Capítulo 5

El Eolio

Los días avanzaban lentamente. Trabajaba en la Factoría hasta que se me quedaban los dedos entumecidos, y después leía en el Archivo hasta que mi visión se volvía borrosa.

El quinto día de admisiones terminé por fin mis lámparas marineras y las lleve a Existencias con la esperanza de que se vendieran deprisa. Me planteé empezar otro par, pero sabía que no tendría tiempo de terminarlas antes de que se cumpliera el plazo para pagar la matrícula.

Así pues, me dispuse a ganar dinero por otros medios. Acordé tocar un día más en Anker's, y eso me procuró bebidas gratis y un puñado de monedas que me dieron algunos clientes agradecidos. Fabriqué piezas sueltas en la Factoría, artículos sencillos pero útiles como engranajes de latón y planchas de vidrio reforzado que podía vender de nuevo al taller obteniendo un pequeño beneficio.

Después, como esas pequeñas ganancias no iban a ser suficiente, hice dos lotes de emisores amarillos. Acostumbrado a fabricar lámparas simpáticas, su luz tenía un agradable color amarillo, muy parecido al de la luz solar. Costaban bastante dinero, porque para barnizarlas se requería el empleo de materiales peligrosos.

Los metales pesados y los ácidos volátiles no eran los únicos ni los más peligrosos: los peores eran los extraños compuestos alquímicos. Había agentes conductores que te traspasaban la piel sin dejar ninguna marca y que luego te comían el calcio de los huesos sin que te dieras cuenta. Otros sencillamente se quedaban escondidos en tu cuerpo durante meses, latentes, hasta que empezaban a sangrarte las encías y se te empezaba a caer el cabello. Comparado con las cosas que fabricaban en el laboratorio de alquimia, el arsénico parecía tan inofensivo como el azúcar del té.

Yo ponía muchísimo cuidado, pero mientras trabajaba en la segunda tanda de emisores, se me rompió el matraz, y unas gotitas de agente conductor salpicaron el vidrio de la campana de gases donde estaba trabajando. Ni una sola gota llegó a tocarme la piel, pero una aterrizó en mi camisa, más arriba de los largos puños de los guantes de cuero que llevaba puestos.

Moviéndome despacio, utilicé un calibrador que tenía cerca para levantar la camisa y apartarla de mi cuerpo. A continuación, con dificultad, recorté aquel trozo de tela para eliminar toda posibilidad de que me tocara la piel. Ese incidente me dejó tembloroso y empapado de sudor, y decidí que había mejores maneras de ganar dinero.

Sustituí a un compañero en su turno en la Clínica a cambio de una iota; ayudé a un comerciante a descargar tres carretas de cal, a medio penique la carreta. Más tarde, esa misma noche, encontré a un puñado de feroces jugadores dispuestos a dejarme entrar en su partida de aliento. En el transcurso de dos horas me las ingenié para perder dieciocho peniques y algunas monedas pequeñas de hierro más. Me dio mucha rabia, pero me obligué a levantarme de la mesa antes de que las cosas empeoraran.

Después de tanto esfuerzo, aún tenía menos dinero en mi bolsa que cuando había empezado.

Por suerte, todavía me quedaba un as en la manga.

Me fui a pie a Imre por el ancho camino de piedra.

Me acompañaban Simmon y Wilem. Wil había acabado vendiéndole a buen precio su hora a un secretario desesperado, de modo que tanto él como Sim habían hecho el examen de admisión y eran libres como pájaros. A Wil le impusieron una matrícula de seis talentos con ocho, mientras que Sim no paraba de regodearse con sus cinco talentos con dos, una cifra increíblemente baja.

Yo llevaba un talento con tres en la bolsa. Era un número desfavorable.

Manet completaba nuestro cuarteto. La despeinada melena entrecana y las ropas arrugadas, que componían su atuendo habitual, le daban cierto aire de perplejidad, como si acabara de despertar y no recordara dónde estaba. Le habíamos pedido que nos acompañara en parte porque necesitábamos a un cuarto para jugar a esquinas, pero también porque considerábamos que era nuestro deber sacar al pobre hombre de la Universidad de vez en cuando.

Juntos, atravesamos el río Omethi por el alto arco del Puente de Piedra, y llegamos a Imre. Eran los últimos días del otoño, y yo llevaba mi capa para protegerme del frío. También llevaba el laúd cómodamente colgado a la espalda.

Llegamos al centro de Imre, cruzamos un gran patio adoquinado y pasamos al lado de la fuente central, llena de estatuas de sátiros que perseguían ninfas. Nos pusimos en la cola de entrada del Eolio, donde nos salpicaba la rociada que el viento arrastraba de la fuente.

Cuando llegamos a la puerta, me sorprendió ver que Deoch no estaba allí. En su lugar había un hombre serio y de escasa estatura con el cuello grueso. El hombre levantó una mano.

– Será una iota, joven -dijo.

– Perdón. -Aparté de mi hombro la correa del estuche del laúd y le mostré el caramillo de plata que llevaba prendido en la capa. Señalé a Wil, Sim y Manet-. Vienen conmigo.

El hombre examinó mi caramillo con desconfianza.

– Pareces muy joven -dijo desviando la mirada hacia mi cara y escudriñándola.

– Es que soy muy joven -repuse con toda naturalidad-. Eso forma parte de mi encanto.

– Muy joven para tener ya tu caramillo -aclaró él, convirtiendo su afirmación en una acusación razonablemente educada.

Vacilé. Era cierto que parecía mayor de lo que era, pero solo aparentaba algo más que los quince años que tenía. Que yo supiera, era el músico más joven del Eolio. Normalmente eso jugaba a mi favor, pues me confería el valor de lo novedoso. Pero en ese momento…

Antes de que se me ocurriera nada que decir, oí una voz que venía de la cola.

– No miente, Kett. -Una joven alta que llevaba un estuche de violín me saludó con la cabeza-. Se ganó el caramillo cuando tú estabas fuera. Puedes fiarte de él.

– Gracias, Marie -dije mientras el portero nos indicaba que podíamos entrar.

Encontramos una mesa cerca de la pared del fondo con buenas vistas del escenario. Paseé la mirada para ver quién había por allí, y disimulé la familiar punzada de desencanto al comprobar que Denna no estaba.

– ¿Qué ha pasado en la puerta? -preguntó Manet mientras miraba alrededor, observando el escenario y el alto techo abovedado-. ¿Paga la gente para entrar aquí?

Lo miré.

– ¿Llevas treinta años estudiando en la Universidad y nunca habías estado en el Eolio?

– Ya, bueno. -Hizo un ademán impreciso-. He estado ocupado. No suelo venir a este lado del río.

Sim rió y se sentó a la mesa.

– ¿Cómo te lo explicaría, Manet? Si la música tuviera una universidad, sería esto, y Kvothe sería un arcanista con todas las de la ley.

– Mala analogía -dijo Wil-. Esto es una corte musical, y Kvothe es un miembro de la nobleza. Nosotros vamos montados en su carro. Por eso hemos tolerado tanto tiempo su fastidiosa compañía.

– ¿Pagan una iota solo para entrar? -Manet no salía de su asombro.

Asentí. Manet dio un gruñido que expresaba su incomprensión y miró alrededor, fijándose en los nobles elegantemente vestidos que pululaban por el balcón superior.

– Mira por dónde -dijo-. Hoy ya he aprendido algo.

El Eolio todavía no se había llenado, así que matamos el tiempo jugando a esquinas. No era más que una partida amistosa, a un drabín la mano, doble por un farol; pero con lo arruinado que estaba, cualquier apuesta era arriesgada. Por suerte, Manet jugaba con la precisión de un reloj de engranajes: nada de trampas fuera de lugar, nada de intentos alocados, nada de corazonadas.

Simmon pagó la primera ronda de bebidas y Manet, la segunda. Cuando empezaron a atenuarse las luces del Eolio, Manet y yo ya llevábamos diez manos ganadas, sobre todo gracias a la tendencia de Simmon a apostar por encima de sus posibilidades. Me guardé la iota de cobre con sombría satisfacción. «Un talento con cuatro.»

Subió al escenario un músico mayor que yo. Tras una breve introducción por parte de Stanchion, tocó una conmovedora versión de «El último día de Taetn» con la mandolina. Sus dedos, ágiles, rápidos y seguros, se desplazaban con autoridad por las cuerdas. Pero su voz…

Con la edad se deterioran muchas cosas. Las manos y la espalda cobran rigidez. La visión empeora. La piel se vuelve áspera y la belleza se apaga. La única excepción es la voz. Si se cuida bien, con la edad y con el uso continuado la voz no hace otra cosa que ganar suavidad. La de aquel hombre era dulce como un vino de miel. Al terminar su canción, recibió un aplauso caluroso, y al cabo de un momento volvieron a encenderse las luces y se reanudaron las conversaciones.

– Entre una actuación y otra hay un descanso -expliqué a Manet-. Para que la gente pueda hablar y pasearse y pedir sus bebidas. Ni Tehlu con todos sus ángeles podría protegerte si hablaras durante una actuación.

– No temas, no te haré quedar mal -dijo Manet, enfurruñado-. No soy tan bárbaro.

– Solo era un aviso bienintencionado -dije-. Tú me adviertes de los peligros en la Artefactoría. Yo te advierto de los peligros de este local.

– Su laúd era diferente -observó Wilem-. No sonaba como el tuyo. Y era más pequeño.

Reprimí una sonrisa y decidí no darle importancia.

– Esa clase de laúd se llama mandolina -expliqué.

– Vas a tocar, ¿verdad? -me preguntó Simmon, removiéndose en la silla como un cachorro impaciente-. Deberías tocar aquella canción que compusiste sobre Ambrose. -Tarareó un poco, y luego cantó-:

La mula aprende magia, la mula tiene clase

porque no es como el joven Rosey, solo es medio salvaje.

Manet rió sin apartar la jarra de su boca. Wilem sonrió, cosa poco habitual en él.

– No -dije con firmeza-, he terminado con Ambrose. Por mi parte, pienso dejarlo en paz.

– Claro -dijo Wil con gesto inexpresivo.

– Lo digo en serio -afirmé-. No saco nada con eso. Con este tira y afloja solo conseguimos enojar a los maestros.

– Enojar es una palabra muy suave -señaló Manet con aspereza-. No es exactamente la que yo habría elegido.

– Se la debes -dijo Sim con un destello de rabia en los ojos-. Además, no te van a acusar de Conducta Impropia de un Miembro del Arcano solo por cantar una canción.

– No -intervino Manet-. Solo elevarán el precio de su matrícula.

– ¿Qué? -dijo Simmon-. No pueden hacerle eso. La matrícula se basa en el resultado del examen de admisión.

La risa de Manet resonó dentro de la jarra de la que estaba echando un trago.

– La entrevista solo es una parte del juego. Si puedes permitírtelo, te estrujan un poco. Otro tanto si les causas problemas. -Me miró con seriedad-. Esta vez te van a caer por todas partes. ¿Cuántas veces tuviste que presentarte ante las astas del toro el bimestre pasado?

– Dos -admití-. Pero la segunda vez no fue por culpa mía.

– Claro. -Manet me miró con franqueza-. Y por eso te ataron y te dieron latigazos hasta hacerte sangrar, ¿verdad? Porque no fue culpa tuya.

Me removí en la silla, incómodo, y noté los tirones de las cicatrices que tenía en la espalda.

– No fue solo culpa mía -puntualicé.

– No se trata de ser o no culpable -razonó Manet-. Un árbol no provoca una tormenta, pero cualquier idiota sabe dónde va a caer el rayo.

Wilem asintió con gesto grave.

– En mi tierra decimos: el clavo más alto es el que primero recibe el martillazo. -Arrugó el entrecejo-. En siaru suena mejor.

– Pero la entrevista de admisiones determina la mayor parte de tu matrícula, ¿no es así? -preguntó Sim con aire preocupado. Por el tono de su voz imaginé que Sim ni siquiera se había planteado la posibilidad de que las rencillas personales o la política formaran parte de la ecuación.

– Sí, la mayor parte -confirmó Manet-. Pero cada maestro escoge sus preguntas, y todos dan su opinión. -Empezó a enumerar, ayudándose con los dedos-: A Hemme no le caes nada bien, y es especialista en acumular rencillas. A Lorren te lo pusiste en contra desde buen principio, y te las has ingeniado para seguir teniéndolo en contra. Eres un alborotador. A finales del bimestre pasado te saltaste casi un ciclo entero de clases. Sin avisar antes y sin dar ninguna explicación después. -Me miró de forma elocuente.

Bajé la vista hacia la mesa, consciente de que varias de las clases que me había saltado formaban parte de mi aprendizaje con Manet en la Artefactoría.

Al cabo de un momento, Manet encogió los hombros y continuó:

– Por si fuera poco, esta vez te examinan como Re'lar. La matrícula aumenta cuando se sube de grado. Por algo llevo tanto tiempo siendo E'lir. -Me miró con fijeza-. ¿Quieres saber qué pienso yo? Que tendrás suerte si te libras por menos de diez talentos.

– Diez talentos. -Sim aspiró entre los dientes y sacudió la cabeza, solidarizándose conmigo-. Menos mal que andas bien de dinero.

– No tanto -dije.

– ¿Cómo que no? -dijo Sim-. Los maestros le impusieron una multa de casi veinte talentos a Ambrose cuando te rompió el laúd. ¿Qué hiciste con todo ese dinero?

Miré hacia abajo y le di un golpecito al estuche del laúd con el pie.

– ¿Te lo gastaste en un laúd nuevo? -preguntó Simmon, horrorizado-. ¿Veinte talentos? ¿Sabes qué podrías comprar con esa cantidad de dinero?

– ¿Un laúd? -preguntó Wilem.

– Ni siquiera sabía que pudieras gastarte tanto dinero en un instrumento -añadió Simmon.

– Puedes gastarte mucho más -dijo Manet-. Los instrumentos musicales son como los caballos.

Ese comentario frenó un poco la conversación. Wil y Sim miraron a Manet, desconcertados.

– Pues mira, es una buena comparación -dije riendo.

Manet miró a los otros dos con aire de entendido.

– Los caballos ofrecen un amplio abanico. Puedes comprarte un caballo de tiro viejo y hecho polvo por menos de un talento. Y puedes comprarte un elegante vaulder por cuarenta.

– Lo dudo -masculló Wil-. Por un vaulder auténtico, no.

– Exactamente -dijo Manet con una sonrisa-. Por mucho dinero que te parezca que alguien pueda gastarse en un caballo, puedes gastarte fácilmente eso comprándote un arpa o un violín.

Simmon estaba anonadado.

– Pero si una vez mi padre se gastó doscientos cincuenta en un kaepcaen -dijo.

Me incliné hacia un lado y señalé.

– ¿Ves a ese hombre rubio de allí? Su mandolina vale el doble.

– Pero -dijo Simmon-, pero los caballos tienen pedigrí. Un caballo puedes criarlo y venderlo.

– Esa mandolina también tiene pedigrí -dije-. La hizo el propio Antressor. Hace ciento cincuenta años que circula.

Sim asimilaba esa información mirando alrededor y fijándose en todos los instrumentos que había en el local.

– Aun así… -dijo-. ¡Veinte talentos! -Sacudió la cabeza-. ¿Por qué no esperaste hasta después de admisiones? Habrías podido gastarte el dinero que te hubiera sobrado en el laúd.

– Lo necesitaba para tocar en Anker's -expliqué-. Me dan comida y alojamiento gratis porque soy su músico fijo. Si no toco, no puedo quedarme allí.

Era verdad, pero no era toda la verdad. Anker habría sido tolerante conmigo si le hubiera explicado mi situación. Pero si hubiera esperado, habría tenido que pasar casi dos ciclos sin un laúd. Habría sido como si me faltara un diente, o una extremidad. Habría sido como pasar dos ciclos con los labios cosidos. Era impensable.

– Además, no me lo gasté todo en el laúd -aclaré-. También me surgieron otros gastos. -Concretamente, había pagado a la renovera que me había prestado dinero. Eso me había costado seis talentos, pero saldar mi deuda con Devi había sido como quitarme un gran peso que me oprimía el pecho.

Sin embargo, notaba cómo aquel mismo peso empezaba a instalarse en mí de nuevo. Si los cálculos de Manet eran medianamente acertados, mi situación era mucho peor de lo que yo había imaginado.

Por suerte, las luces se atenuaron y la sala quedó en silencio, librándome de tener que seguir dando explicaciones. Todos miramos hacia el escenario, adónde Stanchion había acompañado a Marie. Stanchion se puso a charlar con los clientes que estaban más cerca mientras ella afinaba el violín y el público se preparaba para su actuación.

Marie me caía bien. Era más alta que la mayoría de los hombres, orgullosa como un gato, y dominaba como mínimo cuatro idiomas. Muchos músicos de Imre se esforzaban para vestir a la última moda, con la esperanza de mezclarse así con la nobleza; pero Marie llevaba ropa de viaje: unos pantalones con los que podrías trabajar todo un día, y botas con las que podrías recorrer treinta kilómetros.

No estoy diciendo que llevara prendas burdas, cuidado. Lo que quiero decir es que no le interesaban ni la moda ni las fruslerías. Llevaba ropa hecha a medida, ceñida y favorecedora. Esa noche iba vestida de granate y marrón, los colores de su mecenas, lady Jhale.

Los cuatro mirábamos hacia el escenario.

– Tengo que admitir -dijo Wilem en voz baja- que he considerado detenidamente a Marie.

Manet rió por lo bajo.

– Esa mujer es una mujer y media -aseveró-. Demasiada mujer para cualquiera de vosotros. No sabríais ni por dónde empezar con ella. -En cualquier otro momento, una afirmación así habría sido para los tres un acicate para empezar a protestar y a fanfarronear. Pero Manet la hizo sin intención de insultar, así que se la dejamos pasar. Sobre todo, porque seguramente tenía razón.

– No es mi tipo -dijo Simmon-. Parece siempre preparada para hacerle una llave a alguien. O para montar un caballo salvaje y domarlo.

– Sí. -Manet volvió a reír por lo bajo-. Si viviéramos en una época mejor, construirían un templo alrededor de una mujer así.

Guardamos silencio mientras Marie terminaba de afinar su violín y empezaba a tocar un rondó dulce y tierno como una suave brisa primaveral.

No tuve tiempo para decírselo, pero Simmon estaba cargado de razón. En una ocasión, en el Pedernal y Cardo, había visto a Marie darle un puñetazo en el cuello a un hombre por referirse a ella como «la bocazas de esa zorra violinista». Y cuando el hombre cayó al suelo, Marie le propinó una patada. Pero fue solo una, y no en un sitio donde pudiera herirlo permanentemente.

Marie continuó su rondó; el ritmo lento y suave fue aumentando gradualmente hasta volverse mucho más animado. Era la clase de melodía que solo te atrevías a bailar si tenías unos pies excepcionalmente ágiles o si estabas excepcionalmente borracho.

Marie siguió aumentando el ritmo hasta alcanzar una cadencia que nadie habría soñado poder bailar. Ya no era un trote. Iba a toda velocidad, como un par de niños haciendo carreras. Me admiraron la claridad y la limpieza de su digitación, pese al ritmo frenético de la canción.

Más deprisa. Rápido como un ciervo perseguido por un perro salvaje. Empecé a ponerme nervioso, porque sabía que solo era cuestión de tiempo que Marie se equivocase, que le resbalara un dedo o se saltara una nota. Pero ella seguía adelante, y todas las notas eran perfectas: claras, limpias y dulces. Sus incansables dedos se arqueaban al presionar sobre las cuerdas. La muñeca de la mano con que sujetaba el arco mantenía una posición suelta y relajada pese a aquella vertiginosa velocidad.

Más deprisa todavía. La concentración se reflejaba en el rostro de Marie. El brazo con que manejaba el arco era una mancha borrosa. Más deprisa aún. Marie tenía las largas piernas firmemente plantadas sobre el escenario, y el violín apretado con fuerza contra la mandíbula. Cada nota poseía la nitidez del canto matutino de un pájaro. Más deprisa todavía.

Terminó con una última descarga musical e hizo una bonita reverencia sin haber cometido ni un solo error. Yo sudaba como un caballo sometido a una carrera, y el corazón me latía muy deprisa.

Y no era el único. Wil y Sim tenían la frente cubierta de sudor. Manet estaba agarrado al borde de la mesa, con los nudillos blancos.

– Tehlu misericordioso -dijo, casi sin aliento-. Y ¿todas las noches tocan músicos de esta categoría?

– Todavía es temprano -dije sonriéndole-. Y no me has oído tocar a mí.

Wilem pagó la siguiente ronda de bebidas e iniciamos nuestra charla frívola sobre la Universidad. Manet llevaba allí más tiempo que la mitad de los maestros y sabía más historias escandalosas que nosotros tres juntos.

Un músico con una poblada barba gris tocó con su laúd una conmovedora versión de «En Faeant Morie». Después, dos mujeres adorables -una de cuarenta y tantos años y la otra lo bastante joven para ser su hija- cantaron un dueto sobre Laniel la Rejuvenecida que yo no había oído nunca.

Pidieron a Marie que volviera a subir al escenario, y la joven interpretó una sencilla giga con tanto entusiasmo que la gente se puso a bailar en el espacio que había entre las mesas. Hasta Manet se levantó en el estribillo final y nos sorprendió exhibiendo la notable agilidad de sus pies. Nosotros le aplaudimos, y cuando volvió a sentarse, Manet tenía las mejillas coloradas y la respiración entrecortada.

Wil lo invitó a una copa, y Simmon me miró con ojos chispeantes.

– No -dije-. No voy a tocar. Ya te lo he dicho.

Sim se quedó tan profundamente decepcionado que no pude contener la risa.

– Mira, voy a dar una vuelta. Si veo a Threpe, le pediré que toque.

Fui avanzando despacio por la abarrotada sala, y aunque tenía un ojo puesto en encontrar a Threpe, la verdad es que buscaba a Denna. No la había visto entrar por la puerta principal, pero con la música, las cartas y el alboroto general, cabía la posibilidad de que se me hubiera escapado.

Tardé un cuarto de hora en recorrer metódicamente toda la planta principal, mirando todas las caras y deteniéndome a charlar con algunos de los músicos por el camino.

Subí al primer piso, y justo entonces las luces volvieron a atenuarse. Me situé junto a la barandilla para escuchar a un camarillero de Yll que interpretó una canción triste y cadenciosa.

Cuando la sala volvió a iluminarse, recorrí el primer piso del Eolio, un balcón ancho con forma de creciente de luna. Más que otra cosa, mi búsqueda era un ritual. Buscar a Denna era un ejercicio de futilidad, como rezar para que hiciera buen tiempo.

Pero esa noche fue la excepción que confirmaba la regla. Todavía iba paseándome por el primer piso cuando la vi caminando con un caballero alto y moreno. Rectifiqué mi rumbo entre las mesas para fingir que los interceptaba por casualidad.

Denna me vio medio minuto más tarde. Me sonrió con gesto emocionado, se soltó del brazo del caballero y me hizo señas para que me acercara.

El hombre que la acompañaba era atractivo y orgulloso como un halcón, con una mandíbula que parecía de cemento. Llevaba una camisa de seda de un blanco cegador, y una chaqueta de ante de color sangre con pespuntes de plata. También eran de plata la hebilla y los gemelos. Era el prototipo del caballero modegano. Con lo que valía su ropa, sin contar los anillos, habría podido pagar mi matrícula de todo un año.

Denna interpretaba el papel de acompañante hermosa y encantadora. En el pasado, la había visto vestida más o menos como yo, con ropa sencilla y resistente, apropiada para trabajar y para viajar. Pero esa noche llevaba un vestido largo de seda verde. Su oscuro cabello formaba rizos sutiles alrededor de su cara y caía en cascada por sus hombros. En el cuello llevaba un collar con una lágrima de esmeralda cuyo color hacía juego con el del vestido. Una combinación tan perfecta no podía ser una coincidencia.

Me sentí un poco andrajoso a su lado. Más que un poco. Mi vestuario se reducía a cuatro camisas, dos pantalones y algunas piezas sueltas. Todo de segunda mano y más o menos raído. Esa noche llevaba mis mejores prendas, pero comprenderéis que cuando digo «mejores» no quiero decir que fueran muy lujosas.

La única excepción era mi capa, regalo de Fela. Era caliente y maravillosa, hecha a medida, de color verde y negro con numerosos bolsillos en el forro. No era en absoluto ostentosa, pero era la prenda más bonita que tenía.

Al acercarme a ella, Denna dio un paso adelante y, con gesto comedido, casi altanero, me tendió una mano para que se la besara.

Mostraba una expresión sosegada y una sonrisa cortés. Cualquiera que la hubiera visto habría podido pensar que era la típica dama refinada que se mostraba amable con un joven músico empobrecido.

Pero si se hubiera fijado en sus ojos, habría visto algo más. Eran oscuros y profundos, del color del café y el chocolate. Destellaban divertidos y risueños. El caballero que estaba de pie a su lado frunció levemente el entrecejo cuando Denna me ofreció la mano. Yo ignoraba a qué estaba jugando Denna, pero imaginaba cuál era mi papel.

Así que me incliné sobre su mano y la besé suavemente al mismo tiempo que hacía una pronunciada reverencia. Me habían enseñado los modales de la corte desde muy pequeño, de modo que sabía muy bien lo que hacía. Cualquiera puede doblarse por la cintura, pero para hacer una buena reverencia hay que tener estilo.

La mía fue elegante y halagadora, y cuando posé los labios en el dorso de la mano de Denna, me aparté la capa hacia un lado con una delicada sacudida de la muñeca. Ese último detalle era el más difícil, y, de niño, me había pasado horas practicando con tesón ante el espejo de la casa de baños hasta lograr que el movimiento pareciera natural.

Denna me devolvió una reverencia grácil como una hoja que cae y se retiró un poco hasta colocarse junto a su caballero.

– Kvothe, te presento a lord Kellin Vantenier. Kellin, te presento a Kvothe.

Kellin me miró de arriba abajo, formándose una opinión de mí en lo que tardas en coger aire. Adoptó una expresión desdeñosa y me saludó con un gesto de la cabeza. Estoy acostumbrado al desdén, pero me sorprendió lo mucho que me dolió el de aquel hombre.

– A su servicio, mi señor. -Hice una educada reverencia y desplacé el peso del cuerpo para apartar la capa de mi hombro, exhibiendo mi caramillo de plata.

El caballero se disponía a desviar la mirada con ensayado desinterés cuando sus ojos se fijaron en mi reluciente broche de plata. Como joya no era nada especial, pero allí tenía mucho valor. Wilem tenía razón: en el Eolio, yo formaba parte de la nobleza.

Y Kellin lo sabía. Tras considerarlo un instante, me devolvió el saludo. En realidad no fue más que una brevísima inclinación de cabeza, lo indispensablemente pronunciada para que pudiera considerarse educada.

– Al suyo y al de su familia -dijo en un atur perfecto.

Tenía una voz más grave que la mía, de bajo, dulce y con suficiente acento modegano para conferirle un deje levemente musical.

Denna inclinó la cabeza hacia él.

– Kellin me está enseñando a tocar el arpa.

– He venido a ganar mi caramillo -declaró él con una voz cargada de confianza.

Al oírlo, las mujeres de las mesas de alrededor giraron la cabeza y lo miraron con avidez, entornando los ojos. Su voz tuvo el efecto contrario sobre mí. Que fuera rico y atractivo era bastante insoportable, pero que además tuviera una voz como la miel sobre una rebanada de pan caliente era sencillamente inexcusable. Al oír el sonido de su voz me sentí como un gato al que agarran por la cola y al que frotan el lomo a contrapelo con la mano mojada.

– ¿Es usted arpero? -pregunté mirándole las manos.

– Arpista -me corrigió él con aspereza-. Toco el arpa pendenhale. El rey de los instrumentos.

Inspiré y apreté los labios. La gran arpa modegana había sido el rey de los instrumentos quinientos años atrás. Hoy en día solo era una curiosidad, una antigualla. Lo dejé pasar y evite la discusión pensando en Denna.

– Y ¿piensa probar suerte esta noche? -pregunté.

Kellin entornó ligeramente los ojos.

– Cuando toque, la suerte no entrará en juego. Pero no. Esta noche quiero disfrutar de la compañía de milady Dinael. -Le levantó la mano a Denna, se la acercó a los labios y la besó distraídamente. Con aire de amo y señor, paseó la mirada por la muchedumbre que murmuraba, como si toda aquella gente le perteneciera-. Me parece que aquí estaré en respetable compañía.

Miré a Denna, pero ella esquivó mi mirada. Con la cabeza ladeada, jugaba con un pendiente que hasta ese momento ocultaba su cabello: una diminuta esmeralda, también con forma de lágrima, a juego con el collar.

Kellin volvió a mirarme de arriba abajo, examinándome. Mi ropa, poco elegante. Mi cabello, demasiado corto según la moda, y demasiado largo para que no pareciera descuidado.

– Y usted es… ¿camarillero?

El instrumento más barato.

– Camarillista -dije con soltura-. Pero no, no. Yo me inclino más por el laúd.

Kellin arqueó las cejas.

– ¿Toca el laúd de corte?

Mi sonrisa se endureció un poco pese a todos mis esfuerzos.

– El laúd de troupe.

– ¡Ah! -dijo él, riendo como si de pronto lo entendiera todo-. ¡Música folclórica!

Le dejé pasar también eso, aunque me costó más que la vez anterior.

– ¿Ya tienen asientos? -pregunté con desenvoltura-. Mis amigos y yo tenemos una mesa abajo, con buenas vistas del escenario. Si lo desean, pueden unirse a nosotros.

– Lady Dinael y yo ya tenemos una mesa en el tercer círculo. -Kellin apuntó con la barbilla a Denna-. Prefiero la compañía que hay arriba.

Denna, que estaba fuera de su campo de visión, me miró y puso los ojos en blanco.

Sin mudar la expresión, volví a inclinar educadamente la cabeza: la mínima expresión del saludo.

– En ese caso, no quisiera retenerlos más.

Luego me volví hacia Denna.

– ¿Me permites que vaya a visitarte un día de estos?

Ella suspiró, la viva imagen de la víctima de una agitada vida social; pero sus ojos seguían riéndose de la ridícula formalidad de aquel diálogo.

– Estoy segura de que lo entenderás, Kvothe. Tengo la agenda muy llena para los próximos días. Pero si quieres, puedes pasar a visitarme hacia finales del ciclo. Me hospedo en el Hombre de Gris.

– Eres muy amable -dije, y la saludé con una inclinación de cabeza mucho más esmerada que la que le había hecho a Kellin. Ella puso los ojos en blanco, esta vez riéndose de mí.

Kellin le ofreció el brazo y, de paso, me ofreció a mí el hombro, y se perdieron los dos entre la multitud. Viéndolos juntos, avanzando con elegancia entre el gentío, habría sido fácil creer que eran los propietarios del local, o que quizá se estaban planteando comprarlo para utilizarlo como residencia de verano. Solo los auténticos nobles se mueven con esa arrogancia natural, conscientes, en el fondo, de que en el mundo todo existe únicamente para hacerlos felices a ellos. Denna fingía maravillosamente, pero para lord Kellin Mandíbula de Cemento, aquello era tan espontáneo como respirar.

Me quedé observándolos hasta que llegaron a la mitad de la escalera del tercer círculo. Entonces Denna se paró y se llevó una mano a la cabeza. Miró por el suelo con expresión angustiada. Hablaron un momento, y ella señaló la escalera. Kellin asintió y siguió subiendo hasta perderse de vista.

Tuve una corazonada. Miré al suelo y vi un destello plateado cerca de donde había estado Denna, junto a la barandilla. Me acerqué y me quedé allí de pie, obligando a apartarse a un par de comerciantes ceáldicos.

Hice como si mirara a la gente que había abajo hasta que Denna se me acercó y me dio unos golpecitos en el hombro.

– Kvothe -me dijo, aturullada-, perdona que te moleste, pero he perdido un pendiente. Sé bueno y ayúdame a buscarlo, ¿quieres? Estoy segura de que hace un momento lo llevaba puesto.

Me ofrecí a ayudarla, por supuesto, y así pudimos disfrutar de un momento de intimidad; agachados, y sin perder el decoro, nos pusimos a buscar por el suelo con las cabezas muy juntas. Por suerte, Denna llevaba un vestido de estilo modegano, con la falda holgada, larga y suelta alrededor de las piernas. Si hubiera llevado un vestido con un corte a un lado, según la moda de la Mancomunidad, no habría podido agacharse sin llamar la atención.

– Cuerpo de Dios -murmuré-. ¿De dónde lo has sacado?

Denna rió por lo bajo.

– Cállate. Tú mismo me sugeriste que aprendiera a tocar el arpa. Kellin es buen maestro.

– El arpa de pedal modegana pesa cinco veces más que tú -comenté-. Es un instrumento de salón. Nunca podrías llevártela de viaje.

Denna dejó de fingir que buscaba el pendiente y me miró a los ojos.

– Y ¿quién ha dicho que nunca vaya a tener un salón donde tocar el arpa?

Seguí buscando por el suelo y encogí los hombros.

– Supongo que para aprender servirá. ¿Te gusta, de momento?

– Es mejor que la lira -respondió ella-. De eso ya me he dado cuenta. Pero todavía no puedo tocar ni «La ardilla en el tejado».

– Y él ¿qué tal? ¿Es bueno? -La miré con picardía-. Me refiero a si es bueno con las manos.

Denna se sonrojó un poco y por un momento pensé que iba a darme un manotazo. Pero recordó a tiempo que debía comportarse con decoro y optó por entrecerrar los ojos.

– Eres horrible -dijo-. Kellin ha sido un perfecto caballero.

– Que Tehlu nos salve de los perfectos caballeros -repuse.

– Lo he dicho en sentido literal -dijo ella meneando la cabeza-. Nunca había salido de Modeg. Es como un gatito en un gallinero.

– Y así que ahora te llamas Dinael -dije.

– De momento. Y para él -dijo ella mirándome de reojo y esbozando una sonrisa-. Para ti sigo prefiriendo Denna.

– Me alegro. -Levanté una mano del suelo y le mostré la suave lágrima de esmeralda de un pendiente. Denna fingió alegrarse muchísimo de haberlo encontrado, y lo alzó para que le diera la luz.

– ¡Ah, ya está!

Me levanté y la ayudé a ponerse en pie. Denna se apartó el cabello del hombro y se inclinó hacia mí.

– Soy muy torpe para estas cosas -dijo-. ¿Te importa?

Me arrimé a ella, y ella me dio el pendiente. Denna olía a flores silvestres. Pero por debajo de ese olor olía a hojas de otoño. Al misterioso olor de su cabello, a polvo del camino y al aire antes de una tormenta de verano.

– Y ¿qué es? -pregunté en voz baja-. ¿Un segundón?

Denna negó sin apenas mover la cabeza, y un mechón de su cabello se soltó y me rozó la mano.

– Es un lord con todas las de la ley.

– Skethe te retaa van -maldije-. Encierra a tus hijos y a tus hijas bajo llave.

Denna volvió a reír por lo bajo. Le temblaban los hombros al intentar contener la risa.

– Quédate quieta -dije, y le sujeté la oreja con suavidad.

Denna inspiró hondo y soltó el aire despacio para serenarse. Le coloqué el pendiente en el lóbulo de la oreja y me aparté. Ella levantó una mano y comprobó si estaba bien puesto; luego dio un paso hacia atrás e hizo una reverencia.

– Muchísimas gracias por tu ayuda.

Yo también la saludé con una reverencia. No fue tan esmerada como la que le había hecho antes, pero era más sincera.

– Estoy a su servicio, milady.

Denna sonrió con ternura y se dio la vuelta. Sus ojos volvían a reír.

Terminé de explorar el primer piso por respetar las formas, pero no parecía que Threpe estuviera por allí. Como no quería arriesgarme a tener otro encuentro con Denna y su caballero, decidí no subir al segundo piso.

Sim ofrecía un aspecto muy animado, como solía pasarle cuando iba por la quinta copa. Manet estaba repantigado en la silla, con los ojos entornados y con la jarra cómodamente apoyada en la barriga. Wil estaba como siempre, y sus oscuros ojos eran insondables.

– No he visto a Threpe por ninguna parte -dije, y me senté en mi sitio-. Lo siento.

– Qué pena -se lamentó Sim-. ¿Todavía no te ha encontrado un mecenas?

– Ambrose ha amenazado o sobornado a todos los nobles en más de cien kilómetros a la redonda -expliqué con gesto sombrío-. No quieren tener nada que ver conmigo.

– Y ¿por qué no te acoge el propio Threpe? -preguntó Wilem-. Le caes muy bien.

Negué con la cabeza.

– Threpe ya patrocina a tres músicos -dije-. Bueno, en realidad son cuatro, pero dos de ellos son un matrimonio.

– ¿Cuatro? -dijo Sim, horrorizado-. Es un milagro que todavía le quede algo para comer.

Wil ladeó la cabeza con curiosidad, y Sim se inclinó hacia delante para explicar:

– Threpe es conde. Pero sus tierras no son muy extensas. Patrocinar a cuatro músicos con sus ingresos es, en cierto modo, un despilfarro.

– En copas y cuerdas no se puede gastar tanto -dijo Wil frunciendo el entrecejo.

– Un mecenas no solo se responsabiliza de eso. -Sim empezó a contar ayudándose con los dedos-. En primer lugar está el título de mecenazgo. Luego tiene que proporcionar a sus músicos comida y alojamiento, un salario anual, un traje con los colores de su familia…

– Tradicionalmente son dos trajes -intervine-. Todos los años. -Cuando vivía con la troupe, nunca valoré la ropa que nos proporcionaba lord Greyfallow. Pero ahora no podía evitar imaginar cómo habría mejorado mi vestuario con dos trajes nuevos.

Simmon sonrió al ver llegar a un camarero, despejando toda duda sobre quién era el responsable de los vasos de aguardiente de moras que nos sirvió a cada uno. Sim alzó su vaso en un brindis silencioso y dio un gran trago. Yo alcé mi vaso también, y lo mismo hizo Wilem, aunque era evidente que le dolía. Manet permaneció inmóvil, y empecé a sospechar que se había quedado dormido.

– Sigue sin cuadrarme -dijo Wilem, dejando el vaso de aguardiente en la mesa-. Lo único que consigue el mecenas son unos bolsillos vacíos.

– El mecenas gana buena reputación -expliqué-. Por eso los músicos llevan su librea. Además, tiene personas que lo entretienen cuando a él se le antoja: en fiestas, bailes y celebraciones. A veces le componen canciones u obras por encargo.

– Aun así, da la impresión de que el mecenas se lleva la peor parte -comentó Wil con escepticismo.

– Eso lo dices porque no tienes todo el contexto -dijo Manet enderezándose-. Eres un chico de ciudad. No sabes qué significa crecer en un pueblecito levantado en la propiedad de un terrateniente.

»Aquí están las tierras de lord Poncington, por ejemplo. -Utilizó un poco de cerveza derramada para dibujar un círculo en el centro de la mesa-. Donde tú vives como un buen plebeyo.

Manet cogió el vaso vacío de Simmon y lo puso dentro del círculo.

– Un buen día, llega al pueblo un individuo que lleva los colores de lord Poncington. -Manet cogió su vaso lleno de aguardiente y lo arrastró por la mesa hasta colocarlo junto al vaso vacío de Sim, que seguía dentro del círculo-. Y ese tipo se pone a cantar canciones para todos en la taberna del pueblo. -Manet vertió un poco de aguardiente en el vaso de Sim.

Sin esperar a que nadie se lo indicara, Sim sonrió y bebió un sorbo.

Manet arrastró su vaso alrededor de la mesa y volvió a meterlo en el círculo.

– Al mes siguiente, llegan un par de tipos más con sus colores y montan un espectáculo de marionetas. -Vertió más aguardiente y Simmon bebió-. Al mes siguiente se representa una obra de teatro. -Otra vez.

Entonces Manet cogió su jarra de madera y la hizo avanzar por la mesa hasta meterla dentro del círculo.

– Entonces aparece el recaudador de impuestos, que lleva los mismos colores. -Manet golpeó impacientemente la mesa con la taza vacía.

Sim se quedó confuso un momento; luego cogió su jarra y vertió un poco de cerveza en la de Manet.

Manet lo miró y volvió a golpear la mesa con la jarra, con gesto de enojo.

Sim vertió el resto de su cerveza en la jarra de Manet, riendo.

– De todas formas, me gusta más el aguardiente de moras.

– Y a lord Poncington le gustan más sus impuestos -repuso Manet-. Y a la gente le gusta que la distraigan. Y al recaudador de impuestos no le gusta que lo envenenen y lo entierren de cualquier manera detrás del viejo molino. -Dio un sorbo de cerveza-. Así que todos se quedan contentos.

Wil observaba aquel diálogo con sus oscuros y serios ojos.

– Ya lo entiendo mejor.

– No siempre es una relación tan interesada -intervine-. Threpe se preocupa de que sus músicos mejoren su arte. Algunos nobles los tratan igual que a los caballos de sus establos. -Suspiré-. Hasta eso sería mejor que lo que tengo ahora, que es nada.

– No te vendas barato -dijo Sim con jovialidad-. Espera a que te salga un buen mecenas. Te lo mereces. Eres tan bueno como cualquiera de los músicos que hay aquí.

Me quedé callado, demasiado orgulloso para contarles la verdad. La mía era una pobreza que ellos ni siquiera podían entender. Sim pertenecía a la nobleza atur, y la familia de Wil eran comerciantes de lana de Ralien. Ellos creían que ser pobre significaba no tener suficiente dinero para ir a beber tan a menudo como les habría gustado.

Con la matrícula tan cerca, yo no me atrevía a gastar ni un penique abollado. No podía comprar velas, ni tinta, ni papel. No tenía joyas que empeñar, ni asignación, ni padres a los que escribir. Ningún prestamista respetable me habría dado ni un solo ardite. Y no era extraño, pues era un Edena Ruh huérfano y desarraigado cuyas posesiones habrían cabido en un saco de arpillera. Y en un saco no muy grande.

Me levanté antes de que la conversación pudiera entrar en terreno peligroso.

– Ya va siendo hora de que toque algo.

Cogí el estuche del laúd y me dirigí hacia Stanchion, que estaba sentado al final de la barra.

– ¿Qué nos has preparado para esta noche? -me preguntó acariciándose la barba.

– Una sorpresa.

Stanchion, que iba a levantarse del taburete, se detuvo y me preguntó:

– ¿Es una de esas sorpresas que provocan disturbios o que hacen que la gente le prenda fuego a mi local?

Sonreí y negué con la cabeza.

– Estupendo. -Sonrió también y echó a andar hacia el escenario-. En ese caso, me gustan las sorpresas.

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