Tardé tiempo en recuperarme de mi encuentro con el Cthaeh.
Dormía mucho, pero de manera irregular, porque me acosaban constantemente unos sueños espantosos. Algunos eran muy reales e imposibles de olvidar. En ellos aparecían, sobre todo, mi madre, mi padre y mi troupe. Peor aún eran aquellos de los que despertaba llorando y sin poder recordar nada de lo que había soñado, con solo el pecho dolorido y en la cabeza un vacío parecido al hueco ensangrentado que deja en la boca un diente faltante.
La primera vez que desperté así, Felurian estaba allí, velándome. La expresión dulce y preocupada de su rostro me hizo pensar que me murmuraría algo y me acariciaría el pelo, como había hecho Auri en mi habitación meses atrás.
Pero Felurian no hizo nada parecido.
«¿no te encuentras bien?», me preguntó.
No supe qué contestar. Los recuerdos, la confusión y el dolor me tenían aturdido. Como dudaba que pudiera hablar sin romper a llorar otra vez, me limité a negar con la cabeza.
Felurian se agachó y me besó en una comisura de los labios; se quedó mirándome y volvió a incorporarse. Luego fue al estanque y me trajo agua para beber en las manos ahuecadas.
Los días que siguieron, Felurian no me asedió con preguntas ni intentó sonsacarme información. De vez en cuando intentaba contarme historias, pero como no podía concentrarme, las encontraba más absurdas que nunca. Había partes que me hacían llorar a lágrima viva, aunque las historias en sí no fueran tristes.
Una vez desperté y descubrí que Felurian no estaba. Regresó horas más tarde con un extraño fruto verde, más grande que mi cabeza. Sonrió tímidamente y me lo ofreció, enseñándome cómo tenía que pelar la piel, fina y áspera, para llegar a la pulpa de color naranja. El fruto, carnoso, dulce y picante, se abrió en gajos.
Nos comimos los gajos en silencio, hasta que solo quedó el cuesco redondo, duro y resbaladizo. Era marrón oscuro, y tan grande que no podía encerrarlo en una mano. Con un ágil floreo, Felurian lo abrió golpeándolo contra una piedra, y me mostró que el interior estaba seco, como un fruto seco tostado. También nos lo comimos. Tenía un sabor raro y picante que recordaba vagamente al salmón ahumado.
Acurrucada dentro había la semilla, blanca como el hueso y del tamaño de una canica. Felurian me la puso en la mano. Era dulce como el caramelo y ligeramente pegajosa.
Una vez me dejó solo durante horas interminables y volvió con dos pájaros marrones, uno en cada mano ahuecada. Eran más pequeños que gorriones, y tenían unos ojos asombrosos, de color verde hoja. Los puso a mi lado, sobre los almohadones, y cuando silbó, los pájaros empezaron a cantar. No entonaron trinos aislados, sino una canción en toda regla: cuatro estrofas con un estribillo en medio. Primero cantaron al unísono, y después a dos voces.
Una vez desperté y Felurian me dio de beber un líquido en una taza de cuero. Olía a violetas y no sabía a nada en absoluto, pero era transparente, y lo noté cálido y limpio en la boca, como si bebiera la luz del sol de verano.
Otra vez me puso en la mano una piedra lisa y roja. Estaba caliente. Al cabo de unas horas se abrió como un huevo revelando una especie de ardilla diminuta que parloteó, muy enojada, antes de huir corriendo.
Una vez desperté y Felurian no estaba a mi lado. Miré alrededor y la vi sentada al borde del agua, abrazándose las rodillas. Apenas oía la dulce melodía de sus silenciosos sollozos.
Dormía y despertaba. Felurian me dio un anillo hecho con una hoja, un racimo de bayas doradas, una flor que se abría y cerraba cuando la acariciabas…
Y una vez, al despertar sobresaltado con la cara húmeda y el pecho dolorido, Felurian estiró un brazo y puso una mano sobre la mía. Fue un gesto tan vacilante, y había tal ansiedad en su rostro, que cualquiera habría pensado que era la primera vez que tocaba a un hombre. Como si temiera que yo pudiera romperme, quemarme o morder. Posó un momento su mano, fría y suave como una palomilla, sobre la mía; me dio un pequeño apretón, esperó y me soltó.
Aquello me extrañó. Pero la confusión y la pena me ofuscaban y me impedían pensar con claridad. Solo ahora, cuando pienso en ello, lo comprendo de verdad. Con toda la torpeza de una joven amante, Felurian intentaba consolarme, pero ni siquiera sabía por dónde empezar.
Pero el tiempo lo cura todo. Dejé de tener aquellos sueños. Recuperé el apetito. Estaba lo bastante lúcido para bromear un poco con Felurian. Poco después, me recompuse lo suficiente para coquetear. Cuando Felurian lo advirtió, su alivio era palpable, como si no pudiese relacionarse con alguien que no sintiera deseos de besarla.
Por último recuperé la curiosidad, el signo más infalible de que volvía a ser el de siempre. «Todavía no te he preguntado qué ha pasado con el shaed», dije.
«¡está terminado!», exclamó Felurian, y su rostro se iluminó. Vi el orgullo reflejado en sus ojos. Me cogió una mano y me llevó hasta el borde del pabellón, «lo del hierro no fue nada fácil, pero ya está terminado.» Dio un paso adelante, pero se detuvo y me preguntó: «¿lo ves?».
Miré alrededor concienzudamente. Felurian me había enseñado qué tenía que buscar, pero aun así tardé un buen rato en detectar una sutil profundidad en las negras sombras de un árbol cercano. Estiré un brazo y cogí mi shaed de la oscuridad que lo ocultaba.
Felurian vino a mi lado, riendo como si yo acabara de ganar un juego. Se me colgó al cuello y me besó con el ímpetu de una docena de niños.
Hasta entonces, Felurian nunca me había dejado ponerme el shaed, y cuando me lo echó sobre los hombros desnudos me maravillé. Apenas pesaba, y era más suave que el más suntuoso terciopelo. Era como llevar puesta una brisa cálida, la misma brisa que me había acariciado en aquel rincón oscuro del bosque a donde Felurian me había llevado a recoger las sombras.
Quise acercarme a la laguna para verme reflejado en la superficie del agua, pero Felurian se abalanzó sobre mí. Me tiró al suelo, se sentó a horcajadas encima de mí, con el shaed extendido bajo nosotros como una gruesa manta. Felurian levantó los extremos y nos envolvió en él; entonces me besó en el pecho y en el cuello. Notaba su lengua caliente en la piel.
«así», me susurró al oído, «cada vez que tu shaed te envuelva, pensarás en mí. cuando el shaed te toque, pensarás que soy yo quien te toca.» Se frotó lentamente contra mí, recorriendo todo mi cuerpo desnudo con el suyo, «a través de cualquier otra mujer te acordarás de Felurian, y regresarás.»
Después de eso, supe que mi estancia en Fata estaba llegando a su fin. Las palabras del Cthaeh estaban clavadas en mi mente como abrojos, y me incitaban a regresar al mundo. Haber estado a un tiro de piedra del hombre que había matado a mis padres y no haberme dado cuenta me había dejado en la boca un sabor amargo que ni los besos de Felurian conseguían borrar. Y recordaba una y otra vez lo que el Cthaeh había dicho sobre Denna.
Al final desperté y supe que había llegado el momento. Me levanté, ordené mi macuto y me vestí por primera vez desde hacía una eternidad. Después de tanto tiempo, encontraba extraño el tacto de la ropa en la piel. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Me pasé los dedos por la barba, pero descarté esa idea. No tenía sentido hacer conjeturas, porque no tardaría mucho en saber la respuesta.
Me volví y vi a Felurian, con gesto triste, de pie en el centro del pabellón. Por un instante pensé que quizá protestara de mi partida, pero no lo hizo. Vino a mi lado y me ató el shaed alrededor de los hombros, como una madre que abriga a su hijo para protegerlo del frío. Hasta las mariposas que la seguían parecían apenadas.
Me guió por el bosque durante horas hasta que llegamos ante un par de altos itinolitos. Me puso la capucha del shaed y me pidió que cerrara los ojos. Entonces me guió formando un pequeño círculo y sentí un cambio sutil en el aire. Cuando abrí los ojos, supe que aquel bosque no era el mismo por el que iba caminando unos momentos antes. La extraña tensión de la atmósfera había desaparecido. Aquello era el mundo de los mortales.
Me volví hacia Felurian.
– Mi señora -dije-. No tengo nada que darte antes de partir.
«solo la promesa de que regresarás», repuso ella con una voz suave como un pétalo de azucena, pero que contenía un susurro de advertencia.
Sonreí.
– Me refería a que no tengo nada que regalarte, señora.
«solo tus recuerdos.» Se acercó a mí.
Cerré los ojos y le dije adiós con pocas palabras y profusos besos.
Y me marché. Me gustaría decir que no miré atrás, pero mentiría. La visión de Felurian casi me partió el corazón. Parecía tan menuda junto a los enormes itinolitos. Estuve a punto de retroceder para darle un último beso, para decirle un último adiós.
Pero sabía que si retrocedía no sería capaz de marcharme otra vez. No sé cómo lo hice, pero seguí caminando.
Cuando giré la cabeza por segunda vez, Felurian ya no estaba allí.