Capítulo 24

Tintineos

Me quedé en los tejados bajo la luz parpadeante de la tormenta; el corazón me pesaba en el pecho. Quería seguir a Auri y pedirle disculpas, pero sabía que habría sido inútil. Las preguntas indebidas la hacían huir, y cuando Auri escapaba, era como un conejo que se mete en la madriguera. Había infinidad de sitios donde podría esconderse en la Subrealidad. Yo no tenía la menor posibilidad de encontrarla.

Además, tenía que ocuparme de asuntos de vital importancia. En ese mismo instante, alguien podría estar adivinando mi paradero. No tenía tiempo.

Tardé casi una hora en cruzar por los tejados. La luz parpadeante de la tormenta no facilitaba las cosas, sino que las empeoraba, pues después de cada destello me quedaba deslumbrado. Pese a todo, al final conseguí llegar cojeando al tejado de la Principalía, que era donde solía encontrarme con Auri.

Bajé por el manzano, con gran dificultad, hasta el patio cerrado. Me disponía a llamar a Auri a través de los barrotes de la rejilla por donde se accedía a la Subrealidad cuando detecté movimiento entre las sombras de los arbustos.

Escudriñé la oscuridad, pero solo distinguí una silueta imprecisa.

– ¿Auri? -pregunté en voz baja.

– No me gusta hablar de eso -dijo ella con la voz tomada de haber llorado. De todas las cosas desagradables que había vivido aquellos dos últimos días, aquella era sin duda la peor de todas.

– Lo siento mucho, Auri -me disculpé-. No volveré a preguntártelo. Te lo prometo.

Oí un pequeño sollozo proveniente de las sombras que me heló el corazón y le arrancó un trozo.

– ¿Qué hacías en lo alto de las cosas esta noche? -pregunté. Sabía que era una pregunta segura. Ya se la había hecho muchas veces.

– Estaba mirando los rayos -me contestó sorbiéndose la nariz. Y entonces dijo-: He visto uno que parecía un árbol.

– ¿Qué había en el rayo? -pregunté con dulzura.

– Ionización galvánica -respondió Auri. Tras una pausa, añadió-: Y hielo de río. Y el oscilar de las aneas.

– Ese me habría encantado verlo -dije.

– ¿Qué hacías tú en lo alto de las cosas? -Hizo una pausa y soltó una risita mezclada con hipo-. Tan desaliñado y casi desnudo.

Mi corazón empezó a deshelarse.

– Buscaba un sitio donde poner mi sangre -respondí.

– La mayoría de la gente la guarda dentro -dijo ella-. Es lo más fácil.

– Yo quiero guardar el resto dentro -expliqué-. Pero temo que alguien me esté buscando.

– Ah -dijo ella, como si lo entendiera perfectamente. Vi su sombra, ligeramente más oscura, moverse en la oscuridad, levantándose-. Deberías venir conmigo a Tintineos.

– Creo que no conozco Tintineos. ¿Me has llevado allí alguna vez?

Otro movimiento, quizá una sacudida de cabeza.

– Es privado.

Oí un ruido metálico, y luego un susurro; entonces vi una luz verde azulada que surgía de la rejilla abierta. Me metí por la abertura y me reuní con Auri en el túnel.

La luz que llevaba Auri en la mano revelaba las manchas que tenía en la cara, seguramente de haberse frotado para enjugarse las lágrimas. Era la primera vez que veía a Auri sucia. Tenía los ojos más oscuros de lo normal y la nariz roja.

Auri se sorbió la nariz y se frotó la cara cubierta de manchas.

– Estás hecho un desastre -dijo con gravedad.

Me miré las manos y el pecho, ensangrentados.

– Es verdad -admití.

Entonces Auri esbozó una sonrisa tímida pero orgullosa y, ladeando la cabeza, dijo:

– Esta vez no me he ido muy lejos.

– Me alegro -repuse-. Y lo siento mucho.

– No. -Dio una breve pero firme sacudida con la cabeza-. Tú eres mi Ciridae, y por lo tanto eres irreprochable. -Alargó un brazo y me tocó el centro del ensangrentado pecho con un dedo-. Ivare enim euge. Auri me guió por el laberinto de túneles que componían la Subrealidad. Descendimos y pasamos por Brincos y Grillito. Luego recorrimos varios pasillos serpenteantes y volvimos a descender por una escalera de caracol de piedra que yo no había visto nunca.

Olía a piedra húmeda y se oía un suave murmullo de agua. De vez en cuando se oía el sonido arenoso de cristal sobre piedra, o el nítido tintineo de cristal sobre cristal.

Tras unos cincuenta escalones, la ancha escalera de caracol desaparecía en un inmenso y turbulento estanque de aguas negras. Me pregunté hasta qué profundidad debía de llevar la escalera.

No había ni rastro de olor a podrido ni a suciedad. Era agua limpia, y vi que formaba ondas alrededor de la escalera y se extendía hasta perderse en la oscuridad, más allá de donde alcanzaba nuestra luz. Volví a oír el tintineo de cristal y vi dos botellas girando y cabeceando en la superficie, moviéndose primero en una dirección y luego en otra. Una se sumergió y no volvió a aparecer.

De un soporte de antorcha de latón clavado en la pared colgaba un saco de arpillera. Auri metió una mano en el saco y extrajo una botella enorme, con tapón de corcho, como las que se usan para embotellar la cerveza de Bredon.

Me la entregó.

– Desaparecen durante una hora. O un minuto. A veces durante días. A veces no vuelven. -Sacó otra botella del saco-. Lo mejor es lanzar como mínimo cuatro. Así, estadísticamente, siempre hay dos que están circulando.

Asentí. Arranqué una hebra de arpillera del gastado saco y la empapé con la sangre que tenía en la mano. Quité el tapón de la botella y metí la hebra dentro.

– Pelo también -dijo Auri.

Me arranqué unos pelos de la cabeza y los metí por el cuello de la botella. Entonces hundí bien el tapón de corcho y lancé la botella al agua. Se alejó flotando, describiendo círculos erráticos.

Auri me dio otra botella y repetimos el proceso. Cuando el agua arrastró la cuarta botella hacia sus remolinos, Auri asintió con la cabeza y se sacudió enérgicamente las manos.

– Ya está -dijo con inmensa satisfacción-. Qué bien. Estamos a salvo.

Horas más tarde, lavado, vendado y considerablemente menos desnudo, me dirigí a la habitación de Wilem en las Dependencias. Esa noche, y otras muchas posteriores, Wil y Sim se turnaron para velarme mientras dormía, protegiéndome con su Alar. Eran unos amigos excelentes. Esa clase de amigos con que todo el mundo sueña pero que nadie merece, y yo menos que nadie.

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