Faeriniel era una gran encrucijada, pero donde convergían los caminos no había posada. Solo había claros entre los árboles, donde los viajeros montaban sus campamentos y pasaban la noche.
Una vez, hace muchos años, muy lejos de aquí, llegaron a Faeriniel cinco grupos de viajeros. Cuando empezó a ponerse el sol, escogieron sus claros y encendieron sus fogatas, e hicieron un alto en el camino de un sitio a otro.
Más tarde, cuando el sol ya se había ocultado y la noche se había adueñado del cielo, llegó por el camino un viejo mendigo con la túnica hecha jirones. Caminaba despacio, con mucho cuidado, apoyándose en un bastón.
El anciano no venía de ninguna parte y no se dirigía a ninguna parte. No tenía sombrero con que protegerse la cabeza, ni fardo que echarse a la espalda. No tenía ni un penique, ni bolsa donde ponerlo. Apenas tenía su propio nombre, y hasta eso se había gastado y deshilachado con los años.
Si le hubieran preguntado quién era, habría contestado: «Nadie». Pero se habría equivocado.
El anciano llegó a Faeriniel. Estaba hambriento como un fuego de ramas secas y tenía los huesos molidos. Lo único que lo mantenía en marcha era la esperanza de que alguien le ofreciera algo de cena y un poco de fuego.
Así que cuando el anciano divisó la luz parpadeante de una hoguera, se desvió del camino y avanzó hacia ella con andar cansado. Pronto distinguió cuatro altos caballos entre los árboles. Llevaban plata en los adornos de los arreos, y plata en el hierro de las herraduras. Cerca de los caballos, el anciano vio una docena de mulas cargadas de mercancías: prendas de lana, joyas preciosas y afilados cuchillos de acero.
Pero lo que más llamó la atención al mendigo fue el costillar que había sobre el fuego, que humeaba y goteaba grasa sobre las brasas. Al oler la carne, casi se desmayó, porque había caminado todo el día sin comer más que un puñado de bellotas y una manzana magullada que había encontrado en el margen del camino.
El viejo mendigo entró en el claro y saludó a los tres individuos morenos y barbudos que se hallaban sentados alrededor de la hoguera.
– ¡Salud! -dijo-. ¿Os sobra un pedazo de carne y un poco de fuego?
Los hombres se volvieron; sus cadenas de oro relumbraron, iluminadas por las llamas.
– Desde luego -respondió el jefe del grupo-. ¿Qué llevas, sueldos o peniques? ¿Anillos o strehlanes? ¿Acaso llevas auténtica moneda ceáldica, la que valoramos por encima de todas las otras?
– No, no tengo nada de eso -contestó el viejo mendigo, y abrió las manos para mostrarles que estaban vacías.
– Entonces, aquí no encontrarás lo que buscas -dijeron ellos, y el mendigo vio que empezaban a cortar gruesos pedazos del costillar suspendido sobre el fuego.
– Lo siento, Wilem. Es lo que dice la historia.
– Yo no he dicho nada.
– Me ha parecido que ibas a hacer algún comentario.
– Quizá lo haga. Pero puedo esperar.
El anciano siguió caminando hacia otra hoguera que divisaba entre los árboles.
– ¡Salud! -saludó el mendigo al entrar en el segundo claro. Intentó dar un tono alegre a su voz, pese a lo cansado y dolorido que estaba-. ¿Os sobra un pedazo de carne y un poco de fuego?
Había allí cuatro viajeros, dos hombres y dos mujeres. Al oír la voz, se pusieron en pie, pero ninguno dijo nada. El anciano esperó educadamente, procurando mostrarse agradable e inofensivo. Pero el silencio se prolongó, largo como él solo, y los viajeros seguían sin decir nada.
El anciano se impacientó, como es lógico. Estaba acostumbrado a que lo rehuyeran y lo ignorasen, pero aquellos cuatro viajeros se limitaron a quedarse de pie. Guardaban silencio y se movían en el sitio, nerviosos, sin parar de agitar las manos.
Cuando el mendigo estaba a punto de marcharse, enfurruñado, las llamas de la hoguera se avivaron y pudo ver que los cuatro viajeros llevaban la ropa de color sangre que los identificaba como mercenarios adem. Entonces el anciano lo entendió. A los Adem los llaman «la gente silenciosa», porque raramente hablan.
El anciano sabía muchas historias sobre los Adem. Había oído decir que poseían un arte secreto llamado Lethani. Usaban su silencio como una armadura capaz de desviar un puñal o detener una flecha en el aire. Por eso casi nunca hablaban. Se guardaban las palabras dentro, como el carbón del fondo de una caldera.
Esas palabras acumuladas y escondidas les proporcionaban tal cantidad de energía que nunca podían estarse completamente quietos, y por eso siempre se movían y agitaban las manos. Y cuando luchaban, utilizaban su arte secreto para quemar esas palabras dentro de sí como si fueran combustible. Eso los hacía fuertes como osos y rápidos como serpientes.
La primera vez que el mendigo oyó esos rumores, pensó que solo eran esas historias estúpidas que se cuentan alrededor de una hoguera. Pero años antes, en Modeg, había visto a una mujer adem pelear contra la guardia de la ciudad. Los soldados iban armados y provistos de armaduras, con los brazos y el pecho bien protegidos. Habían exigido ver la espada de aquella mujer en nombre del rey, y tras titubear unos instantes, ella se la entregó. En cuanto tuvieron la espada en las manos, los soldados empezaron a lanzar miradas lascivas a la mujer y a manosearla, haciendo sugerencias subidas de tono acerca de lo que podía hacer para recuperar su espada.
Aquellos hombres, altos, con armaduras relucientes y espadas bien afiladas, cayeron como el trigo de otoño. La mujer adem mató a tres soldados, partiéndoles los huesos con las manos.
Ella solo sufrió heridas leves: un cardenal en el pómulo, una ligera cojera, un corte superficial en una mano. Había pasado mucho tiempo, pero el anciano recordaba a la mujer lamiéndose la sangre del dorso de la mano como un gato.
En eso fue en lo que pensó el mendigo cuando vio a los Adem allí de pie. Dejó de pensar en la comida y en el fuego, y retrocedió despacio y buscó refugio entre los árboles.
Se dirigió hacia la siguiente fogata, con la esperanza de que a la tercera tendría mejor suerte.
En aquel claro había unos atures alrededor de un asno muerto tumbado cerca de un carro. Uno de ellos vio al anciano y gritó: «¡Mirad! ¡Apresadlo! ¡Lo engancharemos al carro y le haremos tirar de él!».
El anciano corrió hacia los árboles, y consiguió despistar a los atures escondiéndose bajo un montón de hojas enmohecidas.
Cuando dejó de oír a los atures, el anciano salió de debajo de las hojas y buscó su bastón. Entonces, con el coraje de quien es pobre y tiene hambre, se dirigió hacia la cuarta hoguera que divisó a lo lejos.
Quizá allí habría encontrado lo que buscaba, porque alrededor de la hoguera había unos comerciantes de Vintas. En otras circunstancias, quizá lo habrían invitado a cenar diciendo: «Donde comen seis, comen siete».
Pero a esas alturas, el anciano ofrecía un aspecto lamentable. Tenía el pelo enmarañado. La túnica, antes deshilachada, estaba ahora sucia y desgarrada. Estaba pálido de miedo. Y gemía y silbaba al respirar.
Por esa razón, al verlo, los vínticos dieron gritos ahogados y gesticularon. Creyeron que era un draug de los túmulos, uno de esos muertos sin descanso que, según los supersticiosos vínticos, se aparecen por la noche.
Cada uno de aquellos vínticos creía saber la manera de detenerlo. Algunos pensaban que el fuego lo asustaría; otros, que si esparcían sal por la hierba lo ahuyentaría; otros, que el hierro cortaría los hilos que sujetaban el alma a su cuerpo muerto.
Oyéndolos discutir, el anciano comprendió que fuera cual fuese su decisión, no le iba a beneficiar. De modo que se alejó y buscó refugio entre los árboles.
El mendigo encontró una roca donde sentarse y se sacudió las hojas secas y el polvo lo mejor que pudo. Tras descansar allí un rato, se propuso probar en un último campamento, pues sabía que para saciar el hambre solo necesitaba encontrar a un viajero generoso.
Se alegró al ver que junto a la última hoguera había un solo hombre. Se acercó y vio una cosa que lo dejó maravillado y al mismo tiempo asustado, pues pese a que el mendigo había vivido muchos años, nunca había hablado con un Amyr.
Sin embargo, sabía que los Amyr formaban parte de la iglesia de Tehlu, y…
– No formaban parte de la iglesia -dijo Wilem.
– ¿Qué? Claro que sí.
– No, formaban parte de la burocracia atur. Tenían… Vecarum, poderes judiciales.
– Se llamaban la Orden Sagrada de Amyr. Eran el brazo fuerte de la iglesia.
– ¿Nos jugamos una iota?
– Vale. Si te quedas callado hasta el final de la historia.
El mendigo estaba encantado, pues sabía que los Amyr formaban parte de la iglesia de Tehlu, y a veces la iglesia era generosa con los pobres.
Al ver acercarse al anciano, el Amyr se levantó.
– ¿Quién anda ahí? -preguntó. Hablaba con una voz potente y orgullosa, pero también cansada-. Te advierto que soy de la Orden Amyr. Nada debe interferir entre mis tareas y yo. Actuaré por el bien de todos, aunque los dioses y los hombres me cierren el paso.
– Señor -dijo el mendigo-, solo busco un poco de fuego y algo de caridad en mi largo camino.
El Amyr hizo señas al anciano para que se acercara. Iba protegido con una cota de brillantes anillos de acero, y su espada era tan alta como un hombre. Llevaba un tabardo de un blanco refulgente, pero a partir de los codos las mangas eran rojas, como si las hubieran remojado en sangre. En medio del pecho llevaba el símbolo de los Amyr: la torre negra envuelta en una llama roja.
El anciano se sentó cerca del fuego y dio un suspiro al empezar a notar el calor en sus huesos.
Al cabo de un momento, el Amyr dijo:
– Me temo que no puedo ofrecerte nada para comer. Esta noche mi caballo ha comido mejor que yo, y eso no significa que haya comido bien.
– Cualquier cosa será de agradecer -repuso el anciano-. Para mí, las sobras ya son algo. No soy orgulloso.
El Amyr suspiró.
– Mañana debo cabalgar ochenta kilómetros para detener un juicio. Si no llego a tiempo, morirá una mujer inocente. Esto es lo único que tengo.
El Amyr señaló un pedazo de tela con un mendrugo de pan y una raja de queso. Ambas cosas juntas difícilmente habrían aplacado el hambre del mendigo; para un hombre corpulento como el Amyr constituían una cena muy escasa.
– Mañana debo cabalgar y luchar -continuó el hombre con armadura-. Necesitaré de todas mis fuerzas. Por lo tanto, debo sopesar tu noche de hambre y la vida de esa mujer. -Mientras hablaba, el Amyr levantó ambas manos y las sostuvo en alto con las palmas hacia arriba, imitando los platillos de una balanza.
Al hacer el Amyr ese movimiento, el anciano le vio el dorso de las manos; al principio creyó que se había cortado, y que la sangre corría entre sus dedos y por sus brazos. Entonces las llamas de la hoguera se agitaron y el mendigo vio que solo era un tatuaje, y aun así se estremeció ante las marcas de las manos y los brazos del Amyr, que asemejaban sangre.
Si hubiera sabido qué significaban aquellas marcas, habría hecho algo más que temblar. Significaban que la Orden confiaba tanto en aquel Amyr que sus actos nunca serían cuestionados. Y como la Orden lo respaldaba, no había iglesia, tribunal ni rey que pudiera hacerle daño alguno. Porque era un Ciridae, el rango más alto de los Amyr.
Si mataba a un hombre desarmado, la Orden no lo juzgaría un asesinato. Si estrangulaba a una mujer embarazada en medio de la calle, nadie lo acusaría. Si quemaba una iglesia o destrozaba un viejo puente de piedra, el imperio lo consideraría inocente, convencido de que cuanto él hiciera lo haría por el bien mayor.
Pero el mendigo no sabía nada de eso, así que volvió a intentarlo:
– Si no te sobra nada de comida, ¿podrías darme un par de peniques? -Estaba pensando en el campamento de los ceáldicos, donde quizá pudiera comprar una tajada de carne o un trozo de pan.
El Amyr negó con la cabeza.
– Si los tuviera, te los daría de buen grado. Pero hace tres días le di el último dinero que tenía a una mujer que acababa de enviudar, para que alimentara a su hijo hambriento. Desde entonces, soy tan pobre como tú. -Sacudió la cabeza con gesto de cansancio y pesadumbre-. Me gustaría que las circunstancias fueran diferentes. Pero ahora debo dormir, así que debes marcharte.
Al anciano no le gustó nada aquel desenlace, pero había algo en la voz del Amyr que le hizo recelar. Así que se levantó, haciendo crujir sus huesos, y se alejó de la hoguera.
Antes de que el calor de la hoguera del Amyr lo abandonara, el anciano se ciñó el cinturón y decidió seguir caminando hasta que amaneciese. Confiaba en hallar mejor suerte al final del camino o, al menos, en encontrar a gente más amable.
Así que atravesó el centro de Faeriniel, y eso estaba haciendo cuando divisó un círculo de grandes piedras grises. Dentro de ese círculo distinguió el débil resplandor de un fuego oculto en un hoyo. El anciano se fijó en que no olía a humo, y comprendió que aquella gente estaba quemando madera de renelo, que arde produciendo un fuego intenso, pero sin humear ni desprender olores.
Entonces el anciano vio que dos de las grandes siluetas no eran piedras. Eran carromatos. Había un puñado de gente acurrucada alrededor de una olla, iluminada por la débil luz del fuego.
Pero el pobre hombre ya había perdido toda esperanza, así que siguió caminando. Estaba dejando atrás las piedras cuando una voz gritó:
– ¡Hola! ¿Quién eres, y por qué pasas de largo tan silenciosamente en medio de la noche?
– No soy nadie -contestó el anciano-. Solo un viejo mendigo que recorre su camino hasta el final.
– ¿Por qué sigues caminando en lugar de pararte a dormir? Estos caminos no son seguros por la noche -replicó la voz.
– No tengo cama- dijo el hombre-. Y esta noche no puedo suplicar ni pedir una.
– Aquí hay una cama para ti, si la quieres. Y algo de cena, si no te importa compartirla. Nadie debería caminar día y noche. -Un hombre apuesto, con barba, salió de detrás de las altas piedras grises. Cogió al anciano por el codo y lo guió hacia la hoguera, diciendo a sus compañeros-: ¡Oídme todos, esta noche tenemos un invitado!
El anciano vio moverse algo más allá, pero era una noche sin luna y el fuego estaba bien escondido en el hoyo, así que no supo distinguir qué pasaba. Curioso, preguntó:
– ¿Por qué escondéis vuestro fuego?
Su anfitrión dio un suspiro y contestó:
– No todos nos quieren bien. Estamos más seguros si nos mantenemos apartados. Además, esta noche nuestro fuego es pequeño.
– ¿Por qué? -preguntó el mendigo-. Con tantos árboles, debería ser fácil conseguir leña.
– Antes hemos ido a recoger leña -explicó el hombre de la barba-. Pero la gente nos ha llamado ladrones y nos ha disparado flechas. -Encogió los hombros-. Así que nos apañamos con esto, y mañana será otro día. -Sacudió la cabeza-. Pero hablo demasiado. ¿Puedo ofrecerte algo para beber, padre?
– Algo de agua, si te sobra.
– Nada de eso, tomarás vino.
Hacía mucho tiempo que el mendigo no probaba el vino, y solo de pensar en él se le hizo la boca agua. Pero sabía que el vino no era lo mejor para un estómago vacío que había caminado todo el día, así que replicó:
– Eres muy amable, y agradezco tu ofrecimiento. Pero prefiero beber agua.
El hombre que lo sujetaba por el codo sonrió.
– Entonces bebe agua y vino, como tú desees. -Y llevó al mendigo hasta el barril del agua.
El mendigo se agachó y bebió un cucharón de agua. Notó su frescor y su dulzura en los labios, pero al levantar el cucharón, no pudo evitar fijarse en que el barril estaba casi vacío.
A pesar de ello, su anfitrión le instó:
– Bebe otra vez y lávate el polvo de las manos y la cara. Se nota que llevas tiempo en el camino, y debes de estar cansado. -Así que el mendigo bebió otro cucharón de agua, y cuando se hubo lavado las manos y la cara, se sintió mucho más descansado.
Entonces su anfitrión volvió a cogerlo por el codo y lo guió hasta la hoguera.
– ¿Cómo te llamas, padre?
El mendigo volvió a sorprenderse. Hacía años que nadie se molestaba en preguntarle su nombre. Hacía tanto tiempo que tuvo que pararse y pensarlo un momento.
– Sceop -contestó por fin-. Me llamo Sceop, ¿y tú?
– Me llamo Terris -respondió su anfitrión acercando al anciano al fuego-. Estos son Sila, mi esposa, y Wint, nuestro hijo. Estos son Shari, Benthum, Lil, Peter y Fent.
Entonces Terris ofreció vino a Sceop. Sila le sirvió un cucharón lleno de sopa de patata, una rebanada de pan caliente y media calabaza de verano dorada, con mantequilla dulce en el centro. Era una comida sencilla, y no había mucha cantidad, pero a Sceop le pareció un banquete. Y mientras comía, Wint mantenía llena su taza de vino, y le sonreía, y se quedaba sentado junto a sus rodillas y lo llamaba «abuelo».
Eso fue demasiado para el mendigo, que se puso a llorar en silencio. Quizá fuera porque era viejo, y porque había sido un día muy largo. Quizá fuera porque no estaba acostumbrado a que lo tratasen con amabilidad. Quizá fuera el vino. Fuera cual fuese la razón, las lágrimas empezaron a rodarle por las mejillas y se perdieron en su poblada barba blanca.
Terris lo vio y se apresuró a preguntar:
– ¿Qué sucede, padre?
– Soy un viejo idiota -dijo Sceop como si hablara para sí-. Hacía mucho tiempo que nadie se portaba tan bien conmigo, y lamento no poder recompensaros.
Terris sonrió y le puso una mano en el hombro.
– ¿De verdad te gustaría pagarnos?
– No puedo. No tengo nada que daros.
Terris ensanchó la sonrisa.
– Somos Edena Ruh, Sceop. Lo que más valoramos es una cosa que todo el mundo posee. -Sceop vio que, una a una, las caras que había alrededor del fuego alzaban los ojos para mirarle expectantes-. Podrías contarnos tu historia -dijo Terris.
Como no sabía qué otra cosa hacer, Sceop empezó a hablar. Les contó cómo había llegado a Faeriniel. Que había ido de una hoguera a otra, con la esperanza de recibir algo de caridad. Al principio le temblaba la voz, y su relato se tambaleaba, porque había pasado mucho tiempo solo y no estaba acostumbrado a hablar. Pero pronto su voz cobró fuerza, y sus palabras se volvieron más enérgicas; y mientras el fuego parpadeaba y se reflejaba en sus ojos, azules y brillantes, sus manos danzaban al ritmo de su vieja y reseca voz. Hasta los Edena Ruh, que saben todas las historias del mundo, escuchaban embelesados.
Cuando el anciano terminó su historia, los Edena Ruh se rebulleron como si salieran de un sueño profundo. Al principio se quedaron mirándose unos a otros, y luego miraron a Sceop.
Terris sabía qué estaban pensando sus compañeros.
– Sceop -dijo con dulzura-, ¿adónde te dirigías antes de detenerte aquí esta noche?
– Me dirigía a Tinué -contestó Sceop, un poco abochornado por haberse enfrascado tanto en su relato. Tenía el rostro acalorado, y se sentía ridículo.
– Nosotros vamos a Belenay -dijo Terris-. ¿Qué te parecería venir con nosotros?
Al principio, la esperanza iluminó el rostro de Sceop, pero luego volvió a adoptar una expresión de desánimo.
– Solo sería una carga para vosotros. Hasta un mendigo tiene su orgullo.
– ¿Te atreves a hablar de orgullo a los Edena? -dijo Terris riendo-. No te lo pedimos por lástima. Te lo pedimos porque perteneces a nuestra familia, y te haríamos contarnos un centenar de historias en los años venideros.
El mendigo sacudió la cabeza.
– Mi sangre no es vuestra sangre. No formo parte de vuestra familia.
– ¿Qué tiene que ver eso con el precio de la mantequilla? -preguntó Terris-. Los Ruh decidimos quién forma parte de nuestra familia y quién no. Tu sitio está con nosotros. Mira alrededor y dime si crees que miento.
Sceop recorrió el corro de caras y vio que Terris tenía razón.
Y el anciano se quedó con los Edena Ruh, y vivió con ellos muchos años antes de que se separaran. Vio muchas cosas, y contó muchas historias, y a consecuencia de ello, al final todos eran un poco más sabios.
Estos son hechos reales, pese a que pasaron hace muchos años y muy lejos de aquí. Es una historia que me contaron los Edena Ruh, y por eso sé que es cierta.