Dos horas más tarde estaba sentado en el comedor, solo. Me dolía la cabeza y tenía un lado de la cara caliente e hinchado. En algún momento me había mordido la lengua, y me dolía al comer y todo me sabía a sangre. Mi estado de ánimo era el que os imagináis, pero peor.
Cuando vi una silueta roja sentándose en el banco enfrente de mí, no me atreví a levantar la cabeza. Si se trataba de Carceret, ya era malo; y si se trataba de Vashet, aún más. Había esperado hasta que el comedor quedara casi vacío para entrar, con la esperanza de rehuirlas a ambas.
Pero al alzar la vista, descubrí que era Penthe, la temible joven que había vencido a Shehyn.
– Hola -me dijo en atur, con un poco de acento.
La saludé con el signo saludo educado formal. Tal como me había ido el día, pensé que sería mejor extremar las precauciones. A juzgar por los comentarios de Vashet, Penthe era un miembro respetado y de alto rango de la escuela.
Y sin embargo era muy joven. Quizá fuera por su constitución menuda o por su cara en forma de corazón, pero no aparentaba más de veinte años.
– ¿Podemos hablar en tu idioma? -me preguntó en atur-. Me harías un favor. Necesito practicarlo.
– Claro que sí -respondí-. Hablas muy bien. Me das envidia. Cuando hablo adémico, me siento como un hombretón más grande que un oso, con unas botas enormes, que va dando tumbos por ahí.
Penthe dejó asomar una sonrisa tímida; inmediatamente se tapó la boca con una mano y se sonrojó un poco.
– ¿Es correcto? ¿Sonreír?
– Sí, es correcto. Y educado. Una sonrisa como esa significa un leve regocijo. Y encaja perfectamente, porque lo que he dicho era una pequeña broma.
Penthe se quitó la mano de la boca y volvió a sonreír con timidez. Era encantadora como las flores de primavera. Mirarla me reconfortaba el corazón.
– En otras circunstancias, yo te devolvería la sonrisa -expliqué-. Pero me preocupa que los otros lo consideren de mala educación.
– Por favor -dijo ella, e hizo una serie de signos lo bastante amplios para que los vieran todos. Invitación abierta. Súplica implorante. Acogida calurosa-. Necesito practicar.
Sonreí, aunque no tan abiertamente como lo habría hecho de costumbre. En parte por prudencia, y en parte porque me dolía la cara.
– Es agradable volver a sonreír -dije.
– A mí me causa inseguridad. -Fue a hacer un signo, pero se detuvo. Su expresión cambió, y entornó un poco los ojos, como si estuviera molesta.
– ¿Esto? -pregunté, e hice el signo de leve preocupación.
Penthe asintió.
– ¿Cómo se hace eso con la cara?
– Es así. -Junté ligeramente las cejas-. Además, como eres una mujer, tú harías esto. -Fruncí un poco los labios-. Yo haría esto, porque soy un hombre. -Llevé las comisuras de los labios hacia abajo.
Penthe me miró con cara de perplejidad. Aterrorizada.
– ¿Los hombres y las mujeres lo hacen diferente? -preguntó con un tono que delataba incredulidad.
– Solo algunas expresiones -la tranquilicé-. Y solo algunas cosas sin importancia.
– Hay tantas cosas -dijo, y en su voz se filtró un deje de congoja-. Con la familia, uno sabe qué significa cada pequeño movimiento de la cara. Creces observando. Aprendes a interpretarlo todo. Los amigos de la infancia, antes de que aprendas a no sonreír por todo… Con ellos es fácil. Pero esto… -Sacudió la cabeza-. ¿Cómo es posible acordarse de cuándo es correcto enseñar los dientes? ¿Con qué frecuencia tengo que contactar a los ojos?
– Te entiendo -dije-. Yo hablo muy bien en mi idioma. Puedo expresar los significados más complejos. Pero aquí, eso es inútil. -Suspiré-. Me cuesta mucho mantener un gesto inexpresivo. Es como si contuviera la respiración todo el tiempo.
– No siempre -replicó Penthe-. No siempre ponemos la misma cara. Cuando estás con… -En lugar de terminar la frase, hizo un rápido signo de disculpa.
– Yo no tengo amigos aquí -dije. Leve pesar-. Creía que estaba intimando con Vashet, pero me temo que hoy lo he estropeado todo.
Penthe asintió con la cabeza.
– Ya lo he visto. -Estiró un brazo y me pasó el pulgar por la mejilla. Lo noté frío contra la hinchazón-. Debes de haberla hecho enfadar mucho.
– Sí, lo noto por cómo me zumban los oídos.
– No -dijo Penthe sacudiendo la cabeza-. Por las marcas. -Esa vez se señaló la cara-. Si se tratara de otra persona, quizá fuera un error, pero Vashet no te dejaría una marca así si no quisiera que la vieran todos.
Noté un vacío en el estómago, y sin querer me llevé una mano a la cara. Claro. No había sido simplemente un castigo. Era un mensaje para todo Ademre.
– Qué tonto soy -dije en voz baja-. No me había dado cuenta.
Comimos en silencio unos minutos, y entonces pregunté:
– ¿Por qué te has sentado conmigo?
– Cuando te he visto, he pensado que había oído hablar mucho de ti, pero que no sabía nada de primera mano. -Una pausa.
– Y ¿qué dicen de mí? -pregunté esbozando una sonrisa irónica.
Penthe estiró un brazo y me tocó una comisura de los labios con las yemas de los dedos.
– Eso -dijo-. ¿Qué significa la sonrisa ladeada?
Hice el signo de burla amable.
– Pero no me burlo de ti, sino de mí mismo. Me imagino lo que dirán.
– No todo es malo -repuso Penthe con dulzura.
Entonces alzó la vista y me miró a los ojos. Parecían enormes en su pequeña cara, y de un gris un poco más oscuro que los de los otros Adem. Eran tan brillantes y limpios que cuando sonrió, sentí que se me partía el corazón. Noté que se me anegaban los ojos de lágrimas, y agaché rápidamente la cabeza, abochornado.
– ¡Oh! -dijo Penthe en voz baja, y rápidamente hizo el signo de disculpa afligida-. No. Hago mal las sonrisas y los contactos de ojos. Quería decir esto. -Ánimo y apoyo.
– Lo haces bien -dije sin levantar la cabeza, y parpadeé varias veces seguidas para contener las lágrimas-. Es un favor inesperado en un día en que no merezco tal cosa. Eres la primera que habla conmigo por decisión propia. Y tu rostro tiene una dulzura que me hiere el corazón. -Hice gratitud con la mano izquierda, y me alegré de no tener que mirarla a los ojos para demostrarle lo que sentía.
Penthe tendió la mano izquierda por encima de la mesa y cogió la mía. Entonces le dio la vuelta a mi mano y presionó suavemente consuelo sobre mi palma.
La miré y compuse una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora.
Penthe la imitó casi a la perfección, y entonces volvió a taparse la boca.
– Sonreír sigue produciéndome inseguridad.
– Pues no debería ser así. Tienes unos labios perfectos para sonreír.
Penthe volvió a mirarme; sus ojos se detuvieron en los míos un breve instante.
– ¿De verdad?
Asentí.
– En mi idioma, son unos labios sobre los que compondría… -Me interrumpí y rompí a sudar al darme cuenta de que había estado a punto de decir «una canción».
– ¿Un poema? -sugirió Penthe amablemente.
– Sí-me apresuré a decir-. Son unos labios dignos de un poema.
– Pues componlo -dijo-. En mi idioma.
– No. Sería un poema de oso. Demasiado torpe para ti.
Con eso solo conseguí alentarla, y sus ojos reflejaron entusiasmo.
– Por favor. Si es torpe, me hará sentir menos torpe a mí.
– Si yo lo compongo -la amenacé-, tú tendrás que componer otro. En mi idioma.
Creí que eso la disuadiría, pero tras una breve vacilación, Penthe asintió con la cabeza.
Me acordé de la única poesía adémica que había oído: unos fragmentos del hilandero y otro fragmento de la historia de Shehyn sobre el arquero. No era mucho con lo que trabajar.
Pensé en las palabras que conocía, en sus sonidos. Eché mucho de menos mi laúd. Al fin y al cabo, para eso tenemos la música. Las palabras no siempre pueden hacer el trabajo para el que las necesitamos. La música existe para cuando nos fallan las palabras.
Miré alrededor con nerviosismo y me alegré de que solo quedaran unas pocas personas en el comedor. Me incliné hacia Penthe y dije:
Penthe, la de doble arma,
sin espada en la mano,
curva una flor en sus labios
y parte un corazón a doce pasos.
Penthe volvió a sonreír, y su sonrisa tuvo el efecto que yo acababa de describir. Noté que se me clavaba en el pecho. Felurian tenía una sonrisa hermosa, pero era sabia y antigua. La sonrisa de Penthe era brillante como un penique nuevo. Era como agua fresca sobre mi reseco y cansado corazón.
La dulce sonrisa de una mujer joven: no hay nada mejor en el mundo. Es más valiosa que la sal. Sin ella, algo enferma y muere dentro de nosotros. Estoy seguro. Una cosa tan simple. Qué raro. Qué maravilloso y qué raro.
Penthe cerró los ojos un momento y movió los labios en silencio mientras escogía las palabras de su poema.
Entonces abrió los ojos y dijo en atur:
Ardiente como una rama,
Kvothe habla.
Pero en los labios que amenazan con ser botas
hay un oso que baila.
Sonreí lo bastante abiertamente para que me doliera la cara.
– Es muy bonito -dije con sinceridad-. Es el primer poema que alguien compone para mí.
Después de mi conversación con Penthe me sentí mucho mejor. No estaba seguro de si habíamos coqueteado, pero eso no importaba mucho. Me bastaba con saber que al menos había una persona en Haert que no deseaba verme muerto.
Fui a casa de Vashet, como solía hacer después de las comidas. Una parte de mí confiaba en que me recibiera con una sonrisa sarcástica, y que hubiera olvidado lo ocurrido aquella mañana y no lo comentara. Pero la otra mitad temía que se negara a hablar conmigo.
Subí la cuesta y la vi sentada en un banco de madera junto a la puerta de su casa. Estaba apoyada contra la áspera pared de piedra, como si sencillamente disfrutara del sol de la tarde. Inspiré hondo, exhalé y noté que me relajaba.
Pero al acercarme un poco más, le vi la cara. No sonreía. Tampoco mostraba la típica máscara impasible adem. Me miraba con expresión sombría.
En cuanto estuve suficientemente cerca, dije:
– Vashet, yo…
Sin levantarse del banco, alzó una mano, y me callé como si me hubiera golpeado en la boca.
– Ahora las disculpas no tienen ningún valor -dijo con una voz plana y fría como la pizarra-. Ya no puedo confiar en nada que me digas. Sabes que estoy muy enfadada, y por eso te atenaza el miedo.
»Eso significa que no puedo confiar en ninguna palabra que digas, porque proviene del miedo. Eres inteligente, y encantador, y un mentiroso. Sé que puedes doblegar al mundo con tus palabras. Y por eso no te escucharé.
Cambió de posición y continuó:
– Había percibido en ti una amabilidad sólida. Es algo raro en alguien tan joven, y fue uno de los motivos que me convencieron de que valía la pena enseñarte. Pero al pasar los días, he descubierto algo más. Otra cara que no tiene nada de amable. Lo he descartado, como si fueran destellos de luz falsa, considerándolos fanfarronadas de juventud o bromas extrañas de bárbaro.
»Pero hoy, al oírte hablar, he comprendido que la amabilidad era la máscara. Y esa otra cara que había vislumbrado, eso oscuro e implacable, ese es el verdadero rostro que se oculta debajo.
Vashet me miró largamente.
– Dentro de ti hay algo inquietante. Shehyn lo ha visto conversando contigo. No es una falta de Lethani. Pero eso aumenta mi inquietud en lugar de mitigarla, porque significa que dentro de ti hay algo más profundo que el Lethani. Algo que el Lethani no puede reparar.
Me miró a los ojos.
– Si así es, me he equivocado enseñándote. Si has sido lo bastante listo para mostrarme una cara falsa durante tanto tiempo, entonces eres un peligro, y no solo para la escuela. Si es así, Carceret tiene razón, y deberíamos matarte cuanto antes por la seguridad de todos.
Vashet se levantó; se movía como si estuviera muy cansada.
– Eso es lo que he pensado hoy. Y esta noche seguiré pensando. Mañana habré tomado una decisión. Tómate este tiempo para poner orden en tus ideas y hacer los preparativos que te parezca oportuno.
Entonces, sin mirarme a los ojos, se dio la vuelta y entró en su casa. Cerró la puerta sin decir nada.
Deambulé un rato sin rumbo fijo. Fui a contemplar el árbol espada con la esperanza de encontrar allí a Celean, pero no la vi. Contemplar el árbol no me calmó. Ese día no.
Así que fui a los baños, y me bañé abstraído y abatido. Después, en uno de los espejos que había en las habitaciones más pequeñas, me vi por primera vez después de que Vashet me golpeara. Tenía media cara roja e hinchada, con cardenales que empezaban a teñirse de azul y amarillo en la sien y en el mentón. También vi los inicios de un ojo morado.
Mientras me miraba en el espejo, noté que una ira sorda prendía en mi vientre. Estaba cansado de esperar, impotente, mientras otros decidían si podía ir y venir. Había jugado a su juego, aprendido su idioma, y había sido educadísimo, y a cambio me habían tratado como a un perro. Me habían pegado, se habían burlado de mí y me habían amenazado con la muerte y con cosas peores. Estaba harto.
Fui a dar un paseo alrededor de Haert. Visité a las hermanas gemelas, al herrero parlanchín y al sastre que me había vendido la ropa. Charlé cordialmente con ellos, pasando el rato, haciendo preguntas y fingiendo que no se notaba que unas horas antes me habían pegado hasta dejarme inconsciente.
Los preparativos me llevaron mucho tiempo. Me salté la cena, y el cielo estaba oscureciendo cuando volví a la escuela. Fui directamente a mi habitación y cerré la puerta.
Entonces vacié el contenido de mis bolsillos encima de la cama; había objetos que había comprado, y otros que había robado. Dos bonitas y suaves velas de cera de abeja. Un trozo alargado de hierro quebradizo de una espada mal forjada. Un carrete de hilo de color rojo sangre. Un frasquito con agua de los baños.
Cogí la botellita con una mano y la encerré en el puño. La gente no se da cuenta de la cantidad de calor que acumula el agua. Por eso tarda tanto en hervir. Pese a que la piscina de agua caliente de donde había cogido aquella agua estaba a casi un kilómetro de distancia, lo que tenía en la mano era más útil para un simpatista que una brasa ardiente. Aquella agua contenía fuego.
Pensé en Penthe y sentí cierto pesar. Entonces cogí una vela y empecé a hacerla rodar entre mis manos, calentándola con mi piel, ablandando la cera y empezando a formar una muñeca con ella.
Me senté en mi habitación y me puse a barajar ideas amargas mientras la última luz del día desaparecía del cielo. Miré las herramientas que había reunido y supe en lo más hondo de mí que a veces una situación se complica tanto que las palabras no sirven para nada. ¿Qué otra opción me quedaba, ahora que las palabras me habían fallado?
¿Qué nos queda cuando nos fallan las palabras?