Dos días más tarde fui a la Factoría con la esperanza de que un poco de trabajo honrado me despejase la cabeza y me ayudara a tolerar dos horas más de las asnadas de Elodin. Estaba a tres pasos de la puerta cuando vi a una joven con una capa azul que corría por el patio hacia mí. Bajo la capucha, su cara expresaba una asombrosa mezcla de emoción y ansiedad.
Nos miramos, y la joven dejó de avanzar hacia mí. Entonces, sin apartar los ojos de mí, me hizo una seña tan rígida y furtiva que no entendí lo que quería decirme hasta que la repitió: quería que la siguiera.
Asentí con la cabeza, confuso. Ella se dio la vuelta y salió del patio; se movía con esa rigidez torpe de quienes intentan por todos los medios aparentar indiferencia.
La seguí. En otras circunstancias, habría pensado que aquella joven era una encubridora que quería atraerme a un callejón oscuro donde unos matones me arrancarían los dientes a patadas y me robarían la bolsa. Pero tan cerca de la Universidad no había callejones tan peligrosos, y además era una tarde soleada.
Al final la joven se metió por una calle vacía detrás de un taller de vidrio y una relojería. Miró alrededor con nerviosismo; luego se volvió hacia mí y sonrió aliviada bajo la protección de la capucha.
– ¡Por fin te encuentro! -dijo sin aliento.
Era más joven de lo que me había pensado, no debía de tener más de catorce años. Unos rizos de cabello castaño ceniza enmarcaban su pálido rostro y luchaban por escapar de la capucha. Sin embargo, no conseguía recordar dónde…
– Las he pasado canutas para dar contigo -dijo-. Paso tanto tiempo aquí que mi madre cree que me he echado un novio en la Universidad. -Pronunció la última frase casi con timidez, y sus labios dibujaron una discreta curva.
Abrí la boca para admitir que no tenía ni la más remota idea de quién era, pero antes de que pudiera hablar, ella saltó:
– No te preocupes. Nadie sabe que he venido a verte. -Sus relucientes ojos se oscurecieron de ansiedad, como una laguna cuando el sol se oculta detrás de una nube-. Ya sé que es mejor así.
Entonces, al oscurecer la preocupación su semblante, la reconocí. Era la niña a la que había conocido en Trebon cuando había ido a investigar unos rumores sobre los Chandrian.
– Nina -dije-, ¿qué haces aquí?
– Buscarte. -Levantó la barbilla con orgullo-. Sabía que tenías que ser de aquí porque sabías mucho de magia. -Miró alrededor-. Pero esto es mucho más grande de lo que me imaginaba. Ya sé que en Trebon no le revelaste tu nombre a nadie porque entonces tendrían poder sobre ti, pero déjame decirte que así es muy difícil encontrarte.
¿No le había dicho a nadie cómo me llamaba? Muchos de mis recuerdos de aquella época en Trebon eran vagos, porque había sufrido una conmoción. Seguramente era una suerte que hubiera mantenido el anonimato, dado que había sido el responsable del incendio de una parte considerable de la ciudad.
– Siento mucho haberte dado tanto trabajo -me disculpé, pese a que todavía no sabía muy bien de qué iba todo aquello.
Nina dio un paso más hacia mí.
– Cuando te marchaste, soñé cosas -me dijo en voz baja y con tono confidencial-. Pesadillas. Creía que ellos iban a venir a buscarme por lo que te había contado. -Me lanzó una mirada expresiva-. Pero entonces empecé a dormir con el amuleto que me regalaste. Rezaba mis oraciones todas las noches, y al final mis sueños desaparecieron. -Con una mano acarició distraídamente un trozo de metal brillante que llevaba colgado del cuello con un cordón de cuero.
De pronto me di cuenta de que, sin quererlo, había mentido al maestro Kilvin, y me sentí culpable. No le había vendido ningún amuleto a nadie, ni había fabricado nada parecido. Pero le había regalado a Nina un trozo de metal con grabados y le había dicho que era un amuleto para que se quedara tranquila. La pobre se hallaba al borde del histerismo, pues estaba convencida de que los demonios iban a matarla.
– Y ¿qué? ¿Funciona? -pregunté, tratando de disimular mi arrepentimiento.
Ella asintió.
– En cuanto lo puse bajo mi almohada y recé mis oraciones, volví a dormir como un crío enganchado a la teta. Y entonces empecé a tener ese sueño especial -continuó, y me sonrió-. Soñé con aquel tarro grande que Jimmy me enseñó antes de que mataran a aquella gente en la granja de los Mauthen.
La esperanza prendió en mi pecho. Nina era la única persona que quedaba con vida que había visto aquella vasija de cerámica antigua. Estaba cubierta de imágenes de los Chandrian, y ellos son muy celosos de sus secretos.
– ¿Recordaste algo del tarro con las siete figuras pintadas? -pregunté, emocionado.
Ella vaciló un momento y frunció el entrecejo.
– Eran ocho -me corrigió-, no siete.
– ¿Ocho? -pregunté-. ¿Estás segura?
Nina asintió enérgicamente.
– Creía que ya te lo había dicho.
De pronto, la llama de esperanza que había prendido en mi pecho se apagó por completo. Los Chandrian eran siete. Esa era una de las pocas cosas sobre ellos de las que no tenía ninguna duda. Si en la vasija pintada que había visto Nina había representadas ocho personas…
Nina siguió hablando, sin reparar en mi chasco.
– Soñé con el tarro tres noches seguidas -me contó-. Y no era un sueño desagradable. Todas las mañanas desperté descansada y feliz. Entonces comprendí lo que Dios me estaba indicando que hiciera.
Empezó a hurgar en sus bolsillos y sacó un trozo de cuerno pulido de más de un palmo de largo y del grosor de mi pulgar.
– Recordé que sentías mucha curiosidad por el tarro. Pero yo no pude explicarte nada porque solo lo había visto un momento. -Me dio el trozo de cuerno, orgullosa.
Bajé la vista hacia el trozo de cuerno cilíndrico que tenía en las manos, sin saber muy bien qué hacer con él. Alcé la mirada hacia Nina, confuso.
Nina dejó escapar un suspiro de impaciencia y me quitó el cuerno de las manos. Lo retorció y separó un extremo, como si fuera un tapón.
– Esto me lo ha hecho mi hermano -dijo al mismo tiempo que, con cuidado, sacaba un pergamino enrollado de dentro del cuerno-. No te preocupes: él no sabe para qué era.
Me entregó el pergamino.
– No está muy bien hecho -dijo con timidez-. Mi madre me deja ayudarla a pintar los jarrones, pero esto es diferente. Pintar personas es más difícil que pintar flores y cenefas. Y es difícil pintar bien algo que solo has visto en tu cabeza.
Me sorprendió que no me temblaran las manos.
– ¿Esto es lo que había pintado en la vasija? -pregunté.
– En uno de los lados -confirmó Nina-. En un objeto redondo como aquel, solo puedes ver una tercera parte cuando lo miras desde un lado.
– Y ¿soñaste un lado diferente cada noche? -pregunté.
– No. Solo este lado. Tres noches seguidas.
Desenrollé lentamente el pergamino, y al instante reconocí al hombre que Nina había pintado. Tenía los ojos del negro más negro. En el fondo había un árbol sin hojas, y el hombre estaba de pie sobre un círculo azul con unas líneas onduladas.
– Eso representa agua -me explicó Nina señalándola-. Pero pintar agua no es fácil. Y se supone que la figura está de pie en el agua. También tenía montones de nieve alrededor, y el pelo era blanco. Pero no me aclaré con la pintura blanca. Mezclar pinturas para papel es más difícil que mezclar esmaltes para jarrones.
Asentí con la cabeza porque temí que se me quebrara la voz. Era Ceniza, el asesino de mis padres. Visualicé su cara sin proponérmelo siquiera. Sin cerrar siquiera los ojos.
Seguí desenrollando el pergamino. Había otro hombre, o mejor dicho, la silueta de un hombre con una gran túnica con capucha. Bajo la capucha de la túnica solo había negrura. Por encima de su cabeza había tres lunas: una luna llena, una media luna y un fino creciente. A su lado había dos velas. Una era amarilla, con una llama intensa y anaranjada. La otra vela la tenía bajo una mano extendida: era gris, con una llama negra, y el espacio circundante estaba emborronado y oscurecido.
– Creo que eso quiere representar una sombra -dijo Nina señalando la zona de debajo de la mano-. En el tarro quedaba más claro. Tuve que utilizar carboncillo para pintarlo; con pintura no me quedaba bien.
Volví a asentir con la cabeza. Era Haliax, el líder de los Chandrian. Recordaba haberlo visto envuelto en una sombra sobrenatural. A su alrededor, el fuego parecía más tenue, y bajo la capucha de su capa estaba negro como el fondo de un pozo.
Terminé de desenrollar el pergamino revelando una tercera figura, más grande que las otras dos. Llevaba armadura y un casco que dejaba la cara al descubierto. En el pecho tenía una insignia que parecía una hoja de otoño, roja por el borde y anaranjada brillante cerca del centro, con un tallo negro y recto.
Su tez era bronceada, pero la mano que tenía levantada era de color rojo intenso. La otra mano quedaba oculta detrás de un objeto redondo que Nina había conseguido pintar de un color metálico parecido al bronce. Deduje que debía de ser su escudo.
– Ese es el peor -dijo Nina con un hilo de voz.
La miré. Tenía una expresión sombría, y pensé que había interpretado mal mi silencio.
– No digas eso -dije-. Has hecho un trabajo estupendo.
– No me refería a eso -dijo Nina esbozando una sonrisa débil-. Me costó mucho dibujarlo. El cobre me quedó bastante conseguido. -Señaló el escudo-. Pero ese rojo -acarició con el dedo la mano levantada de la figura- debería parecer sangre. Tiene la mano manchada de sangre. -Le señaló el pecho-. Y esto era más brillante, como algo que arde.
Entonces lo reconocí. Lo que tenía en el pecho no era una hoja: era una torre envuelta en llamas. La mano extendida y ensangrentada no mostraba nada: hacía un gesto de reprimenda hacia Haliax y los demás. Levantaba la mano para detenerlos. Aquel hombre era un Amyr. Un Ciridae.
La niña se estremeció y se ciñó la capa.
– No me gusta mirarlo, ni siquiera ahora -dijo-. Eran todos muy desagradables. Pero él era el peor. No dibujo muy bien las caras, pero la suya tenía una sonrisa terrible. Parecía muy enojado. Daba la impresión de que estaba dispuesto a quemar el mundo entero.
– Si esto corresponde a un lado -dije-, ¿recuerdas qué había en el resto?
– No tanto. Recuerdo que había una mujer desnuda, y una espada rota, y un fuego… -Se quedó pensativa; entonces volvió a sacudir la cabeza-. Ya te lo dije, solo lo vi un momento cuando Jimmy me lo enseñó. Creo que un ángel me ayudó a recordar esta parte en un sueño para que pudiera pintártela y traértela.
– Nina -dije-, esto es asombroso. De verdad, no te imaginas lo increíble que es.
Volvió a sonreír y su rostro se iluminó.
– Me alegro. Me ha costado mucho trabajo hacerlo.
– ¿De dónde sacaste el pergamino? -pregunté fijándome en él por primera vez. No era pergamino, sino papel vitela, de muy buena calidad. De una calidad que yo no podía permitirme.
– Primero practiqué con unas tablillas -me dijo-. Pero sabía que eso no funcionaría. Además, sabía que tendría que esconderlo. Así que me colé en la iglesia y corté unas hojas de ese libro que tienen allí -dijo sin la más mínima inhibición.
– ¿Las cortaste del Libro del camino? -pregunté, horrorizado. No soy muy religioso, pero tengo cierto sentido del decoro. Y después de tantas horas en el Archivo, la idea de cortar unas hojas de un libro me horrorizaba.
Nina asintió, tan tranquila.
– Me pareció que era lo mejor que podía hacer, puesto que el ángel me había regalado aquel sueño. Y ya no pueden cerrar la puerta de la iglesia con llave por la noche, porque tú destrozaste la fachada del edificio y mataste a aquel demonio. -Estiró un brazo y pasó un dedo por la hoja-. No es tan difícil. Lo único que tienes que hacer es coger un cuchillo y rascar un poco, y las palabras se van. -Señaló con un dedo-. Pero puse mucho cuidado en no borrar el nombre de Tehlu. Ni el de Andan, ni los de los otros ángeles -añadió piadosamente.
Examiné detenidamente la hoja y comprobé que era cierto. Había pintado al Amyr de forma que las palabras «Andan» y «Ordal» descansaran justo encima de sus hombros, uno a cada lado. Como si Nina pretendiera que esos nombres lo aprisionaran.
– Y tú dijiste que no debía contarle a nadie lo que había visto -prosiguió Nina-. Y pintar es como contar con dibujos en lugar de palabras. Por eso pensé que sería más prudente utilizar las hojas del libro de Tehlu, porque ningún demonio miraría una página de ese libro. Y mucho menos una que todavía tuviera escrito el nombre de Tehlu. -Me miró con orgullo.
– Hiciste muy bien -corroboré.
La campana de la torre empezó a sonar, y de pronto el pánico se apoderó de la expresión de Nina.
– ¡Oh, no! -dijo lastimosamente-. Ya debería haber vuelto a los muelles. ¡Mi madre me va a dar una zurra!
Me reí. En parte porque no podía creer la suerte que había tenido. Y en parte de pensar en una niña lo bastante valiente para desafiar a los Chandrian, pero a la que todavía le daba miedo hacer enfadar a su madre. Pero así es la vida.
– Nina, me has hecho un favor inmenso. Si alguna vez necesitas algo, o si tienes otro sueño, puedes encontrarme en una posada que se llama Anker's. Siempre toco allí.
– ¿Es música mágica? -preguntó con los ojos como platos. Volví a reír.
– Hay gente que lo cree.
– Tengo que marcharme -dijo mirando alrededor con nerviosismo; me dijo adiós con la mano y echó a correr hacia el río. El viento le levantó la capucha.
Enrollé cuidadosamente el trozo de papel vitela y lo guardé dentro del cuerno hueco. Estaba impresionado por aquel descubrimiento. Recordé las palabras que Haliax le había dicho a Ceniza aquel día, años atrás: «¿Quién te protege de los Amyr? ¿De los cantantes? ¿De los Sithe?».
Tras meses de búsqueda, estaba prácticamente convencido de que en el Archivo solo había cuentos de hadas sobre los Chandrian. Nadie los consideraba más reales que a los engendros o a las hadas.
Sin embargo, todos sabían quiénes eran los Amyr. Eran los caballeros resplandecientes del imperio de Atur. Habían sido la mano dura de la iglesia durante doscientos años. Eran el tema de un centenar de canciones e historias.
Yo había estudiado Historia. La iglesia de los tehlinos había fundado la orden de los Amyr en los albores del imperio de Atur.
Pero la pieza de cerámica que había visto Nina era mucho más antigua.
Yo había estudiado Historia. La iglesia había condenado y disuelto la orden de los Amyr antes de la caída del imperio.
Pero yo sabía que los Chandrian todavía les tenían miedo.
Por lo visto, había una parte de la historia que no conocía.