A1 cuarto día de mi llegada a Severen conocí a Bredon. Era temprano, pero ya estaba paseándome por mis habitaciones, a punto de enloquecer de aburrimiento. Había desayunado y todavía faltaba mucho para la hora de comer.
Ese día ya había tenido que lidiar con tres cortesanos que habían ido a sonsacarme información. Me ocupé de ellos con destreza, encallando nuestra conversación en cuanto se presentaba la oportunidad. ¿De dónde eres? Bueno, ya sabe usted. Viajo bastante. ¿Y tus padres? Sí, bueno. Tenía padres. Dos, un padre y una madre. ¿Qué te ha traído a Severen? Un coche de cuatro caballos. Aunque algunos tramos los hice a pie. Ya sabe, es bueno para los pulmones. Y ¿qué haces aquí? Mantener agradables conversaciones, por supuesto. Conocer a gente interesante. Ah, ¿sí? ¿A quién? Pues toda clase de personas. Incluido usted, lord Praevek. Es usted un hombre fascinante…
Cosas por el estilo. Hasta los chismosos más tenaces acababan cansándose y se marchaban al poco rato.
Lo peor era que, si el maer no me llamaba, esos breves intercambios eran lo más interesante del día. Hasta el momento habíamos conversado una vez durante un almuerzo ligero, tres veces durante unos breves paseos por el jardín, y una vez a última hora de la noche, cuando casi todas las personas sensatas ya estaban acostadas. En dos ocasiones el mensajero de Alveron me despertó de un sueño profundo antes de que las azules insinuaciones del amanecer empezaran a colorear el cielo.
Sé cuándo están poniéndome a prueba. Alveron quería comprobar si de verdad estaría disponible para él a cualquier hora del día o de la noche. Me observaba para ver si me impacientaba o me irritaba con sus caprichosas exigencias.
Así que le seguí el juego. Me mostraba encantador e indefectiblemente cortés. Acudía cuando me llamaba y me marchaba en cuanto había terminado conmigo. No hacía preguntas impertinentes, no le pedía nada, y pasaba el resto del día rechinando los dientes, paseándome por mis amplias habitaciones y tratando de no pensar en cuántos días faltaban para que expirara el volante de mi laúd.
No es de extrañar que el cuarto día, al oír que llamaban a mi puerta, me abalanzara sobre ella. Confiaba en que el maer me hubiera mandado llamar, pero a esas alturas, cualquier distracción habría sido bienvenida.
Abrí la puerta y vi a un hombre mayor, un caballero hasta la médula. Su atuendo lo delataba, desde luego, pero lo más importante era que exhibía su riqueza con la cómoda indiferencia de quien la ha disfrutado desde su nacimiento. Los nobles advenedizos, los aspirantes y los comerciantes ricos no se desenvuelven de esa forma.
El valet de Alveron, por ejemplo, llevaba ropa más elegante que muchos aristócratas; pero pese a su seguridad en sí mismo, Stapes parecía un panadero engalanado para un día de fiesta.
Gracias a los sastres de Alveron, yo iba tan bien vestido como el que más. Los colores me favorecían: verde hoja, negro y granate, con adornos de plata en los puños y en el cuello. Sin embargo, a diferencia de Stapes, yo llevaba aquella ropa con la naturalidad de la nobleza. Cierto, los brocados me producían picor. Cierto, los botones, las hebillas y las innumerables capas hacían que los trajes resultaran tan incómodos como armaduras de cuero de mercenario. Pero me adaptaba a ellos como si fueran una segunda piel. Eran disfraces, y yo interpretaba mi papel como solo puede hacerlo un artista de troupe.
Como iba diciendo, abrí la puerta y vi a un anciano caballero de pie en el pasillo.
– Tú eres Kvothe, ¿verdad? -me dijo.
Asentí con la cabeza; me había cogido un poco desprevenido. En Vintas, la costumbre era enviar a un criado a concertar una cita. Ese mensajero llevaba una nota y un anillo con el nombre del noble grabado. Enviabas un anillo de oro para pedir una cita con un noble de rango superior al tuyo; de plata para alguien más o menos del mismo rango, y de hierro para alguien que estuviera por debajo de ti.
Yo no tenía rango, ni alto ni bajo. Carecía de título, tierras, familia y linaje. Era de la más humilde cuna, pero allí nadie lo sabía. Todos daban por hecho que el misterioso pelirrojo que se relacionaba con Alveron era de sangre noble, y mis orígenes y mi posición eran tema de amplios debates.
Lo más importante era que, como no me habían presentado oficialmente en la corte, no tenía ningún rango oficial. Por lo tanto, todos los anillos que me enviaban eran de hierro. Y no se debe rechazar una petición enviada con un anillo de hierro, si no se quiere ofender a los superiores.
Por eso me sorprendió encontrar a aquel anciano caballero plantado en el umbral. Era evidente que era noble, pero ni lo habían anunciado ni había sido invitado.
– Puedes llamarme Bredon -dijo mirándome a los ojos-. ¿Sabes jugar a tak?
Negué con la cabeza; no sabía muy bien cómo interpretar aquello.
Bredon dio un breve suspiro de decepción.
– Bueno, puedo enseñarte. -Me acercó un saquito de terciopelo negro, y lo cogí con ambas manos. Parecía estar lleno de piedras pequeñas y lisas.
Bredon se volvió un poco e hizo una seña, y un par de jóvenes entraron en mi habitación con una mesita. Me aparté de su camino, y Bredon entró por la puerta detrás de sus sirvientes.
– Ponedla junto a la ventana -les ordenó señalando con su bastón-. Y acercad unas sillas… No, las de respaldo de rejilla.
Al cabo de un momento, todo estaba dispuesto a su entera satisfacción. Los dos criados se marcharon, y Bredon se volvió hacia mí con una mirada de disculpa.
– Espero que perdones a un anciano por hacer una entrada tan teatral.
– Por supuesto -dije con cortesía-. Siéntese, por favor. -Señalé la mesita recién instalada junto a la ventana.
– Cuánto aplomo -dijo Bredon riendo entre dientes, y apoyó su bastón en el alféizar de la ventana. La luz del sol hizo brillar el puño de plata, que representaba una cabeza de lobo enseñando los dientes.
Bredon era anciano. No era un poco mayor, sino anciano como un abuelo. Sus únicos colores eran el gris ceniza y el carbón oscuro. Tenía el pelo y la barba completamente blancos, y cortados a la misma medida, enmarcándole el rostro. Allí sentado, escudriñándome con sus alegres ojos castaños, me recordó a un búho.
Me senté enfrente de él y me pregunté qué pensaba hacer Bredon para tratar de sonsacarme información. Me había traído un juego, eso era evidente; quizá intentara conseguirlo mediante apuestas. Al menos, eso sería un enfoque nuevo.
Me sonrió. Fue una sonrisa sincera que le devolví sin darme cuenta.
– A estas alturas, ya debes de tener una bonita colección de anillos -comentó.
Asentí con la cabeza.
Se inclinó hacia delante con curiosidad.
– ¿Te molestaría mucho que les echara un vistazo?
– No, en absoluto. -Fui a la otra habitación y volví con un puñado de anillos que dejé encima de la mesita.
Bredon los examinó con curiosidad, asintiendo para sí.
– Veo que todos nuestros mejores chismosos han venido a verte. Veston, Praevek y Temenlovy lo han intentado. -Arqueó las cejas al ver el nombre grabado en otro anillo-. Praevek, dos veces. Y ninguno ha conseguido sonsacarte nada. Ni siquiera el más leve susurro. -Me miró-. Eso significa que sabes estarte callado. Puedes estar tranquilo: no he venido aquí en un vano intento de arrancarte tus secretos.
No le creí del todo, pero era agradable oírlo.
– He de admitir que es un alivio para mí.
– Deberías saber -comentó como de pasada- que la costumbre es dejar los anillos en la entrada, cerca de la puerta. Se exhiben como señal de estatus.
Yo no lo sabía, pero no quise admitirlo. Si revelaba que no conocía las costumbres de la corte local, Bredon sabría que era extranjero o no pertenecía a la nobleza.
– El estatus no está en un puñado de hierro -dije sin darle importancia. El conde Threpe me había explicado lo esencial de los anillos antes de que me marchara de Imre, pero él no era de Vintas, y era evidente que no conocía todos los detalles.
– En eso hay parte de verdad -replicó Bredon con soltura-. Pero no toda la verdad. Los anillos de oro significan que quienes están por debajo de ti se esfuerzan por congraciarse contigo. La plata indica una sana relación con tus iguales. -Puso los anillos en fila sobre la mesa-. Sin embargo, el hierro significa que tienes la atención de tus superiores. Indica que eres deseable.
– Claro -dije asintiendo lentamente con la cabeza-. Y todos los anillos que envíe el maer serán de hierro.
– Exactamente. Tener un anillo del maer es una señal de gran favor. -Empujó los anillos hacia mí por la superficie lisa de mármol-. Pero aquí no hay ningún anillo del maer, y eso también es significativo.
– Veo que conoce bien la política cortesana -observé.
Bredon cerró los ojos y, con gesto cansado, movió la cabeza afirmativamente.
– Cuando era joven, todo eso me gustaba mucho. Hasta tenía cierto poder por aquí. Pero actualmente ya no tengo intrigas que desarrollar. Y eso le quita la gracia a esas maniobras. -Volvió a mirarme a los ojos-. Ahora tengo gustos más sencillos. Viajo. Disfruto del buen vino y la buena conversación con gente interesante. Hasta estoy aprendiendo a bailar.
Volvió a sonreír, amable, y golpeó el tablero de la mesa con los nudillos.
– Pero lo que más me gusta es jugar a tak. Sin embargo, conozco a pocas personas con tiempo o talento suficientes para jugar bien a ese juego. -Me miró arqueando una ceja.
Titubeé un momento y repuse:
– Se diría que alguien tan diestro en el sutil arte de la conversación podría utilizar largas chácharas para recoger información de una víctima confiada.
Bredon sonrió.
– Por los nombres que veo en esos anillos, puedo asegurarte que solo has conocido a los cortesanos más chabacanos y codiciosos de esta corte. Es lógico que quieras proteger tus secretos, sean cuales sean. -Se inclinó hacia delante-. Pero piénsalo así: quienes te han visitado son como urracas. Graznan y baten las alas alrededor de ti, con la esperanza de arrancarte algo brillante que llevarse a casa. -Miró al techo con gesto de desdén-. ¿Qué conseguirían con eso? Un poco de notoriedad, supongo. Una breve elevación respecto a sus chismosos y chabacanos pares.
Se pasó una mano por la barba blanca antes de continuar:
– Yo no soy ninguna urraca. No necesito nada brillante, ni me importa lo que piensen los chismosos. Yo juego a un juego más largo y más sutil. -Empezó a soltar el cordón que cerraba la bolsa de terciopelo negro-. Eres un hombre inteligente. Lo sé porque el maer no pierde el tiempo con necios. Sé que o bien cuentas con el favor del maer, o tienes la oportunidad de ganarte ese favor. De modo que este es mi plan. -Volvió a sonreír con cordialidad-. ¿Quieres oírlo?
Le devolví la sonrisa sin proponérmelo, como había hecho antes.
– Se lo agradecería mucho.
– Mi plan consiste en ganarme tu favor ahora. Te seré útil y te distraeré. Te daré conversación y una forma de pasar el rato. -Derramó una serie de piedras redondas en el tablero de mármol de la mesita-. Luego, cuando tu estrella ascienda en el firmamento del maer, quizá me encuentre con un amigo inesperadamente útil. -Empezó a clasificar las piedras por colores-. Y si tu estrella nunca llega a ascender, ya habré ganado unas cuantas partidas de tak.
– Además, imagino que pasar unas horas conmigo no perjudicará su reputación -mencioné-. Dado que todas mis otras conversaciones han sido charlas insulsas que no se han prolongado más de un cuarto de hora.
– Sí, en eso también hay parte de verdad -convino él mientras empezaba a distribuir las piedras. Volvió a mirarme con sus risueños ojos castaños-. Sí, sí. Creo que voy a pasármelo bien jugando contigo.
Pasé las siguientes horas aprendiendo a jugar a tak. Aunque no hubiera estado a punto de enloquecer de aburrimiento, me habría gustado. El tak es el mejor de los juegos: de reglas sencillas y estrategia compleja. Bredon me ganó con facilidad las cinco partidas que jugamos, pero me enorgullece poder afirmar que nunca me venció dos veces de la misma manera.
Tras la quinta partida, Bredon se reclinó en el asiento y lanzó un suspiro de satisfacción.
– Esa ha sido una jugada aceptablemente buena. Has estado muy fino ahí, en ese rincón. -Agitó los dedos señalando el borde del tablero.
– Pero no lo suficientemente hábil.
– Sí, pero hábil. Lo que has intentado se llama «salto del arroyo», para tu información.
– Y ¿cómo se llama la jugada que ha hecho usted para librarse?
– Yo la llamo la «defensa Bredon» -contestó con una sonrisa desenfadada-. Pero es como llamo a cualquier maniobra cuando salgo de un aprieto jugando con una inteligencia inusual.
Me reí y empecé a separar de nuevo las piedras.
– ¿Otra?
– ¡Ay! Tengo una cita a la que no puedo faltar -dijo Bredon dando un suspiro-. No tengo que salir corriendo, pero tampoco tengo tiempo suficiente para jugar otra partida. Al menos, no para jugarla como es debido.
Me examinó con sus ojos castaños y empezó a guardar las piedras en el saquito de terciopelo.
– No voy a insultarte preguntándote si conoces las costumbres locales -me dijo-. Sin embargo, me ha parecido oportuno darte unos cuantos consejos, por si te son de alguna utilidad. -Me sonrió-. Lo mejor que puedes hacer es escucharlos, por supuesto. Si los rechazaras, revelarías tu conocimiento de estas materias.
– Sí, claro -dije con seriedad.
Bredon abrió el cajón de la mesita y sacó el puñado de anillos de hierro que había guardado allí para dejar libre el tablero.
– La presentación de los anillos revela mucho de uno. Si están revueltos en un cuenco, por ejemplo, significa desinterés por los aspectos sociales de la corte.
Colocó los anillos con los nombres grabados hacia mí.
– Expuestos cuidadosamente, demuestran que estás orgulloso de tus contactos. -Alzó la vista y sonrió-. Sea como sea, al recién llegado se lo suele dejar solo en el recibidor con algún pretexto. Así tiene ocasión de curiosear en tu colección para satisfacer su curiosidad.
Bredon encogió los hombros y empujó los anillos hacia mí.
– Siempre has insistido en que querías devolverle el anillo a su dueño -dijo cuidando de no convertirlo en una pregunta.
– Por supuesto -contesté, y era verdad. Eso sí lo sabía Threpe.
– Eso es lo más educado. -Me miró; sus ojos se destacaban como los de un búho en medio del halo que formaban su pelo y su barba-. ¿Has llevado alguno en público?
Levanté ambas manos, desnudas.
– Llevar un anillo puede indicar una deuda, o que intentas conseguir el favor de alguien. -Me miró-. Si el maer declina recuperar el anillo que te ha enviado, es una señal de que quiere que vuestra relación sea un poco más formal.
– Y no llevar el anillo se interpretaría como un desaire -dije.
– Quizá -dijo Bredon con una sonrisa-. Una cosa es exhibir un anillo en tu recibidor, y otra muy diferente, exhibirlo en tu mano. Llevar puesto el anillo de un superior puede considerarse presuntuoso. Además, si llevaras puesto el anillo de otro noble mientras visitaras al maer, él podría tomárselo a mal. Como si alguien te hubiera cazado furtivamente en su bosque.
Se recostó en el respaldo de la silla.
– Te comento estas cosas por hablar de algo -prosiguió-, pero sospecho que ya conoces toda esta información, y que sencillamente dejas hablar a un anciano por educación.
– Quizá todavía no me haya recuperado de una serie de derrotas abrumadoras jugando a tak -repliqué.
Bredon quitó importancia a mi comentario con un ademán, y me fijé en que no llevaba ningún anillo en los dedos.
– Le has cogido el tranquillo enseguida, como un barón en un burdel, como suele decirse. Estoy seguro de que en un mes, más o menos, te convertirás en un rival decente.
– Espere y verá -dije-. La próxima vez que juguemos, le ganaré.
Bredon rió.
– Me alegro de oírlo. -Se metió una mano en un bolsillo y sacó un saquito de terciopelo más pequeño-. También te he traído un pequeño obsequio.
– No es posible -dije-. Ya me ha proporcionado un buen rato de distracción por hoy.
– Por favor -dijo él empujando la bolsita por encima de la mesa-. Insisto. Te lo entrego sin compromiso, impedimento ni obligación. Es un regalo que te hago de buen grado.
Puse la bolsita boca abajo, y cayeron en la palma de mi mano tres anillos. De oro, de plata y de hierro. Todos tenían mi nombre grabado: Kvothe.
– Oí decir que habías perdido todo tu equipaje -comentó Bredon-. Y pensé que esto quizá te fuera útil. -Sonrió-. Sobre todo, si pretendes volver a jugar a tak.
Hice rodar los anillos en mi mano mientras me preguntaba si el de oro sería macizo o simplemente bañado.
– Y ¿qué anillo debería enviar a mi nuevo amigo si deseara su compañía?
– Bueno -dijo Bredon, pensativo-, es complicado. Con mi precipitada e indecorosa irrupción en tus habitaciones, he descuidado las presentaciones formales y no te he informado de mi título ni de mi posición. -Sus ojos castaños escudriñaron los míos con seriedad.
– Y sería tremendamente grosero por mi parte que yo le preguntara esas cosas -dije despacio, sin estar muy seguro de a qué jugaba Bredon.
Bredon asintió.
– Así que, de momento -dijo-, debes suponer que no tengo ni título ni posición. Eso nos coloca en una situación curiosa: tú llegas a la corte sin anunciarte, y yo me presento en tus habitaciones sin anunciarme. Por lo tanto, lo más adecuado sería que me enviaras un anillo de plata si, en el futuro, quieres compartir conmigo una comida o perder con elegancia otra partida de tak.
Hice girar el anillo de plata con los dedos. Si se lo enviaba, se extendería el rumor de que afirmaba tener un rango más o menos equivalente al de Bredon, y yo no tenía ni idea de cuál era ese rango.
– ¿Qué dirá la gente? -pregunté.
– Eso, qué dirán -dijo él, risueño.
Transcurrían los días. El maer volvió a llamarme y mantuvimos más conversaciones atentas y corteses. Los nobles-urracas siguieron enviándome tarjetas y anillos, y recibieron rechazos educados.
Bredon era el único que me libraba de enloquecer de aburrimiento en mi encierro. Al día siguiente le envié mi nuevo anillo de plata con una tarjeta que rezaba: «Cuando le convenga. En mis habitaciones». Llegó cinco minutos más tarde con su mesita de tak y su bolsita de piedras. Me devolvió el anillo, y yo lo acepté con toda la elegancia que pude. No me habría importado que se lo quedara pero, como Bredon sabía bien, aquel era el único que tenía.
Nuestra quinta partida se vio interrumpida cuando me llamó el maer; su anillo de hierro reposaba, oscuro, en la brillante bandeja de plata del mensajero. Le pedí disculpas a Bredon y me apresuré a salir a los jardines.
Esa noche, Bredon me envió su anillo de plata y una tarjeta con este mensaje: «Después de cenar. En tus habitaciones». Escribí «Encantado» en la misma tarjeta y se la envié.
Cuando llegó, le ofrecí su anillo. El declinó educadamente, y lo puse con los otros en el cuenco, junto a mi puerta. Y allí se quedó, donde pudieran verlo todos: de reluciente plata entre un puñado de hierro.