Sí se lo comenté a Mola -dije mientras barajaba las cartas-. Me contestó que eran todo imaginaciones mías y me echó de la Clínica.
– Ya, me lo imagino -dijo Sim con amargura.
Levanté la cabeza, sorprendido por la inusual aspereza de su voz; pero antes de que pudiera preguntarle qué pasaba, Wilem me miró y meneó la cabeza, previniéndome. Conociendo a Sim, supuse que se trataba de otro rápido y doloroso final de otra rápida y dolorosa relación.
Cerré la boca y repartí otra mano de aliento. Nos habíamos puesto a jugar para matar el tiempo, a la espera de que la sala se llenase y pudiera empezar a tocar ante mi público habitual de las noches de Abatida en Anker's.
– ¿Qué crees que te pasa? -me preguntó Wilem.
Vacilé; temía que si expresaba mis temores en voz alta se harían realidad.
– Quizá me haya expuesto a algo peligroso en la Factoría.
– ¿Como qué? -preguntó Wil.
– Alguno de los productos que utilizamos. Te atraviesan la piel y te matan de dieciocho formas lentas diferentes. -Recordé el día que se me había roto el matraz en la Factoría. Pensé en aquella gota de agente conductor que me había caído en la camisa; solo fue una gota diminuta, apenas mayor que la cabeza de un clavo. Estaba convencido de que no me había tocado la piel-. Espero que no sea eso. Pero no sé qué otra cosa podría ser.
– Quizá se trate de un efecto secundario de la plombaza -propuso Sim con gravedad-. Ambrose no es un gran alquimista. Y tengo entendido que uno de los ingredientes principales es el plomo. Si la preparó él mismo, cabe la posibilidad de que algunos principios latentes estén afectando a tu organismo. ¿Has comido o bebido algo diferente hoy?
Reflexioné.
– En el Eolio he bebido bastante metheglin -admití.
– Esa porquería pone enfermo a cualquiera -dijo Wil, tajante.
– A mí me gusta -dijo Sim-. Pero es una verdadera panacea. Lleva muchas tinturas diferentes. No contiene ningún ingrediente alquímico, pero sí nuez moscada, tomillo, clavo… toda clase de especias. Podría ser que alguna de ellas hubiera activado alguno de los principios libres latentes en tu organismo.
– Maravilloso -mascullé-. Y ¿qué tengo que hacer para remediarlo?
Sim extendió ambas manos con las palmas hacia arriba.
– Me lo temía -dije-. En fin, supongo que es menos grave que el envenenamiento con metal.
Simmon jugó con astucia y ganó cuatro bazas seguidas, y cuando terminamos esa mano, ya volvía a sonreír. Sim nunca le daba muchas vueltas a las cosas.
Wil guardó sus cartas, y yo retiré mi silla de la mesa.
– Toca esa de la vaca borracha y la mantequera -dijo Sim.
No pude evitarlo y esbocé una sonrisa.
– Quizá más tarde -dije. Cogí el estuche de mi laúd, cada vez más raído, y me dirigí al escalón de la chimenea en medio del familiar sonido de aplausos aislados. Tardé un buen rato en abrir el estuche, pues tuve que desenroscar el alambre de cobre que todavía sustituía una de las hebillas.
Toqué durante dos horas. Canté «El cazo de cobre», «La rama de lila» y «La tina de tía Emilia». El público reía, daba palmadas y me vitoreaba. Entretenido tocando las canciones, noté que iba deshaciéndome de mis preocupaciones. La música siempre ha sido el mejor remedio para mis bajones de ánimo. Mientras cantaba, hasta parecía que me dolieran menos las magulladuras.
De pronto sentí frío, como si un fuerte viento invernal descendiera por la chimenea que tenía detrás. Contuve un estremecimiento y terminé la última estrofa de «Licor de manzana», que al final había decidido tocar para hacer feliz a Sim. Cuando toqué el último acorde, el público aplaudió y, poco a poco, el murmullo de las conversaciones volvió a apoderarse del local.
Me volví y miré la chimenea, pero el fuego ardía alegremente y no había señales de corriente de aire. Bajé del escalón pensando que al andar se me pasaría el frío. Pero en cuanto di unos pasos comprendí que no iba a ser tan fácil. Tenía el frío metido en los huesos. Me volví otra vez hacia la chimenea y extendí las manos para calentármelas.
Wil y Sim aparecieron a mi lado.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Sim-. Pareces mareado.
– Algo así -dije, y apreté las mandíbulas para que no me castañetearan los dientes-. Dile a Anker que no me encuentro bien y que esta noche tengo que acabar antes. Luego enciende una vela con este fuego y súbela a mi habitación. -Alcé la vista; ellos me miraban con seriedad-. Wil, ¿me ayudas a salir de aquí? No quiero montar una escena.
Wilem asintió y me ofreció el brazo. Me apoyé en él y me concentré en controlar los temblores mientras íbamos hacia la escalera. Nadie nos hizo mucho caso. Seguramente, parecía más borracho que otra cosa. Tenía las manos entumecidas y pesadas, y los labios congelados.
Tras subir el primer tramo de la escalera, ya no podía disimular los temblores. Todavía podía andar, pero los gruesos músculos de mis piernas se sacudían con cada paso que daba.
Wil se paró.
– Deberíamos ir a la Clínica. -Aunque hablaba con el tono de siempre, se le notaba más el acento ceáldico y empezaba a comerse palabras, una señal inequívoca de que estaba muy preocupado.
Sacudí enérgicamente la cabeza y me incliné hacia delante; sabía que Wil tendría que ayudarme a subir la escalera o dejarme caer. Me abrazó por la cintura y, prácticamente, me llevó en volandas el resto del camino.
Ya en mi pequeña habitación, me tambaleé hasta la cama y me dejé caer en ella. Wil me echó una manta sobre los hombros.
Oí pasos en el pasillo, y a continuación Sim asomó la cabeza por la puerta. Llevaba un cabo de vela y protegía la llama con la otra mano.
– Ya la tengo. Pero ¿para qué la quieres?
– Allí. -Señalé la mesilla que había junto a la cama-. ¿La has encendido en la chimenea?
– Sí -contestó Sim. Mirándome con cara de susto, añadió-: Tus labios. Se te han puesto de un color muy feo.
Arranqué una astilla de la basta madera de la mesilla y me la clavé con fuerza en el dorso de la mano. Cuando brotó la sangre, hice rodar la larga astilla sobre ella hasta empaparla bien.
– Cerrad la puerta -dije.
– Dime que no estás haciendo lo que creo que estás haciendo -dijo Sim con firmeza.
Clavé la astilla en la blanda cera de la vela, junto a la mecha encendida. La llama chisporroteó un poco, y luego envolvió la astilla. Murmuré dos vínculos, uno detrás de otro, articulando despacio con mis labios entumecidos para pronunciar las palabras con claridad.
– ¿Qué haces? -me preguntó Sim-. ¿Quieres cocinarte?
Como no le contesté, vino hacia mí decidido a quitarme la vela.
Wil lo sujetó por un brazo.
– Tiene las manos heladas -dijo con serenidad-. Está frío. Muy frío.
Sim nos miró, nervioso, y dio un paso hacia atrás.
– Pues… pues ten cuidado.
Pero yo ya no le prestaba atención. Cerré los ojos y vinculé la llama de la vela con el fuego de la chimenea del piso de abajo. Entonces, con cuidado, hice la segunda conexión entre la sangre de la astilla y la sangre de mi cuerpo. Era muy parecido a lo que había hecho con la gota de vino en el Eolio. Con la evidente salvedad de que no tenía intención de que me hirviera la sangre.
Al principio solo percibí un breve cosquilleo de calor que no era suficiente, ni mucho menos. Seguí concentrándome y noté que todo mi cuerpo se relajaba a medida que el calor se extendía por él. Mantuve los ojos cerrados y centré toda mi atención en los vínculos hasta que pude respirar hondo varias veces sin estremecerme ni temblar.
Abrí los ojos y vi a mis dos amigos observándome, expectantes. Les sonreí.
– Estoy bien.
Pero nada más decir eso, empecé a sudar. De pronto tenía demasiado calor, un calor repugnante. Rompí los dos vínculos con la misma rapidez con que apartas la mano de una estufa de hierro caliente.
Respiré hondo varias veces, me levanté y me acerqué a la ventana. La abrí y me incliné sobre el alféizar, disfrutando del frío aire otoñal que olía a hojas muertas y a lluvia que se avecina.
Hubo un largo silencio.
– Eso parecía tiritona del simpatista -comentó Simmon-. Y fuerte.
– Sí, parecía tiritona -repuse.
– ¿Crees que tu cuerpo ha perdido la capacidad de regular la temperadora? -preguntó Wilem.
– Temperatura -le corrigió Sim distraídamente.
– Eso no explicaría la quemadura que tengo en el pecho -dije.
– ¿Quemadura? -dijo Sim ladeando la cabeza.
Estaba empapado de sudor, así que me alegré de tener una excusa para desabrocharme la camisa y quitármela por la cabeza. Tenía gran parte del torso y un brazo de un rojo intenso que contrastaba con el tono claro de mi piel.
– Mola dijo que era un sarpullido, y que yo era quisquilloso como una vieja. Pero no lo tenía antes de meterme en el río.
Simmon se inclinó para examinarme.
– Sigo pensando que son principios desvinculados -opinó-. Pueden tener efectos muy extraños. El bimestre pasado, un E'lir hizo una chapuza con su factorización. Se pasó casi dos ciclos sin poder dormir y sin poder fijar la vista.
Wilem se dejó caer en una silla.
– ¿Qué hace que tengas frío, calor y luego otra vez frío? -preguntó.
– Parece un acertijo -dijo Sim esbozando una sonrisa.
– Odio los acertijos -dije, y estiré un brazo para coger mi camisa. Entonces di un grito y me llevé una mano al bíceps del brazo izquierdo. La sangre se filtró entre mis dedos.
Sim se puso en pie de un brinco y miró alrededor, frenético y sin saber qué hacer.
Sentía como si me hubieran clavado un puñal invisible.
– ¡Maldita… mierda… ennegrecida! -mascullé apretando los dientes. Aparté la mano y vi la pequeña herida redonda que había aparecido en mi brazo como por arte de magia.
Simmon estaba aterrado; tenía los ojos como platos y se tapaba la boca con ambas manos. Dijo algo, pero yo estaba demasiado ocupado concentrándome, y no le escuché. Además, me imaginaba lo que debía de estar diciendo: felonía. Claro. Era todo lo mismo: felonía. Alguien me estaba atacando.
Me sumergí en el Corazón de Piedra y reuní todo mi Alar.
Pero mi agresor oculto no perdía el tiempo. Noté un fuerte dolor en el pecho, cerca del hombro. Esa vez no se me rasgó la piel, pero vi formarse una mancha azul oscura bajo la piel.
Endurecí mi Alar, y la siguiente punzada se redujo a un pellizco. Entonces dividí rápidamente mi mente en tres partes y encargué a dos la misión de mantener el Alar que me protegía.
Entonces di un hondo suspiro.
– Ya estoy bien -dije.
Simmon se puso a reír, pero su risa acabó en un asfixiado sollozo. Todavía se tapaba la boca con las manos.
– ¿Cómo puedes decir eso? -me preguntó, horrorizado.
Me miré. La sangre seguía filtrándose entre mis dedos y corría por el dorso de mi mano y por mi brazo.
– Es la verdad -dije-. En serio, Sim.
– Pero si la felonía… -repuso él-. Nadie hace eso.
Me senté en el borde de la cama sin dejar de presionarme la herida.
– Pues creo que tenemos pruebas bastante evidentes de todo lo contrario.
Wilem volvió a sentarse.
– Estoy con Simmon. Si no lo veo, no lo creo. -Puso cara de enojo y añadió-: Los arcanistas ya no hacen eso. Es una locura. -Me miró-. ¿Por qué sonríes?
– De alivio -dije con sinceridad-. Creía que me había envenenado con cadmio o que tenía alguna enfermedad misteriosa. Pero lo único que pasa es que hay alguien que intenta matarme.
– ¿Cómo es posible? -terció Simmon-. No me refiero al aspecto ético. ¿Cómo pueden haberse hecho con sangre o pelo tuyos?
– ¿Qué hiciste con las vendas después de coserle la herida? -preguntó Wilem a Simmon.
– Las quemé -dijo Sim poniéndose a la defensiva-. No soy idiota.
Wil hizo un gesto tranquilizador.
– Solo intento descartar opciones. En la Clínica tampoco puede haber sido. Son muy escrupulosos con esas cosas.
– Tenemos que explicárselo a alguien -decidió Simmon. Se levantó y miró a Wilem-. ¿Crees que Jamison todavía estará en su despacho a estas horas de la noche?
– Sim -le interrumpí-, ¿y si esperamos un poco?
– ¿Qué? -saltó Simmon-. ¿Por qué?
– La única prueba que tengo son mis heridas -expuse-. Eso significa que querrán que me examine alguien de la Clínica. Y cuando me examinen… -Sin apartar la mano de mi brazo ensangrentado, sacudí el codo que llevaba vendado-. Tengo toda la pinta de alguien que se cayó de un tejado hace un par de días.
– Solo han pasado tres días, ¿verdad? -dijo Sim, y volvió a sentarse en la silla.
Asentí con la cabeza.
– Me expulsarían, Sim. Y Mola tendría problemas por no haber mencionado mis lesiones. El maestro Arwyl no perdona esas cosas. Vosotros dos también os veríais implicados. Y eso es algo que no pienso permitir.
Nos quedamos un rato callados. Solo se oía el lejano clamor de la concurrida taberna. Me senté en la cama.
– Supongo que no tenéis ninguna duda de quién está haciendo esto -dijo Sim.
– Ambrose -dije-. Siempre es Ambrose. Debe de haber encontrado sangre mía en un trozo de teja del tejado. Debí prever esa posibilidad.
– Pero ¿cómo ha sabido que era tuya? -preguntó Simmon.
– Porque lo odio -dije con rabia-. Claro que sabe que fui yo.
Wil meneó lentamente la cabeza.
– No. No es su estilo.
– ¿Que no es su estilo? -dijo Simmon-. Hizo que aquella mujer drogara a Kvothe con la plombaza. Eso viene a ser como envenenarlo. Y el bimestre pasado contrató a esos matones para que asaltaran a Kvothe en el callejón.
– Precisamente por eso -repuso Wilem-. Ambrose nunca le hace nada a Kvothe. Contrata a otros para que se lo hagan. Encargó a una mujer que lo drogara. Pagó a unos matones para que lo apuñalaran. Ni siquiera creo que los contratara él; debió de encargar a otro que lo organizara.
– Da lo mismo -dije-. Sabemos que él está detrás.
– No piensas con claridad -dijo Wilem mirándome con el ceño fruncido-. No digo que Ambrose no sea un capullo. Pero es un capullo listo. Pone mucho cuidado en mantenerse alejado de todo lo que hace.
– Lo que dice Wil tiene sentido -concedió Sim sin mucha convicción. Cuando te contrataron como músico fijo en La Calesa, no compró el local y te despidió. Hizo que lo comprara el yerno del barón Petre, a quien no podrían relacionar con él.
– Aquí tampoco hay conexión directa -argumenté-. Esa es la gracia de la simpatía: que es indirecta.
– Si te apuñalan en un callejón, la gente se queda intranquila -dijo Wil meneando de nuevo la cabeza-. Pero esas cosas pasan constantemente en todo el mundo. En cambio, si te caes al suelo en público y empiezas a sangrar porque alguien te está atacando mediante felonía… Eso horrorizaría a la gente. Los maestros suspenderían las clases. Los comerciantes ricos y los nobles se enterarían y se llevarían a sus hijos de la Universidad. Harían venir a los alguaciles desde Imre.
Simmon se frotó la frente y se quedó pensativo contemplando el techo. Entonces asintió, primero lentamente, y luego con más convicción.
– Tiene sentido -dijo-. Si Ambrose hubiera encontrado tu sangre, habría podido entregársela a Jamison y pedirle que averiguara quién era el ladrón. No habría necesitado que los de la Clínica buscaran a alguien con lesiones sospechosas.
– A Ambrose le gusta vengarse -comenté con gravedad-. Pudo ocultarle la sangre a Jamison. Quedársela para él.
Wilem meneaba la cabeza.
– Wil tiene razón -dijo Sim tras dar un suspiro-. No hay tantos simpatistas, y todo el mundo sabe que Ambrose te guarda rencor. Es demasiado prudente para hacer algo así. Se delataría.
– Además -intervino Wilem-, ¿cuánto tiempo hace que dura esto? Días y días. ¿De verdad crees que Ambrose podría aguantar tanto sin refregártelo por las narices? ¿Ni siquiera un poco?
– Sí, ya te entiendo -admití a regañadientes-. No es su estilo.
Yo sabía que tenía que ser Ambrose. Era algo instintivo, visceral. Y en cierto modo, aunque parezca extraño, casi quería que fuera él, porque eso haría que las cosas fueran mucho más sencillas.
Pero no basta con querer algo para que sea verdad. Inspiré hondo y me obligué a pensarlo racionalmente.
– Sería una temeridad por su parte -acepté por fin-. Y Ambrose no es de los que se ensucian las manos. -Suspiré-. Genial. Estupendo. Como si no fuera suficiente con que hubiera una persona tratando de destrozarme la vida.
– ¿Quién puede ser? -preguntó Simmon-. No todo el mundo podría hacer esa clase de cosas con un pelo, ¿no?
– Dal sí podría -dije-. O Kilvin.
– Seamos sensatos, por favor. Supongo que podemos dar por sentado que ningún maestro intenta matarte -dijo Wilem con aspereza.
– Entonces tiene que ser alguien que tenga tu sangre -dedujo Sim.
Procuré ignorar la sensación de vacío en el estómago.
– Hay una persona que tiene mi sangre -dije-. Pero no creo que haya sido ella.
Wil y Sim me miraron, e inmediatamente me arrepentí de lo que había dicho.
– Y ¿cómo es que hay alguien que tiene tu sangre? -preguntó Sim.
Titubeé, pero comprendí que a esas alturas no tenía más remedio que contárselo.
– A principios del bimestre le pedí un préstamo a Devi.
Ninguno de los dos reaccionó como yo esperaba. Es decir, ninguno de los dos reaccionó en absoluto.
– ¿Quién es Devi? -preguntó Sim.
Empecé a relajarme. Quizá no hubieran oído hablar de ella. Eso simplificaría las cosas, desde luego.
– Es una renovera que vive al otro lado del río -contesté.
– Ah, vale -dijo Simmon, tan tranquilo-. Y ¿qué es una renovera?
– ¿Te acuerdas de cuando fuimos a ver El fantasma y la pastora? -le pregunté-. Ketler era un renovero.
– Ah, un halcón de cobre -dijo Sim; su rostro se iluminó, y luego, cuando se dio cuenta de las consecuencias, volvió a ensombrecerse-. No sabía que hubiera gente de esa por aquí.
– Hay gente de esa en todas partes -dije-. Sin ella, el mundo no funcionaría.
– Un momento -dijo de pronto Wilem levantando una mano-. Dices que tu… -Hizo una pausa mientras trataba de recordar la palabra adecuada en atur-. Tu prestamista, tu gatessor, ¿se llama Devi? -Pronunció ese nombre con marcado acento ceáldico, convirtiéndolo en un «Deivi».
Asentí. Eso ya se parecía más a la reacción que yo esperaba.
– Dios -dijo entonces Simmon, aterrado-. Te refieres a Devi el Demonio, ¿verdad?
Suspiré.
– Bueno, veo que habéis oído hablar de ella.
– ¿Si hemos oído hablar de ella? -dijo Sim con voz estridente-. ¡La expulsaron durante mi primer bimestre! Aquello dejó huella.
Wilem se limitó a cerrar los ojos y menear la cabeza, como si no soportara mirar a alguien tan estúpido como yo.
– ¡La expulsaron por felonía! -exclamó Sim alzando ambas manos-. ¿Cómo se te ocurrió?
– No -le corrigió Wilem-. La expulsaron por Conducta Impropia. No encontraron pruebas de felonía.
– Dudo que haya sido ella -dije-. La verdad es que es buena persona. Simpática. Además, solo es un préstamo de seis talentos, y ni siquiera me he retrasado. No tiene ningún motivo para hacerme algo así.
Wilem me observó larga y atentamente.
– Únicamente por explorar todas las posibilidades -dijo-, ¿podrías hacerme un favor?
Asentí.
– Repasa tus últimas conversas con ella. Analízalas detenidamente y trata de recordar si hiciste o dijiste algo que pudiera ofenderla o enojarla.
Recordé nuestra última conversación y la repasé mentalmente.
– Le interesaba cierta información que no quise darle.
– ¿Le interesaba mucho? -Wilem hablaba pausadamente, con paciencia, como si hablara con un niño bobo.
– Bastante -respondí.
– «Bastante» no indica un grado de intensidad.
Suspiré.
– De acuerdo. Estaba extremadamente interesada. Lo bastante interesada para… -Me detuve.
– ¿Para? ¿De qué te has acordado? -preguntó Wilem arqueando una ceja.
Vacilé.
– Creo que también se ofreció a acostarse conmigo -dije.
Wilem asintió con calma, como si estuviera esperando una respuesta parecida.
– Y ¿cómo reaccionaste a la generosa oferta de esa joven?
– Pues… ignorándola -respondí, y noté que me ardían las mejillas.
Wilem cerró los ojos; su expresión transmitía una profunda consternación.
– Estamos mucho peor que si hubiera sido Ambrose -expuso Sim, y se sujetó la cabeza con ambas manos-. Devi no tiene que preocuparse por los maestros ni por nada de eso. ¡Decían que podía hacer un vínculo de ocho partes! ¡De ocho!
– Estaba en un apuro -dije con cierta irritación-. No tenía nada que pudiera utilizar como garantía. Reconozco que no fue una idea excelente. Cuando haya pasado todo esto, podemos organizar un simposio sobre lo estúpido que soy. Pero de momento, ¿podemos continuar? -Los miré, suplicante.
Wilem se frotó los ojos con una mano y asintió cansinamente.
Simmon hizo un esfuerzo para borrar de su cara la expresión de horror, pero tuvo muy poco éxito. Tragó saliva y dijo:
– De acuerdo. ¿Qué vamos a hacer?
– Ahora, lo que menos importa es saber quién está haciéndome esto -expuse, y, con cuidado, comprobé si había dejado de sangrarme el brazo. Sí, la hemorragia había cesado, y pude apartar la mano, ensangrentada-. Voy a tomar medidas preventivas. -Hice un ademán-. Vosotros dos, id a acostaros.
Sim se frotó la frente y rió para sí.
– Cuerpo de Dios, a veces eres insufrible. ¿Y si vuelven a atacarte?
– Ya ha pasado dos veces mientras estábamos aquí sentados -dije con soltura-. Me produce una especie de cosquilleo. -Sonreí al ver la cara que puso-. Estoy bien, Sim. En serio. Por algo soy el duelista mejor clasificado de la clase de Dal. Estoy a salvo.
– Mientras estés despierto -terció Wilem, muy serio.
Se me quedó rígida la sonrisa.
– Mientras esté despierto -repetí-. Claro.
Wilem se levantó y se sacudió la ropa aparatosamente.
– Muy bien. Aséate y toma tus medidas preventivas. -Me miró con sorna-. El joven maese Simmon y yo esperamos al duelista mejor clasificado de Dal en mi habitación esta noche, ¿de acuerdo?
Me sonrojé, avergonzado.
– Vale, sí. Os lo agradecería mucho.
Wil me hizo una reverencia exagerada, abrió la puerta y salió al pasillo.
Sim sonreía, más relajado.
– Muy bien, trato hecho. Pero antes de acudir a la cita, ponte una camisa. Estoy dispuesto a vigilar toda la noche como si fueras un bebé con cólicos, pero me niego a hacerlo si te empeñas en dormir desnudo.
Cuando Wil y Sim se marcharon, salí por la ventana y subí a los tejados. Dejé la camisa en mi habitación, pues estaba ensangrentado y no quería estropearla. Era muy tarde, y confiaba en que la oscuridad impidiera que me vieran corriendo por los tejados de la Universidad medio desnudo y manchado de sangre.
Si entiendes un poco de simpatía, es relativamente fácil protegerte de ella. Intentar quemarme o apuñalarme, o extraerme todo el calor del cuerpo hasta provocarme una hipotermia… todo eso tenía que ver con la aplicación sencilla y directa de fuerza, de modo que era fácil combatirla. Ahora que sabía qué me pasaba, estaba a salvo y podía mantenerme en guardia.
Mi nueva preocupación era que quienquiera que me estuviese atacando podía desanimarse y probar algo diferente. Como por ejemplo, detectar mi ubicación y recurrir a una agresión más prosaica, una agresión que yo no pudiera repeler mediante la fuerza de voluntad.
La felonía es algo aterrador, pero un matón con un puñal afilado puede matarte diez veces más deprisa si te sorprende en un callejón oscuro. Y sorprender a alguien con la guardia baja es facilísimo si puedes seguir cada uno de sus movimientos utilizando su sangre.
Así que me fui por los tejados. Mi plan consistía en coger un puñado de hojas secas, marcarlas con mi sangre y dejarlas rodar por la Casa del Viento. No era la primera vez que utilizaba ese truco.
Pero mientras saltaba por encima de un callejón estrecho, vi el destello de un rayo en las nubes y olí la lluvia. Se acercaba una tormenta. La lluvia apelmazaría las hojas y les impediría revolotear; además, borraría de ellas mi sangre.
Estar de pie en el tejado, sintiéndome dolorido y exhausto como si hubiera recibido una paliza, me trajo un recuerdo perturbador de los años que pasé en Tarbean. Contemplando los rayos lejanos, procuré impedir que aquella sensación me abrumara. Me obligué a recordar que ya no era el crío hambriento y desesperado de entonces.
Percibí, detrás de mí, el débil ruido de tambor de un trozo de tejado de chapa al combarse. Me puse en tensión, pero me relajé al oír la voz de Auri.
– ¿Kvothe?
Miré hacia mi derecha y vi su menuda silueta a unos tres metros. La luna se estaba ocultando tras las nubes, pero detecté una sonrisa en la voz de Auri cuando dijo:
– Te he visto correr por lo alto de las cosas.
Me di la vuelta del todo para ponerme frente a ella; me alegré de que no hubiera mucha luz. No quería ni pensar en cómo reaccionaría Auri si me veía medio desnudo y cubierto de sangre.
– Hola, Auri -dije-. Se acerca una tormenta. Esta noche no deberías subir a lo alto de las cosas.
– Tú has subido -dijo ella ladeando la cabeza.
Di un suspiro.
– Sí, pero solo…
Un rayo recorrió el cielo como una araña inmensa, iluminándolo todo durante un largo segundo. Me quedé deslumbrado.
– ¿Auri? -Temí que al verme se hubiera asustado.
Estalló otro relámpago más débil, y vi a Auri de pie, más cerca de mí. Me señaló con una sonrisa divertida en los labios.
– Pareces un Amyr -observó-. Kvothe es uno de los Ciridae.
Me miré, y al estallar el siguiente rayo, vi a qué se refería. Tenía surcos de sangre seca en el dorso de las manos, de cuando había intentado contener la hemorragia de mis heridas. Parecían los tatuajes que los Amyr utilizaban para marcar a sus miembros de rango más elevado.
La referencia de Auri me sorprendió tanto que se me olvidó lo primero que había aprendido sobre ella. Se me olvidó tener cuidado y le hice una pregunta.
– ¿Cómo sabes quiénes son los Ciridae, Auri?
No me contestó. Cuando estalló el siguiente rayo, el resplandor solo me mostró un tejado vacío y un cielo implacable.