Por el largo camino de regreso a Imre, Denna y yo hablamos de un sinfín de cosas sin importancia. Ella me habló de ciudades que había conocido: Tinué, Vartheret, Andenivan. Yo le hablé de Ademre y le enseñé algunos signos de su lenguaje.
Denna se burló de mi fama cada vez mayor, y yo le conté la verdad que había detrás de las historias. Le expliqué cómo habían acabado las cosas con el maer, y ella se solidarizó conmigo y se sintió debidamente indignada.
Pero hubo muchas cosas de las que no hablamos. Ninguno de los dos mencionó cómo nos habíamos separado en Severen. Yo no sabía si Denna se había marchado airada después de nuestra discusión, o si creyó que yo la había abandonado. Me pareció arriesgado preguntar. Una conversación sobre aquello resultaría, como mínimo, incómoda. Y en el peor de los casos podría reavivar nuestra discusión anterior, y eso era algo que yo quería evitar por todos los medios.
Denna llevaba consigo su arpa, así como un gran baúl de viaje. Deduje que debía de haber acabado su canción y que debía de haber empezado a tocarla en público. Me preocupaba que la tocara en Imre, donde la oirían muchos cantantes y trovadores y la difundirían por el mundo.
Pese a todo, no dije nada. Sabía que aquella sería una conversación difícil, y necesitaba escoger cuidadosamente el momento.
Tampoco mencioné a su mecenas, aunque lo que me había dicho el Cthaeh me remordía el pensamiento. No podía dejar de pensar en ello. Soñaba sobre ello.
Tampoco hablamos de Felurian. Denna bromeó sobre el «rescate de los bandidos» y «el asesinato de las vírgenes», pero nunca mencionó a Felurian. Debía de haber oído la canción que yo había compuesto, porque se había hecho mucho más popular que las otras historias que, por lo visto, Denna conocía tan bien. Pero no la mencionó, y yo no estaba tan loco como para sacar el tema a colación.
De modo que quedaron muchas cosas sin decir. La tensión fue aumentando entre nosotros mientras nuestro carro iba dando tumbos por el camino. Había pausas y lagunas en la conversación, silencios que se prolongaban demasiado, silencios breves pero tremendamente hondos.
Estábamos atrapados en medio de uno de aquellos silencios cuando por fin llegamos a Imre. Dejé a Denna en La Cabeza de Jabalí, donde tenía intención de alquilar habitaciones. La ayudé a subir su baúl, pero allí el silencio se hizo aún más profundo. Así es que lo orillé rápidamente, me despedí con cariño y me marché sin siquiera besarle la mano.
Aquella noche se me ocurrieron diez mil cosas que habría podido decirle. Me quedé tumbado contemplando el techo y no me dormí hasta muy entrada la madrugada.
Me desperté temprano; estaba nervioso e intranquilo. Desayuné con Simmon y Fela, y luego fui a Simpatía Experta, donde Fenton me venció con facilidad en tres duelos seguidos, colocándose en el primer lugar de la clasificación por primera vez desde mi regreso a la Universidad.
No tenía más clases, así que me bañé y pasé un buen rato estudiando mis trajes antes de decidirme por una camisa sencilla y aquel chaleco verde que, según Fela, realzaba el color de mis ojos. Le di a mi shaed forma de capa corta y luego decidí no ponérmelo. No quería que Denna pensara en Felurian cuando fuera a visitarla.
Por último me puse el anillo de Denna en el bolsillo del chaleco y crucé el río en dirección a Imre.
Llegué a La Cabeza de Jabalí y apenas tuve tiempo de tocar el picaporte, porque Denna abrió la puerta y salió a la calle poniéndome en las manos un cesto de comida.
Me quedé pasmado.
– ¿Cómo sabías…?
Denna llevaba un vestido azul claro que la favorecía, y sonrió, encantadora, al enlazar su brazo con el mío.
– Intuición femenina.
– Ah -dije dándomelas de sabio y enterado. La proximidad de Denna era casi dolorosa. El calor de su mano sobre mi brazo, su olor a hojas verdes y a la atmósfera que precede a una tormenta de verano-. Y ¿también sabes adónde vamos?
– Únicamente que me vas a llevar allí. -Se volvió y me miró, y noté su aliento en el cuello-. Deposito feliz toda mi confianza en ti.
La miré con intención de decir algo ingenioso, alguna de todas aquellas frases que había pensado la noche anterior. Pero cuando vi sus ojos, las palabras me abandonaron. Me quedé maravillado, no sé cuánto rato. Durante un largo momento fui completamente suyo…
Denna rió, sacándome de un ensueño que pudo durar un instante o un minuto. Salimos de la ciudad charlando animadamente, como si entre nosotros dos nunca hubiera habido más que sol y primavera.
La llevé a un sitio que había descubierto recientemente, una pequeña hondonada oculta detrás de un bosquecillo. Un arroyo serpenteaba junto a un itinolito tumbado a lo largo en el suelo, y el sol brillaba sobre un prado de margaritas que alzaban la cara hacia el cielo.
Cuando remontamos la pendiente y vimos aquella alfombra de margaritas que se extendía ante nosotros, Denna contuvo la respiración.
– He esperado mucho tiempo para enseñarles a estas flores lo hermosa que eres -dije.
Con eso me gané un abrazo entusiasta y un beso que me dejó la mejilla ardiendo. Pero fueron ambos rapidísimos. Desconcertado y sonriente, guié a Denna por el prado de margaritas hacia el itinolito junto al arroyo.
Una vez allí, me quité los zapatos y los calcetines. Denna también se descalzó y se anudó la falda; entonces corrió hasta el centro del arroyo, hasta que el agua le llegó más arriba de las rodillas.
– Dime, ¿conoces el secreto de las piedras? -preguntó mientras metía la mano en el agua. Se le mojó el dobladillo del vestido al inclinarse, pero eso no pareció importarle.
– No. ¿Qué secreto?
Denna sacó una piedra lisa y oscura del lecho del arroyo y me la mostró.
– Ven a verlo.
Terminé de arremangarme los pantalones y fui hacia el agua. Denna sostenía la piedra mojada en alto.
– Si la sostienes en la mano y la escuchas… -Lo hizo, cerrando los ojos. Se quedó quieta un largo momento, con la cara vuelta hacia arriba, como una flor.
Estuve tentado de besarla, pero me dominé.
Por fin abrió sus oscuros ojos. Me sonreían.
– Si la escuchas bien, te contará una historia.
– ¿Qué historia te ha contado? -pregunté.
– Una vez vino un niño al agua -dijo Denna-. Esta es la historia de una niña que vino al agua con el niño. Hablaron, y el niño lanzaba las piedras como si quisiera alejarlas bien de sí. La niña no tenía piedras, y el niño le dio algunas. Entonces la niña se entregó al niño, y él la alejó de sí como habría hecho con una piedra, sin importarle lo que ella pudiera sentir al caer.
Me quedé callado un momento, sin saber si Denna había terminado.
– Pues es una piedra triste, ¿no?
Denna besó la piedra y la dejó caer, siguiéndola con la mirada hasta que se posó en la arena del fondo.
– No, no es triste. Pero una vez la lanzaron. Conoce el movimiento. Le cuesta quedarse donde está como hacen la mayoría de las piedras. Acepta el ofrecimiento del agua y a veces se mueve. -Alzó la vista y me sonrió sin malicia-. Cuando se mueve, piensa en el niño.
No sabía cómo interpretar aquella historia, así que intenté cambiar de tema.
– ¿Cómo aprendiste tú a escuchar a las piedras?
– Te sorprendería las cosas que puedes llegar a oír si te tomas tiempo para escuchar. -Señaló el lecho del arroyo, salpicado de piedras-. Inténtalo. Nunca se sabe lo que puedes oír.
Sin saber muy bien a qué estaba jugando Denna, miré alrededor buscando una piedra, me arremangué la camisa y hundí la mano en el agua.
– Escucha -dijo Denna con seriedad.
Gracias a mis estudios con Elodin, tenía una gran tolerancia al ridículo. Me llevé la piedra a la oreja y cerré los ojos. Me pregunté si debía fingir que oía una historia.
De pronto me encontré dentro del arroyo, empapado y escupiendo agua. Me puse a farfullar e intenté levantarme mientras Denna reía a carcajadas, doblada por la cintura, casi sin poder tenerse en pie.
Fui hacia ella, pero se escabulló y dio un gritito que la hizo reír aún más. Desistí de perseguirla y, con gran dramatismo, me sacudí el agua de la cara y los brazos.
– ¡Qué pronto desistes! -me provocó-. ¿Tan rápido te apagas?
Metí una mano en el agua.
– Intentaba recuperar mi piedra -dije fingiendo que la buscaba.
Denna rió sacudiendo la cabeza.
– No me vas a engañar tan fácilmente.
– Lo digo en serio -protesté-. Quiero oír el final de su historia.
– ¿Qué historia era? -me preguntó, guasona, sin acercarse.
– La de una niña que embaucó a un poderoso arcanista. Se burlaba de él y se mofaba de él. Se reía de él con desdén y sin decoro. Un día él la sorprendió en un arroyo, y con rimas sus temores apaciguó. Pero la niña olvidó mirar atrás como debía, y eso muchas lágrimas provocó.
Sonreí y saqué la mano del agua.
Denna se volvió justo en el momento en que la golpeaba la ola.
Solo le llegaba por la cintura, pero bastó para hacerle perder el equilibrio. Denna se sumergió en medio de un torbellino de faldas, pelo y burbujas.
La corriente la trajo hasta mí, y la ayudé a levantarse, riendo.
Denna emergió con cara de llevar tres días ahogada.
– ¡Esto no se hace! -farfulló, indignada-. ¡Es muy feo!
– Discrepo. Jamás pensé que hoy vería una náyade tan hermosa.
Denna me salpicó agua.
– Puedes adularme cuanto quieras, pero Dios ha visto la verdad. Has hecho trampa. Yo solo he utilizado un truco honrado.
Entonces intentó sumergirme, pero yo estaba preparado. Forcejeamos un poco hasta que nos quedamos casi sin respiración. Entonces me di cuenta de lo cerca que estábamos. Qué maravilla. Qué poco parecía separarnos la ropa mojada.
Denna debió de pensar lo mismo en el mismo momento, y nos separamos un poco, como si de pronto sintiéramos timidez. Se alzó un poco de viento y nos recordó lo empapados que estábamos. Denna fue hasta la orilla y se quitó el vestido sin vacilar, poniéndolo a secar sobre el itinolito. Debajo llevaba una camisola que se le adhería al cuerpo. Vino de nuevo hacia mí; al pasar a mi lado me dio un empujón juguetón, y trepó a una roca alisada y negra, medio sumergida cerca del centro del arroyo.
Era una roca perfecta para tomar el sol, de basalto liso y oscuro como los ojos de Denna. La blancura de su piel y la reveladora camisola creaban un fuerte contraste contra la piedra, tan brillantes que casi deslumbraban. Denna se tumbó boca arriba y extendió su melena para que se secara. Su pelo mojado formaba sobre la piedra un dibujo que deletreaba el nombre del viento. Denna cerró los ojos y giró la cara hacia el sol. Ni siquiera Felurian habría podido estar más encantadora, más relajada.
Fui hasta la orilla y me quité la camisa y el chaleco, empapados. Tuve que dejarme puestos los pantalones mojados, porque no llevaba nada debajo.
– ¿Qué te cuenta esa piedra? -pregunté para llenar el silencio mientras dejaba mi camisa junto al vestido de Denna, sobre el itinolito.
Deslizó una mano por la suave superficie de la piedra y habló sin abrir los ojos.
– Esta me está explicando cómo es vivir en el agua, pero sin ser un pez. -Se desperezó como un gato-. ¿Por qué no traes la cesta aquí?
Cogí la cesta y vadeé el arroyo hasta llegar a la piedra, moviéndome despacio para no salpicar a Denna. Ella estaba tumbada, perfecta y quieta, como si durmiera. Pero al mirarla, sus labios dibujaron una sonrisa.
– Estás muy callado -dijo-. Pero te huelo, sé que estás ahí.
– Espero no oler mal.
Denna sacudió ligeramente la cabeza, pero siguió sin abrir los ojos.
– Hueles a flores secas. A una especia extraña a punto de arder.
– Y a agua de río, me imagino.
Denna volvió a desperezarse y sonrió, relajada, revelando la blancura perfecta de sus dientes, el rosa perfecto de sus labios. Cambió un poco de posición. Casi como si me dejara sitio. Casi. Estuve tentado de tumbarme a su lado. La piedra era lo bastante grande para dos personas siempre que no tuvieran inconveniente en estar muy cerca…
– Sí -dijo Denna.
– Sí ¿qué? -pregunté.
– Tu pregunta -dijo ella girando la cara hacia mí, pero sin abrir los ojos-. Estás a punto de hacerme una pregunta. -Volvió a moverse un poco-. La respuesta es sí.
¿Cómo debía interpretarlo? ¿Qué debía pedir? ¿Un beso? ¿Algo más? ¿Cuánto sería demasiado? ¿Era aquello una prueba? Sabía que si pedía demasiado solo conseguiría ahuyentarla.
– Me preguntaba si te podrías apartar un poco -dije con suavidad.
– Sí. -Volvió a moverse, dejando más espacio a su lado. Entonces abrió los ojos, y puso cara de susto al verme de pie, sin camisa.
Miró hacia abajo y se relajó al comprobar que no me había quitado los pantalones.
Me reí, pero su cara de asombro me aconsejó no abandonar la cautela. Dejé el cesto donde había pensado tumbarme.
– ¿Qué te pasa? ¿Qué te ha asustado?
Denna se sonrojó un poco, turbada.
– No te creía capaz de llevarle la comida a una chica estando desnudo. -Encogió un poco los hombros y nos miró al cesto y a mí-. Pero me gustas así. Mi esclavo con el torso al aire. -Volvió a cerrar los ojos-. Dame fresas.
Obedecí de buen grado, y así pasamos la tarde.
Hacía mucho rato que habíamos comido y el sol ya nos había secado. Por primera vez desde nuestra pelea en Severen, sentí que todo fluía entre nosotros. Ya no encontrábamos silencios a cada paso, como baches en el camino. Solo había sido cuestión de esperar pacientemente a que se disipara la tensión.
A medida que avanzaba lentamente la tarde, comprendí que aquel era el momento ideal para plantear la conversación que llevaba tanto tiempo aplazando. Distinguí el verde apagado de viejos cardenales en los brazos de Denna, y los vestigios de un verdugón en su espalda. Tenía una cicatriz en una pierna, por encima de la rodilla, lo bastante reciente para que el rojo se entreviera a través de la blanca camisola.
Lo único que tenía que hacer era preguntarle qué eran aquellas marcas. Si formulaba la pregunta con cuidado, Denna admitiría que se las había hecho su mecenas. A partir de ahí, sería sencillo tirarle de la lengua. Convencerla de que ella merecía algo mejor. De que fuera lo que fuese lo que su mecenas le ofreciera, ella no merecía aquel maltrato.
Y por primera vez en mi vida, yo podía ofrecerle una salida. Con la carta de crédito de Alveron y mi trabajo en la Factoría, ya nunca tendría problemas de dinero. Por primera vez en mi vida, era rico. Podía ofrecerle a Denna una forma de huir…
– ¿Qué te pasó en la espalda? -me preguntó Denna en voz baja, interrumpiendo mis pensamientos. Todavía estaba reclinada en la piedra; yo estaba apoyado en ella, con los pies en el agua.
– ¿Qué? -pregunté, e inconscientemente me di la vuelta.
– Tienes cicatrices en la espalda -dijo Denna. Noté que una de sus manos, fría, acariciaba mi piel calentada por el sol, trazando una línea-. Al principio no me he dado cuenta de que eran cicatrices. Son bonitas. -Trazó otra línea a lo largo de mi espalda-. Es como si un crío gigantesco te hubiese confundido con una hoja de papel y hubiese practicado las letras sobre ti con una pluma de plata.
Retiró la mano y me volví para mirarla.
– ¿Cómo te las hiciste? -insistió.
– Bueno, tuve algunos problemas en la Universidad -dije con cierta timidez.
– ¿Y te azotaron? -dijo ella, sorprendida.
– Dos veces.
– Y ¿cómo es que sigues allí? -preguntó como si no pudiera creerlo-. ¿Después de que te hicieran eso?
Encogí los hombros.
– Hay cosas peores que unos azotes -dije-. En ningún otro sitio puedo aprender lo que me enseñan en la Universidad. Cuando quiero algo, hace falta algo más que un poco de sangre para…
Entonces reparé en lo que estaba diciendo. Los maestros me habían azotado. A Denna la había pegado su mecenas. Y ambos nos habíamos quedado. ¿Cómo podía convencerla de que mi situación era diferente? ¿Cómo podía convencerla de que ella tenía que marcharse?
Denna me miró con curiosidad, con la cabeza ladeada.
– Y dime, ¿qué pasa cuando quieres algo?
– Lo que quiero decir es que no me desanimo fácilmente -dije encogiéndome de hombros.
– Sí, algo había oído -dijo lanzándome una mirada de complicidad-. En Imre hay muchas chicas que aseguran que eres incansable. -Se incorporó y empezó a resbalar hacia el borde de la piedra. La camisola se le arrugó y se deslizó lentamente por sus muslos.
Iba a comentar lo de su cicatriz, con la esperanza de dirigir la conversación hacia su mecenas, cuando vi que Denna se había quedado quieta y me miraba mientras yo tenía la vista puesta en sus piernas desnudas.
– ¿Qué dicen exactamente? -pregunté por decir algo, más que por curiosidad.
Se encogió de hombros.
– Algunas creen que intentas diezmar la población femenina de Imre. -Siguió avanzando hacia el borde de la piedra, y la camisola siguió subiendo, impidiéndome concentrarme.
– Diezmar implicaría a una de cada diez -dije tratando de convertirlo en un chiste-. Eso es poco ambicioso, incluso tratándose de mí.
– Ah, me tranquilizas -repuso ella-. ¿Y te las traes a todas a…? -Dio un grito ahogado y resbaló por el borde de la piedra. Consiguió pararse justo en el momento en que yo estiraba el brazo para ayudarla.
– Si las traigo, ¿adónde? -pregunté.
– Si les traes rosas, bobo -dijo ella, cortante-. ¿O también ya has pasado esa página?
– ¿No quieres que te lleve en brazos? -pregunté.
– Sí -me contestó. Pero antes de que pudiera acercarme a cogerla, ella resbaló el resto del camino hasta el agua, y su camisola se elevó a una altura escandalosa antes de pisar el lecho del río. El agua la cubrió hasta las rodillas, mojándole solo el dobladillo.
Fuimos hasta el itinolito y, en silencio, nos pusimos la ropa, ya seca. Denna se preocupó por el dobladillo mojado de su camisola.
– Habría podido llevarte en brazos, lo sabes -dije en voz baja.
Denna se llevó la palma de la mano a la frente.
– Si me dices otra frase de siete palabras, me desmayo. -Se abanicó con la otra mano-. ¿Qué voy a hacer contigo?
– Amarme. -Pretendía decirlo con toda la frivolidad de que fuera capaz. En broma. Convirtiéndolo en un chiste. Pero cometí el error de mirarla a los ojos al hablar. Me distrajeron, y cuando las palabras salieron de mi boca, acabaron sonando muy diferentes a como yo había planeado.
Durante una milésima de segundo, me sostuvo la mirada con resuelta ternura. Entonces compuso una sonrisa atribulada que apenas levantó una comisura de sus labios.
– Ah, no -dijo-. No caeré en esa trampa. Yo no pienso ser una de tantas.
Apreté los dientes, entre confundido, abochornado y asustado. Había sido demasiado atrevido y lo había estropeado todo, como siempre había temido. ¿Cuándo se me había ido de las manos la conversación?
– ¿Perdóname? -dije, atontado.
– Más te vale. -Denna se arregló la ropa, moviéndose con una rigidez poco habitual en ella, y se pasó las manos por el pelo tejiendo una gruesa trenza. Sus dedos manejaron los mechones y por un instante pude leer, más claro que el agua: «No me hables».
Quizá sea necio, pero hasta yo sé leer una señal tan evidente. Cerré la boca y me callé lo siguiente que iba a decir.
Entonces Denna vio que le miraba el pelo y retiró las manos con timidez, sin llegar a atarse la trenza. Rápidamente, los mechones se deshicieron y el pelo volvió a colgar suelto alrededor de sus hombros. Se llevó las manos delante del cuerpo y empezó a hacer girar, nerviosa, uno de sus anillos.
– Espera un momento -dije-. Casi se me olvida. -Metí la mano en el bolsillo interior de mi chaleco-. Tengo un regalo para ti.
Denna se quedó mirando la mano que le tendía; sus labios dibujaban una línea delgada.
– ¿Tú también? -me preguntó-. Sinceramente, creía que tú eras diferente.
– Eso espero -dije, y abrí la mano. Había pulido el anillo, y el sol se reflejaba en los bordes de la piedra azul claro.
– ¡Oh! -Denna se tapó la boca con ambas manos, y de pronto se le empañaron los ojos-. ¿Es mi…? -Alargó ambas manos para cogerlo.
– Lo es -confirmé.
Le dio vueltas con las manos; luego se quitó uno de los anillos que llevaba y se lo puso.
– Sí, lo es -dijo, atónita, y unas lágrimas resbalaron por sus mejillas-. ¿Cómo pudiste…?
– Se lo quité a Ambrose -dije.
– Ah -dijo ella. Desplazó el peso del cuerpo de una pierna a otra, y noté que el silencio volvía a cernerse entre nosotros.
– No fue muy complicado -mentí-. Solo lamento haber tardado tanto en recuperarlo.
– No hay forma de que pueda agradecértelo. -Denna estiró las manos y tomó una de las mías entre las suyas.
Supongo que creeréis que aquello ayudó. Que un regalo y las manos entrelazadas arreglarían las cosas entre nosotros. Pero había vuelto el silencio, más intenso que antes. Tan denso que habríais podido untarlo en el pan y coméroslo. Hay silencios que ni las palabras pueden ahuyentar. Y aunque Denna me tocaba la mano, no me la sujetaba. Hay un mundo de diferencia.
Denna miró al cielo.
– Va a cambiar el tiempo -dijo-. Deberíamos volver antes de que empiece a llover.
Asentí, y nos pusimos en marcha. A medida que avanzábamos, las nubes proyectaban su sombra por el paisaje que dejábamos atrás.