Capítulo 89

Desperdiciando la luz

Llevábamos cuatro días nublados y lluviosos. Al principio los árboles nos habían proporcionado algún cobijo, pero pronto descubrimos que las hojas retenían el agua de lluvia, y al menor soplo de viento se precipitaba un aluvión de gotas que habían ido acumulándose a lo largo de horas. En consecuencia, tanto si en ese momento llovía como si no, constantemente nos caía agua encima, y estábamos siempre empapados.

Habíamos dejado de contar historias después de cenar. Marten se resfrió, y a medida que empeoraba iba poniéndose huraño y sarcástico. Y dos días antes se nos había mojado el pan. Quizá os parezca un problema insignificante, pero si alguna vez habéis intentado comeros un trozo de pan mojado después de todo un día caminando bajo la lluvia, ya sabéis de qué humor te pone eso.

Dedan estaba verdaderamente insoportable. Protestaba y se quejaba hasta de las tareas más sencillas. La última vez que había ido al pueblo a buscar provisiones había comprado una botella de dreg en lugar de patatas, mantequilla y cuerdas de arco. Hespe lo dejó en Crosson y él no volvió al campamento hasta casi medianoche, apestando a alcohol y cantando tan alto que hasta los muertos se habrían tapado los oídos.

No me molesté en reprenderlo. Yo tenía la lengua afilada, como buen artista de troupe, pero era evidente que Dedan era inmune a mis sarcasmos. En lugar de eso, esperé hasta que Dedan cayó dormido, tiré el dreg que quedaba al fuego y dejé la botella sobre las brasas para que la viera al día siguiente. Después de eso, Dedan dejó de murmurar constantemente de mí con desprecio y se sumió en un frío silencio. Aquel silencio resultaba agradable, pero yo sabía que era una mala señal.

Como todos estábamos malhumorados, decidí que cada uno buscaría el rastro de los bandidos por su cuenta. En parte, porque si andábamos sobre las huellas de otro por el suelo mojado removeríamos la tierra y dejaríamos también un rastro; pero la otra razón era que sabía que si enviaba a Dedan y a Hespe juntos, acabarían peleándose y alertarían a los bandidos que pudiera haber en quince kilómetros a la redonda.

Llegaba al campamento chorreando y muy desanimado. Resultó que las botas que había comprado en Severen no eran impermeables, y absorbían el agua de lluvia como esponjas. Por la noche podía secarlas con el calor de la hoguera y haciendo, con discreción, un poco de simpatía. Pero al día siguiente, nada más dar tres pasos, volvían a estar empapadas. Así que, para colmo, tenía los pies fríos y mojados desde hacía varios días.

Llevábamos veintinueve días en el Eld, y cuando remonté la pequeña cresta tras la que se ocultaba nuestro último campamento, vi a Dedan y Hespe sentados uno a cada lado de la hoguera, ignorándose el uno al otro. Hespe engrasaba su espada. Dedan removía distraídamente la tierra con un palo.

Yo tampoco estaba de humor para muchas pláticas. Confiando en que aquel silencio se prolongara un poco más, me acerqué a la hoguera sin decir nada. Pero no había fuego.

– ¿Qué ha pasado con el fuego? -pregunté. Era una pregunta estúpida. Lo que había pasado era bastante evidente: habían dejado que se apagara, y solo quedaban trozos de leña chamuscados y cenizas mojadas.

– Hoy no me toca a mí ir a buscar leña -dijo Hespe con enojo.

Dedan seguía removiendo la tierra con el palo. Me fijé en que tenía un cardenal incipiente en la mejilla.

Yo solo quería un poco de comida caliente y diez minutos con los pies secos. Eso no me haría feliz, pero me haría un poco menos desgraciado de lo que me había sentido todo el día.

– Me sorprende que vosotros dos sepáis mear sin ayuda -les espeté.

Dedan me miró con odio.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Cuando Alveron me pidió que le hiciera este trabajo, me aseguró que contaría con la ayuda de personas adultas, y no de un puñado de colegiales.

– Tú no sabes lo que esa me… -saltó Dedan.

Lo corté.

– No me importa. No me importa saber por qué os estáis peleando. No me importa lo que Hespe te haya lanzado. Lo que me importa es que el fuego se ha apagado. ¡Tehlu que estás en las alturas, un perro bien entrenado me ayudaría más!

El semblante de Dedan se endureció revelando su agresividad habitual.

– A lo mejor, así…

– Cállate -le ordené-. Preferiría oír a un asno rebuznando que perder el tiempo escuchando tus tonterías. Cuando vuelvo al campamento, espero encontrar fuego y un plato de comida. Si esto es demasiado para vosotros, iré a Crosson a buscar a un crío de cinco años para que os haga de niñera a los dos.

Dedan se levantó. El viento sopló entre los árboles, y unas gruesas gotas repiquetearon en el suelo.

– Pues te vas a comer un plato que no podrás digerir, chico.

Apretó los puños. Yo me metí una mano en el bolsillo y cogí el fetiche de Dedan que había modelado días antes. Noté que se me hacía un nudo de miedo y rabia en el estómago.

– Si das un solo paso hacia mí, Dedan, te haré tanto daño que me suplicarás a gritos que te mate. -Lo miré a los ojos-. Ahora estoy un poco irritado. Ni se te ocurra hacerme enfadar.

Dedan se paró, y me pareció oír cómo pensaba en todas las historias que había oído sobre Táborlin el Grande, en fuego y rayos. Hubo un largo silencio mientras nos mirábamos con fijeza, sin parpadear.

Afortunadamente, Tempi regresó en ese momento al campamento y rompió la tensión. Un tanto avergonzado, me acerqué a las brasas de la hoguera para ver si podía reavivar el fuego. Dedan se alejó pisando fuerte entre los árboles, con suerte en busca de leña. Me importaba un comino si la que traía era de renel o no.

Tempi se sentó junto a la hoguera apagada. Si no hubiera estado tan atareado, quizá habría detectado algo raro en sus movimientos. Pero no lo sé, quizá no. Es difícil interpretar el estado de ánimo de los Adem, incluso si eres un bárbaro medianamente educado.

Mientras reavivaba poco a poco el fuego, empecé a lamentar cómo había manejado la situación. Eso fue lo único que me impidió emprenderla a golpes contra Dedan cuando apareció cargado de leña húmeda y la dejó caer al borde de mi fuego casi resucitado, desmontándolo.

Marten llegó poco después de que yo hubiera reconstruido la hoguera por segunda vez. Se sentó a mi lado y extendió las manos. Tenía los ojos hundidos y con ojeras.

– ¿Te encuentras algo mejor? -le pregunté.

– Sí, muchísimo. -Tenía una marcada ronquera, bastante peor que aquella mañana. Me preocupaban el ruido que hacía al respirar, la neumonía, la fiebre.

– Puedo preparar una infusión que te aliviará un poco la garganta -propuse sin abrigar grandes esperanzas. Marten había rechazado todas mis ofertas de ayuda en los últimos días.

Titubeó, pero al final asintió con la cabeza. Mientras yo calentaba el agua, Marten tuvo un violento ataque de tos que duró casi un minuto. Si esa noche no paraba de llover, tendríamos que ir al pueblo y esperar a que Marten se recuperara. No podía arriesgarme a que cogiera una neumonía ni a que revelara nuestra posición a los centinelas de los bandidos con un ataque de tos.

Le di la infusión; Tempi, sentado junto al fuego, se rebulló.

– Hoy he matado a dos hombres -declaró.

Se produjo un largo silencio de perplejidad. La lluvia golpeaba el suelo alrededor de nosotros. El fuego silbaba y chisporroteaba.

– ¿Qué? -pregunté, incrédulo.

– Me atacan dos hombres detrás de los árboles -dijo Tempi con calma.

Me froté la nuca.

– Maldita sea, Tempi, ¿por qué no has dicho nada hasta ahora?

Me miró sin alterarse, y sus dedos trazaron un círculo. Era un signo que yo no conocía.

– Matar a dos hombres no es fácil -dijo.

– ¿Te han herido? -preguntó Hespe.

Tempi desvió su fría mirada hacia ella. Ofendido. Yo había interpretado mal su comentario anterior: no era la pelea en sí lo que había resultado difícil. Lo difícil era el hecho de haber matado a dos hombres.

– He necesitado este tiempo para calmar mis pensamientos. También espero hasta que todos estamos aquí.

Intenté recordar el signo de disculpa, pero tuve que contentarme con pena.

– ¿Qué ha pasado? -pregunté con serenidad, aferrándome a los deshilachados bordes de mi paciencia.

Tempi hizo una pausa para escoger sus palabras.

– Buscaba rastro y dos hombres saltan desde los árboles.

– ¿Cómo eran? -preguntó Dedan adelantándose a mí.

Otra pausa.

– Uno alto como tú, los brazos más largos que yo, más fuerte que yo pero lento. Más lento que tú. -El rostro de Dedan se ensombreció, como si no estuviera muy seguro de si debía sentirse insultado-. El otro era más bajo y más rápido. Ambos tenían espadas anchas y gruesas. Con doble filo. Así de largas. -Separó las manos unos tres palmos.

Pensé que aquella descripción revelaba más sobre Tempi que sobre los hombres a los que se había enfrentado.

– ¿Dónde ha sido? ¿Cuándo?

Tempi apuntó en la dirección en que había estado rastreando.

– Menos de dos kilómetros. Menos de una hora.

– ¿Crees que te estaban esperando?

– No estaban allí cuando yo he pasado -dijo Marten a la defensiva. Tosió con una tos húmeda y desgarradora, desde lo más hondo del pecho, y escupió una sustancia viscosa en el suelo-. Si estaban esperándolo, no podían llevar mucho rato allí.

Tempi encogió los hombros de forma elocuente.

– ¿Qué clase de armadura llevaban? -preguntó Dedan.

Tempi se quedó quieto un momento; entonces estiró un brazo y me dio unos golpecitos en la bota.

– ¿Esto?

– ¿Cuero? -pregunté.

– Sí, cuero. Duro, y con algo de metal.

Dedan se relajó un poco.

– Al menos es algo. -Se quedó pensativo. De pronto levantó la cabeza y clavó los ojos en Hespe-. ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?

– No te he mirado -dijo Hespe con frialdad.

– Sí lo has hecho. Has puesto los ojos en blanco. -Miró a Marten-. Tú has visto cómo ponía los ojos en blanco, ¿verdad?

– Cerrad el pico -les gruñí a los dos. Y sorprendentemente, me obedecieron. Me froté los ojos con el pulpejo de las manos y medité un momento sin interrupciones sobre nuestra situación-. ¿Cuánta luz nos queda, Marten?

Marten miró al cielo, de color pizarra.

– Calculo que una hora y media de luz como esta -dijo con voz ronca-. Suficiente para localizarlos. Luego, quizá un cuarto de hora de luz muy mala. El sol se ocultará deprisa tras esas nubes.

– ¿Te apetece darte un paseo más? -le pregunté.

– Si encontramos a esos desgraciados esta noche, mucho mejor -me contestó, y su sonrisa me sorprendió-. Ya me han tenido bastante tiempo pateándome este maldito bosque.

Asentí con la cabeza, estiré un brazo y cogí un pellizco de ceniza húmedo de aquel lamentable fuego. Lo froté cuidadosamente con los dedos, que luego restregué en un paño pequeño que me guardé en la capa. No sería una buena fuente de calor, pero era mejor que nada.

– Muy bien -dije-. Tempi nos guiará hasta los cadáveres, y entonces veremos si podemos seguir el rastro hasta su campamento. -Me levanté.

– ¡Eh! -exclamó Dedan alzando las manos-. ¿Y nosotros?

– Hespe y tú os quedaréis aquí vigilando el campamento. -Me mordí la lengua para no añadir: «Ya ver si mantenéis vivo el fuego».

– ¿Por qué? Vayamos todos. ¡Podemos liquidarlos esta noche! -Se puso de pie.

– ¿Y si son una docena? -pregunté con todo mi sarcasmo.

Dedan no respondió de inmediato, pero tampoco se rindió.

– Contaremos con el factor sorpresa.

– No contaremos con el factor sorpresa si los cinco nos estamos paseando por allí -dije acaloradamente.

– Entonces, ¿por qué vas tú? -me preguntó Dedan-. Pueden ir solo Tempi y Marten.

– Yo voy porque necesito saber a qué nos enfrentamos. Yo soy el que va a preparar el plan que nos permitirá salir de esta con vida.

– Y ¿por qué iba a preparar nuestro plan un pardillo como tú?

– Estamos desperdiciando la luz -terció Marten con hastío.

– Tehlu bendito, menos mal que hay alguien sensato. -Miré a Dedan-. Nos vamos. Vosotros os quedáis. Es una orden.

– ¿Una orden? -repitió Dedan, incrédulo.

Nos miramos el uno al otro amenazadoramente; entonces me di la vuelta y seguí a Tempi hacia los árboles. Se oyeron truenos por encima de nuestras cabezas. El viento agitó las ramas de los árboles llevándose aquella interminable llovizna. Y entonces empezó a llover en serio.

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