Capítulo 100

Shaed

Tal vez debería explicar algunas peculiaridades de los Fata.

A primera vista, el claro del bosque de Felurian no tenía nada particularmente extraño. En muchos aspectos parecía una zona de bosque antigua e intacta. De no ser por aquellas estrellas desconocidas que brillaban en el cielo, habría pensado que todavía me encontraba en una parte aislada del Eld.

Pero había diferencias. Desde que dejara a mis compañeros mercenarios, quizá había dormido una docena de veces. Y sin embargo, el cielo sobre el pabellón de Felurian conservaba el azul violáceo de los ocasos de verano, y no daba señales de cambiar.

Solo tenía una muy vaga idea del tiempo que llevaba en Fata. Es más, no tenía ni idea de cuánto tiempo podía haber transcurrido en el mundo de los mortales. Existen muchas historias de muchachos que se quedan dormidos en entornos feéricos y despiertan cuando ya son ancianos. De muchachas que se pierden en el bosque y regresan años más tarde, sin haber envejecido y creyendo que solo han pasado unos minutos.

Quizá pasaran años cada vez que me dormía en brazos de Felurian. Quizá al regresar descubriera que había pasado un siglo entero, o ni un solo día.

Hacía todo lo posible para no pensar en eso. Solo un necio se preocupa por lo que no puede controlar.

La otra diferencia del reino de los Fata era mucho más sutil y más difícil de describir…

En la Clínica había estado mucho tiempo con pacientes inconscientes. Lo menciono para aclarar esto: existe una gran diferencia entre estar en una habitación vacía y estar en una habitación donde hay alguien durmiendo. Una persona dormida en una habitación es una presencia. Es consciente de que tú estás allí, aunque solo sea vagamente.

En Fata sucedía algo parecido. Era algo tan extraño e intangible que tardé un tiempo en advertirlo. Entonces, una vez que me fijé, tardé aún más tiempo en detectar dónde estaba la diferencia.

Sentía como si me hubiera trasladado de una habitación vacía a una habitación donde había alguien dormido. Solo que no había allí nadie, claro. Era como si todo cuanto me rodeaba durmiera profundamente: los árboles, las piedras, el arroyo susurrante que desaguaba en la laguna de Felurian. Todas esas cosas parecían más sólidas, más presentes de como yo las recordaba, como si percibieran vagamente mi presencia.

La idea de que llegaría el momento en que me marcharía de Fata vivo y entero era nueva para Felurian, y noté que le preocupaba. A menudo, en medio de una conversación, cambiaba de tema y me hacía prometerle, sí, prometerle que volvería con ella.

Yo la tranquilizaba lo mejor que podía, pero ya no sabía cómo decírselo. Después de repetírselo unas tres docenas de veces, le dije: «Haré todo lo posible para seguir sano y salvo, y así podré volver contigo».

Advertí un cambio en su semblante. Primero reveló ansiedad, luego tristeza; por último, Felurian se quedó pensativa. Al principio temí que hubiera decidido conservarme como una especie de mascota mortal, y empecé a reprenderme no haber huido de Fata cuando todavía podía.

Pero antes de que empezara a preocuparme de verdad, Felurian ladeó la cabeza y cambió de tema, «¿quiere mi dulce llama que le dé un abrigo? ¿una capa?»

«Ya tengo una», contesté señalando mis cosas, esparcidas al fondo del pabellón. Entonces reparé en que la vieja y raída capa del calderero no estaba allí. Vi mi ropa, mis botas y mi macuto, donde todavía llevaba la caja de caudales del maer. Pero mi capa y mi espada habían desaparecido. Era comprensible que no me hubiera percatado de su ausencia, pues desde que despertara junto a Felurian no me había molestado en vestirme.

Felurian me miró lentamente de arriba abajo, muy concentrada. Sus ojos se detuvieron en mi rodilla, mi brazo, mi antebrazo. Entonces me asió por el hombro y me obligó a girarme un poco para examinarme la espalda, y comprendí que estaba mirando mis cicatrices.

Felurian me cogió la mano y siguió el trazado de una línea pálida que discurría por mi antebrazo, «no se te da muy bien protegerte, mi kvothe.»

Me ofendí un poco, sobre todo porque en lo que Felurian acababa de decir había parte de verdad. «Lo hago bastante bien», dije con frialdad. «Teniendo en cuenta los problemas que encuentro.»

Felurian le dio la vuelta a mi mano y me examinó minuciosamente la palma y los dedos, «no eres un luchador», caviló, «y sin embargo tienes muchas mordeduras de hierro, eres un dulce pájaro que no sabe volar, sin arco, sin cuchillo, sin cadena.»

Entonces me cogió un pie y me pasó los dedos por los callos y las cicatrices, recuerdos de mis años en las calles de Tarbean. «eres un caminante. me encuentras en el bosque por la noche, eres un profundo conocedor, y audaz, y joven, y tropiezas con problemas.»

Me miró, atenta, «¿le gustaría a mi dulce poeta tener un shaed?»

«¿Un qué?»

Hizo una pausa, como si escogiera las palabras, «una sombra.»

Sonreí. «Ya tengo una.» Y entonces la busqué, para asegurarme. Al fin y al cabo, estaba en Fata.

Felurian arrugó el ceño y sacudió la cabeza: no la había entendido. «a otro le daría un escudo, y lo protegería de las agresiones, a otro le regalaría ámbar, o una funda con ribete de glamoría, o le tejería una corona para que los hombres lo miraran con amor.»

Sacudió la cabeza con solemnidad, «pero a ti no. tú eres un caminante nocturno, un seguidor de la luna, debes estar a salvo del hierro, del frío, de la maldad, debes ser silencioso, debes ser ligero, debes moverte sin hacer ruido por la noche, debes ser rápido y valiente.» Movió la cabeza afirmativamente, «eso significa que debo hacerte un shaed.»

Se levantó y empezó a caminar hacia el bosque, «ven», me dijo.

Felurian tenía una manera de pedir las cosas a la que tardabas en acostumbrarte. Me había dado cuenta de que, a menos que me propusiera resistirme, hacía automáticamente cualquier cosa que ella me hubiera pedido.

No es que hablara con autoridad. Su voz era demasiado débil y suave para cargar con el peso de una orden. Felurian no exigía ni te camelaba. Cuando hablaba, lo hacía con naturalidad. Como si fuera incapaz de imaginar un mundo donde tú no quisieras hacer exactamente lo que ella te había pedido.

Así pues, cuando Felurian me dijo que la siguiera, me levanté de un brinco, como una marioneta a la que tiran de los hilos. En nada caminaba a su lado y me adentré en las sombras crepusculares del antiguo bosque, desnudo como vine al mundo.

Estuve a punto de volver atrás para recoger mi ropa, pero decidí seguir un consejo que me había dado mi padre cuando yo era pequeño. «Cada uno se come una parte diferente del cerdo -me había dicho-. Si quieres que te acepten, haz lo mismo.» En diferentes lugares, diferentes decoros.

De modo que la acompañé, desnudo y desprevenido. Felurian andaba a buen paso, y el musgo amortiguaba el sonido de nuestros pies descalzos.

El bosque fue oscureciéndose. Al principio creí que eran solo las ramas de los árboles, que formaban una bóveda sobre nuestras cabezas. Pero entonces me di cuenta de que el cielo crepuscular se oscurecía lentamente. Al final, desapareció el último vestigio de color violáceo, dejando el cielo de un negro aterciopelado y perfecto, salpicado de estrellas desconocidas.

Felurian siguió caminando. A la luz de las estrellas, podía distinguir su piel clara y las siluetas de los árboles que nos rodeaban, pero nada más. Creyéndome muy listo, hice un vínculo simpático de luz y levanté una mano por encima de la cabeza como si fuera una antorcha. Estaba muy orgulloso de aquello, pues el vínculo de movimiento a luz es bastante difícil si no tienes un trozo de metal que utilizar como foco.

La luz aumentó, y tuve una breve visión de los alrededores. Los troncos oscuros de los árboles se alzaban como inmensas columnas hasta más allá de donde alcanzaba la vista. No había ramas bajas, ni maleza, ni hierba. Solo musgo oscuro bajo los pies y la bóveda que formaban las ramas en lo alto. Aquello parecía una catedral vacía e inmensa envuelta en terciopelo negro.

«¡ciar nalias!», me espetó Felurian.

No entendí sus palabras, pero sí su tono; rompí el vínculo y dejé que la oscuridad volviera a rodearnos. Un instante más tarde, Felurian se abalanzó sobre mí y me derribó, pegando su cuerpo desnudo y ágil contra el mío. No era la primera vez que lo hacía, pero en esa ocasión la experiencia no resultó particularmente erótica, pues me golpeé la cabeza contra una raíz que sobresalía del suelo.

Por ese motivo, estaba un poco aturdido y casi cegado cuando la tierra se sacudió ligeramente bajo nosotros. Algo inmenso y casi perfectamente silencioso hizo que el aire se estremeciera sobre nuestras cabezas, hacia un lado de donde estábamos tumbados.

Encima de mí, con una pierna a cada lado, el cuerpo de Felurian se tensó como una cuerda de laúd. Los músculos de sus muslos estaban tan rígidos que temblaban. Su largo cabello suelto nos cubría como una sábana de seda. Sus senos presionaban contra mi pecho al respirar, débil y silenciosamente.

Notaba los acelerados latidos de su corazón, y sentí que sus labios, apoyados cerca del hueco de mi cuello, se movían. Felurian pronunció una palabra blanda y suave, más suave que un susurro. Noté que me rozaba la piel enviando silenciosas ondulaciones por el aire, parecidas a las que se forman en la superficie del agua cuando lanzas una piedra a un estanque.

Oí un débil ruido por encima de nosotros, como si alguien envolviera un cristal roto con un trozo enorme de terciopelo. Ya sé que no tiene sentido, pero no se me ocurre otra manera de describirlo. Era un ruido débil, el sonido apenas audible de un movimiento pausado. No sabría explicaros por qué me hizo pensar en algo terrible y afilado, pero así fue. Se me cubrió la frente de sudor, y de pronto me embargó un terror puro e incontrolable.

Felurian se quedó inmóvil, como un ciervo asustado o un gato a punto de saltar. Inspiró sin hacer ruido, y luego pronunció otra palabra. Su aliento cálido me acarició el cuello, y al oír apenas aquella palabra, mi cuerpo retumbó como un parche de tambor golpeado con fuerza.

Felurian giró ligeramente la cabeza, como si aguzara el oído. Al hacerlo, su melena suelta me recorrió lentamente todo el costado izquierdo del cuerpo, y se me puso la carne de gallina. Pese a estar atenazado por un terror indescriptible, me estremecí y solté un débil e involuntario gemido.

Sentí un estremecimiento en el aire, justo sobre nosotros.

Felurian me clavó las afiladas uñas de la mano izquierda en el músculo del hombro. Movió las caderas y, poco a poco, deslizó su cuerpo desnudo por el mío hasta que nuestras caras quedaron a la misma altura. Acercó la lengua a mis labios, y sin pensar siquiera, eché la cabeza hacia atrás, buscando el beso.

Su boca encontró la mía; Felurian aspiró lenta y largamente, extrayéndome el aire. Noté un ligero mareo. Entonces, todavía apretando sus labios contra los míos, Felurian expelió el aire en mi boca llenándome los pulmones. Su aliento era más suave que silencioso.

Sabía a madreselva. La tierra tembló debajo de mí y todo se quedó quieto. Durante un instante que se hizo eterno, mi corazón dejó de latir.

Una sutil tensión desapareció del aire, sobre nosotros.

Felurian separó su boca de la mía, y de repente mi corazón volvió a latir con fuerza. Un segundo latido. Un tercero. Inspiré hondo, entrecortadamente.

Entonces Felurian se relajó. Se quedó tumbada encima de mí, laxa y flexible; su cuerpo se derramaba sobre el mío como el agua. Acomodó la cabeza en la curva de mi cuello y dio un dulce suspiro de satisfacción.

Tras un momento de languidez, Felurian rió, y la risa estremeció su cuerpo. Era una risa desinhibida y placentera, como si acabara de hacer un chiste maravilloso. Se incorporó y me besó en la boca con fiereza; luego me mordisqueó la oreja, antes de salir de encima de mí y ayudarme a levantarme.

Abrí la boca y volví a cerrarla, pues decidí que seguramente no era el mejor momento para hacer preguntas. Para parecer inteligente tienes que saber cerrar la boca cuando conviene.

Reanudamos nuestros pasos a oscuras. Al final me acostumbré a la oscuridad, y a través de las ramas veía las estrellas, tan diferentes y mucho más brillantes que las del cielo de los mortales. Su luz apenas permitía entrever el suelo y los árboles de los alrededores. La delgada silueta de Felurian era una sombra plateada en la negrura.

Seguimos andando; los árboles, cada vez más altos y espesos, taparon poco a poco la mortecina luz de las estrellas. Entonces se acentuó la oscuridad. Felurian, delante de mí, era poco más que una mancha tenue. Se paró antes de que la perdiera completamente de vista e hizo bocina con las manos como si fuera a gritar.

Me encogí anticipando un fuerte ruido que invadiría el tibio silencio de aquel lugar. Pero en lugar de un grito no se oyó nada. No: nada no. Fue como un débil y lento rumor. No tan ronco como un ronroneo, sino más parecido al ruido que hace una fuerte nevada, un susurro amortiguado, casi más silencioso que la ausencia total de sonido.

Felurian me cogió de la mano y me guió por la oscuridad, repitiendo aquel extraño sonido, casi inaudible. Cuando lo hubo hecho tres veces, estaba tan oscuro que dejé de distinguir su tenue contorno.

Tras la pausa final, Felurian se me acercó en la oscuridad y apretó su cuerpo contra el mío. Me dio un beso largo y concienzudo que pensé que se convertiría en algo más; entonces se separó de mí y me susurró al oído: «silencio, vienen».

Durante unos minutos agucé el oído y forcé la vista, pero sin éxito. Entonces vi algo luminoso a lo lejos. Desapareció rápidamente, y creí que mis ojos, ávidos de luz, me estaban jugando una mala pasada. Entonces vi otro centelleo. Dos más. Diez. Un centenar de luces exiguas danzaban hacia nosotros entre los árboles, débiles como fuegos fatuos.

Había oído hablar de bioluminiscencias, pero nunca las había visto. Y dado que nos encontrábamos en Fata, dudaba que se tratara de algo tan prosaico. Pensé en un centenar de cuentos de hadas y me pregunté qué criaturas serían las responsables de aquellas luces, tenues y danzarinas. ¿Serían centellas? ¿Resinillos con faroles llenos de luz de cadáver? ¿Candelillas?

De pronto nos rodearon, y me asusté. Las luces eran más pequeñas de lo que me había parecido, y estaban más cerca. Volví a oír aquel rumor semejante al de una nevada, pero esa vez sonaba alrededor de mí. Seguía sin saber qué podían ser aquellas luces, hasta que una de ellas me rozó el brazo, suave como una pluma. Eran una especie de palomillas. Palomillas con luminiscencias en las alas.

Brillaban con una luz plateada y demasiado débil para iluminar el entorno. Pero había cientos revoloteando entre los troncos de los árboles, y mostraban las siluetas de lo que nos rodeaba. Algunas iluminaban los árboles o el suelo. Unas cuantas se posaron sobre Felurian, y aunque yo seguía sin ver más que unos pocos centímetros de su débil piel, aquel resplandor me ayudaba a seguirla.

Después estuvimos caminando mucho rato; Felurian me guiaba entre los troncos de árboles viejísimos. De repente noté hierba bajo los pies descalzos en lugar de musgo, y luego tierra blanda, como si atravesáramos un campo recién labrado. Continuamos por un sendero sinuoso y enlosado que nos condujo hasta el arco de un puente muy alto. Las palomillas nos seguían todo el tiempo, permitiéndome captar una leve impresión de los alrededores.

Al final Felurian se paró. La oscuridad era tan densa que casi la sentía como una cálida manta. Por el sonido del viento entre los árboles y el movimiento de las palomillas supe que nos hallábamos en un espacio abierto.

No había estrellas en el cielo. Si estábamos en un claro, los árboles debían de ser inmensos para que sus ramas llegaran a juntarse. Pero también podía ser que estuviéramos bajo tierra. O quizá en aquella parte de Fata el cielo fuera negro y vacío. Era un pensamiento inquietante.

Allí, la sutil sensación de vigilancia dormida era más intensa. Mientras que en el resto de Fata tenías la sensación de que todo dormía, allí parecía que se hubiera agitado un momento y hubiera estado a punto de despertar. Era desconcertante.

Felurian apoyó con suavidad una mano en mi pecho y luego me puso un dedo sobre los labios. La vi apartarse de mí tarareando en voz baja un fragmento de la canción que había compuesto para ella. Pero aquel pequeño halago no consiguió distraerme del hecho de que me encontraba en el centro del reino de los Fata, ciego, completamente desnudo y sin la menor idea de qué estaba pasando.

Unas cuantas palomillas se habían posado sobre Felurian y descansaban en sus muñecas, caderas, hombros y muslos. Observándolas obtenía una vaga impresión de los movimientos de Felurian. Me pareció que recogía algo de los árboles y de detrás o debajo de arbustos y piedras. Una brisa tibia suspiró por el claro, y cuando me rozó la piel me sentí extrañamente reconfortado.

Pasados unos diez minutos, Felurian volvió y me besó. Llevaba algo blando y caliente en los brazos.

Regresamos por donde habíamos venido. Las palomillas fueron perdiendo interés por nosotros, y cada vez veíamos menos por dónde íbamos. Al cabo de un rato que se me hizo interminable vi una luz que se filtraba por una brecha en la bóveda que formaban las copas de los árboles. Solo era la débil luz de las estrellas, pero en ese momento me pareció intensa como una cortina de relucientes diamantes.

Quise ir hacia allí, pero Felurian me agarró por un brazo y me detuvo. Sin decir nada, me sentó donde los primeros tenues rayos de luz de estrellas atravesaban los árboles y llegaban al suelo.

Con cuidado, se deslizó entre los rayos de luz, esquivándolos como si pudieran quemarla. Una vez en el centro, rodeada de rayos, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, mirándome. Sostenía aquello que había recogido en el regazo, pero aparte de que era oscuro y no tenía forma, yo seguía sin saber qué era.

Entonces Felurian estiró una mano, asió uno de los delgados rayos de luz de estrellas y tiró de él hacia aquella cosa oscura que tenía en el regazo.

Me habría sorprendido más si Felurian no hubiera actuado con absoluta naturalidad. Bajo aquella luz tenue, vi que sus manos realizaban un movimiento que me era familiar. Al cabo de un segundo volvió a estirar el brazo, casi distraídamente, y cogió otro estrecho filamento de luz de estrellas con el índice y el pulgar.

Se lo acercó con la misma facilidad y lo manipuló como había hecho con el anterior. Aquel movimiento volvió a recordarme algo, pero no conseguía saber qué.

Felurian empezó a tararear en voz baja mientras recogía y atraía hacia sí otro rayo de luz de estrellas, que iluminó imperceptiblemente las cosas. Aquello que tenía en el regazo parecía una tela gruesa y oscura. Al verla, comprendí qué era lo que Felurian me había recordado con sus movimientos: mi padre cosiendo. ¿Estaba cosiendo a la luz de las estrellas?

No. Estaba cosiendo con la luz de las estrellas. De pronto lo entendí con toda claridad. Shaed significaba «sombra». Felurian había traído una brazada de sombra y la estaba cosiendo con luz de estrellas. Me estaba haciendo una capa de sombra.

¿Os parece absurdo? A mí me lo pareció. Pero sin tener en cuenta mi ignorante opinión, Felurian cogió otra hebra de luz de estrellas y la acercó a su regazo. Descarté toda duda. Solo un necio desconfía de lo que ve con sus propios ojos.

Además, las estrellas que había en el cielo tenían un brillo extraño. Estaba sentado junto a una criatura salida de un libro de cuentos. Hacía mil años que era joven y hermosa. Podía detener mi corazón con un beso y hablar con las mariposas. ¿Iba a ponerme quisquilloso y cuestionarlo?

Al cabo de un rato me acerqué a ella para ver mejor qué hacía. Ella sonrió cuando me senté a su lado, y me dio un beso.

Le hice un par de preguntas, pero sus respuestas no tenían sentido o eran demasiado indiferentes. Felurian desconocía las leyes de la simpatía; no sabía nada de sigaldría, ni del Alar. Sencillamente no le parecía extraño sentarse en el bosque con una brazada de sombra en el regazo. Primero me ofendí, y luego sentí unos celos terribles.

Recordé el momento en que había encontrado el nombre del viento en el pabellón. Había sentido que por primera vez estaba completamente despierto, y que un conocimiento verdadero corría como hielo por mis venas.

Ese recuerdo me llenó de júbilo, pero duró solo un instante; luego me abandonó y me dejó una profunda pena. Mi mente dormida dormía de nuevo. Volví a prestar atención a Felurian y traté de comprender.

Al poco rato, Felurian se puso en pie con un movimiento fluido y me ayudó a levantarme. Tarareando alegremente, entrelazó su brazo con el mío y volvimos sobre nuestros pasos, charlando de cosas sin importancia. Llevaba la oscura forma del shaed colgada de un brazo.

Entonces, cuando el primer atisbo del crepúsculo empezó a rozar el cielo, lo colgó, invisible, en las negras ramas de un árbol cercano, «a veces la seducción lenta es la única manera», dijo, «la amable sombra teme a la llama de la vela, ¿cómo no va tu joven Shaed también a temerla?»

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