothe con calma-, como el que prepara la sopa soy yo, puedo elegir los ingredientes.

Bast se levantó y caminó a grandes zancadas hasta la barra.

– En ese caso, ya me encargo yo -dijo, impaciente, espantando a Kvothe con un ademán-. Tú ve a buscar unas salchichas y uno de esos quesos con vetas. -Empujó a Kvothe hacia la escalera que conducía al sótano y, mascullando, se metió en la cocina. Al poco rato empezaron a oírse golpazos y tintineos provenientes de la despensa.

Kvothe miró a Cronista y esbozó una amplia y perezosa sonrisa.

Poco a poco fue llegando gente a la Roca de Guía. Entraban por parejas y de tres en tres; olían a sudor, a caballos y a trigo recién segado. Reían y hablaban y dejaban un rastro de granzas por el limpio suelo de madera.

Cronista tenía mucho trabajo. Quienes requerían sus servicios se sentaban en el borde de la silla, inclinados hacia delante; a veces gesticulaban, y otras, hablaban con gran parsimonia. El escribano mantenía la expresión imperturbable mientras la pluma rasgueaba en el papel, y de vez en cuando mojaba el plumín en el tintero.

Bast y el hombre que se hacía llamar Kote trabajaban juntos, como un buen equipo. Sirvieron la sopa y el pan. Manzanas, queso, salchichas. Cerveza y agua fresca de la bomba que había fuera, en el patio trasero. También había cordero asado, para quienes lo quisieran, y tarta de manzana recién hecha.

Hombres y mujeres sonreían, relajados, contentos de poder sentarse un rato a la sombra. El suave murmullo de las conversaciones, el chismorreo entre vecinos que se conocían de toda la vida, inundaba la taberna. Insultos amistosos, blandos e inofensivos como la mantequilla, iban y venían, y los amigos discutían para decidir a quién le tocaba pagar la ronda de cerveza.

Pero por debajo de todo aquello había tensión. Un forastero nunca la habría notado, pero estaba allí, oscura y silenciosa como una resaca. Nadie hablaba de impuestos, ni de ejércitos, ni comentaba que habían empezado a cerrar la puerta con llave por la noche. Nadie hablaba de lo que había pasado en la taberna la noche anterior. Nadie miraba el trozo de suelo bien fregado donde no quedaba ni rastro de sangre.

En cambio, circulaban chistes e historias. Una joven besó a su marido, y el resto de los presentes silbaron y rieron. El viejo Benton intentó levantarle el dobladillo de la falda con el bastón a la viuda Creel, y rió socarronamente cuando ella le dio un manotazo. Un par de niñitas se perseguían entre las mesas, chillando y riendo mientras todos las miraban y sonreían con cariño. Todo eso ayudaba un poco. Era lo único que podías hacer.

La puerta de la posada se abrió de golpe. El viejo Cob, Graham y Jake entraron con andares pesados; era mediodía, y el sol caía a plomo.

– ¡Hola, Kote! -saludó el viejo Cob mirando al puñado de clientes que quedaban en la sala-. ¡Veo que hoy tienes mucha clientela!

– Te has perdido lo mejor -dijo Bast-. Hace un rato estábamos desbordados.

– ¿Queda algo para los rezagados? -preguntó Graham, y se sentó en su taburete.

Antes de que el posadero pudiera responder, un individuo con los hombros como un toro dejó ruidosamente su plato vacío sobre la barra y, con cuidado, posó el tenedor al lado.

– ¡Diantre! ¡Esta tarta estaba deliciosa! -declaró con una voz resonante.

Una mujer delgada y con cara de amargada que estaba a su lado dijo con aspereza:

– No digas palabrotas, Elias. No hay ninguna necesidad.

– No te enfades, querida -repuso el hombre-. «Diantre» es una clase de manzanas, ¿no es así? -Sonrió a los otros clientes que estaban sentados a la barra-. Una clase de manzanas que cultivan en Atur, ¿verdad? Si no recuerdo mal, las llaman así por el barón Diantre.

– Sí, creo que yo también lo he oído -dijo Graham, devolviéndole la sonrisa.

La mujer los fulminó a los dos con la mirada.

– Estas me las trajeron los Benton -terció el posadero mansamente.

– Ah -dijo el granjero corpulento componiendo una sonrisa-, entonces me equivoco. -Cogió una miga de masa del plato y la masticó con aire pensativo-. De todas formas, juraría que era una tarta de diantre. Quizá los Benton estén cultivando manzanas diantre sin saberlo.

Su mujer inspiró ruidosamente por la nariz; entonces vio a Cronista sentado a su mesa sin hacer nada y se llevó a su marido de la barra.

El viejo Cob los vio marchar y sacudió la cabeza.

– No sé qué necesita esa mujer en su vida para ser feliz -comentó-. Pero espero que lo encuentre antes de que acabe con el viejo Eli.

Jake y Graham refunfuñaron para expresar su completo acuerdo.

– Da gusto ver la taberna llena de gente. -El viejo Cob miró al posadero pelirrojo que estaba detrás de la barra-. Eres un buen cocinero, Kote. Y tienes la mejor cerveza en treinta kilómetros a la redonda. Lo único que hace falta es una pequeña excusa para entrar aquí.

El viejo Cob se dio unos toquecitos en un lado de la nariz.

– ¿Sabes qué? -dijo mirando al posadero-. Deberías contratar a un cantante o algo así por las noches. Demonios, hasta el chico de los Orrison sabe tocar un poco el violín de su padre. Seguro que le encantaría venir a cambio de un par de jarras. -Miró alrededor-. Lo único que le falta a este sitio es un poco de música.

El posadero asintió con la cabeza. Su expresión era tan cordial y tan natural que apenas era una expresión.

– Supongo que tienes razón -dijo Kote con voz calmada, una voz completamente normal. Incolora y transparente como el cristal de una ventana.

El viejo Cob abrió la boca, pero antes de que pudiera hablar, Bast golpeó la barra con los nudillos.

– ¿Copas? -preguntó a los hombres que estaban sentados a la barra-. Estoy seguro de que todos querréis beber mientras os traemos algo que llevaros a la panza.

Todos querían. Bast se puso detrás de la barra y empezó a servir jarras de cerveza y a repartirlas a quienes le tendían una mano. Al cabo de un momento, el posadero, siguiendo el ejemplo de su ayudante, se puso en movimiento sin decir nada y fue a la cocina a buscar la sopa. Y pan y mantequilla. Y queso. Y manzanas.

Загрузка...