Capítulo 134

El camino de Levinshir

A1 día siguiente no avanzamos mucho, pues Krin y yo tuvimos que guiar a los tres caballos y a Ell. Por fortuna, los caballos eran obedientes, como suelen ser los caballos de los Edena. Si hubieran sido tan antojadizos como la pobre hija del alcalde, quizá no habríamos llegado nunca a Levinshir.

Aun así, los animales nos dieron más problemas que ayuda. Especialmente el ruano lustroso, que insistía en desviarse hacia los matorrales para buscar comida. Ya había tenido que ir a buscarlo tres veces, y estábamos enojados uno con otro. Lo llamé Culo de Abrojos, por razones obvias.

La cuarta vez que tuve que devolverlo al camino, me planteé seriamente soltarlo para ahorrarme problemas. Pero no lo hice, claro. Un buen caballo es como el dinero que llevas en el bolsillo. Y con él llegaría a Severen antes que si hacía todo el viaje a pie.

Mientras caminábamos, Krin y yo nos esforzábamos para hacer hablar a Ell. Me pareció que servía de algo. Y hacia la hora de la comida, tuve la impresión de que la chica casi parecía enterarse de lo que pasaba alrededor. Casi.

Mientras nos preparábamos para continuar nuestro viaje, se me ocurrió una idea. Llevé a la yegua, una rucia pinta, hasta donde estaba Ell. La chica tenía el rubio cabello hecho una maraña, e intentaba peinárselo con una mano mientras miraba alrededor con aire abstraído, como si no acabara de entender dónde estaba.

– Ell. -Se volvió y me miró-. ¿Ya conoces a Cola Gris? -Señalé la yegua.

Una débil, imprecisa sacudida de cabeza.

– Necesito que me ayudes a guiarla. ¿Alguna vez has guiado un caballo?

Una inclinación de asentimiento.

– Cola Gris necesita que alguien cuide de ella. ¿Puedes encargarte tú?

Cola Gris me miró con un solo ojo enorme, como diciéndome que ella necesitaba que la guiaran tanto como yo necesitaba ruedas para andar. Pero entonces agachó un poco la cabeza y le hizo una caricia maternal a Ell con el hocico. Casi automáticamente, la chica alargó una mano para devolverle la caricia, y luego me quitó las riendas de las manos.

– ¿Estás seguro de que es buena idea? -me preguntó Krin cuando volví para acabar de cargar los otros caballos.

– Cola Gris es dócil como un cordero.

– Que Ell sea estúpida como una oveja no significa que formen una buena pareja -repuso Krin con cierta arrogancia.

Sus palabras me arrancaron una sonrisa.

– Las vigilaremos durante una hora. Si no funciona, lo dejamos. Pero a veces, la mejor ayuda para una persona es que ayude a otra.

Como había dormido mal, estaba doblemente cansado. Me dolía la herida del vientre y me sentía como si me hubieran lijado las dos primeras capas de piel. Casi estuve tentado de echar un sueñecito sentado a caballo, pero no me decidía a montar cuando las chicas iban a pie.

Así que empecé a andar con paso cansino, tirando de las riendas del caballo y dando cabezadas. Pero aquel día no conseguí acceder a aquel estado de duermevela en el que solía entrar cuando caminaba. No paraba de pensar en Alleg y preguntarme si todavía seguiría con vida.

Sabía, por las horas que había pasado trabajando en la Clínica, que la herida que le había infligido en el abdomen era mortal. También sabía que le produciría una muerte lenta. Lenta y dolorosa. Con las atenciones adecuadas, quizá hubiera tardado todo un ciclo en morir. Incluso solo en aquel paraje tan remoto, quizá sobreviviera varios días.

No serían días agradables, desde luego. La fiebre le haría delirar a medida que se extendía la infección. Con cada pequeño movimiento, la herida volvería a abrirse. Además, Alleg no podría caminar con el ligamento de la corva cortado. De modo que si quería moverse tendría que arrastrarse. A esas alturas, ya debía de tener retortijones de hambre y debía de estar ardiendo de sed.

Pero no habría muerto de sed. No. Antes de marcharnos le había dejado un odre lleno al alcance de la mano. No lo había hecho por bondad. No lo había hecho para hacer más soportables sus últimas horas. Lo había dejado allí porque sabía que con agua viviría más, y sufriría más.

Dejarle aquel odre de agua era la cosa más terrible que había hecho jamás, y ahora que mi ira se había enfriado y había quedado reducida a cenizas, me arrepentía. Me pregunté cuánto tiempo más viviría gracias a aquella agua. ¿Un día? ¿Dos? Más de dos no, seguro. Intenté no pensar en cómo serían aquellos dos días.

Pero cuando conseguía dejar de pensar en Alleg, tenía que enfrentarme a otros demonios. Recordaba fragmentos sueltos de aquella noche, las cosas que habían dicho los falsos artistas de troupe mientras yo ponía fin a sus vidas. Los sonidos que había hecho mi espada al clavársela. El olor de su piel cuando los había marcado. Había matado a dos mujeres. ¿Qué habría opinado Vashet de mis actos? ¿Qué habría pensado cualquiera?

Estaba agotado por la preocupación y la falta de sueño, y mis pensamientos giraron dentro de esos círculos durante el resto del día. Logré montar el campamento por la fuerza de la costumbre y mantuve una conversación con Ell a fuerza de voluntad. La hora de acostarnos llegó cuando todavía no estaba preparado, y me encontré envuelto en mi shaed enfrente de la tienda de las chicas. Me daba cuenta vagamente de que Krin había empezado a lanzarme las mismas miradas de preocupación que llevaba dos días echándole a Ell.

Seguí completamente despierto una hora más, preguntándome qué habría sido de Alleg.

Cuando me dormí, soñé que los mataba. En mi sueño, recorría el bosque como la parca, implacable.

Pero esa vez fue diferente. Mataba a Otto, y su sangre me salpicaba las manos como si fuera grasa caliente. Luego mataba a Laren, a Josh y a Tim. Todos gemían y chillaban, retorciéndose en el suelo. Tenían unas heridas terribles, pero yo no podía desviar la mirada.

Entonces las caras cambiaron. Estaba matando a Taren, el ex mercenario barbudo de mi troupe. Luego mataba a Trip. Luego perseguía a Shandi por el bosque, empuñando la espada desenvainada. Shandi gritaba y gemía de miedo. Cuando por fin la alcanzaba, ella se aferraba a mí, me tiraba al suelo, hundía la cara en mi pecho y sollozaba. «No, no, no -suplicaba-. No, no, no.»

Me desperté. Me quedé tumbado boca arriba, aterrorizado y sin saber dónde terminaba el sueño y empezaba el mundo real. Tras un breve momento, comprendí lo que pasaba. Ell había salido de la tienda y estaba acurrucada junto a mí. Apretaba la cara contra mi pecho y con una mano intentaba cogerme un brazo.

– No, no -farfullaba-. No, no, no, no, no. -Unos fuertes sollozos sacudieron su cuerpo cuando ya no pudo repetirlo más. Mi camisa estaba empapada de cálidas lágrimas. Me sangraba el brazo por el sitio donde Ell me lo había agarrado.

Le susurré al oído para consolarla y le acaricié el pelo con una mano. Al cabo de mucho rato, Ell se serenó y al final se sumió en un sueño de agotamiento, sin dejar de apretarse contra mi pecho.

Me quedé muy quieto, pues no quería despertarla al moverme. Tenía los dientes apretados. Pensé en Alleg, en Otto y los demás. Recordé la sangre y los gritos y el olor a carne quemada. Lo recordé todo y soñé con cosas peores que habría podido hacerles.

No volví a tener esas pesadillas. A veces pienso en Alleg y sonrío.

Al día siguiente llegamos a Levinshir. Ell había recobrado los sentidos, pero permanecía callada y reservada. Sin embargo, las cosas ya iban mucho más deprisa, sobre todo porque las chicas habían decidido que se habían recuperado lo suficiente para turnarse para montar a Cola Gris.

Recorrimos diez kilómetros antes de parar a mediodía; las chicas estaban cada vez más emocionadas porque empezaban a reconocer elementos del paisaje. El contorno de los montes a lo lejos. Un árbol torcido junto al camino.

Pero a medida que nos acercábamos más a Levinshir, fueron quedándose calladas.

– Está detrás de esa colina -dijo Krin bajándose del caballo ruano-. Monta tú ahora, Ell.

Ell la miró, luego a mí y finalmente agachó la cabeza y clavó la vista en sus pies. Negó con la cabeza.

– ¿Estáis bien? -les pregunté.

– Mi padre me matará -dijo Krin con un hilo de voz y un profundo temor reflejado en el semblante.

– Tu padre será uno de los hombres más felices del mundo esta noche -dije; luego pensé que era mejor que fuera sincero-. Quizá también esté enfadado, pero solo porque lleva ocho días muerto de miedo.

Krin pareció tranquilizarse un poco, pero Ell rompió a llorar. Krin la abrazó e intentó sosegarla arrullándola con sonidos inarticulados.

– Nadie querrá casarse conmigo -sollozó Ell-. Iba a casarme con Jason Waterson y ayudarlo a llevar su tienda. Ahora no querrá casarse conmigo. Nadie querrá.

Miré a Krin y vi el mismo temor reflejado en sus ojos humedecidos. Pero en los de Krin ardía una rabia contenida, mientras que en los de Ell solo había desesperación.

– Cualquier hombre que piense eso es un idiota -dije imprimiéndole a mi voz toda la convicción que pude-. Y vosotras dos sois demasiado listas y demasiado hermosas para casaros con un idiota.

Me pareció que mis palabras calmaban un poco a Ell, que puso sus ojos en mí como buscando algo en lo que creer.

– Es la verdad -dije-. Y nada de lo que ha pasado ha sido culpa vuestra. Recordadlo bien los próximos días.

– ¡Los odio! -saltó Ell, y su repentina cólera me sorprendió-. ¡Odio a los hombres! -Tenía agarradas las riendas de Cola Gris, y se le pusieron los nudillos blancos. Su rostro se contrajo formando una máscara de ira. Krin la abrazó, pero cuando me miró, vi el mismo sentimiento silenciosamente reflejado en sus oscuros ojos.

– Estáis en vuestro derecho a odiar a esos hombres -dije; sentía más ira y más impotencia que nunca en mi vida-. Pero yo también soy un hombre. No todos somos así.

Nos quedamos un rato allí, a menos de un kilómetro del pueblo. Bebimos agua y comimos un poco para serenarnos. Y entonces las llevé a casa.

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