Capítulo 69

Semejante locura

Hice varios viajes a Bajo Severen para proveerme de los materiales que necesitaba para fabricar el gram de Alveron. Oro en bruto. Níquel y hierro. Carbón y ácidos de grabado. Conseguí el dinero para esas compras vendiendo diversas herramientas que encontré en el taller de Caudicus. Habría podido pedirle dinero al maer, pero prefería demostrarle que tenía mis propios recursos, pues no quería que me viera como una sangría continua.

Por casualidad, mientras compraba y vendía visité muchos de los lugares donde había estado con Denna.

Me había acostumbrado tanto a encontrármela que me parecía verla a cada momento aunque no estuviera allí. Todos los días, mi esperanzado corazón daba un vuelco al verla doblar una esquina, entrar en la tienda de un zapatero, levantar una mano y saludarme desde el otro lado de un patio. Pero siempre resultaba no ser ella, y todas las noches volvía al palacio del maer más desanimado que el día anterior.

Por si eso fuera poco, Bredon se había marchado de Severen unos días atrás para ir a visitar a unos parientes suyos. No me di cuenta de lo mucho que dependía de él hasta que se hubo ido.

Como ya he dicho, fabricar un gram no es muy difícil si tienes el material adecuado, un esquema y un Alar como una hoja de acero de Ramston. Las herramientas de metalistería que había en la torre de Caudicus me sirvieron, aunque no podían compararse con las que utilizábamos en la Factoría. Reproducir el esquema tampoco fue difícil, porque tengo buena memoria para esas cosas.

Mientras trabajaba en el gram del maer, empecé a fabricar otro para sustituir el que había perdido. Por desgracia, por culpa de las herramientas, relativamente bastas, con que trabajaba, no tuve tiempo de acabarlo como me habría gustado. Terminé el gram del maer tres días después de nuestra última conversación, y seis después de la repentina desaparición de Denna. A la mañana siguiente abandoné mi infructuosa búsqueda y me instalé en uno de los cafés al aire libre, y me dediqué a buscar inspiración para la canción que le debía al maer. Pasé diez horas allí, y el único acto de creación que conseguí fue transformar por arte de magia casi un galón de café en una orina maravillosa y aromática.

Esa noche bebí una cantidad desaconsejable de scutten y me quedé dormido sobre mi escritorio. La canción de Meluan todavía estaba inacabada. El maer no estaba nada contento.

Denna reapareció al séptimo día, cuando yo paseaba por nuestros lugares de encuentro habituales de Severen. Pese a lo concentrado que estaba en mi búsqueda, ella me vio primero y vino riendo a mi lado, y, emocionada, me habló de una canción que había oído el día anterior. Pasamos la jornada juntos, como si nunca se hubiera marchado.

No le pregunté por su inesperada desaparición. Ya hacía más de un año que conocía a Denna, y entendía algunos de los misteriosos giros de su corazón. Sabía que valoraba su intimidad. Sabía que tenía secretos.

Esa noche estábamos en un jardincillo junto al mismísimo borde del Tajo. Sentados en un banco de madera, contemplábamos la ciudad que se extendía a nuestros pies: una caótica plétora de lámparas, farolas, luces de gas, con algún que otro punto más destacado de luz simpática.

– Lo siento mucho -dijo ella en voz baja.

Llevábamos casi un cuarto de hora allí sentados, contemplando las luces de la ciudad en silencio. Quizá Denna estuviera retomando una conversación previamente interrumpida, pero yo no la recordaba.

– ¿Cómo dices?

Como Denna tardaba en contestarme, me volví y la observé. Era una noche oscura, sin luna. El rostro de Denna estaba débilmente iluminado desde abajo por el millar de luces de la ciudad.

– A veces tengo que marcharme -dijo por fin-. Por la noche. Deprisa y sin hacer ruido.

Denna no me miraba mientras hablaba, sino que mantenía los oscuros ojos fijos en la ciudad que se extendía a nuestros pies.

– Es lo que suelo hacer -continuó con un hilo de voz-. Me marcho. Sin avisar antes. Sin dar explicaciones después, A veces es lo único que puedo hacer.

Entonces me miró, y vi que estaba muy seria.

– Espero que lo sepas aunque no te lo haya dicho nunca -prosiguió-. Espero que no haga falta que te lo diga…

Volvió a girar la cabeza y se quedó contemplando las trémulas luces de la ciudad.

– Pero por si sirve de algo, lo siento.

Seguimos un rato callados, disfrutando de un silencio agradable. Yo quería decir algo. Quería decirle que no me importaba, pero habría mentido. Quería decirle que lo único que de verdad me importaba era que regresara, pero temía que eso fuera demasiado cierto.

Así pues, en lugar de arriesgarme y decir algo que no debía, me callé. Sabía lo que les pasaba a los hombres que se aferraban demasiado a ella. Esa era la diferencia entre ellos y yo. Yo no me aferraba a Denna, no trataba de poseerla. No entrelazaba un brazo con el suyo, ni le murmuraba al oído, ni le besaba la mejilla por sorpresa.

Sí, lo pensaba. Todavía recordaba su calor el día que me abrazó junto al elevador. Había veces en que habría dado mi mano derecha a cambio de volver a abrazarla.

Pero entonces pensaba en las caras de los otros hombres cuando se daban cuenta de que Denna los estaba abandonando. Pensaba en todos los que habían intentado retenerla y habían fracasado. Así que me abstuve de enseñarle las canciones y los poemas que había escrito, pues sabía que demasiada verdad puede ser demoledora.

Y si eso significaba que Denna no era completamente mía, ¿qué? Yo siempre sería la persona a la que ella podía acudir sin temor a recriminaciones ni preguntas. Así que no intentaba conquistarla y me contentaba con jugar una hermosa partida.

Pero siempre había una parte de mí que deseaba algo más, y por tanto siempre había una parte de mí que deliraba.

Pasaban los días, y Denna y yo explorábamos las calles de Severen. Nos sentábamos en los cafés, veíamos obras de teatro, íbamos a montar a caballo. Subimos hasta lo alto del Tajo por el camino solo para poder decir que lo habíamos hecho. Visitamos los mercados del muelle, una colección de fieras itinerante y varios gabinetes de maravillas.

Algunos días no hacíamos otra cosa que sentarnos y hablar, y esos días nada llenaba nuestras conversaciones tanto como la música.

Pasábamos horas y horas hablando del oficio de músico. De cómo encajaban las canciones. De cómo se combinaban las estrofas y los estribillos; del tono, del modo, del compás.

Eran cosas que yo había aprendido de pequeño y en las que pensaba a menudo. Y si bien para Denna eran materias nuevas, en cierto modo eso era una ventaja para ella. Yo había aprendido música antes que aprender a hablar. Conocía diez mil reglas de melodía y estrofa mejor de lo que conocía el dorso de mis propias manos.

Denna no. En cierto modo, eso la limitaba, pero por otra parte hacía que su música fuera extraña y maravillosa…

Sé que no lo estoy explicando muy bien. Imaginad que la música es una gran ciudad enmarañada, como Tarbean. En los años que pasé viviendo allí, acabé conociendo bien sus calles. No solo las principales. No solo los callejones. Conocía atajos y tejados y secciones de las alcantarillas. Gracias a eso, podía moverme por la ciudad como un conejo entre las zarzas. Era rápido, ingenioso, astuto.

Denna, en cambio, no había recibido ninguna instrucción. No conocía ningún atajo. Lo lógico habría sido que hubiera deambulado por la ciudad, perdida e impotente, atrapada en un retorcido laberinto de piedra y argamasa.

Pero no: ella atravesaba las paredes. No sabía hacer otra cosa. Nadie le había dicho nunca que no pudiera hacerlo. Por eso se movía por la ciudad como un ser feérico. Paseaba por calles que nadie podía ver, y eso hacía que su música fuera salvaje, extraña, libre.

Al final costó veintitrés cartas, seis canciones y, aunque me avergüenza decirlo, un poema.

No fue solo eso, desde luego. Las cartas por sí solas no pueden conquistar el corazón de una mujer. Alveron también cumplió con su papel en el cortejo. Y después de revelarse como el pretendiente anónimo de Meluan, hizo la mejor parte del trabajo, atrayendo lentamente a Meluan a su lado con la tierna reverencia que sentía por ella.

Pero mis cartas llamaron la atención de Meluan. Mis canciones la atrajeron lo suficiente para que Alveron pudiera desplegar su lento y locuaz encanto.

Aun así, solo puedo reclamar una pequeña parte del mérito por las cartas y las canciones. Y en cuanto al poema, solo hay una cosa en el mundo que podría llevarme a cometer semejante locura.

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