Capítulo 152

Baya de saúco

No era una buena noche para estar al raso.

Las nubes habían aparecido tarde, como una sábana gris desplegándose por el cielo. Soplaba un viento frío y racheado, y una lluvia intermitente caía con fuerza para de pronto reducirse a una fina llovizna.

Pese a todo eso, los dos soldados acampados en un bosquecillo cerca del camino parecían estar divirtiéndose. Habían encontrado la provisión de leña escondida de un leñador y habían encendido una fogata tan alta y tan caliente que las rociadas de lluvia apenas la hacían silbar y chisporrotear un poco.

Los dos hombres hablaban en voz alta, riendo con la risa desenfrenada y estridente de quienes están demasiado borrachos para molestarse por las inclemencias del tiempo.

Un tercer hombre salió de entre los árboles oscuros y pasó con cuidado por encima de un tronco caído. Iba mojado, por no decir empapado, y el cabello castaño oscuro se le adhería a la cabeza. Cuando los soldados lo vieron, alzaron sus botellas y lo saludaron con gritos de entusiasmo.

– No sabíamos si podrías acercarte -dijo el soldado rubio-. Hace una noche de perros. Pero es justo que te lleves tu parte.

– Estás calado -dijo el de la barba alzando una botella amarilla y estrecha-. Bebe un poco de esto. Es de frutas, pero pega a base de bien.

– Eso son meados para señoritas -dijo el rubio levantando su botella-. Toma. Esto sí que es bebida de hombres.

El recién llegado miró una y otra botella tratando de decidirse. Al final levantó un dedo, señaló primero una botella y luego la otra y empezó a cantar:

Arce. Mayo.

Canta y baila.

Ceniza y brasa.

Del saúco la baya.

Terminó señalando la botella amarilla; la cogió por el cuello y se la llevó a los labios. Dio un sorbo largo y lento.

– ¡Eh, tú! -dijo el soldado de la barba-. ¡Deja un poco!

Bast bajó la botella y se relamió. Soltó una risa áspera y forzada.

– Es la botella de licor buena -dijo-. Baya de saúco.

– Ya no estás tan parlanchín como esta mañana -observó el rubio ladeando la cabeza-. Parece que se te haya muerto el perro. ¿Va todo bien?

– No -dijo Bast-. Nada va bien.

– Si te ha descubierto, nosotros no tenemos la culpa -se apresuró a decir el rubio-. Esperamos un poco después de salir tú, como nos dijiste. Pero ya llevábamos horas esperando. Creíamos que no saldrías nunca.

– Mierda -dijo el de la barba con fastidio-. ¿Se ha enterado? ¿Te ha echado?

Bast sacudió la cabeza y volvió a inclinar la botella.

– Entonces, no te quejes. -El soldado rubio se frotó la cabeza y frunció el ceño-. Ese desgraciado me ha hecho un par de chichones.

– Bah, yo se los he devuelto con propina. -El de la barba sonrió y se frotó los nudillos con el pulgar-. Mañana se levantará meando sangre.

– Bueno, todo ha terminado bien -dijo el rubio con filosofía, y se tambaleó un poco mientras agitaba la botella con gesto exageradamente teatral-. Tú has hecho trabajar a tus nudillos. Yo me he llevado un licor excelente. Y nos hemos sacado unos buenos peniques. Todos felices. Todos tenemos lo que queríamos.

– Yo no tengo lo que quería -dijo Bast con voz monótona.

– Todavía no -dijo el de la barba; se metió una mano en el bolsillo y sacó una bolsa que tintineó cuando la sopesó en la palma de la mano-. Pilla un poco de fuego y nos repartiremos esto.

Bast miró alrededor del cerco de luz de la hoguera sin mostrar intención de sentarse. Entonces se puso a cantar otra vez mientras señalaba cosas al azar: una piedra, un tronco, un hacha…

Surco. Aradura.

Ceniza y encina.

Espera y apura.

Humo de cocina.

Acabó apuntando al fuego. Se acercó a él, se agachó y agarró una rama más larga que su brazo. Uno de los extremos era un sólido nudo de carbón ardiendo.

– Eh, estás más borracho que yo -dijo el de la barba riendo-. Cuando dije que pillases un poco de fuego, no era para que te lo tomaras al pie de la letra.

El soldado rubio soltó una carcajada.

Bast los miró a los dos, y al cabo de un momento rió también. Su risa produjo un sonido terrible, recortado y sin alegría. No era una risa humana.

– Oye -dijo el de la barba con brusquedad poniéndose serio-. ¿Qué te pasa?

Empezó a llover otra vez, y una ráfaga de viento lanzó unos goterones contra el rostro de Bast. Tenía los ojos oscuros y una mirada decidida. Sopló otra ráfaga de viento que hizo resplandecer de un anaranjado brillante el extremo encendido de la rama.

El tizón caliente describió un arco luminoso en el aire mientras Bast empezaba a apuntar alternadamente a los dos hombres, cantando:

Piedra. Duela.

Barrica y cebada.

Viento y agua.

Barrabasada.

Bast terminó con la rama encendida apuntando al soldado de la barba. La hoguera alumbraba sus dientes rojos. Su expresión era la antítesis de una sonrisa.

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