Capítulo 2

Acebo

Cronista llegó al pie de la escalera y entró en la taberna de la Roca de Guía con su cartera de cuero colgada del hombro. Se paró en el umbral y vio al posadero pelirrojo encorvado sobre la barra, examinando algo minuciosamente.

Cronista carraspeó y entró en la estancia.

– Discúlpame por haber dormido hasta tan tarde -dijo-. No suelo… -Se interrumpió al ver lo que había encima de la barra-. ¿Estás preparando una tarta?

Kote, que estaba haciendo el reborde de la tarta con dos dedos, levantó la cabeza y, poniendo énfasis en el plural, dijo:

– Tartas. Sí, ¿por qué?

Cronista abrió la boca y la cerró. Desvió la mirada hacia la espada que colgaba, gris y silenciosa, en la pared, detrás de la barra, y luego volvió a dirigirla al posadero, que plisaba meticulosamente el borde de la tapa de masa alrededor del molde.

– Y ¿de qué son? -preguntó.

– De manzana. -Kote se enderezó y, con cuidado, hizo tres cortes en la tapa de masa de la tarta-. ¿Sabes lo difícil que es preparar una buena tarta?

– Pues no -admitió Cronista, y miró alrededor con nerviosismo-. ¿Dónde está tu ayudante?

– Esas cosas solo Dios puede saberlas -respondió el posadero-. Es muy difícil. Me refiero a hacer tartas. Nunca lo dirías, pero el proceso conlleva mucho trabajo. El pan es fácil. La sopa es fácil. El pudín es fácil. Pero la tarta es complicada. Es algo que no descubres hasta que intentas hacer una tú mismo.

Cronista asintió distraídamente, sin saber si se esperaba alguna otra cosa de él. Se descolgó la cartera del hombro y la dejó en una mesa cercana.

Kote se limpió las manos en el delantal.

– ¿Sabes esa pulpa que queda cuando prensas manzanas para hacer sidra? -preguntó.

– ¿El bagazo?

– ¡Bagazo! -exclamó Kote con profundo alivio-. Eso es, el bagazo. ¿Qué hace la gente con él, después de extraer el zumo?

– Con el bagazo de uva se puede hacer un vino flojo -contestó Cronista-. O aceite, pero para eso necesitas mucha cantidad. Pero el bagazo de manzana no sirve para gran cosa. Puedes usarlo como fertilizante o mantillo, pero no es muy bueno. La gente se lo echa como alimento al ganado.

Kote asintió con aire pensativo.

– No pensaba que lo tiraran sin más. Por aquí lo aprovechan todo de una forma u otra. Bagazo. -Hablaba como si saboreara la palabra-. Es algo que me tenía preocupado desde hace dos años.

– En el pueblo cualquiera habría podido decírtelo -replicó Cronista, desconcertado.

– Si es algo que sabe todo el mundo, no puedo permitirme el lujo de preguntarlo -dijo el posadero frunciendo el entrecejo.

Se oyó una puerta que se cerraba y, a continuación, unos alegres y distraídos silbidos. Bast salió de la cocina cargado de pinchudas ramas de acebo envueltas en una sábana blanca.

Kote asintió con gravedad y se frotó las manos.

– Estupendo. Y ahora, ¿cómo…? -Entrecerró los ojos-. ¿Son esas mis sábanas buenas?

Bast miró el bulto que llevaba en las manos.

– Bueno, Reshi -dijo despacio-, eso depende. ¿Tienes sábanas malas?

Los ojos del posadero llamearon airados durante un segundo; luego Kote suspiró.

– Supongo que no importa. -Estiró un brazo y separó una larga rama del montón-. Muy bien, y ¿qué hacemos con esto?

Bast se encogió de hombros.

– Yo tampoco sé qué hacer, Reshi. Sé que los Sithe salían a caballo con coronas de acebo cuando perseguían a los bailarines de piel…

– No podemos pasearnos por ahí con coronas de acebo en la cabeza -dijo Kote con desdén-. La gente hablaría de nosotros.

– Me da igual lo que piensen y digan estos pueblerinos -murmuró Bast, y empezó a trenzar varias ramas largas y flexibles-. Cuando un bailarín se mete en tu cuerpo, eres como un títere movido por hilos. Si quieren, pueden hacer que te muerdas la lengua. -Levantó la corona, inacabada, y se la puso sobre la cabeza para comprobar la medida. Arrugó la nariz-. Pincha.

– Según las historias que he oído -dijo Kote-, con el acebo también se los puede atrapar en un cuerpo.

– ¿No bastaría con que lleváramos hierro? -preguntó Cronista. Los otros dos lo miraron con curiosidad desde detrás de la barra, como si casi se hubieran olvidado de su presencia-. No sé, si es una criatura mágica…

– No digas «criatura mágica» -le espetó Bast-. Pareces un niño pequeño. Es un ser fata. Un Faen, si quieres.

Cronista vaciló un momento antes de continuar.

– Si esa cosa se metiera en el cuerpo de alguien que llevara encima algo de hierro, ¿no le haría daño? ¿No saldría inmediatamente?

– Pueden hacer. Que te muerdas. La lengua -repitió Bast, separando las palabras como si hablara con un niño particularmente estúpido-. Una vez dentro de ti, pueden utilizar tu mano para sacarte los ojos con la misma facilidad con que arrancarías una margarita. ¿Qué te hace pensar que no podrían quitarte una pulsera o un anillo? -Meneó la cabeza y se miró los dedos mientras entrelazaba hábilmente otra rama de acebo, de un verde brillante, en la corona que sostenía-. Además, yo no pienso llevar hierro.

– Si pueden salir de los cuerpos -dijo Cronista-, ¿por qué el de anoche no salió del cuerpo de aquel hombre? ¿Por qué no se metió en alguno de nosotros?

Hubo un largo silencio, y entonces Bast se dio cuenta de que los otros dos lo estaban mirando.

– ¿Me lo preguntas a mí? -Soltó una risita incrédula-. No tengo ni idea. Anpauen. A los últimos bailarines de piel los cazaron hace cientos de años. Mucho antes de mi época. Yo solo he oído historias.

– Entonces, ¿cómo sabemos que no saltó? -preguntó Cronista despacio, como si hasta preguntarlo le diera apuro-. ¿Cómo sabemos que no sigue aquí? -Estaba muy tieso en la silla-. ¿Cómo sabemos que ahora no está en alguno de nosotros?

– Pareció que muriese cuando murió el cuerpo del mercenario -dijo Kote-. Lo habríamos visto marchar. -Le lanzó una mirada a Bast-. Se supone que cuando abandonan el cuerpo toman la forma de una sombra oscura o de humo, ¿no es así?

Bast asintió.

– Además -señaló-, si hubiera salido del cuerpo, habría empezado a matar gente con el nuevo cuerpo. Eso es lo que suelen hacer. Van saltando de un cuerpo a otro hasta que no queda nadie con vida.

El posadero miró a Cronista y compuso una sonrisa tranquilizadora.

– ¿Lo ves? Quizá ni siquiera fuera un bailarín de piel. Quizá solo fuera algo parecido.

La mirada de Cronista delataba espanto.

– Pero ¿cómo podemos estar seguros? Ahora mismo podría estar dentro del cuerpo de cualquiera de los vecinos…

– Podría estar dentro de mí -dijo Bast con desenvoltura-. A lo mejor solo estoy esperando a que bajes la guardia y entonces te morderé en el pecho, justo a la altura del corazón, y me beberé toda su sangre. Como si succionara el jugo de una ciruela.

Los labios de Cronista dibujaban una delgada línea.

– No tiene gracia -dijo.

Bast levantó la cabeza y miró a Cronista con una sonrisa maliciosa, mostrando los dientes. Pero había algo inquietante en su expresión. La sonrisa duraba demasiado. Era demasiado radiante. Y Bast no miraba directamente al escribano, sino ligeramente hacia un lado.

Se quedó quieto un momento; sus dedos ya no trabajaban, ágiles, entre las verdes hojas. Se miró las manos con curiosidad y dejó caer la corona de acebo sin terminar sobre la barra. Su sonrisa se apagó poco a poco y dejó paso a un semblante inexpresivo; echó un vistazo a la taberna, como embobado.

– ¿Te veyan? -dijo con una voz extraña. Sus ojos, vidriosos, reflejaban confusión-. ¿Te-tanten ventelanet?

Entonces, moviéndose a una velocidad asombrosa, Bast se lanzó hacia Cronista desde detrás de la barra. El escribano saltó de la silla, apartándose de un brinco. Derribó dos mesas y media docena de sillas antes de tropezar y caer al suelo, moviendo los brazos y las piernas desesperadamente en un intento de llegar hasta la puerta.

Mientras se arrastraba, muerto de miedo, pálido y horrorizado, Cronista lanzó una rápida mirada por encima del hombro, y vio que Bast no había dado más de tres pasos. El joven moreno estaba de pie junto a la barra, doblado por la cintura y temblando muerto de risa. Con una mano se tapaba la cara, y con la otra apuntaba a Cronista. Sus carcajadas eran tan violentas que apenas podía respirar. Al cabo de un momento tuvo que sujetarse con ambos brazos a la barra.

Cronista estaba furioso.

– ¡Imbécil! -gritó mientras se ponía de pie con dificultad-. ¡Eres… eres un imbécil!

Bast, todavía falto de aire por la risa, levantó los brazos y, casi sin fuerzas, hizo ver que arañaba el aire, como un niño que imita a un oso.

– Bast -lo reprendió el posadero-. Venga. Por favor. -Pero si bien el tono de Kote era severo, la risa se reflejaba en sus ojos. Le temblaban los labios, tratando de no dejar escapar una sonrisa.

Ofendido, Cronista puso las sillas y las mesas en su sitio, golpeándolas contra el suelo con más fuerza de la necesaria. Cuando por fin llegó a la mesa a la que antes estaba sentado, tomó de nuevo asiento, con la espalda muy tiesa. Para entonces Bast volvía a estar detrás de la barra, con la respiración agitada y muy concentrado en el acebo que tenía en las manos.

Cronista lo fulminó con la mirada y se frotó la espinilla. Bast sofocó algo que, teóricamente, habría podido ser una tos.

Kote rió para sus adentros y sacó otra rama de acebo del fardo, añadiéndola al largo cordón que estaba trenzando. Levantó la cabeza y miró a Cronista.

– Antes de que me olvide, creo que hoy vendrá gente a solicitar tus servicios de escribano.

– Ah, ¿sí? -Cronista parecía sorprendido.

Kote asintió y dio un suspiro de irritación.

– Sí. La noticia ya ha empezado a correr, no podemos hacer nada. Tendremos que ocuparnos de ellos como podamos. Por suerte, todo aquel que tenga dos buenas manos estará trabajando en el campo hasta mediodía, de modo que no tendremos que preocuparnos por eso hasta…

Los dedos del posadero, que manejaban las ramas de acebo con torpeza, partieron una rama, y una espina se le clavó en la yema del pulgar. El pelirrojo no se inmutó ni maldijo en voz alta; se limitó a fruncir el ceño y mirarse las manos mientras se formaba una gota de sangre, roja como una baya.

El posadero, arrugando la frente, se llevó el pulgar a la boca. Su expresión ya no era risueña, y tenía la mirada dura e inescrutable. Dejó a un lado el cordón de acebo sin terminar, con un gesto tan deliberadamente desenfadado que casi daba miedo.

Volvió a mirar a Cronista y, con una voz absolutamente calmada, agregó:

– Lo que quiero decir es que deberíamos aprovechar el tiempo antes de que nos interrumpan. Pero antes, supongo que querrás desayunar algo.

– Si no es mucha molestia -contestó Cronista.

– En absoluto -dijo Kote; se dio la vuelta y entró en la cocina.

Bast lo vio marchar con gesto de preocupación.

– Tendrías que apartar la sidra del fuego y ponerla fuera a enfriar -le gritó-. La última tanda parecía mermelada y no jugo. Ah, y he encontrado unas hierbas ahí fuera. Están encima del barril del agua de lluvia. Míratelas, a ver si sirven para la cena.

Una vez solos en la taberna, Bast y Cronista se miraron largamente por encima de la barra. El único sonido que se oyó fue el golpe de la puerta trasera al cerrarse.

Bast le hizo un último arreglo a la corona que tenía en las manos y la examinó desde todos los ángulos. Se la acercó a la cara como si fuera a olería; pero en lugar de eso, inspiró hondo llenando los pulmones, cerró los ojos y sopló sobre las hojas de acebo, tan suavemente que estas apenas se movieron. Abrió los ojos, compuso una sonrisa adorable de disculpa y fue hacia Cronista.

– Toma. -Ofreció la corona de acebo al escribano, que seguía sentado.

Cronista no hizo ademán de cogerla, pero Bast no borró la sonrisa de sus labios.

– No lo has visto porque estabas muy entretenido cayéndote -dijo con voz queda-, pero cuando has salido corriendo, se ha reído. Ha soltado tres buenas carcajadas desde lo más hondo del vientre. Tiene una risa maravillosa. Es como la fruta. Como la música. Llevaba meses sin oírla.

Bast volvió a tenderle la corona de acebo sonriendo con timidez.

– Esto es para ti. Le he puesto toda la grammaría que tengo. Se mantendrá viva y verde más tiempo del que imaginas. Cogí el acebo de la manera adecuada y le he dado forma con mis propias manos. Está cogido, tejido y movido con un propósito. -Alargó un poco más el brazo, como un niño tímido entregando un ramo de flores-. Tómala. Es un regalo que te hago de buen grado. Te lo ofrezco sin compromiso, impedimento ni obligación.

Cronista, vacilante, estiró el brazo y cogió la corona. La examinó dándole vueltas con las manos. Entre las hojas verde oscuro había unas bayas rojas que parecían gemas, y estaba hábilmente trenzada, de manera que las espinas apuntaban hacia fuera. Se la colocó con cuidado sobre la cabeza y comprobó que se ajustaba muy bien al contorno de su frente.

– ¡Aclamemos todos al Señor del Desgobierno! -gritó Bast, sonriendo y levantando las manos. Luego soltó una risa jubilosa.

Una sonrisa se asomó a los labios de Cronista mientras se quitaba la corona.

– Bueno -dijo en voz baja al mismo tiempo que bajaba las manos hasta el regazo-, ¿significa esto que estamos en paces?

Bast ladeó la cabeza, confuso.

– ¿Cómo dices?

– Me refiero a lo que me dijiste… anoche… -Cronista parecía incómodo.

Bast parecía sorprendido.

– Ah, no -dijo con seriedad, negando con la cabeza-. No. En absoluto. Me perteneces, hasta la médula de los huesos. Eres un instrumento de mis deseos. -Echó un vistazo hacia la cocina, y su expresión se tornó amarga-. Y ya sabes qué es lo que deseo. Hacerle recordar que es algo más que un posadero que prepara tartas. -La última palabra fue casi un escupitajo.

– Sigo sin saber qué puedo hacer yo -repuso Cronista, removiéndose en la silla y desviando la mirada.

– Harás todo lo que puedas -replicó Bast en voz baja-. Lo harás salir de dentro de sí mismo. Lo despertarás. -Esto último lo dijo con fiereza.

Puso una mano en el hombro de Cronista y entrecerró ligeramente los ojos azules.

– Le harás recordar. Lo harás.

Cronista vaciló un momento; luego agachó la cabeza, miró la corona de acebo que tenía en el regazo y asintió con una leve inclinación.

– Haré lo que pueda.

– Eso es lo único que todos nosotros podemos hacer -dijo Bast, y le dio una palmadita amistosa en la espalda-. Por cierto, ¿qué tal el hombro?

El escribano lo hizo girar, y el movimiento pareció fuera de lugar, porque el resto de su cuerpo se mantuvo rígido y quieto.

– Dormido. Frío. Pero no me duele.

– Era de esperar. Yo en tu lugar no me preocuparía. -Bast le sonrió alentadoramente-. La vida es demasiado corta para que os preocupéis por cosas sin importancia.

Desayunaron: patatas, tostadas, tomates y huevos. Cronista se sirvió una ración respetable, y Bast comió por tres. Kote iba haciendo sus tareas: fue a buscar más leña, echó carbón al horno para prepararlo para cocer las tartas y vertió en jarras la sidra que había puesto a enfriar.

Estaba llevando un par de jarras de sidra a la barra cuando se oyeron unas pisadas de botas en el porche de madera de la posada, más fuertes que unos golpes dados en la puerta con los nudillos. Al cabo de un momento, el aprendiz del herrero irrumpió en la taberna. Pese a tener solo dieciséis años, era uno de los hombres más altos del pueblo, y tenía unos hombros anchos y unos brazos gruesos.

– Hola, Aaron -dijo el posadero con serenidad-. Cierra la puerta, ¿quieres? Entra mucho polvo.

Cuando el aprendiz del herrero se dio la vuelta para cerrar la puerta, el posadero y Bast, sin decirse nada y actuando perfectamente coordinados, escondieron con rapidez casi todo el acebo debajo de la barra. El aprendiz del herrero se dio la vuelta de nuevo y vio a Bast jugueteando distraídamente con algo que habría podido ser una pequeña guirnalda inacabada. Algo con que mantener los dedos ocupados para combatir el aburrimiento.

Aaron no dio muestras de haber notado nada raro cuando se apresuró hacia la barra.

– Señor Kote -dijo, emocionado-, ¿podría prepararme unas provisiones de viaje? -Agitó un saco de arpillera vacío-. Cárter me ha dicho que usted sabría a qué me refiero.

El posadero asintió.

– Tengo pan y queso, salchichas y manzanas. -Le hizo una seña a Bast, que agarró el saco y se dirigió a la cocina-. ¿Adónde va Cárter?

– Nos vamos los dos -dijo el chico-. Hoy los Orrison van a vender unos añojos en Treya, y nos han contratado a Cárter y a mí para que los acompañemos, ya que los caminos están muy mal y todo eso.

– Treya -musitó el posadero-. Entonces no volveréis hasta mañana.

El aprendiz del herrero depositó despacio un delgado sueldo de plata sobre la brillante barra de caoba.

– Cárter confía en encontrar también un sustituto para Nelly. Pero dice que si no encuentra ningún caballo, quizá acepte la paga del rey.

– ¿Cárter piensa alistarse? -preguntó Kote arqueando las cejas.

El chico sonrió con una extraña mezcla de regocijo y tristeza.

– Dice que no tiene alternativa si no encuentra un caballo para su carro. Dice que en el ejército se ocupan de ti, que te dan de comer y que ves mundo. -La emoción se reflejaba en la mirada del joven, cuya expresión se debatía entre el entusiasmo de un niño y la seria preocupación de un hombre-. Y ahora ya no te dan un noble de plata por alistarte. Ahora te dan un real. Un real de oro.

El rostro del posadero se ensombreció.

– Cárter es el único que se está planteando alistarse, ¿verdad? -Miró al chico a los ojos.

– Un real es mucho dinero -admitió el aprendiz del herrero, con sonrisa furtiva-. Y la vida es dura desde que murió padre y madre vino a vivir aquí desde Rannish.

– Y ¿qué opina tu madre de que te alistes en el ejército?

El chico se puso serio.

– Espero que no se me ponga usted de su lado -protestó-. Creí que lo entendería. Usted es un hombre, sabe que un hombre debe cuidar de su madre.

– Lo que sé es que tu madre preferiría tenerte en casa, sano y salvo, que nadar en una bañera de oro, muchacho.

– Estoy harto de que la gente me llame «muchacho» -le espetó el aprendiz del herrero, ruborizándose-. Puedo ser útil en el ejército. Cuando los rebeldes juren lealtad al Rey Penitente, las cosas empezarán a mejorar otra vez. No tendremos que pagar tantos impuestos. Los Bentley no perderán sus tierras. Los caminos volverán a ser seguros. -Entonces su expresión se entristeció, y por un instante su rostro dejó de parecer joven-. Y entonces madre no tendrá que esperarme, angustiada, cada vez que yo salga de casa -añadió con voz lúgubre-. Dejará de despertarse tres veces por la noche para comprobar los postigos de las ventanas y la tranca de la puerta.

Aaron miró al posadero a los ojos y enderezó la espalda; al dejar de encorvarse, le sacaba casi una cabeza al pelirrojo.

– Hay veces en que un hombre tiene que defender a su rey y su país.

– ¿Y Rose? -preguntó el posadero con voz suave.

El aprendiz se sonrojó y bajó la mirada, avergonzado. Volvió a dejar caer los hombros y se desinfló como una vela cuando el viento deja de soplar.

– Señor, ¿lo saben todos?

El posadero asintió al tiempo que esbozaba una sonrisa amable.

– En un pueblo como este no hay secretos.

– Bueno -dijo Aaron con decisión-, esto también lo hago por ella. Por nosotros. Con mi paga de soldado y con lo que tengo ahorrado, podré comprar una casa para nosotros, o montar mi propio taller sin tener que recurrir a ningún prestamista miserable.

Kote abrió la boca y volvió a cerrarla. Se quedó pensativo el tiempo que tardó en inspirar y expirar lentamente, y luego, como si escogiera sus palabras con mucho cuidado, preguntó:

– ¿Sabes quién es Kvothe, Aaron?

El aprendiz del herrero puso los ojos en blanco.

– No soy idiota. Anoche mismo hablábamos de él, ¿no se acuerda? -Miró más allá del hombro del posadero, hacia la cocina-. Mire, tengo que marcharme. Cárter se pondrá furioso si no…

Kote hizo un gesto tranquilizador.

– Te propongo un trato, Aaron. Escucha lo que quiero decirte, y entonces podrás llevarte la comida gratis. -Deslizó el sueldo de plata sobre la barra hacia el muchacho-. Así podrás utilizar esto para comprarle algo bonito a Rose en Treya.

– De acuerdo -dijo Aaron asintiendo con cautela.

– ¿Qué sabes de Kvothe por las historias que has oído contar? ¿Qué aspecto crees que tiene?

– ¿Aparte de aspecto de muerto? -dijo Aaron riendo.

Kote compuso un amago de sonrisa.

– Aparte de aspecto de muerto.

– Dominaba todo tipo de magias secretas -respondió Aaron-. Sabía seis palabras que, susurradas al oído de un caballo, le hacían correr ciento cincuenta kilómetros sin parar. Podía convertir el hierro en oro y atrapar un rayo en una jarra de litro para utilizarlo más tarde. Sabía una canción que abría cualquier cerrojo, y podía romper una puerta de roble macizo con una sola mano…

Aaron se interrumpió.

– En realidad depende de la historia. A veces es un buen tipo, una especie de Príncipe Azul. Una vez rescató a unas muchachas de una cuadrilla de ogros…

Otra sonrisa apagada.

– Ya.

– … pero en otras historias es un cabronazo -continuó Aaron-. Robó magias secretas de la Universidad. Por eso lo echaron de allí, ¿sabe? Y no le pusieron el apodo de Kvothe el Asesino de Reyes por lo bien que tocaba el laúd.

La sonrisa desapareció de los labios del posadero, que asintió con la cabeza.

– Cierto. Pero ¿cómo era?

– Era pelirrojo, si se refiere a eso -dijo Aaron frunciendo un poco el ceño-. En eso coinciden todas las historias. Un diablo con la espada. Era sumamente listo. Y además tenía mucha labia, y la empleaba para salir de todo tipo de aprietos.

El posadero asintió.

– Muy bien -dijo-. Y si tú fueras Kvothe, y sumamente listo, como tú dices, y de pronto pagaran por tu cabeza mil reales de oro y un ducado, ¿qué harías?

El aprendiz del herrero sacudió la cabeza y se encogió de hombros; no sabía qué responder.

– Pues si yo fuera Kvothe -dijo el posadero-, fingiría mi muerte, me cambiaría el nombre y buscaría un pueblecito perdido. Entonces abriría una posada y haría todo lo posible por desaparecer del mapa. -Miró al joven-. Eso sería lo que yo haría.

Aaron desvió la mirada hacia el cabello del posadero, hacia la espada colgada sobre la barra y, por último, de nuevo a los ojos del hombre pelirrojo.

Kote asintió lentamente, y entonces señaló a Cronista.

– Ese hombre no es un escribano como otro cualquiera. Es una especie de historiador, y ha venido a escribir la verdadera historia de mi vida. Te has perdido el principio, pero si quieres, puedes quedarte a oír el resto. -Esbozó una sonrisa relajada-. Yo puedo contarte historias que nadie ha oído nunca. Historias que nadie volverá a oír. Historias sobre Felurian, sobre cómo aprendí a luchar con los Adem. La verdad sobre la princesa Ariel.

El posadero tendió un brazo por encima de la barra y tocó el del chico.

– La verdad es que te tengo aprecio, Aaron. Creo que eres muy espabilado, y no me gustaría nada ver cómo echas a perder tu vida. -Respiró hondo y miró al aprendiz del herrero con intensidad. Sus ojos eran de un verde asombroso-. Sé cómo empezó esta guerra. Sé la verdad sobre ella. Cuando la hayas oído, ya no estarás tan impaciente por marcharte corriendo a pelear y morir en ella.

El posadero señaló una de las sillas vacías de la mesa, junto a Cronista, y compuso una sonrisa tan fácil y tan adorable que parecía la de un príncipe de cuento.

– ¿Qué me dices?

Aaron miró muy serio al posadero por un momento; su mirada subió hacia la espada, y luego volvió a descender.

– Si de verdad es usted… -No terminó la frase, pero su expresión la convirtió en una pregunta.

– Sí, lo soy de verdad -afirmó Kote con amabilidad.

– En ese caso, ¿puedo ver su capa de ningún color? -preguntó el aprendiz con una tímida sonrisa.

La sonrisa adorable del posadero se quedó rígida y crispada como un vidrio roto.

– Confundes a Kvothe con Táborlin el Grande -dijo Cronista desde el otro extremo de la habitación, con toda naturalidad-. El de la capa de ningún color era Táborlin.

Aaron se volvió y miró al escribano con gesto de desconcierto.

– Entonces, ¿qué era lo que tenía Kvothe?

– Una capa de sombra -respondió Cronista-. Si no recuerdo mal.

El chico se volvió de nuevo hacia la barra.

– Pues ¿puede enseñarme su capa de sombra? -preguntó-. ¿O hacer algún truco de magia? Siempre he querido ver alguno. Me contentaría con un poco de fuego, o con un relámpago. No quiero que se canse por mi culpa.

Antes de que el posadero pudiera dar una respuesta, Aaron soltó una carcajada.

– Solo estaba tomándole un poco el pelo, señor Kote. -Volvió a sonreír, más abiertamente que antes-. ¡Divina pareja!, jamás en la vida había hablado con un mentiroso de su talla. Ni siquiera mi tío Alvan podía soltarla tan gorda con esa cara tan seria.

El posadero miró hacia abajo y murmuró algo incomprensible.

Aaron tendió un brazo por encima de la barra y puso su ancha mano sobre el hombro de Kote.

– Ya sé que solo intenta ayudar, señor Kote -dijo con ternura-. Es usted un buen hombre, y pensaré en lo que me ha dicho. No iré corriendo a alistarme. Solo quiero estudiar bien mis opciones.

El aprendiz del herrero sacudió la cabeza, contrito.

– De verdad. Esta mañana todos me sueltan alguna. Mi madre me ha venido con que tiene tisis. Rose me ha dicho que está embarazada. -Se pasó una mano por el cabello y chascó la lengua-. Pero lo suyo se lleva la palma, he de reconocerlo.

– Bueno, es que… -Kote consiguió forzar una sonrisa-. No habría podido mirar a tu madre a la cara si no lo hubiera intentado.

– Si hubiera escogido cualquier otro detalle, quizá me lo habría tragado -repuso el chico-. Pero todo el mundo sabe que la espada de Kvothe era de plata. -Desvió la mirada hacia la espada colgada en la pared-. Y tampoco se llamaba Delirio. Se llamaba Kaysera, la asesina de poetas.

El posadero se estremeció un poco al oír eso.

– ¿La asesina de poetas?

– Sí, señor -confirmó Aaron asintiendo con obstinación-. Y su escribano tiene razón. Llevaba una capa hecha de telarañas y sombras, y anillos en todos los dedos. ¿Cómo era?

Cinco anillos llevaba en una mano:

de piedra, hierro, ámbar, madera y hueso.

En…

El aprendiz arrugó la frente.

– No me acuerdo del resto. Decía algo del fuego…

El hombre pelirrojo adoptó una expresión insondable. Miró hacia abajo, hacia sus manos, extendidas y posadas sobre la barra, y al cabo recitó:

En la otra, invisibles, otros cinco:

una sortija de sangre, el primero;

de aire, tenue como un susurro, el segundo;

el de hielo encerraba una grieta,

con un fulgor débil brillaba el de fuego,

y el último anillo no tenía nombre.

– Eso es -dijo Aaron sonriendo-. No tendrá ninguno de esos anillos escondido detrás de la barra, ¿verdad? -Se puso de puntillas e hizo como si se asomara.

Kote esbozó una sonrisa avergonzada.

– No. No tengo ninguno.

Ambos se sobresaltaron cuando Bast dejó caer un saco de arpillera sobre la barra con un golpazo.

– Creo que con esto habrá comida suficiente para dos días para Cárter y para ti, y quizá hasta sobre -dijo Bast con brusquedad.

Aaron se cargó el saco a la espalda y se dirigió hacia la puerta, pero titubeó y miró a los dos hombres que estaban detrás de la barra.

– No me gusta pedir favores. El viejo Cob me ha prometido que cuidará de mi madre, pero…

Bast salió de detrás de la barra y fue a acompañar al chico hasta la puerta.

– Seguro que estará bien. Si quieres, yo puedo pasar a ver a Rose. -Miró al aprendiz con una sonrisa lasciva en los labios-. Solo para asegurarme de que no se siente sola, ya sabes.

– Se lo agradecería mucho -repuso Aaron, aliviado-. Cuando me he ido la he dejado un poco compungida. Le iría bien que alguien la reconfortara un poco.

Bast, que ya había empezado a abrir la puerta de la posada, se quedó quieto y miró, incrédulo, al corpulento Aaron. Entonces meneó la cabeza y terminó de abrir.

– Bueno, buen viaje. Pásalo bien en la gran ciudad. Y no bebas agua.

Bast cerró la puerta y apoyó la frente en la madera, como si de pronto se sintiera muy cansado.

– ¿«Le iría bien que alguien la reconfortara un poco»? -repitió con incredulidad-. Retiro todo lo dicho alguna vez de que ese chico sea listo. -Se volvió hacia la barra mientras apuntaba con un dedo a la puerta cerrada-. Eso -dijo con firmeza, sin dirigirse a nadie en particular-, eso es lo que pasa por trabajar con hierro todos los días.

El posadero chascó la lengua y se apoyó en la barra.

– Ya ves lo que queda de mi labia legendaria.

Bast dio un resoplido de desprecio.

– Ese muchacho es un idiota, Reshi.

– ¿Y debería sentirme mejor porque no he sabido persuadir a un idiota, Bast?

Cronista carraspeó débilmente.

– Parece, más bien, un testimonio del gran papel que has hecho aquí -dijo-. Has interpretado tan bien al posadero que ya no pueden concebir que seas alguna otra cosa. -Abrió un brazo abarcando la taberna vacía-. Francamente, me sorprende que estés dispuesto a arriesgar la vida que te has construido aquí solo para impedir que el muchacho no se aliste en el ejército.

– No es un gran riesgo -dijo el posadero-. No es una gran vida. -Se enderezó, salió de detrás de la barra y fue hasta la mesa a la que estaba sentado Cronista-. Soy responsable de todas las muertes de esta estúpida guerra. Solo pretendía salvar una vida. Por lo visto, ni siquiera de eso soy capaz.

Se sentó enfrente de Cronista y continuó:

– ¿Dónde lo dejamos ayer? Si puedo evitarlo, prefiero no repetirme.

– Acababas de llamar al viento y de darle a Ambrose una muestra de lo que le esperaba -dijo Bast desde la puerta-. Y lloriqueabas como un bobo por tu amada.

– Yo no lloriqueo como un bobo, Bast -protestó Kote levantando la cabeza.

Cronista abrió su cartera de cuero y sacó una hoja de papel que tenía tres cuartas partes escritas con letra pequeña y precisa.

– Si quieres, puedo leerte lo último.

Kote tendió una mano.

– Recuerdo tu clave lo suficientemente bien para leerlo por mí mismo -dijo cansinamente-. Dámelo. Quizá me ayude a refrescar la memoria. -Miró a Bast-. Si vas a escuchar, ven aquí y siéntate. No quiero verte rondando.

Bast fue correteando hasta la silla mientras Kote inspiraba hondo y leía la última página de la historia que había relatado el día anterior. El posadero guardó un largo silencio. Sus labios temblaron un instante, como si fueran a fruncirse, y luego dibujaron algo parecido a la débil sombra de una sonrisa.

Asintió con aire pensativo; todavía seguía mirando la hoja.

– Había dedicado gran parte de mi corta vida a intentar entrar en la Universidad -dijo-. Quería estudiar allí antes incluso de que mataran a mi troupe. Antes de saber que los Chandrian eran más que una historia para contar alrededor de una fogata. Antes de empezar a buscar a los Amyr.

El posadero se reclinó en el respaldo de la silla; su expresión de cansancio desapareció y se tornó pensativa.

– Creía que cuando llegara allí, todo sería fácil. Aprendería magia y encontraría respuestas para todas mis preguntas. Creía que todo sería sencillo como en los cuentos.

Kvothe sonrió, un poco abochornado, y su expresión hizo que su rostro pareciera asombrosamente joven.

– Y tal vez lo habría sido, si no tuviera tanto talento para crearme enemigos y buscarme problemas. Lo único que yo quería era tocar mi música, asistir a las clases y buscar mis respuestas. Todo lo que quería estaba en la Universidad. Lo único que quería era quedarme allí. -Asintió para sí-. Por ahí es por donde deberíamos empezar.

El posadero le devolvió la hoja de papel a Cronista, que, distraído, la alisó con una mano. A continuación, Cronista destapó el tintero y mojó la pluma. Bast se inclinó hacia delante, expectante, sonriendo como un niño impaciente.

Kvothe paseó la mirada por la estancia observándolo todo. Inspiró hondo y de pronto sonrió. Y por un instante no pareció en absoluto un posadero. Tenía los ojos intensos y brillantes, verdes como una brizna de hierba.

– ¿Preparados?

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