Pasé el sorteo de admisiones y tuve la suerte de obtener una de las últimas horas. Me alegré de contar con algo más de tiempo, porque por culpa del juicio no había podido prepararme para el examen.
Aun así, no estaba muy preocupado. Disponía de tiempo para estudiar y libre acceso al Archivo. Es más, por primera vez desde que llegara a la Universidad, no era un indigente. Tenía trece talentos en la bolsa. Incluso después de pagar a Devi los intereses del préstamo, contaría con dinero suficiente para pagar la matrícula.
Y lo mejor era que las largas horas que había pasado investigando para fabricar el gram me habían enseñado mucho sobre el Archivo. Quizá no supiera tanto como un secretario experto, pero conocía muchos de sus rincones ocultos y silenciosos secretos. De modo que, mientras estudiaba, también me permitía la libertad de hacer otras lecturas al mismo tiempo que me preparaba para el examen de admisión.
Cerré el libro que estaba leyendo, una historia exhaustiva y bien escrita de la iglesia atur. Era tan inútil como todos los demás.
Wilem levantó la cabeza al oír el golpazo de mi libro al cerrarse.
– ¿Nada? -me preguntó.
– Menos que nada -contesté.
Estábamos estudiando en uno de los rincones de lectura del cuarto piso, mucho más pequeño que nuestro rincón habitual del tercer piso; pero con lo próximos que estaban los exámenes, nos considerábamos afortunados por haber encontrado una habitación privada.
– ¿Por qué no lo dejas? -me sugirió Wil-. ¿Cuánto tiempo llevas indagando sobre estos Amyr? ¿Dos ciclos?
Asentí con la cabeza y no quise admitir que, en realidad, mi investigación sobre los Amyr había empezado mucho antes de que, a raíz de nuestra apuesta, hubiéramos ido a hablar con Títere.
– Y ¿qué has descubierto hasta ahora?
– Estantes de libros -dije-. Decenas de historias. Menciones en un centenar de obras de Historia.
– Y toda esa abundancia de información te abruma -dijo mirándome desapasionadamente.
– No. Lo que me abruma es la falta de información. En ninguno de esos libros he encontrado información sólida sobre los Amyr.
– ¿Nada? -dijo Wilem, escéptico.
– Bueno, todos los historiadores de los últimos trescientos años hablan de ellos -contesté-. Especulan sobre la influencia de los Amyr en el declive del imperio. Los filósofos hablan de las repercusiones éticas de sus actos. -Señalé los libros-. Eso me permite saber lo que piensa la gente de los Amyr. Pero no me dice nada sobre los propios Amyr.
– Pero habrá algo más que obras de historiadores y filósofos -objetó Wilem mirando mi montón de libros con el ceño fruncido.
– Sí, también hay relatos -dije-. Primero hay historias sobre los grandes daños que repararon. Después encuentras historias sobre las cosas terribles que hicieron. Un Amyr de Renere mata a un juez corrupto. Otro de Junpui sofoca una revuelta de los campesinos. Un tercero de Melithi envenena a la mitad de los nobles de la ciudad.
– ¿Y eso no es información sólida? -preguntó Wilem.
– No son historias concluyentes -expliqué-. Son de segunda o tercera mano. Tres cuartas partes son simplemente rumores. No encuentro por ninguna parte pruebas que las corroboren. ¿Por qué no encuentro ninguna mención del juez corrupto en los archivos de la iglesia? Su nombre debería estar registrado en todos los juicios que presidió. ¿En qué fecha se produjo esa revuelta campesina, y por qué no la menciona ninguna de las otras historias?
– Eso pasó hace trescientos años -dijo Wilem con tono de reproche-. No puedes esperar que todos esos pequeños detalles hayan sobrevivido.
– No, solo espero que algunos de esos pequeños detalles hayan sobrevivido. Ya sabes lo obsesivos que son los tehlinos con sus archivos. En menos dos tenemos guardados mil años de documentos judiciales de cien ciudades diferentes. Habitaciones enteras atiborradas de… -Le quité importancia agitando las manos-. Pero vale, olvidémonos de los pequeños detalles. Hay preguntas enormes para las que no encuentro respuesta. ¿Cuándo se fundó la Orden Amyr? ¿Cuántos Amyr había? ¿Quién les pagaba, y cuánto? ¿De dónde salía ese dinero? ¿Dónde se adiestraban? ¿Cómo pasaron a integrarse en la iglesia tehlina?
– Esas respuestas las da Feltemi Reis -dijo Wilem-. Tenían su origen en la tradición de los jueces mendicantes.
Cogí un libro al azar y se lo puse delante golpeándolo contra la mesa.
– Búscame una sola prueba que respalde esa teoría. Búscame un documento que demuestre que un juez mendicante ascendió a las filas de los Amyr. Enséñame un documento que demuestre que un tribunal contrató a un Amyr. Encuéntrame un documento eclesiástico que demuestre que un Amyr presidió un juicio. -Me crucé de brazos y adopté una actitud beligerante-. Venga, estoy esperando.
– Quizá no hubiera tantos Amyr como la gente cree -replicó Wilem sin hacer caso del libro-. Quizá solo eran unos pocos, y su reputación creció y se les descontroló. -Me miró fijamente-. Tú deberías entender cómo funciona eso.
– No -dije-. Esto es una ausencia elocuente. A veces, no encontrar nada equivale a encontrar algo.
– Empiezas a hablar como Elodin -dijo Wilem.
Fruncí el entrecejo, pero decidí no morder el anzuelo.
– No, escúchame un minuto. ¿A qué podría deberse que haya tan poca información fehaciente sobre los Amyr? Solo hay tres posibilidades. -Levanté tres dedos y empecé a enumerarlas-. Una: no se puso nada por escrito.
»Creo que esa podemos descartarla sin problemas. Eran demasiado importantes para que los ignoraran historiadores y escribanos, y para que los obsesivos documentos de la iglesia omitieran mencionarlos. -Escondí un dedo-. Dos. Por el motivo que sea, las copias de los libros que sí contienen esa información nunca han llegado al Archivo.
»Pero eso es absurdo. Es imposible pensar que a lo largo de tantos años no haya llegado nada sobre ese tema a la biblioteca más grande del mundo.
Doblé el segundo dedo.
– Tres. -Moví el dedo que quedaba-. Alguien ha retirado, alterado o destruido esa información.
– ¿Quién iba a hacer eso? -preguntó Wilem, ceñudo.
– Eso, ¿quién? ¿Quién se beneficiaría más de la destrucción de la información sobre los Amyr? -Hice una pausa y dejé que aumentara la tensión-. ¿Quién sino los propios Amyr?
Creía que Wil rechazaría mi idea, pero me equivocaba.
– Una hipótesis interesante -dijo-. Pero ¿por qué suponer que los Amyr estaban detrás? Es mucho más lógico pensar que la responsable fue la propia iglesia. Desde luego, a los tehlinos les encantaría eliminar discretamente toda constancia de las atrocidades cometidas por los Amyr.
– Cierto -admití-. Pero la iglesia no es muy poderosa aquí, en la Mancomunidad. Y esos libros proceden de todo el mundo. Un historiador ceáldico no tendría ningún reparo en escribir una historia de los Amyr.
– A un historiador ceáldico le interesaría muy poco escribir la historia de una rama herética de una iglesia pagana -señaló Wilem-. Además, ¿cómo quieres que un puñado de Amyr desacreditados hicieran algo que ni la propia iglesia podía conseguir?
– Creo que los Amyr son mucho más antiguos que la iglesia tehlina -dije inclinándome hacia delante-. En la época del imperio de Atur, gran parte de su poder público estaba relacionado con la iglesia, pero eran algo más que un grupo de jueces itinerantes.
– Y ¿qué te lleva a creer eso? -Por la expresión de Wil comprendí que estaba perdiendo su apoyo en lugar de ganarlo.
«Una pieza de cerámica antigua -pensé-. La historia que le oí contar a un anciano en Tarbean. Lo sé por algo que dijeron los Chandrian después de asesinar a todas las personas que yo conocía.»
Di un suspiro y sacudí la cabeza; era consciente de que si decía la verdad, me tomarían por loco. Por eso registraba el Archivo sin descanso. Necesitaba alguna prueba tangible que respaldara mi teoría, algo que no me convirtiera en un hazmerreír.
– He encontrado copias de los documentos judiciales de cuando denunciaron a los Amyr -dije-. ¿Sabes a cuántos Amyr procesaron en Tarbean?
Wilem encogió los hombros.
Levanté un solo dedo.
– A uno -dije-. A un solo Amyr en toda Tarbean. Y el escribano que hizo la transcripción del juicio dejó muy claro que el hombre al que habían procesado era un bobo que ni siquiera entendía qué estaba pasando.
Seguía viendo la duda reflejada en el semblante de Wil.
– Piénsalo bien -insistí-. Los fragmentos que he encontrado apuntan a que había al menos tres mil Amyr en el imperio antes de que los disolvieran. Tres mil hombres y mujeres bien entrenados, bien armados y acaudalados, absolutamente entregados al bien mayor.
»Y un buen día, va la iglesia y los denuncia, disuelve toda la orden y confisca sus propiedades. -Chasqué los dedos-. ¿Y tres mil fanáticos mortíferos y obsesionados con la justicia desaparecen sin dejar rastro? ¿Se dan la vuelta y deciden dejar que otro se ocupe un rato del bien mayor? ¿Sin protestar? ¿Sin oponer resistencia? ¿Así, sin más?
Lo miré fijamente y sacudí la cabeza con firmeza.
– No. Eso va contra la naturaleza humana. Además, no he encontrado ningún registro de que llevaran a algún miembro de los Amyr ante los tribunales de la iglesia. Ni uno solo. ¿Tan descabellado es pensar que quizá decidieran pasar a la clandestinidad y continuar su trabajo de forma más secreta?
»Y si eso es razonable -continué antes de que Wil pudiera interrumpirme-, ¿no tiene también sentido que trataran de preservar su secreto purgando cuidadosamente las historias estos trescientos últimos años?
Hubo una larga pausa.
Wilem no lo rechazó de plano.
– Es una teoría interesante -reconoció-. Pero me conduce a una última pregunta. -Se puso muy serio y dijo-: ¿Has bebido?
– No -dije, y me recosté en la silla.
Wilem se levantó.
– Pues deberías empezar a beber. Llevas demasiado tiempo hurgando en los libros. Necesitas limpiarte el polvo que se te ha acumulado en el cerebro.
Así que fuimos a tomar algo, pero yo todavía albergaba sospechas. Le planteé mi idea a Simmon en cuanto tuve ocasión, y él la aceptó mejor que Wilem. Eso no quiere decir que me creyera, sino solo que aceptó la posibilidad. Dijo que debería mencionárselo a Lorren.
No lo hice. El inexpresivo maestro archivero todavía me producía desasosiego, y lo evitaba siempre que podía por temor a proporcionarle alguna excusa para prohibirme entrar en el Archivo. Solo habría faltado que le hubiera insinuado que su valioso Archivo llevaba trescientos años siendo cuidadosamente expurgado.