Capítulo 136

Interludio: a punto de olvidar

Kvothe levantó una mano mirando a Cronista.

– Vamos a parar un momento, ¿os parece? -Recorrió la oscura taberna con la vista-. Me he dejado arrastrar un poco por la historia. Tengo que ocuparme de unas cosas antes de que sea más tarde.

El posadero se levantó con rigidez y se desperezó. Encendió una vela en el fuego de la chimenea y se paseó por la posada encendiendo las lámparas una a una, haciendo retroceder la oscuridad gradualmente.

– Yo también estaba muy abstraído -comentó Cronista levantándose y desperezándose a su vez-. ¿Qué hora es?

– Tarde -respondió Bast-. Tengo hambre.

Cronista miró la calle a través de la ventana oscura.

– Creía que a estas alturas ya habría venido alguien a cenar. A comer ha acudido mucha gente.

Kvothe asintió con la cabeza.

– Habrían venido los clientes fijos si no fuera por el funeral de Shep -repuso.

– Ah. -Cronista agachó la cabeza-. Se me había olvidado. ¿Y por mi culpa vosotros dos no habéis podido asistir?

Kvothe encendió la última lámpara detrás de la barra y apagó la vela.

– No pasa nada -dijo-. Bast y yo no somos de por aquí. Y son gente pragmática. Saben que tengo que atender mi negocio.

– Y no te llevas bien con el padre Leoden -terció Bast.

– Y no me llevo bien con el sacerdote del pueblo -admitió Kvothe-. Pero tú deberías pasar, Bast. Les extrañará que no vayas.

Bast miró alrededor con nerviosismo.

– No quiero irme, Reshi.

Kvothe le sonrió con cariño.

– Deberías ir, Bast. Shep era un buen hombre; ve a tomarte una copa para despedirlo. De hecho… -Se agachó y rebuscó debajo de la barra; al cabo de un momento sacó una botella-. Toma. Una botella de aguardiente. Mucho mejor del que suelen pedir por aquí. Ve y compártelo. -Puso la botella encima de la barra con un golpe fuerte.

Bast dio un paso adelante involuntariamente; el conflicto se reflejaba en su cara.

– Pero Reshi, yo…

– Habrá chicas guapas bailando, Bast -dijo Kvothe en voz baja y con tono tranquilizador-. Alguien tocará el violín y ellas se sentirán felices de estar vivas. Harán ondear las faldas al son de la música. Reirán y estarán algo achispadas. Con las mejillas sonrosadas y deseando que las besen… -Le dio un empujoncito a la pesada botella marrón, que se deslizó por la barra hacia su pupilo-. Eres mi embajador en el pueblo. Quizá yo no pueda dejar de atender el negocio, pero tú puedes ir allí y disculparte de mi parte.

Bast cerró una mano alrededor del cuello de la botella.

– Solo me tomaré una copa -dijo con decisión-. Y bailaré un baile. Y le daré un beso a Katie Miller. Y quizá otro a la viuda Creel. Pero nada más. -Miró a Kvothe a los ojos-. No tardaré más de media hora…

Kvothe volvió a sonreír con calidez.

– Tengo cosas que hacer, Bast. Prepararé algo para cenar y así nuestro amigo podrá descansar un poco la mano.

Bast sonrió y cogió la botella.

– Pues entonces, ¡dos bailes! -Se precipitó hacia la puerta, y cuando la abrió entró una ráfaga de viento que le desordenó el cabello-. ¡Guardadme algo de comer!-gritó por encima del hombro.

La puerta se cerró de un golpetazo.

Cronista miró al posadero con curiosidad.

Kvothe encogió los hombros.

– Se estaba implicando demasiado en la historia. Se lo toma todo muy a pecho. Un breve descanso le dará un poco de perspectiva. Además, es verdad que tengo que preparar la cena, aunque solo sea para tres.

El escribano sacó un paño sucio de su cartera de cuero y lo miró con desagrado.

– ¿Podrías prestarme un trapo limpio? -preguntó.

Kvothe asintió con la cabeza y sacó un paño de hilo blanco de debajo de la barra.

– ¿Necesitas algo más?

Cronista se levantó y fue hasta la barra.

– Si tuvieras algún licor fuerte, sería de gran ayuda -dijo, un poco turbado-. Siento tener que pedírtelo, pero cuando me robaron…

– No seas ridículo -dijo Kvothe cortándolo con un ademán-. Debí preguntarte ayer si necesitabas algo. -Salió de detrás de la barra y fue hacia la escalera que conducía al sótano-. Supongo que lo mejor sería alcohol de madera, ¿no?

Cronista asintió y Kvothe desapareció en el sótano. El escribano cogió el paño de hilo, doblado con esmero, y lo frotó distraídamente con los dedos. Entonces desvió la mirada hacia la espada que colgaba en la pared de detrás de la barra. El metal gris de la hoja destacaba contra la madera oscura del tablero de soporte.

Kvothe subió del sótano con una botellita transparente.

– ¿Necesitas algo más? También tengo una buena provisión de papel y tinta.

– Quizá me hagan falta mañana -contestó Cronista-. Ya he gastado casi todo el papel que tenía. Pero esta noche puedo moler más tinta.

– No te molestes -replicó Kvothe-. Tengo varias botellas de excelente tinta de Arueh.

– ¿Tinta de Arueh auténtica? -se sorprendió Cronista.

Kvothe esbozó una amplia sonrisa y asintió.

– Eres muy amable -dijo Cronista relajándose un poco-. He de confesar que pasarme una hora moliendo tinta no es lo que más me apetece hacer esta noche. -Cogió la botellita transparente y el trapo, y se detuvo-. ¿Te importa que te haga una pregunta? Extraoficialmente, por decirlo así.

Una sonrisa ladeada empezó a asomar en los labios de Kvothe.

– Adelante. Extraoficialmente.

– Me he fijado en que tu descripción de Cesura no… -Cronista titubeó-. Bueno, que no parece encajar con la espada. -Dirigió la mirada hacia la espada que estaba colgada detrás de la barra-. La cruz no es como tú la has descrito.

Kvothe sonrió abiertamente.

– Vaya, sí que eres listo.

– No estoy insinuando… -se apresuró a decir Cronista, abochornado.

Kvothe soltó una risotada cordial. Su sonido rodó por la estancia, y por un instante la taberna dejó de parecer vacía.

– Claro que no. Tienes toda la razón. -Se volvió y miró la espada-. Esa no es… ¿Cómo la ha llamado el chico esta mañana? -Se quedó pensativo un momento, y luego volvió a sonreír-. Kaysera. La asesina de poetas.

– Sentía curiosidad -se disculpó Cronista.

– ¿Acaso tiene que ofenderme que me hayas prestado atención? -Kvothe volvió a reír-. ¿Qué gracia tiene contar una historia si nadie te escucha? -Se frotó las manos con impaciencia-. Vamos a ver. La cena. ¿Qué te apetece? ¿Frío o caliente? ¿Sopa o estofado? También tengo buena mano para el pudin.

Se decidieron por una cena sencilla para no tener que volver a cargar de leña la cocina. Kvothe fue de un lado para otro reuniendo todo lo que necesitaba. Tarareando, bajó al sótano a buscar carne de cordero fría y medio queso duro y muy curado.

– Bast se va a llevar una alegría cuando vea esto -comentó Kvothe, sonriente, cuando trajo un tarro de aceitunas en salmuera de la despensa-. No sabe que las tenemos, o ya se las habría comido. -Se desató el delantal y se lo quitó por la cabeza-. Me parece que también tenemos unos tomates en el jardín.

Kvothe regresó unos minutos más tarde con el delantal hecho un atado. Estaba salpicado de lluvia y tenía el pelo alborotado. Sonreía con aire infantil, y en ese momento poco recordaba al posadero sombrío y reposado.

– La tormenta no se decide -dijo dejando el delantal encima de la barra y sacando con cuidado los tomates-. Pero si llega, esta noche vamos a ver una tumbacarretas. -Empezó a tararear, distraído, mientras lo cortaba todo y lo ponía en una gran bandeja de madera.

La puerta de la Roca de Guía se abrió, y una brusca ráfaga de viento hizo parpadear la luz de las lámparas. Entraron dos soldados, encorvados para protegerse del viento y la lluvia; las espadas sobresalían a su espalda como rabos. Sus tabardos azules y blancos estaban salpicados de gruesos goterones.

Soltaron los pesados macutos, y el más bajo de los dos arrimó el hombro contra la puerta para cerrarla.

– Por los dientes de Dios -dijo el más alto arreglándose la ropa-. Mala noche para estar ahí fuera. -Tenía la coronilla calva y una tupida y lisa barba negra-. ¡Eh, joven! -exclamó alegremente mirando a Kvothe-. No sabes qué alegría nos ha dado ver estas luces. Corre a buscar al dueño, ¿quieres? Tenemos que hablar con él.

Kvothe cogió el delantal de la barra y se lo puso por la cabeza.

– Ese soy yo -dijo carraspeando mientras se ataba las cintas a la cintura. Se pasó las manos por el cabello alborotado, alisándolo.

El soldado de la barba lo miró y encogió los hombros.

– Está bien. ¿Hay la posibilidad de cenar algo?

El posadero abrió un brazo señalando la estancia vacía.

– No parecía que valiera la pena poner la olla al fuego esta noche -dijo-. Pero tenemos lo que veis aquí.

Los dos soldados se acercaron a la barra. El rubio se pasó las manos por el pelo rizado, sacudiéndose unas gotas de lluvia.

– Este pueblo parece más muerto que el agua de una acequia -observó-. La tuya es la única luz que hemos visto.

– Ha sido un duro día de cosecha -explicó el posadero-. Además, esta noche hay un velatorio en una granja cercana. Seguramente, nosotros cuatro somos los únicos que quedamos en el pueblo. -Se frotó enérgicamente las manos-. ¿Puedo ofreceros algo de beber para combatir el frío? -Sacó una botella de vino y la puso en la barra con un fuerte y tentador golpe.

– Pues no va a ser fácil -dijo el soldado rubio con una sonrisilla de turbación-. Me vendría muy bien una copa, pero mi amigo y yo acabamos de alistarnos. -Se metió la mano en el bolsillo y sacó la reluciente moneda de oro con la que el rey pagaba a los que se alistaban-. Este es todo el dinero que llevo encima. Supongo que no tendrás suficiente para cambiarme un real, ¿no?

– Yo estoy igual -refunfuñó el de la barba-. Es más dinero del que he tenido jamás, pero con un real no hay forma de pagar. En la mayoría de los pueblos por donde hemos pasado apenas tenían cambio de medio penique. -Rió de su propio chiste.

– Creo que yo sí podré ayudaros -dijo el posadero con naturalidad.

Los dos soldados se cruzaron una mirada.

– Muy bien -dijo el rubio, y se guardó la moneda en el bolsillo-. Seré sincero contigo. En realidad no tenemos intención de quedarnos a pasar la noche aquí. -Cogió un trozo de queso de la bandeja y le dio un mordisco-. Y tampoco tenemos intención de pagar nada.

– Ah -dijo el posadero-. Entiendo.

– Y si tienes suficiente dinero en tu bolsa para cambiar dos reales de oro -intervino el barbudo con rapidez-, también nos lo quedaremos.

El rubio abrió ambas manos en un gesto tranquilizador.

– Pero esto no tiene que convertirse en una situación desagradable. No somos mala gente. Tú nos das la bolsa y nosotros seguimos nuestro camino. Nadie resulta herido, y no se rompe nada. Ya sé que te fastidiará un poco. -Miró al posadero arqueando una ceja-. Pero es preferible fastidiarse un poco a que te maten. ¿No te parece?

El barbudo miró a Cronista, que seguía sentado junto a la chimenea.

– Y esto no tiene nada que ver contigo -dijo con gravedad; se le movía la barba cuando hablaba-. No queremos nada tuyo. Quédate ahí sentado y no te metas.

Cronista miró al hombre que estaba detrás de la barra, pero el posadero no despegaba los ojos de los dos soldados.

El rubio le pegó otro bocado al trozo de queso mientras paseaba la mirada por la taberna.

– Veo que te van bien las cosas por aquí a pesar de lo joven que eres. Cuando nos hayamos marchado, seguirán yéndote igual de bien. Pero si nos cabreas, te haremos tragarte tus propios dientes, te destrozaremos la taberna y seguirás sin tener tu bolsa. -Dejó el resto del queso encima de la barra y dio una palmada. Sonrió-. Bueno, ¿vamos a portarnos todos como personas civilizadas?

– Me parece lo más razonable -dijo Kvothe, y salió de detrás de la barra. Avanzó despacio y con cuidado, como harías para acercarte a un caballo asustadizo-. Desde luego, yo no soy ningún bárbaro. -Kvothe se sacó la bolsa del dinero del bolsillo y la sostuvo en alto con una mano.

El soldado rubio se le acercó con cierta arrogancia. Cogió la bolsa y la sopesó, satisfecho. Entonces se volvió y le sonrió a su amigo.

– ¿Lo ves? Ya te dije que…

Con un movimiento fluido, Kvothe dio un paso adelante y golpeó con fuerza al soldado en el mentón. El soldado se tambaleó y cayó sobre una rodilla. La bolsa describió un arco por el aire y cayó en el suelo de madera produciendo un golpazo metálico.

Antes de que el soldado pudiera hacer otra cosa que sacudir la cabeza, Kvothe dio otro paso adelante y, sin perder la calma, le propinó una patada en el hombro. No fue una patada fuerte, de esas que te rompen los huesos, sino un golpe duro que hizo caer al soldado hacia atrás. El hombre dio contra el suelo, rodó un poco y se detuvo en medio de un lío de brazos y piernas.

El otro soldado pasó al lado de su amigo, sonriendo bajo la barba. Era más alto que Kvothe, y sus puños parecían gruesos amasijos de cicatrices.

– Muy bien, imbécil -dijo con satisfacción-. Ahora te vas a enterar.

Le asestó un puñetazo, pero Kvothe se apartó y propinó una fuerte patada que golpeó al soldado justo encima de la rodilla. El soldado barbudo dio un gruñido de sorpresa y se tambaleó ligeramente. Entonces Kvothe se le acercó más, lo sujetó por el hombro, lo agarró por la muñeca y le retorció el brazo estirado.

El soldado no tuvo más remedio que agacharse, haciendo una mueca de dolor. Entonces dio una brusca sacudida con el brazo y se soltó del posadero. Kvothe solo tuvo un instante para poner cara de sorpresa antes de que el soldado le golpeara en la sien con el codo.

El posadero se tambaleó hacia atrás, tratando de ganar un poco de distancia y tiempo para despejarse. Pero el soldado lo siguió, con los puños en alto, esperando una oportunidad para golpear.

Antes de que Kvothe pudiera recuperar el equilibrio, el soldado le descargó un puñetazo en el vientre. El posadero soltó el aire dolorosa y bruscamente, y cuando empezaba a doblarse por la cintura, el soldado le encajó otro puñetazo en un lado de la cara, que le hizo girar la cabeza a Kvothe y lo envió trastabillando hacia atrás.

Kvothe consiguió mantenerse en pie sujetándose a una mesa. Parpadeando, lanzó un violento puñetazo para mantener apartado al soldado de la barba. Pero el hombre se limitó a apartarle el puño y agarró al posadero por la muñeca con una mano inmensa, con la misma facilidad con que un padre agarra a un chiquillo díscolo en la calle.

Kvothe intentó liberar la muñeca; la sangre le resbalaba por un lado de la cara. Confundido, hizo un rápido movimiento con ambas manos; luego lo repitió, tratando de soltarse. Con la mirada desenfocada, se miró la muñeca y repitió aquel movimiento, pero sus manos solo escarbaron inútilmente el puño cubierto de cicatrices del soldado.

El soldado de la barba miró al atónito posadero entre curioso y divertido; entonces alargó un brazo y le arreó un sopapo en un lado de la cabeza.

– Eres todo un luchador, chico -dijo-. Me has dado una vez.

Detrás de ellos, el rubio estaba poniéndose lentamente en pie.

– Cabronazo de mierda… Me ha dado un puñetazo.

El soldado más corpulento tiró de la muñeca del posadero obligándolo a avanzar.

– Pídele disculpas, imbécil.

El posadero parpadeó varias veces, aturdido; abrió la boca como si fuera a decir algo, y entonces se tambaleó. O mejor dicho: pareció que se tambaleara. Hacia la mitad del recorrido, el movimiento se volvió deliberado, y el posadero pisó con fuerza con el talón, apuntando a la bota del soldado. Al mismo tiempo, le golpeó con la frente en la nariz.

Pero el soldado se limitó a reír y movió la cabeza hacia un lado al mismo tiempo que sacudía de nuevo al posadero tirándole de la muñeca.

– Basta de tonterías -lo reprendió, y le asestó un revés.

El posadero dejó escapar un grito y se llevó una mano a la nariz, que estaba sangrando. El soldado sonrió y, como de pasada, le dio un rodillazo a Kvothe en la entrepierna.

Kvothe se dobló por la cintura; al principio jadeaba sin resuello, y luego hizo algunos ruidos entrecortados como de arcadas.

Moviéndose con despreocupación, el soldado soltó la muñeca de Kvothe; estiró un brazo y cogió la botella de vino de encima de la barra. La agarró por el cuello y la enarboló como si fuera un garrote. Cuando chocó contra la cabeza del posadero, produjo un fuerte ruido, casi metálico.

Kvothe se derrumbó.

El soldado miró con curiosidad la botella de vino antes de volver a dejarla encima de la barra. Entonces se agachó, cogió al posadero por la camisa y arrastró su cuerpo inerte hasta un espacio despejado. Le dio con la punta de la bota hasta que, todavía inconsciente, Kvothe se movió un poco.

– Te he dicho que te ibas a enterar -gruñó el soldado, y le pegó una fuerte patada en el costado.

El soldado rubio se les acercó frotándose un lado de la cara.

– Tenías que hacerte el listo, ¿¡verdad? -dijo, y escupió en el suelo. Echó una pierna hacia atrás y le propinó una fuerte patada al posadero, que aspiró entre los dientes pero no articuló sonido alguno.

– Y tú… -El barbudo apuntó con un grueso dedo a Cronista-. Tengo más de una bota. ¿Quieres que te enseñe la otra? Ya me he pelado los nudillos, no me importa pelármelos un poco más si quieres perder un par de dientes.

Cronista miró alrededor y pareció sorprenderse de verse de pie. Se sentó despacio en la silla.

El soldado rubio fue cojeando a recoger la bolsa del suelo, mientras su amigo permanecía junto a Kvothe.

– Supongo que creíste que debías intentarlo -le dijo al posadero, que estaba aovillado en el suelo, y le dio otra contundente patada en el costado-. Idiota. Un posadero enclenque contra dos soldados del rey. -Meneó la cabeza y volvió a escupir-. ¿Quién te has creído que eres?

Kvothe empezó a emitir un sonido grave y rítmico. Era un ruido débil y seco que arañaba los bordes de la estancia. Kvothe hizo una pausa e inspiró dolorosamente.

El soldado de la barba arrugó la frente y le dio otra patada.

– Te he hecho una pregunta, imbécil…

El posadero volvió a hacer aquel ruido, pero más fuerte que antes. Solo entonces se dieron cuenta de que estaba riéndose. Cada risotada entrecortada sonaba como si tosiera para expulsar un fragmento de cristal. Pese a todo, era una risa, llena de misteriosa diversión, como si el pelirrojo hubiera oído un chiste que únicamente él pudiera entender.

Duró un rato. El soldado de la barba encogió los hombros y volvió a llevar una pierna hacia atrás.

Entonces Cronista carraspeó, y los dos hombres se volvieron para mirarlo.

– Con el fin de que sigamos portándonos como personas civilizadas -dijo-, creo que debería mencionar que el posadero ha enviado a su ayudante a hacer un recado. No creo que tarde mucho en volver.

El soldado de la barba golpeó a su compañero en el pecho con el dorso de la mano.

– Tiene razón. Larguémonos de aquí.

– Espera un momento -dijo el rubio. Fue hasta la barra y agarró la botella de vino-. Venga, vámonos.

El barbudo sonrió y fue detrás de la barra, pisando al posadero en lugar de pasarle por encima. Cogió una botella al azar, y al hacerlo tiró media docena más al suelo. Rodaron por el mostrador entre los dos enormes barriles, y una, alta y de color zafiro, cayó lentamente por el borde y se rompió al llegar al suelo.

Menos de un minuto más tarde, los soldados habían recogido sus macutos y salían por la puerta.

Cronista corrió hacia Kvothe, que seguía tumbado en el suelo de madera. El pelirrojo ya estaba incorporándose con gran esfuerzo.

– Qué vergüenza -dijo Kvothe. Se palpó la cara ensangrentada y se miró los dedos. Volvió a reír, una risa recortada y falta de alegría-. Por un instante se me ha olvidado quién era.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Cronista.

Kvothe se tocó la cabeza con gesto tentativo.

– Me parece que voy a necesitar un par de puntos.

– ¿Qué puedo hacer para ayudarte? -preguntó Cronista trasladando el peso del cuerpo de una pierna a otra.

– No te me eches encima. -Kvothe se levantó torpemente y se dejó caer en uno de los taburetes altos de la barra-. Si quieres, puedes traerme un vaso de agua. Y quizá un trapo mojado.

Cronista corrió a la cocina. Se le oyó rebuscar frenéticamente, seguido del ruido de varias cosas que caían al suelo.

Kvothe cerró los ojos y apoyó todo el cuerpo en la barra.

– ¿Por qué está la puerta abierta? -preguntó Bast al cruzar la entrada-. Hace una noche más fría que las tetas de una bruja. -Se quedó paralizado, conmocionado-. ¡Reshi! ¿Qué ha pasado? ¿Qué…? ¿Cómo…? ¿Qué ha pasado?

– Ah, Bast-dijo Kvothe-. Cierra la puerta, ¿quieres?

Bast entró corriendo con cara de susto. Kvothe estaba sentado junto a la barra en un taburete, con la cara hinchada y ensangrentada. Cronista estaba de pie a su lado, dándole toquecitos en la cabeza, sin mucha maña, con un trapo húmedo.

– Creo que voy a tener que pedirte que me des unos puntos, Bast -dijo Kvothe-. Si no es demasiada molestia.

– Reshi -repitió Bast-, ¿qué ha pasado?

– Devan y yo hemos discutido -respondió Kvothe apuntando con la barbilla al escribano- sobre el uso correcto del modo subjuntivo. Al final nos hemos acalorado un poco.

Cronista miró a Bast, palideció y dio unos pasitos hacia atrás.

– ¡Lo dice en broma! -se apresuró a decir levantando las manos-. ¡Han sido unos soldados!

Kvothe rió, pese al dolor que le causó la risa. Tenía sangre en los dientes.

Bast barrió la taberna con la mirada.

– ¿Qué has hecho con ellos?

– Nada, Bast -contestó el posadero-. Seguramente ya deben de estar a varios kilómetros.

– ¿Tenían algo raro, Reshi? ¿Como el de anoche? -quiso saber Bast.

– Solo eran soldados, Bast-dijo Kvothe-. Dos soldados del rey.

– ¿Qué? -dijo Bast palideciendo-. Reshi, ¿por qué les has dejado hacerte esto?

Kvothe miró a Bast con incredulidad. Soltó una risotada breve y amarga y paró, esbozando una mueca y aspirando entre los dientes.

– Es que parecían unos chicos tan limpios y virtuosos… -dijo con tono burlón-. Y he pensado: ¿por qué no dejar que estos dos buenos chicos me roben y me hagan papilla?

Bast lo miraba con profunda consternación.

– Pero tú…

Kvothe se limpió la sangre que amenazaba con metérsele en un ojo y miró a su pupilo como si fuera la criatura más estúpida que respiraba sobre la capa de la tierra.

– ¿Qué? -preguntó-. ¿Qué quieres que diga?

– ¿Dos soldados, Reshi?

– ¡Sí! -gritó Kvothe-. ¡Ni siquiera dos! ¡Por lo visto, basta con un solo matón con los puños duros para dejarme medio muerto! -Fulminó a Bast con la mirada y levantó ambos brazos-. ¿Qué tengo que hacer para que te calles? ¿Quieres que te cuente una historia? ¿Quieres oír los detalles?

Bast retrocedió un poco ante aquel arrebato. Palideció aún más, y el pánico se reflejó en su cara.

Kvothe bajó bruscamente los brazos.

– Deja ya de esperar que sea alguien que no soy -dijo respirando entrecortadamente. Encorvó los hombros y se frotó los ojos, esparciéndose la sangre por la cara. Dejó caer la cabeza con gesto de cansancio-. Madre de Dios, ¿por qué no me dejas en paz?

Bast estaba quieto como un ciervo asustado, con los ojos muy abiertos.

El silencio se apoderó de la estancia, denso y amargo como una bocanada de humo.

Kvothe inspiró lentamente; nada más se movía en la sala.

– Lo siento, Bast -dijo sin levantar la cabeza-. Es que estoy un poco dolorido. Esto ha podido conmigo. Dame un momento y lo solucionaré.

Sin levantar todavía la cabeza, Kvothe cerró los ojos y respiró profunda y lentamente varias veces. Cuando alzó la vista, parecía apesadumbrado.

– Perdóname, Bast -dijo-. No era mi intención saltar así.

Las mejillas de Bast recobraron algo de color, y desapareció la tensión de sus hombros. Compuso una sonrisa nerviosa.

Kvothe le quitó el trapo húmedo a Cronista y volvió a limpiarse la sangre del ojo.

– Siento haberte interrumpido antes, Bast. ¿Qué ibas a preguntarme?

Bast titubeó, y al final dijo:

– Hace menos de tres días mataste a cinco escrales, Reshi. -Señaló la puerta-. ¿Qué es un matón comparado con eso?

– Escogí con mucho cuidado el momento y el lugar para los escrales, Bast -repuso Kvothe-. Y tampoco salí ileso del lance.

Cronista levantó la cabeza, sorprendido.

– ¿Te hirieron? -preguntó-. No lo sabía. No me pareció que…

Una sonrisilla irónica empezó a insinuarse en Kvothe.

– Las viejas costumbres tardan en morir -dijo-. Tengo que proteger mi reputación. Además, a los héroes solo nos hieren en condiciones adecuadamente dramáticas. Si te enteras de que Bast tuvo que darme diez palmos de puntos después de la pelea, la historia pierde mucho encanto.

Al entenderlo, el rostro de Bast se iluminó como un amanecer.

– ¡Claro! -dijo con profundo alivio-. Se me había olvidado. Todavía no te has recuperado de la pelea con los escrales. Sabía que tenía que ser algo así.

Kvothe bajó la vista; cada línea de su cuerpo expresaba desánimo y cansancio.

– Bast… -empezó a decir.

– Lo sabía, Reshi -dijo Bast enérgicamente-. Era imposible que un matón hubiera podido contigo.

Kvothe inspiró superficialmente y soltó el aire por la boca.

– Seguro que es eso, Bast -dijo-. Si hubiera estado en forma, supongo que habría podido con los dos.

El rostro de Bast volvió a reflejar incertidumbre. Miró a Cronista.

– ¿Cómo has dejado que pasara esto? -preguntó.

– Él no tiene la culpa, Bast -dijo Kvothe distraídamente-. Yo he empezado la pelea. -Se metió unos dedos en la boca y se la palpó con cuidado. Cuando los sacó, los tenía manchados de sangre-. Creo que voy a perder esa muela -reflexionó en voz alta.

– No perderás la muela, Reshi -dijo Bast con vehemencia-. Ni hablar.

Kvothe movió ligeramente los hombros, como si quisiera encogerlos implicando mínimamente al resto del cuerpo.

– En realidad no tiene tanta importancia, Bast. -Se aplicó el trapo a la cabeza, lo retiró y lo examinó-. Y seguramente tampoco voy a necesitar los puntos. -Se enderezó en el taburete-. Vamos a cenar y a retomar la historia. -Clavó la vista en Cronista y arqueó una ceja-. Si todavía tienes ánimo para eso, claro.

Cronista se quedó mirándolo con gesto inexpresivo.

– Estás hecho un desastre, Reshi -dijo Bast, preocupado. Alargó una mano-. Déjame verte los ojos.

– No sufro una conmoción, Bast -dijo Kvothe, irritado-. Tengo cuatro costillas rotas, un zumbido en los oídos y una muela suelta. Tengo unas cuantas heridas superficiales en la cabeza que parecen más graves de lo que son en realidad. Me sangra la nariz, pero no está rota, y mañana seré un tapiz enorme de cardenales.

Kvothe repitió aquel débil movimiento con los hombros.

– Pero he estado peor otras veces. Además, esos tipos me han recordado algo que estaba a punto de olvidar. Seguramente debería estarles agradecido. -Se palpó el mentón y se pasó la lengua por toda la boca-. Aunque quizá no calurosamente agradecido.

– Necesitas los puntos, Reshi -dijo Bast-. Y necesitas que haga algo con tu muela.

Kvothe bajó del taburete.

– No te preocupes. Masticaré con el otro lado unos días.

Bast agarró a Kvothe por el hombro y lo miró con unos ojos duros y oscuros.

– Siéntate, Reshi. -No era una petición. Habló en tono bajo y abrupto, y su voz sonó como un trueno lejano-. Siéntate.

Kvothe se sentó.

Cronista asintió en señal de aprobación y se volvió hacia Bast.

– ¿Cómo puedo ayudarte?

– Apártate y no me estorbes -dijo Bast con brusquedad-. Y no dejes que se levante hasta que haya vuelto. -Subió por la escalera a grandes zancadas.

Hubo un momento de silencio.

– Bueno -dijo Cronista-. El modo subjuntivo.

– Es superfluo -dijo Kvothe-. Complica innecesariamente el idioma. Me ofende.

– ¿Cómo puedes decir eso? -replicó Cronista, ligeramente ofendido-. El subjuntivo es el fundamento de lo hipotético. En buenas manos… -Se interrumpió al entrar Bast en la estancia, con el ceño fruncido y con una cajita de madera en las manos.

– Tráeme agua -le dijo imperativamente a Cronista-. No de la bomba, sino del barril de agua de lluvia. También necesitaré leche de la fresquera, miel caliente y un cuenco hondo. Luego recoge todo esto, apártate y no me estorbes.

Bast le limpió el corte de la cabeza a Kvothe; a continuación enhebró un pelo que se arrancó del cabello en una aguja de hueso y le dio cuatro puntos al posadero, con más arte que una costurera.

– Abre la boca -le ordenó entonces; miró dentro y frunció un poco el ceño mientras le palpaba una muela con un dedo. Asintió en silencio.

Le dio el vaso de agua a Kvothe.

– Enjuágate la boca, Reshi. Hazlo un par de veces y escupe el agua en el vaso.

Kvothe obedeció. Cuando terminó, el agua estaba roja como el vino.

Cronista volvió con una botella de leche. Bast la olfateó y vertió un poco en un cuenco hondo de arcilla. Añadió una gota de miel y la removió hasta mezclarla bien. Por último, metió un dedo en el vaso de agua sanguinolenta, lo sacó y dejó caer una sola gota en el cuenco.

Bast volvió a remover el contenido y le dio el cuenco a Kvothe.

– Toma un sorbo de esto -dijo-. No te lo tragues. Aguántalo en la boca hasta que yo te diga.

Con expresión de curiosidad, Kvothe se llevó el cuenco a los labios y tomó un sorbo de leche.

Bast también tomó un sorbo. Luego cerró los ojos y permaneció largo rato concentrado. Abrió los ojos, le acercó el cuenco a la boca a Kvothe y señaló en él.

Kvothe escupió la leche que tenía en la boca. Estaba perfectamente blanca.

Bast se acercó el cuenco a la boca y escupió un líquido espumoso y rosado.

Kvothe abrió mucho los ojos.

– Bast -dijo-, no deberías…

Bast hizo un ademán brusco; sus ojos todavía tenían aquella dureza.

– No te he pedido tu opinión, Reshi.

El posadero agachó la cabeza, turbado.

– No tienes por qué hacer esto, Bast.

El joven moreno estiró un brazo y le acarició la mejilla a su maestro. Por un instante pareció extenuado. Sacudió lentamente la cabeza, entre confuso y afligido.

– Eres un idiota, Reshi.

Bast retiró la mano, y el cansancio desapareció de su cara. Señaló la barra, donde Cronista estaba de pie observando.

– Trae la comida. -Apuntó a Kvothe y añadió-: Cuenta la historia.

Giró sobre sí mismo, volvió a su silla junto a la chimenea y se sentó en ella como si fuera un trono. Dio dos fuertes palmadas.

– ¡Distraedme! -dijo esbozando una sonrisa de loco.

Y los otros, desde la barra, vieron la sangre en sus dientes.

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