Capítulo 54

El mensajero

Me las ingenié para superar mediante embustes y argucias casi todas las defensas del maer. El baronet Pettur me ayudó con su mera presencia. Ir acompañado por un miembro de la nobleza conocido bastó para que me adentrara en el palacio de Alveron. Una vez dentro, el baronet dejó de servirme y me deshice de él.

En cuanto lo perdí de vista, puse cara de impaciencia, pedí indicaciones a un atareado sirviente y llegué hasta las puertas de la sala de audiencias del maer, donde me interceptó un hombre un tanto apocado de mediana edad. Era corpulento, con la cara redonda, y pese a ir bien vestido, a mí me pareció un simple tendero.

De no ser por las horas que había pasado recogiendo información en Bajo Severen, quizá habría cometido un grave error y habría intentado engatusar a aquel hombre creyendo que no era más que un sirviente con un atuendo pulcro.

Pero aquella era precisamente la persona que yo buscaba: el valet del maer, Stapes. Aunque pareciese un tendero, lo envolvía un aura de verdadera autoridad. Tenía un porte tranquilo y seguro, a diferencia del porte dominante y desenvuelto que yo había utilizado para intimidar al baronet.

– ¿En qué puedo ayudarlo? -me preguntó Stapes. Hablaba en un tono muy educado, pero había otras preguntas ocultas bajo la superficie de sus palabras. «¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?»

Saqué la carta del conde Threpe y se la ofrecí con una pequeña inclinación de cabeza.

– Me prestaría usted un gran servicio si hiciera llegar esto al maer -dije-. El me espera.

Stapes me miró con frialdad, dejando muy claro que si el maer estuviera esperándome, él lo habría sabido diez días atrás. Me miró de arriba abajo mientras se frotaba la barbilla, y me fijé en que llevaba un anillo de hierro mate con letras de oro grabadas.

Pese a sus evidentes recelos, Stapes cogió la carta y desapareció por una gran puerta doble. Me quedé en el pasillo, nervioso; el valet regresó un minuto más tarde y me hizo pasar. Su actitud seguía siendo de leve desaprobación.

Recorrimos un pasillo corto y llegamos ante otra puerta doble flanqueada por guardias con armadura. No eran guardias ceremoniales de esos que a veces se ven en público, en posición de firmes, rígidos, sujetando alabardas. Vestían con los colores del maer, pero bajo la ropa azul zafiro y marfil llevaban unos petos de cuero con anillos de acero, muy funcionales. Iban ambos armados con una larga espada y un largo puñal. Al acercarme, me miraron con gravedad.

El valet del maer me apuntó con la barbilla, y uno de los guardias me cacheó con profesionalidad, deslizando las manos por mis brazos y mis piernas y alrededor de mi pecho, buscando armas escondidas. De pronto me alegré enormemente de algunas de las adversidades de mi viaje, y sobre todo de las que habían resultado en la pérdida del par de navajas que me había acostumbrado a llevar bajo la ropa.

El guardia retrocedió y asintió con la cabeza. Entonces Stapes volvió a mirarme con gesto de fastidio y abrió la puerta interior.

Dentro había dos hombres sentados a una mesa sobre la que se desplegaba un mapa. Uno era alto y calvo, con el aire duro y curtido de un soldado veterano. A su lado estaba el maer.

Alveron era mayor de lo que yo esperaba. Tenía un rostro serio, con unos ojos y una boca que revelaban orgullo. Conservaba todo su pelo, si bien en su barba, entrecana y bien recortada, apenas se distinguía ya negro. Sus ojos tampoco dejaban traslucir su edad. Eran de color gris claro, inteligentes y penetrantes. No eran los ojos de un anciano.

Cuando entré en la habitación, el maer dirigió esos ojos hacia mí. Tenía la carta de Threpe en una mano.

Realicé una reverencia número tres estándar. Mi padre la llamaba «el mensajero». Pronunciada y formal, como merecía la elevada condición del maer. Reverente, pero no servil. Que me tengan sin cuidado las convenciones y el decoro no significa que no sepa seguir el juego cuando me interesa.

El maer desvió la mirada hacia la carta, y volvió a levantar la cabeza.

– Kvothe, ¿verdad? Debes de haberte dado mucha prisa para llegar tan pronto. Ni siquiera esperaba recibir una respuesta del conde todavía.

– Me he dado toda la prisa que he podido para ponerme a su disposición, excelencia.

– Desde luego. -Me observó atentamente-. Y has confirmado la opinión del conde sobre tu astucia plantándote ante mi puerta sin otra cosa que una carta sellada en la mano.

– Pensé que lo mejor era que me presentase tan pronto como fuera posible, excelencia -repuse con tono neutral-. En su carta insinuaba que tenía usted cierta prisa.

– Sí, y has hecho un buen trabajo -replicó Alveron; miró al hombre alto que estaba sentado con él a la mesa-. ¿No te parece, Dagon?

– Sí, excelencia. -Dagon me miró con unos ojos oscuros y desapasionados. Tenía un rostro duro, afilado y desprovisto de emoción. Contuve un escalofrío.

Alveron volvió a mirar la carta.

– Threpe hace algunos comentarios muy elogiosos sobre ti en su carta -comentó-. De habla educada. Encantador. El músico con más talento que ha conocido en los últimos diez años…

El maer siguió leyendo; entonces volvió a levantar la cabeza y me observó con perspicacia.

– Pareces muy joven -dijo vacilante-. No tienes mucho más de veinte años, ¿verdad?

Había cumplido dieciséis hacía un mes. Ese era un detalle que había omitido deliberadamente en la carta.

– Sí, soy joven, excelencia -admití esquivando la mentira-. Pero estudio música desde que tenía cuatro años. -Hablaba con seguridad, y me alegré de haber comprado aquel traje. Con mis harapos, habría parecido un golfillo hambriento. En cambio, iba bien vestido y estaba bronceado tras tantos días en el mar, y la delgadez de mi rostro añadía años a mi aspecto.

Alveron me miró largamente, examinándome; entonces asintió con la cabeza, aparentemente satisfecho.

– Muy bien -dijo-. Por desgracia, ahora mismo estoy muy ocupado. ¿Te parece bien que nos veamos mañana? -En realidad no era una pregunta-. ¿Has encontrado alojamiento en la ciudad?

– Todavía no he empezado a buscarlo, excelencia.

– Te quedarás aquí -decidió-. ¿Stapes? -Lo dijo con un tono de voz un poco más alto que el que había empleado para hablar conmigo, y el valet apareció casi al instante-. Instala a nuestro nuevo invitado en algún lugar del ala sur, cerca de los jardines. -Se volvió hacia mí-. ¿Llegará pronto tu equipaje?

– Me temo que todo mi equipaje se perdió por el camino, excelencia. En un naufragio.

Alveron arqueó brevemente una ceja.

– Stapes se encargará de proporcionarte ropa adecuada. -Dobló la carta de Threpe e hizo un ademán de despedida-. Buenas noches.

Hice una rápida inclinación de cabeza y seguí a Stapes fuera de la estancia.

Eran las habitaciones más opulentas que yo había visto o pisado jamás, con suelos de piedra pulida y muebles antiguos. La cama tenía un colchón de plumas de dos palmos de grosor, y cuando corrí las cortinas y me tumbé en ella, me pareció que era tan grande como toda mi buhardilla de Anker's.

Mis habitaciones eran tan agradables que tardé casi un día entero en darme cuenta de cuánto las odiaba.

Una vez más, tendréis que compararlo con lo que pasa cuando te compras unos zapatos: no quieres el par más grande, sino el par de tu talla. Si te pones unos zapatos demasiado grandes, te rozan los pies y te salen ampollas.

De forma parecida, mis habitaciones me rozaban. Había un armario ropero inmenso y vacío, cómodas vacías y estanterías sin libros. Mi habitacioncita de Anker's era diminuta, pero en aquellas me sentía como un guisante seco rodando por el interior de un joyero vacío.

Y sin embargo aquellas habitaciones, demasiado grandes para mis inexistentes posesiones, se me quedaban pequeñas. Me veía obligado a permanecer allí, esperando a que me llamara el maer. Como no tenía ni idea de cuándo podría suceder eso, estaba prácticamente atrapado.

En defensa de la hospitalidad del maer, debería mencionar ciertos aspectos positivos. La comida era excelente, aunque llegaba un poco fría de la cocina. También había una maravillosa bañera de cobre. Los criados me traían agua caliente, que desaguaba por una serie de tuberías. Me sorprendió encontrar tantas comodidades tan lejos de la influencia civilizadora de la Universidad.

Me visitó uno de los sastres del maer, un hombrecillo nervioso que me midió de seis docenas de maneras diferentes mientras me contaba chismes de la corte. Al día siguiente, un sirviente me entregó dos elaborados trajes de colores que me favorecían.

En cierto modo, era una suerte que hubiera tenido tantos problemas en el mar. La ropa que me proporcionaron los sastres de Alveron era mucho mejor que nada que yo hubiera podido pagar, ni siquiera con la ayuda de Threpe. Como consecuencia de eso, durante mi estancia en Severen siempre ofrecí un aspecto muy atractivo.

Lo mejor fue que mientras me tomaba medidas, el sastre charlatán mencionó que las capas estaban de moda. Aproveche la ocasión y exageré un poco la calidad de la capa que me había regalado Fela, lamentando su pérdida.

El resultado fue una capa granate. No habría servido para protegerme de la lluvia, pero me gustó bastante. Además de sentarme muy bien, estaba llena de pequeños bolsillos, por supuesto.

Así que estaba lujosamente vestido, alimentado y alojado. Pero pese a tanta esplendidez, hacia el mediodía del día siguiente daba vueltas por mis habitaciones como un gato encerrado en una jaula. Estaba deseando salir, recuperar mi laúd y descubrir para qué necesitaba el maer los servicios de una persona inteligente, de habla educada y, ante todo, discreta.

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