Capítulo 87

El Lethani

Al día siguiente, Tempi y yo fuimos a Crosson por provisiones. Eso significaba una larga jornada a pie, pero como no teníamos que buscar rastros a cada paso, parecía que voláramos por el camino.

Mientras andábamos, Tempi y yo intercambiábamos palabras. Aprendí a decir sueño, olor y hueso. Aprendí que en adémico había palabras diferentes para decir «hierro» y «hierro de espada».

Luego mantuvimos una infructuosa conversación de una hora en la que Tempi intentó ayudarme a entender qué quería decir cuando se frotaba los dedos por encima de una ceja. Parecía casi lo mismo que un encogimiento de hombros, pero Tempi insistía en que no era lo mismo. ¿Era indiferencia? ¿Ambigüedad?

– ¿Es lo que sientes cuando alguien te deja elegir? -le pregunté, probando de nuevo-. ¿Cuando alguien te ofrece una manzana o una ciruela? -Puse las manos delante del cuerpo, con la palma hacia arriba-. Pero las dos te gustan. -Junté los dedos y me los froté dos veces por encima de una ceja-. ¿Es eso?

– No -contestó Tempi.

Se paró un momento, y luego siguió caminando. Con la mano izquierda junto al costado indicó: falsedad.

– ¿Qué es ciruela? -Atento.

– ¿Cómo dices? -pregunté, desconcertado.

– ¿Qué significa ciruela? -Hizo otro signo: totalmente serio. Atento.

Concentré mi atención en los árboles y enseguida lo percibí: movimiento entre la maleza.

El ruido provenía del lado sur del camino. El lado que todavía no habíamos explorado. Eran los bandidos. Sentí excitación y miedo. ¿'Nos atacarían? Yo, con mi capa raída, no debía de ser un objetivo muy atractivo, pero llevaba el laúd en su oscuro y lujoso estuche.

Tempi se había puesto la ropa de mercenario, roja y ceñida, para ir hasta el pueblo. ¿Disuadiría eso a un hombre armado con un arco? ¿O me tomaría por un trovador lo bastante rico para contratar a un guardaespaldas adem? Quizá pareciéramos una presa apetitosa.

Eché de menos el atrapaflechas que le había vendido a Kilvin, y me di cuenta de que el maestro tenía razón: la gente pagaría lo que le pidieran por ellos. En ese momento, yo habría dado por uno hasta el último penique que tenía en la bolsa.

Le hice signos a Tempi: aceptación. Falsedad. Acuerdo.

– Una ciruela es una fruta dulce -dije al mismo tiempo que aguzaba el oído, atento a cualquier sonido revelador proveniente de la espesura.

¿Qué sería mejor, correr hacia los árboles y escondernos o fingir que no nos habíamos percatado de su presencia? ¿Qué podía hacer yo si nos atacaban? Llevaba en el cinto el puñal que le había comprado al calderero, pero no tenía ni idea de cómo utilizarlo. De pronto me di cuenta de lo poco preparado que estaba. ¿Qué demonios pintaba yo allí? Aquella situación me era completamente ajena. ¿Por qué me había enviado el maer?

Estaba empezando a sudar de preocupación cuando de pronto oí un chasquido y un rumor entre la maleza. Un venado de gran cornamenta salió de pronto de entre los árboles y, en tres ágiles brincos, cruzó el camino. Al cabo de un momento lo siguieron dos hembras. Una se paró en medio del camino, giró la cabeza y nos miró con curiosidad sacudiendo una larga oreja. Luego siguió a los otros y se perdió entre los árboles.

El corazón me latía muy deprisa, y solté una risita nerviosa. Me volví y miré a Tempi, que había desenvainado la espada. Con los dedos de la mano izquierda hizo el signo de vergüenza, y luego varios signos más, muy rápido, que no supe identificar.

Envainó la espada sin el más mínimo floreo. Fue un movimiento tan natural como meterse la mano en el bolsillo. Luego hizo un signo: frustración.

Asentí con la cabeza. Pese a que me alegraba de no tener un plantel de flechas en la espalda, al menos una emboscada nos habría proporcionado una pista de dónde estaban los bandidos. Acuerdo. Atenuar.

Seguimos caminando en silencio hacia Crosson.

Como pueblo, Crosson no era gran cosa. Veinte o treinta edificios rodeados de un bosque espeso. De no ser porque se encontraba en el camino real, seguramente ni siquiera habría merecido tener un nombre.

Pero como estaba en el camino real, tenía una tienda bastante bien surtida que abastecía a los viajeros y a las pocas granjas de la zona. También contaba con una pequeña casa de postas que hacía las veces de caballeriza y herrería, y una iglesia pequeña que hacía las veces de fábrica de cerveza.

Y una posada, por supuesto. Aunque La Luna Risueña no podía compararse con La Buena Blanca, estaba por encima de lo que podías esperar de un pueblo como aquel. Tenía dos plantas, tres habitaciones privadas y un cuarto de baño. En un gran letrero pintado a mano había una luna oronda con chaleco que se sujetaba la panza mientras reía a carcajadas.

Esa mañana, había cogido mi laúd con la esperanza de que me dejaran tocar a cambio de un poco de comida. Pero en realidad solo era una excusa. Estaba loco por cualquier excusa para tocar. Mi obligado silencio me minaba tanto como los murmullos de protesta de Dedan. No había pasado tanto tiempo sin mi música desde que vivía en las calles de Tarbean.

Tempi y yo le entregamos nuestra lista de provisiones a la anciana que regentaba la tienda. Cuatro hogazas grandes de pan de viaje, media libra de mantequilla, un cuarto de libra de sal, harina, manzanas secas, salchichas, una pieza de beicon, un saco de nabos, media docena de huevos, dos botones, plumas para emplumar las flechas de caza de Marten, cordones para botas, jabón y una piedra de afilar para sustituir la que había roto Dedan. En total, la compra ascendería a ocho sueldos de plata de la bolsa del maer, cada vez más vacía.

Tempi y yo nos dirigimos a la posada a comer algo, pues sabíamos que nuestras provisiones tardarían un par de horas en estar listas. Me sorprendió oír ruido proveniente de la taberna desde el otro lado de la calle. Los establecimientos como aquel solían estar llenos a partir de la última hora de la tarde, cuando los viajeros paraban a pasar la noche, y no en pleno día, cuando todos estaban en los campos o en el camino.

Cuando abrimos la puerta, se hizo el silencio en la habitación. Al principio pensé que los parroquianos se alegrarían de ver entrar a un músico, pero entonces vi que todos clavaban los ojos en el atuendo de mercenario de Tempi.

Habría en la taberna entre quince y veinte personas. Algunas estaban acodadas en la barra y otras, sentadas alrededor de las mesas. No estaba tan llena como para que no encontráramos una mesa, pero pasaron un par de minutos hasta que la única camarera, bastante atareada, viniera a preguntarnos qué queríamos.

– ¿Qué vais a tomar? -preguntó apartándose un sudado mechón de pelo de la cara-. Tenemos sopa de guisantes con tropezones de beicon y pudin de pan.

– Estupendo -dije-. ¿Puedes traernos también unas manzanas y un poco de queso?

– ¿Y para beber?

– Para mí, sidra -contesté.

– Cerveza -dijo Tempi, y a continuación hizo un signo con dos dedos sobre el tablero de la mesa-. Whisky pequeño. Whisky bueno.

La camarera asintió y dijo:

– Necesito ver vuestro dinero.

– ¿Habéis tenido problemas últimamente? -pregunté arqueando una ceja.

La muchacha suspiró y miró al techo.

Le di tres medios peniques y se marchó. A esas alturas ya había descartado que fueran imaginaciones mías: los hombres que había en la taberna observaban sombríamente a Tempi.

Me volví hacia uno que estaba sentado a la mesa de al lado tomándose un cuenco de sopa tranquilamente.

– ¿Qué pasa? ¿Es día de mercado?

Me miró como si yo fuera imbécil, y vi que tenía un cardenal en la mandíbula.

– En Crosson no hay día de mercado. Vamos, es que no hay mercado.

– Pasé por aquí hace poco y todo estaba muy tranquilo. ¿Por qué hoy hay tanta gente?

– Por lo de siempre -me contestó-. Buscan trabajo. Crosson es la última parada antes de adentrarse en lo más espeso del Eld. Las caravanas que saben lo que hacen contratan a un par de guardias más antes de continuar. -Dio un sorbo-. Pero últimamente han desplumado al que más y al que menos en el bosque. Ya no pasan tantas caravanas.

Eché un vistazo a la taberna. Los hombres no llevaban armadura, pero al fijarme bien distinguí en la mayoría los indicios de una vida mercenaria. Tenían más pinta de duros que los aldeanos corrientes. Más cicatrices, más narices rotas, más puñales y más aires.

El hombre dejó la cuchara en el cuenco vacío y se levantó.

– Por mí, ya os lo podéis quedar -dijo-. Llevo seis días aquí y únicamente he visto pasar cuatro carromatos. Además, solo un idiota se dirigiría hacia el norte a cambio de un jornal.

Cogió un gran macuto y se lo cargó a la espalda.

– Y con toda la gente que ha desaparecido, solo un idiota contrataría a guardias de refuerzo en un sitio como este. Voy a decirte una cosa, y gratis: seguramente, la mitad de estos cabrones apestosos te rebanarían el cuello la primera noche en el camino.

Un individuo ancho de espaldas y con una barba negra y desaliñada que estaba junto a la barra soltó una carcajada burlona.

– ¡Eh, que no se te dé tirar a los dados no me hace a mí un criminal, cerdo! -dijo con marcado acento del norte-. Como me largues otra así, te doy el doble que ayer. Y con intereses.

El hombre con quien yo estaba hablando hizo un gesto que no hacía falta ser Adem para entender y fue hacia la puerta. El barbudo soltó una risotada.

Entonces nos trajeron las bebidas. Tempi se bebió la mitad del whisky de un trago y, repantigándose en el asiento, soltó un largo suspiro de satisfacción. Yo di un sorbo a la sidra. Había pensado que quizá pudiera tocar un par de horas a cambio de la comida, pero no estaba tan loco como para tocar en una taberna donde solo había mercenarios frustrados.

Es decir, podría haberlo hecho. Al cabo de una hora, podría haberlos tenido riendo y cantando. Al cabo de dos, podría haberlos tenido llorando con la jarra de cerveza en la mano y pidiéndole disculpas a la camarera. Pero no a cambio de una comida. No, a menos que no hubiera tenido alternativa. Aquella taberna apestaba a problemas. Era una pelea esperando el momento de estallar. Cualquier artista de troupe que se preciara se habría dado cuenta.

El hombre de espaldas anchas cogió una jarra de madera y, con aire calculadamente despreocupado, vino hacia nuestra mesa y apartó una silla para sentarse. Compuso una sonrisa amplia y falsa detrás de la espesa barba negra y señaló a Tempi.

– Buenas -dijo lo bastante alto para que lo oyeran todos los que estaban en la barra-. Me llamo Tam. ¿Y tú?

Tempi le estrechó la mano; la suya parecía pequeña y pálida en la grandota y velluda de aquel tipo.

– Tempi.

Tam sonrió.

– ¿Y puede saberse qué haces por aquí?

– Solo estamos de paso -intervine-. Nos conocimos en el camino y fue tan amable de acompañarme.

Tam me miró de arriba abajo con desdén.

– Contigo no hablaba, chico -gruñó-. Métete en tus asuntos.

Tempi permaneció callado, observando a Tam con la expresión serena y atenta de siempre. Vi que se llevaba una mano a la oreja y hacía un signo que no reconocí.

Tam dio un sorbo sin quitarle los ojos de encima a Tempi. Cuando bajó la jarra tenía mojada la barba alrededor de la boca, y se la secó con el antebrazo.

– Siempre me ha picado la curiosidad… -dijo lo bastante alto para que se lo oyera en toda la taberna-. Los Adem, ¿cuánto os sacáis vosotros, eh finolis?

Tempi me miró ladeando ligeramente la cabeza. Me di cuenta de que seguramente no entendía aquel acento tan cerrado.

– Quiere saber cuánto ganas -le expliqué.

– Complicado -dijo Tempi, haciendo un movimiento ambiguo con una mano.

Tam se inclinó sobre la mesa.

– Una caravana, por escoltarla, ¿cuánto les haces aflojar al día?

– Dos iotas -respondió Tempi encogiéndose de hombros-. Tres.

Tam soltó una carcajada lo bastante fuerte para que pudiera olerle el aliento. Pensé que apestaría, pero no: olía a sidra, dulce y con especias.

– ¿Habéis oído, chicos? -gritó por encima del hombro-. Tres iotas al día. ¡Y casi no sabe ni hablar!

A esas alturas de la conversación, todos los demás estaban observando y escuchando, y esa información provocó un débil murmullo de irritación.

Tam se volvió de nuevo hacia nosotros.

– Aquí la mayoría se saca un penique al día, y eso si hay trabajo. Yo me saco dos porque se me dan bien los caballos y puedo levantar la trasera de un carromato si hace falta. -Hizo rodar los anchos hombros-. ¿Es que tú vales como veinte hombres en una pelea?

No sé qué entendió Tempi, pero me dio la impresión de que entendía perfectamente la última pregunta.

– ¿Veinte? -dijo mirando alrededor-. No. Cuatro. -Extendió los dedos de la mano y la movió expresando incertidumbre-. Cinco.

Su respuesta no contribuyó a mejorar la atmósfera que reinaba en la estancia. Tam sacudió la cabeza y adoptó un gesto exagerado de desconcierto.

– Aunque me lo creyera -dijo-, eso solo significa que tendrías que sacarte cuatro o cinco peniques al día. No veinte. ¿Por…?

Esgrimí mi sonrisa más obsequiosa e intervine en la conversación:

– Mira, yo…

Tam golpeó fuertemente la mesa con su jarra, lanzando un chorro de sidra por los aires. Me dirigió una mirada amenazadora que no contenía ni una pizca de la falsa jovialidad que había aparentado hasta ese momento con Tempi.

– Chico -me dijo-, si me vuelves a interrumpir, te dejo sin dientes. -Lo dijo sin demasiado énfasis, como si estuviera informándome de que si me metía en el río, me mojaría.

Se volvió hacia Tempi y continuó:

– Venga, ¿por qué te crees tú que vales tres iotas al día?

– Quien me paga, paga esto. -Tempi levantó una mano-. Y esto. -Señaló el puño de su espada-. Y esto. -Se tocó una de las correas de piel que le ceñían la distintiva camisa roja al pecho.

Tam dio una fuerte palmada en la mesa.

– ¡Anda, ese es el secreto! -dijo-. ¡Me he de agenciar una camisa roja!

Los demás le rieron la gracia.

– No -dijo Tempi, meneando la cabeza.

Tam se inclinó hacia delante y tiró de una de las correas de Tempi, a la altura del hombro, con un grueso dedo.

– ¿Me estás diciendo que no soy lo bastante bueno para ponerme una camisilla finolis como esta tuya? -Volvió a tirar de la correa.

– Sí -respondió Tempi con naturalidad-. No eres lo bastante bueno.

– ¿Y si yo te digo que tu madre es una puta? -dijo Tam con una sonrisa diabólica en los labios.

La estancia se quedó en silencio. Tempi se volvió para mirarme. Curiosidad.

– ¿Qué es puta?

Supongo que no os extrañará que esa no fuera una de las palabras que Tempi y yo habíamos intercambiado en el ciclo pasado. Me planteé mentir, pero no habría podido.

– Dice que tu madre es una persona a la que los hombres dan dinero a cambio de tener relaciones sexuales con ella.

Tempi miró al mercenario y asintió con la cabeza.

– Eres muy amable. Gracias.

El rostro de Tam se ensombreció, como si sospechara que se estaban burlando de él.

– Cobarde. Por un penique abollado te daría tal paliza que no te encontrarías la polla.

Tempi se volvió otra vez hacia mí.

– No entiendo a este hombre -dijo-. ¿Qué quiere, tener relaciones sexuales conmigo? ¿O quiere que peleemos?

Hubo un estruendo de risas, y, bajo la barba, el rostro de Tam se puso colorado como la sangre.

– Si no me equivoco, quiere pelear -dije tratando de contener la risa.

– Ah -repuso Tempi-. Y ¿por qué no lo dice? ¿Por qué todo este…? -Agitó los dedos de una mano y me miró con cara de extrañeza.

– ¿Mariposeo? -sugerí. La seguridad de Tempi estaba ejerciendo un efecto tranquilizador sobre mí, y me dieron ganas de participar un poco. Después de ver la facilidad con que el Adem se las había apañado con Dedan, estaba impaciente por ver cómo le bajaba los humos a aquel imbécil.

– Si quieres pelear -dijo Tempi dirigiéndose de nuevo a Tam-, basta de mariposeo. -El Adem abrió un brazo abarcando el resto de la estancia-. Ve a buscar a alguien más que quiera pelear contigo. Trae a suficientes mujeres para sentirte seguro. ¿De acuerdo? -Mi breve momento de relajación se evaporó al instante cuando Tempi se volvió hacia mí y, con un tono de voz que reflejaba su exasperación, dijo-: Vosotros solo habláis.

Tam se dirigió pisando fuerte a la mesa donde sus amigos jugaban a los dados.

– Muy bien, ya le habéis oído todos. Ese pringado dice que vale por cuatro de nosotros, así que vamos a enseñarle de qué somos capaces cuatro de nosotros. Brenden, Vin, Jane, ¿os apuntáis?

Un tipo calvo y una mujer alta se pusieron en pie, sonrientes. Pero el tercero agitó una mano.

– Estoy demasiado borracho para pelear, Tam -dijo-. Pero para pelear con un camisa de sangre necesitaría estar el doble de borracho. Los he visto en acción y te aseguro que son de miedo.

Yo había presenciado más de una pelea de bar. Quizá creáis que en un sitio como la Universidad no eran muy frecuentes, pero el licor es un detonante excelente. Después de seis o siete copas, no existe mucha diferencia entre un molinero que se ha peleado con su mujer y un joven alquimista al que le han ido mal los exámenes. Ambos están igual de ansiosos por pelarse los nudillos contra los dientes del primero que encuentren.

Hasta en el Eolio, que era un local refinado, había peleas de vez en cuando. Si te quedabas hasta bastante tarde, tenías muchas probabilidades de ver cómo dos nobles elegantemente vestidos se daban de bofetadas.

Lo que quiero decir es que los músicos ven muchas peleas. Hay gente que va a los bares a beber. Otros van a jugar a los dados. Otros van a buscar pelea, y otros, con la esperanza de ver pelear.

Normalmente, nadie se hace tanto daño como sería de esperar. Moretones y labios partidos suelen ser las lesiones más graves. Si tienes mala suerte, puede que pierdas un diente o te rompan un brazo, pero entre una pelea de bar amistosa y una paliza de callejón hay una diferencia enorme. Una pelea de bar tiene normas y un montón de árbitros espontáneos encargados de hacerlas cumplir. Si la cosa empieza a ponerse fea, los espectadores no dudan en intervenir para interrumpir el enfrentamiento, porque eso es lo que querrías que otros hicieran por ti.

Hay excepciones, desde luego. A veces se producen accidentes, y yo sabía muy bien, por el tiempo que había pasado en la Clínica, lo poco que cuesta hacerse un esguince en la muñeca o dislocarse un dedo. Para un arriero o un posadero, esas quizá sean lesiones menores; pero para mí, que me ganaba el sustento gracias a mi destreza manual, la idea de un pulgar roto era aterradora.

Vi que Tempi daba otro trago de whisky y se levantaba, y se me hizo un nudo en el estómago. Lo malo era que allí éramos extraños. Si las cosas se ponían feas, ¿podía confiar en que los enojados mercenarios intervendrían y detendrían la pelea? Un combate de tres contra uno no tendría nada de equilibrado, y si se ponía feo, se pondría feo muy deprisa.

Tempi dio un sorbo de cerveza y me miró con calma.

– Vigílame la espalda -dijo; se dio la vuelta y fue hacia los otros mercenarios.

Durante un segundo me impresionó su dominio de la lengua atur. En el poco tiempo que hacía que nos conocíamos, Tempi había pasado de ser prácticamente mudo a casi usar bien expresiones idiomáticas. Pero ese orgullo se desvaneció rápidamente, y me puse a pensar qué podía hacer para interrumpir la pelea si la situación se descontrolaba.

No se me ocurrió nada. No había previsto aquella situación, y no tenía ningún as en la manga. A falta de mejores opciones, saqué mi puñal y lo mantuve oculto debajo de la mesa. No tenía intención de apuñalar a nadie, pero al menos podría amenazarlos y ganar tiempo para llegar hasta la puerta.

Tempi evaluó a los tres mercenarios con la mirada. Tam le sacaba tres dedos de estatura y tenía las espaldas de un buey. Había un tipo calvo con cicatrices en la cara y una sonrisa malvada. Por último estaba la mujer, rubia, un palmo más alta que Tempi.

– Solo hay una mujer -observó Tempi mirando a Tam a los ojos-. ¿Es suficiente? Puedes traer una más.

La mercenaria se enfureció.

– ¡Cállate, gallito! -le espetó-. Te voy a enseñar lo que sabe hacer una mujer.

Tempi asintió educadamente.

Empecé a relajarme al ver que Tempi seguía sin dar muestras de preocupación. Había oído contar historias, por supuesto, de que un solo mercenario adem podía derrotar a una docena de soldados regulares. ¿Podría vencer Tempi a aquellos tres a la vez? Desde luego, él parecía convencido…

Tempi los miró.

– Esta es la primera vez que peleo así. ¿Cómo empieza?

La palma de la mano con que sujetaba el puñal empezó a sudarme.

Tam dio unos pasos adelante hasta colocarse a escasos centímetros del pecho de Tempi. Lo miró desde arriba.

– Empezamos dándote una paliza de muerte. Luego te pateamos. Luego volvemos a empezar para asegurarnos de que no nos hemos dejado nada. -Y nada más decir eso, le asestó a Tempi un golpe con la frente en toda la cara.

Se me cortó la respiración, y antes de que la hubiera recuperado, la pelea había terminado.

Cuando el mercenario barbudo echó la cabeza hacia delante, supuse que Tempi se tambalearía hacia atrás, con la nariz rota y chorreando sangre. Pero fue Tam quien se tambaleó hacia atrás, aullando y tapándose la cara ensangrentada con ambas manos.

Tempi avanzó, agarró a Tam por el cuello con una mano y, sin esfuerzo aparente, lo lanzó contra el suelo, donde el mercenario aterrizó hecho un amasijo de brazos y piernas.

Sin vacilar ni un instante, Tempi se dio la vuelta y le pegó una patada en la cadera a la mujer, que se tambaleó. Mientras la mercenaria retrocedía, Tempi le propinó un puñetazo en un lado de la cabeza, y la mujer se derrumbó y quedó tendida en el suelo.

Entonces fue cuando intervino el calvo, con las manos extendidas, como un luchador. Rápido como una serpiente, le puso a Tempi una mano en el hombro y la otra en el cuello.

La verdad es que no puedo explicar qué pasó entonces. Hubo un torbellino de movimiento, y de pronto Tempi tenía al calvo sujeto por la muñeca y el hombro. El calvo gruñía y forcejeaba, pero Tempi se limitó a retorcerle el brazo hasta que el tipo se dobló por la cintura, mirando al suelo. Entonces Tempi lo derribó con una patada en la pierna.

Todo eso en menos tiempo del que he tardado en contarlo. Si no hubiera estado tan atónito, me habría puesto a aplaudir.

Tam y la mujer presentaban la típica inmovilidad de quien ha perdido el conocimiento, pero el calvo masculló algo e intentó ponerse en pie. Tempi se le acercó y le golpeó en la cabeza con una precisión aparentemente espontánea, y el hombre se desplomó.

Recuerdo que pensé que era el puñetazo más educado que jamás había visto. Era el golpe despreocupado con que un carpintero experto golpea un clavo: lo bastante fuerte para clavarlo bien, pero no excesivamente fuerte, para no estropear la madera.

Después de eso, la taberna se quedó muy silenciosa. Entonces, el hombre alto que no había querido pelear alzó su jarra para brindar, derramando un poco de cerveza.

– ¡Bien hecho! -le dijo a Tempi riendo-. Si quieres darle con la bota a Tam aprovechando que está ahí tendido, nadie te lo reprochará. Dios sabe bien que él lo ha hecho muchas veces.

Tempi miró a su adversario como si considerara esa idea, pero meneó la cabeza y volvió a nuestra mesa en silencio. Era el centro de todas las miradas, pero esas miradas no eran tan sombrías como antes.

– ¿Me has vigilado la espalda? -me preguntó al llegar a nuestra mesa.

Me quedé mirándolo, pasmado, y asentí con la cabeza.

– Y ¿qué has visto?

Entonces entendí a qué se refería: no a si le había guardado la espalda, sino a si se la había observado.

– Que la tenías muy recta.

Aprobación.

– Tu espalda no está recta. -Levantó una mano, plana, apuntando hacia arriba y la inclinó hacia un lado-. Por eso tropiezas en el Ketan. Es…

Miró hacia abajo y se interrumpió, porque acababa de ver el puñal que yo tenía medio escondido en la capa. Frunció el entrecejo. Quiero decir que lo frunció como lo habría hecho yo. Era la primera vez que le veía hacerlo, y resultó asombrosamente intimidante.

– Ya hablaremos de eso más tarde -dijo. A un lado del cuerpo, hizo un signo: inmensa desaprobación.

Me sentí castigado, como si hubiera pasado una hora ante las astas del toro. Agaché la cabeza y guardé el puñal.

Llevábamos horas andando en silencio, con los macutos cargados de provisiones, cuando Tempi habló por fin.

– Tengo que enseñarte una cosa. -Serio.

– Me gusta aprender cosas nuevas -dije, e hice el signo que, si no me equivocaba, significaba interesado.

Tempi fue hasta el margen del camino, dejó su macuto en el suelo y se sentó en la hierba.

– Tenemos que hablar del Lethani.

Necesité de todo mi autocontrol para no sonreír de oreja a oreja. Llevaba mucho tiempo queriendo sacar el tema a colación, porque habíamos intimado mucho más desde la primera vez que se lo había preguntado. Pero no quería volver a ofenderlo.

Me senté y me quedé un momento callado, en parte para serenarme, pero también para dar a entender a Tempi que abordaba aquel tema con respeto.

– El Lethani -dije-. Dijiste que no debía preguntar.

– Entonces no. Ahora quizá. Yo… -Inseguro-. Tengo muchas dudas. Pero ahora es preguntar.

Esperé un momento más para ver si Tempi continuaba hablando. Como no decía nada, le hice la pregunta obvia:

– ¿Qué es el Lethani?

Serio. Tempi se quedó mirándome largo rato, y de pronto soltó una carcajada.

– No lo sé. Y no puedo decírtelo. -Volvió a reír. Atenuar-. Pero tenemos que hablar de él.

Vacilé. No sabía si aquello era otro de sus chistes extraños, que yo nunca entendía.

– Es complicado -dijo-. Difícil en mi propio idioma. ¿En el tuyo? -Frustración-. Dime qué sabes del Lethani.

Traté de pensar cómo podía describir lo que había aprendido del Lethani utilizando solo las palabras que él sabía.

– He oído que el Lethani es un secreto que hace fuertes a los Adem.

– Sí -dijo Tempi-. Es verdad.

– Dicen que si sabes el Lethani, no puedes perder ninguna pelea.

Tempi volvió a asentir.

Sacudí la cabeza; sabía que no estaba expresándome bien.

– Dicen que el Lethani es un poder secreto. Los Adem guardan sus palabras dentro. -Hice como si recogiera algo, lo acercara a mi cuerpo y lo guardara en él-. Entonces esas palabras son como la leña del fuego. Ese fuego de palabras hace muy fuertes a los Adem. Muy rápidos. Piel de hierro. Por eso podéis pelear contra muchos hombres y derrotarlos.

Tempi me miraba fijamente. Hizo un signo que no reconocí.

– Eso son locuras -dijo por fin-. ¿Lo he dicho bien? ¿Locuras? -Sacó la lengua y puso los ojos en blanco, al mismo tiempo que agitaba los dedos a ambos lados de la cabeza.

No pude evitar reírme ante aquella exhibición.

– Sí. «Locuras» es correcto. También «tonterías».

– Entonces lo que has dicho es locura y también tontería.

– Pero lo que he visto hoy… -dije-. No se te ha roto la nariz cuando ese hombre te ha golpeado con la cabeza. Eso no es natural.

Tempi negó con la cabeza y se levantó.

– Ven. Levántate.

Me levanté, y Tempi se acercó más a mí.

– Pegar con la cabeza es inteligente. Es rápido. Puede asustar si oponente no está preparado. Pero yo no estoy no preparado.

Se acercó aún más, hasta que nuestros torsos casi se tocaron.

– Tú eres el hombre gritón -dijo-. Tu cabeza es dura. Mi nariz es blanda. -Estiró los brazos y me sujetó la cabeza con ambas manos-. Tú quieres esto. -Me bajó la cabeza, despacio, hasta que le toqué la nariz con la frente.

Entonces me soltó.

– Pegar con la cabeza es rápido. Para mí, poco tiempo. ¿Puedo moverme? -Me bajó la cabeza y se apartó, y esa vez mi frente le tocó la boca, como si Tempi me estuviera dando un beso-. Esto no es bueno. La boca es blanda.

Me echó la cabeza hacia atrás.

– Si soy muy rápido… -Dio un paso atrás y me agachó aún más la cabeza, hasta que le toqué el pecho con la frente. Me soltó, y yo me erguí-. Esto tampoco es bueno. Mi pecho no es blando. Pero ese hombre tiene una cabeza más dura que muchas cabezas.

Le chispearon un poco los ojos, y me reí al darme cuenta de que Tempi había hecho una broma.

– Bueno. -Volvió a colocarse en la posición inicial-. ¿Qué puede hacer Tempi? -Me indicó por señas lo que quería que hiciera-. Pega con la cabeza. Despacio. Te enseño.

Un poco nervioso, agaché lentamente la cabeza como si intentara romperle la nariz a Tempi.

Imitando la lentitud de mis movimientos, Tempi se inclinó hacia delante y metió un poco la barbilla. No se notó mucho la diferencia, pero esa vez, cuando agaché la cabeza, mi nariz chocó contra su coronilla.

Tempi retrocedió.

– ¿Lo ves? Inteligente. No locura de fuego de palabras.

– Lo has hecho muy deprisa -dije, un tanto avergonzado-. No lo he visto.

– Sí. Pelear es rápido. Entrenas para ser rápido. Entrenas, no fuego de palabras.

Hizo el signo de interesado y me miró a los ojos, algo raro en él.

– Te digo esto porque tú eres el jefe. Necesitas saber. Si crees que tengo técnicas secretas y piel de hierro… -Desvió la mirada y sacudió la cabeza. Peligroso.

Volvimos a sentarnos junto a nuestros macutos.

– Eso lo oí en una historia -dije a modo de explicación-. Una historia como las que contamos por la noche alrededor de la hoguera.

– Pero tú -me señaló-. Tú tienes fuego en las manos. Tienes… -Chasqueó los dedos, y luego los agitó para representar unas llamas que se avivan de repente-. ¿Tú haces eso y crees que los Adem tenemos fuegos de palabras dentro?

– Por eso te pregunto qué es el Lethani -dije encogiéndome de hombros-. Parece una locura, pero yo he visto locuras que eran ciertas, y siento curiosidad. -Vacilé un momento antes de hacerle mi otra pregunta-: Has dicho que el que conoce el Lethani no puede perder ninguna pelea.

– Sí. Pero no con fuegos de palabras. El Lethani es un tipo de conocimiento. -Tempi hizo una pausa y meditó sus palabras-. El Lethani es lo más importante. Todos los Adem aprenden. Los mercenarios aprenden dos veces. Shehyn aprende tres veces. Lo más importante. Pero complicado. Lethani es… muchas cosas. Pero nada que toques o señales. Los Adem piensan toda la vida en el Lethani. Muy difícil.

«Problema -continuó-. No es mi sitio enseñar a mi jefe. Pero tú eres mi alumno en idioma. Las mujeres enseñan el Lethani. Yo no soy mujer. Es parte de la civilización y tú eres un bárbaro. -Ligero disgusto-. Pero tú quieres ser civilización. Y necesitas el Lethani.

– Explícamelo -insistí-. Intentaré entenderlo.

Tempi asintió con la cabeza.

– El Lethani es hacer las cosas correctas.

Esperé pacientemente a que continuara. Al cabo de un minuto hice un signo: frustración.

– Ahora tú preguntas. -Inspiró hondo y repitió-: El Lethani es hacer las cosas correctas.

Intenté pensar en un ejemplo arquetípico de algo correcto.

– Entonces, el Lethani es dar de comer a un niño hambriento.

Tempi hizo aquel signo que significaba sí y no, haciendo oscilar la mano plana.

– El Lethani no es hacer una cosa. Lethani es la cosa que nos enseña.

– ¿Lethani significa normas? ¿Leyes?

– No. -Tempi señaló el bosque que nos rodeaba-. La ley es de fuera, controladora. Es el… el metal en la boca del caballo. Y las correas de la cabeza. -Interrogante.

– ¿La brida y el bocado? -pregunté, e hice como si le pusiera las riendas por la cabeza a un caballo.

– Sí. La ley es la brida y el bocado. Controla desde fuera. El Lethani… -me señaló entre los ojos, y luego el pecho- vive dentro. Lethani ayuda a decidir. La ley existe porque muchos no entienden el Lethani.

– Y con el Lethani una persona no necesita obedecer las leyes.

Pausa.

– Quizá. -Frustración. Tempi desenvainó su espada y la sujetó paralela al suelo, con el filo hacia arriba-. Si fueras pequeño, caminar por esta espada sería el Lethani.

– ¿Doloroso para los pies? -pregunté en un intento de darle un tono menos grave a la conversación. Diversión.

Ira. Desaprobación.

– No. Difícil caminar. Fácil caer a un lado. Difícil quedarse.

– ¿El Lethani es muy recto?

– No. -Pausa-. ¿Cómo se llama cuando hay mucha montaña y solo un sitio para andar?

– ¿Un sendero? ¿Un desfiladero?

– Desfiladero. -Tempi asintió-. El Lethani es como un desfiladero en la montaña. Se dobla. Complicado. El desfiladero es un camino fácil. Único camino para pasar. Pero no es fácil verlo. El sendero que es fácil muchas veces no atraviesa las montañas. A veces no va a ningún sitio. Te mueres de hambre. Te caes en agujero.

– Entonces el Lethani es el camino correcto para atravesar las montañas.

Acuerdo parcial. Emoción.

– Es el camino correcto para atravesar montañas. Pero el Lethani también es saber el camino correcto. Ambas cosas. Y las montañas no son solo montañas. Las montañas son todo.

– Entonces el Lethani es civilización.

Pausa. Sí y no. Tempi sacudió la cabeza. Frustración.

Recordé que Tempi había dicho que los mercenarios tenían que aprender el Lethani dos veces.

– ¿El Lethani es pelear? -pregunté.

– No.

Lo dijo con una certeza tan absoluta que tuve que preguntarle lo contrario para asegurarme.

– ¿El Lethani es no pelear?

– No. El que conoce el Lethani sabe cuándo pelear y cuándo no pelear. -Muy importante.

Decidí cambiar de dirección.

– ¿Hoy era del Lethani que pelearas?

– Sí. Para demostrar que el Adem no tiene miedo. Sabemos que los bárbaros creen que no pelear es ser cobarde. Cobarde es débil. No es bueno que ellos piensen. Y como muchos miran, pelear. También para demostrar que un Adem vale por muchos.

– ¿Y si te hubieran ganado?

– Entonces los bárbaros sabrían que Tempi no vale por muchos. -Ligera diversión.

– Si hubieran ganado ellos, ¿la pelea de hoy no sería del Lethani?

– No. Si te caes y te rompes una pierna en el desfiladero, todavía es un desfiladero. Si yo fallo siguiendo el Lethani, todavía es el Lethani. -Serio-. Por eso estamos hablando ahora. Hoy. Con tu puñal. Eso no era del Lethani. No era una cosa correcta.

– Temía que te hicieran daño.

– El Lethani no echa raíces en el miedo -dijo como si recitara.

– ¿Dejar que te hirieran sería del Lethani?

Encogió los hombros.

– Quizá.

– ¿Sería del Lethani dejar que te… -énfasis extremo- hirieran?

– Quizá no. Pero no me hirieron. Ser el primero con el puñal no es del Lethani. Si ganas y eres el primero con el puñal, no ganas. -Inmensa desaprobación.

No entendí aquella última afirmación.

– No entiendo -dije.

– El Lethani es acción correcta. Camino correcto. Momento correcto. -De pronto el rostro de Tempi se iluminó-. El viejo comerciante -dijo con visible entusiasmo-. En las historias con los paquetes. ¿Cómo se llama?

– ¿El calderero?

– Sí. El calderero. ¿Cómo debes tratar a esos hombres?

Lo había entendido, pero quería saber qué pensaba el Adem.

– ¿Cómo?

Tempi me miró y apretó los dedos: irritación.

– Debes ser amable y ayudarlos. Y hablar bien. Siempre educado. Siempre.

Asentí con la cabeza.

– Y si te ofrecen algo, debes plantearte comprarlo.

Tempi hizo un gesto triunfante.

– ¡Sí! Puedes hacer muchas cosas cuando te encuentras a un calderero. Pero solo una cosa correcta. -Se tranquilizó un poco. Cautela-. Pero el Lethani no es solo hacer. Primero saber, luego hacer. Eso sí es el Lethani.

Reflexioné un momento sobre eso.

– Entonces, ¿ser educado es del Lethani?

– No educado. No amable. No bueno. No deber. El Lethani no es nada de eso. Cada momento. Cada elección. Todos diferentes. -Me lanzó una mirada penetrante-. ¿Entiendes?

– No.

Felicidad. Aprobación. Tempi se levantó y asintió con la cabeza. -Es bueno saber que no sabes. Es bueno decirlo. Eso también es del Lethani.

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