Capítulo 4

Por el mosaico de tejados

La ciudad que había ido creciendo alrededor de la Universidad con el paso de los siglos no era muy extensa. En realidad era poco más que un pueblo grande.

Sin embargo, el comercio prosperaba en nuestro extremo del Gran Camino de Piedra. Los comerciantes llegaban con carretas llenas de materias primas: brea y arcilla, gibatita, potasa y sal marina. Traían artículos de lujo como café de Lenatt y vino víntico. Traían tinta negra y brillante de Arueh, arena pura y blanca para nuestras fábricas de vidrio, y muelles y tornillos ceáldicos de delicada elaboración.

Cuando esos comerciantes se marchaban, sus carretas iban cargadas de artículos que solo podías encontrar en la Universidad. En la Clínica hacían medicinas. Medicinas auténticas, no aguachirle coloreada ni panaceas de pacotilla. El laboratorio de alquimia producía sus propias maravillas, de las que yo solo tenía un vago conocimiento, así como materias primas como nafta, esencia de azufre y doblecal.

Quizá mi opinión sea tendenciosa, pero creo que es justo decir que la mayoría de las maravillas tangibles de la Universidad salían de la Artefactoría. Lentes de vidrio esmerilado. Lingotes de tungsteno y acero de Glantz. Láminas de pan de oro tan finas que se rasgaban como el papel de seda.

Pero hacíamos muchas más cosas. Lámparas simpáticas y telescopios. Devoracalores y termógiros. Bombas de sal. Brújulas de trifolio. Una docena de versiones del torno de Teccam y del eje de Delevari.

Quienes fabricábamos esos objetos éramos los artífices como yo, y cuando los comerciantes los compraban, nosotros nos llevábamos una comisión del sesenta por ciento de la venta. Esa era la única razón por la que yo tenía algo de dinero. Y como durante el proceso de admisiones no había clases, tenía por delante todo un ciclo para trabajar en la Factoría.

Me dirigí a Existencias, el almacén donde los artífices nos proveíamos de herramientas y materiales. Me sorprendió ver a un alumno alto y pálido de pie junto a la ventana; parecía profundamente aburrido.

– ¡Jaxim! ¿Qué haces aquí? Este no es trabajo para ti.

Jaxim asintió con aire taciturno.

– Kilvin todavía está un poco… enfadado conmigo -dijo-. Ya sabes, por lo del incendio y eso.

– Lo siento -dije. Jaxim era Re'lar, como yo. Habría podido estar realizando un montón de proyectos propios. Verse obligado a ocuparse de una tarea de tan baja categoría como aquella no solo era aburrido, sino que humillaba a Jaxim públicamente al mismo tiempo que le costaba dinero y le impedía dedicarse a estudiar. Como castigo, era considerablemente riguroso.

– ¿De qué andamos escasos? -pregunté.

Escoger los proyectos que realizarías en la Factoría era todo un arte. No se trataba de fabricar la lámpara simpática más luminosa ni el embudo de calor más eficaz de la historia de la Artificería. Si nadie los compraba, no te llevarías ni un penique abollado de comisión.

Había muchos trabajadores que ni siquiera se planteaban esa cuestión. Podían permitirse el lujo de esperar. Yo, en cambio, necesitaba algo que se vendiera rápidamente.

Jaxim se apoyó en el mostrador que nos separaba.

– Caravan acaba de comprar todas tus lámparas marineras -dijo-. Solo queda esa tan fea de Veston.

Asentí. Las lámparas simpáticas eran perfectas para los barcos. No se rompían fácilmente; salían más baratas, a la larga, que las de aceite, y no tenías que preocuparte por si le prendían fuego al barco.

Hice unos cálculos mentalmente. Podía fabricar dos lámparas a la vez, ahorrando algo de tiempo al duplicar el esfuerzo, y estaba casi convencido de que se venderían antes de que terminara el plazo para pagar mi matrícula.

Por desgracia, las lámparas marineras eran un trabajo tremendamente monótono. Me esperaban cuarenta horas de labor concienzuda, y si hacía alguna chapuza, no funcionarían. Entonces mi esfuerzo no habría servido de nada, y solo habría conseguido endeudarme con Existencias por los materiales que habría desperdiciado. Sin embargo, no tenía muchas opciones.

– En ese caso, creo que haré lámparas -dije.

Jaxim asintió y abrió el libro de contabilidad. Empecé a recitar de memoria lo que necesitaba:

– Necesitaré veinte emisores medianos. Dos juegos de moldes altos. Una aguja de diamante. Un matraz. Dos crisoles medianos. Cuatro onzas de zinc. Seis onzas de acero fino. Dos onzas de níquel…

Jaxim asentía con la cabeza mientras iba anotándolo todo en el libro.

Ocho horas más tarde, entré por la puerta principal de Anker's oliendo a bronce caliente, brea y humo de carbón. Era casi medianoche, y la taberna estaba casi vacía, con la excepción de un puñado de bebedores concienzudos.

– Pareces cansado -observó Anker cuando me acerqué a la barra.

– Estoy cansado -confirmé-. Supongo que ya no queda nada en la olla, ¿verdad?

Anker negó con la cabeza.

– Hoy estaban todos muy hambrientos. Me quedan unas patatas frías que pensaba echar en la sopa de mañana. Y media calabaza cocida, creo.

– Hecho -dije-. ¿No tendrás también un poco de mantequilla salada?

Anker asintió y se apartó de la barra.

– No hace falta que me lo calientes -dije-. Me lo llevaré a mi habitación.

Regresó con un cuenco con tres patatas de buen tamaño y media calabaza dorada con forma de campana. En el centro de la calabaza, de donde había retirado las semillas, había una generosa porción de mantequilla.

– También me llevaré una botella de cerveza de Bredon -dije mientras cogía el cuenco-. Tapada, porque no quiero derramarla por la escalera.

Mi habitacioncita estaba en el tercer piso. Después de cerrar la puerta, le di con cuidado la vuelta a la calabaza, puse la botella encima y lo envolví todo con un trozo de tela de saco, formando un hatillo que podría llevar bajo el brazo.

A continuación abrí la ventana y salí al tejado de la posada. Desde allí solo tenía que dar un salto para llegar a la panadería del otro lado del callejón.

El creciente de luna que brillaba en el cielo me proporcionaba suficiente luz para ver sin ser visto. Y no es que me preocupara mucho que alguien pudiera verme. Era cerca de medianoche, y las calles estaban tranquilas. Además, es asombroso lo poco que la gente mira hacia arriba.

Auri me esperaba sentada en una ancha chimenea de ladrillo. Llevaba el vestido que yo le había comprado y balanceaba distraídamente los pies descalzos mientras contemplaba las estrellas. Su fino cabello formaba alrededor de su cabeza un halo que se desplazaba con el más leve soplo de brisa.

Pisé con cuidado al centro de una plancha de chapa del tejado. La plancha produjo un sonido hueco bajo mis pies, como un lejano y melodioso tambor. Auri dejó de balancear los pies y se quedó quieta como un conejillo asustado. Entonces me vio y sonrió. La saludé con la mano.

Bajó de un salto de la chimenea y vino corriendo hasta mí, la melena ondeando.

– Hola, Kvothe. -Dio un pasito hacia atrás-. Hueles mal.

Compuse mi mejor sonrisa del día.

– Hola, Auri -dije-. Tú hueles como una muchacha hermosa.

– Sí -coincidió ella, jovial.

Dio unos pasitos hacia un lado, y luego otra vez hacia delante, de puntillas.

– ¿Qué me has traído? -me preguntó.

– Y tú, ¿qué me has traído? -repliqué.

Ella sonrió.

– Tengo una manzana que piensa que es una pera -dijo sosteniéndola en alto-. Y un bollo que piensa que es un gato. Y una lechuga que piensa que es una lechuga.

– Entonces es una lechuga inteligente.

– No mucho -dijo ella con una risita delicada-. Si fuera inteligente, ¿por qué iba a pensar que era una lechuga?

– ¿Ni siquiera si fuera una lechuga? -pregunté.

– Sobre todo si fuera una lechuga -dijo ella-. Ya es mala pata ser una lechuga. Pero peor aún pensar que se es una lechuga. -Sacudió la cabeza con tristeza, y su cabello siguió su movimiento, como si flotara bajo el agua.

Abrí mi hatillo.

– Te he traído patatas, media calabaza y una botella de cerveza que piensa que es una hogaza de pan.

– ¿Qué piensa que es la calabaza? -me preguntó con curiosidad, contemplándola. Tenía las manos cogidas detrás de la espalda.

– Sabe que es una calabaza -dije-. Pero hace ver que es la puesta de sol.

– ¿Y las patatas?

– Las patatas duermen -dije-. Y me temo que están frías.

Auri me miró con unos ojos llenos de dulzura.

– No tengas miedo -me dijo; alargó una mano y posó brevemente los dedos sobre mi mejilla, y su caricia fue más ligera que la caricia de una pluma-. Estoy aquí. Estás a salvo.

Hacía frío, así que en lugar de comer en los tejados como solíamos hacer, Auri me guió hasta la rejilla de drenaje de hierro y entramos en el laberinto de túneles que se extendía por debajo de la Universidad.

Auri llevaba la botella en una mano y sostenía en alto un objeto del tamaño de una moneda que desprendía una suave luz verdosa. Yo llevaba el cuenco y la lámpara simpática que había fabricado yo mismo, esa que Kilvin había llamado «lámpara para ladrones». Su luz rojiza era un extraño complemento a la azul verdosa, más intensa, de Auri.

Auri se metió por un túnel con tuberías de diversas formas y tamaños que discurrían junto a las paredes. Algunas de esas tuberías de hierro, las más grandes, transportaban vapor, y pese a estar forradas de tela aislante proporcionaban un calor constante. Auri, con cuidado, puso las patatas en el codo de una tubería a la que habían arrancado la tela convirtiéndola en una especie de horno.

Utilizando mi tela de saco como mesa, nos sentamos en el suelo y compartimos la cena. El bollo estaba un poco duro, pero era de frutos secos y canela. El cogollo de lechuga estaba sorprendentemente fresco, y me pregunté dónde lo habría encontrado. Auri tenía una taza de té de porcelana para mí, y un diminuto cuenco de limosnas de plata para ella. Sirvió la cerveza con tanta solemnidad que parecía que estuviera tomando el té con el rey.

Guardamos silencio mientras cenábamos. Esa era una de las normas que yo había ido aprendiendo por ensayo y error. No podía tocarla. No podía hacer movimientos bruscos. No podía hacerle ninguna pregunta que fuera ni remotamente personal. No podía hacer preguntas sobre la lechuga ni sobre la moneda verde. Si lo hacía, Auri se escondería en los túneles, y después pasaría días sin verla.

La verdad es que ni siquiera sabía su nombre. Auri era el que yo le había puesto, pero en mi corazón pensaba en ella como mi pequeña Fata lunar.

Auri comía delicadamente, como siempre. Sentada con la espalda recta, daba pequeños bocados. Tenía una cuchara, y la utilizamos por turnos para comernos la calabaza.

– No has traído tu laúd -me comentó cuando hubimos terminado de comer.

– Esta noche tengo que irme a leer -dije-. Pero pronto lo traeré.

– ¿Cuándo?

– Dentro de cinco noches -dije. Para entonces ya habría hecho el examen de admisión, y no haría falta que siguiera estudiando.

Auri arrugó su carita.

– Cinco días no es pronto -dijo-. Pronto es mañana.

– Cinco días es pronto para una piedra -argumenté.

– Pues entonces toca para una piedra dentro de cinco días -replicó ella-. Y toca para mí mañana.

– Creo que tú puedes ser una piedra durante cinco días -razoné-. Es mejor que ser una lechuga.

– Sí -admitió ella sonriendo.

Después de terminarnos la manzana, Auri me guió por la Subrealidad. Recorrimos el Viasí en silencio, avanzamos saltando por Brincos y entramos en Trapo, un laberinto de túneles donde soplaba un viento lento y constante. Seguramente yo habría podido encontrar el camino, pero prefería que Auri me guiara. Ella conocía la Subrealidad como un calderero sus fardos.

Wilem tenía razón: me habían prohibido entrar en el Archivo. Pero siempre he tenido un don para meterme en sitios donde no debería meterme. Qué se le va a hacer.

El Archivo era un edificio inmenso, un bloque de piedra sin ventanas. Pero los estudiantes que había dentro necesitaban aire para respirar, y los libros necesitaban algo más que eso. Si el aire fuera demasiado húmedo, los libros se pudrirían y les saldría moho. Si el aire fuera demasiado seco, el pergamino se resecaría y se haría pedazos.

Me había llevado mucho tiempo descubrir cómo entraba el aire en el Archivo. Pero no me resultaba fácil acceder a él, ni siquiera después de encontrar el modo adecuado. Tenía que arrastrarme por un túnel muy largo y angustiosamente estrecho, con el suelo de piedra sucia, durante un cuarto de hora. Guardaba una muda de ropa en la Subrealidad, y después de solo una docena de viajes, las prendas ya estaban destrozadas y tenían las rodillas y los codos casi completamente desmenuzados.

Aun así, era un precio que valía la pena pagar por acceder al Archivo.

Si me descubrían, lo pagaría mucho más caro. Como mínimo me enfrentaría a la expulsión. Pero si no hacía bien el examen de admisiones, y si me imponían una matrícula de veinte talentos, sería lo mismo que me hubieran expulsado. Tenía mucho que perder, pero también mucho que ganar.

De todas formas, no me preocupaba que me descubrieran. La única luz que había en Estanterías era la que llevaban los alumnos y los secretarios. Eso significaba que en el Archivo siempre era de noche, y yo siempre me he manejado bien en la oscuridad.

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