Tardé un rato en serenarme lo suficiente para levantar la cabeza
Percibí una indecisión en la atmósfera, como si fuéramos jóvenes amantes que no supiéramos qué teníamos que hacer a continuación, que no supiéramos qué papeles debíamos interpretar.
Cogí mi laúd y lo abracé contra el pecho. Fue un movimiento instintivo, como sujetarse una mano herida. Toqué un acorde, por pura costumbre; luego toqué el menor y pareció que el laúd dijera «triste».
Sin pensar y sin levantar la vista, empecé a tocar una de las canciones que había compuesto en los meses posteriores a la muerte de mis padres. Se llamaba «Sentado junto al agua recordando». Las notas del laúd vertían pesar en el anochecer. Tardé unos minutos en percatarme de lo que estaba haciendo, y unos más en parar. No había terminado la canción. No sé si tiene final.
Me sentía mejor; no bien, pero sí mejor. Menos vacío. Mi música siempre me ha ayudado. Mientras tuviera mi música, ninguna carga parecía insoportable.
Levanté la cabeza y vi que las lágrimas resbalaban por las mejillas de Felurian. Eso me hizo sentir menos vergüenza de mí mismo.
También sentí que la deseaba. El dolor de mi corazón amortiguaba mi emoción, pero ese toque de deseo centraba mi atención en mi preocupación más inmediata: sobrevivir, huir.
Felurian pareció haber tomado una decisión y empezó a avanzar hacia mí sobre los almohadones. Se movía con cautela, a gatas; se detuvo a unos palmos de mí y me miró.
«¿tiene nombre mi tierno poeta?» Su voz era tan dulce que me sobresaltó.
Fui a decir algo, pero me detuve. Pensé en la luna, atrapada por su propio nombre, y en un sinfín de cuentos de hadas que había oído de niño. Si había de creer a Elodin, los nombres eran los huesos del mundo. Titubeé medio segundo antes de decidir que ya le había dado a Felurian mucho más que mi nombre.
«Soy Kvothe.» Fue como si el sonido de mi nombre me cimentara, como si volviera a ponerme dentro de mí.
«kvothe.» Lo dijo suavemente, y me recordó la llamada de un pájaro, «¿puedes volver a cantar para mí con esa dulzura?» Estiró un brazo, despacio, como si temiera quemarse, y posó una mano sobre mi brazo, «por favor, tus canciones son como una caricia, mi kvothe.»
Pronunciaba mi nombre como el principio de una canción. Era delicioso. Sin embargo, no acababa de convencerme que se refiriera a mí como «su» Kvothe.
Sonreí y asentí con la cabeza. Básicamente, porque no tenía ninguna idea mejor. Toqué un par de acordes para afinar, hice una pausa y me quedé pensando.
Entonces empecé a tocar «En el bosque de los Fata», una canción sobre Felurian, nada menos. No era especialmente buena. Solo utilizaba unos tres acordes y dos docenas de palabras. Pero surtió el efecto que yo buscaba.
Felurian se animó al oír su nombre. No tenía ni pizca de falsa modestia. Sabía que era la más hermosa, la más experta. Sabía que los hombres contaban historias, y sabía qué reputación tenía. Ningún hombre podía resistírsele, ningún hombre podía soportarla. Hacia el final de la canción, el orgullo la hacía sentarse más erguida.
Terminé la canción.
«¿Te gustaría oír otra?», pregunté.
Ella asintió y sonrió con entusiasmo. Sentada entre almohadones, con la espalda tiesa, estaba majestuosa como una reina.
Empecé otra canción, parecida a la anterior. Se llamaba «Lady Fata», o algo parecido. No sabía quién la había escrito, pero por lo visto tenía la terrible manía de añadir sílabas de más a los versos. No era tan mala como para que me lanzaran nada en una taberna, pero casi.
Mientras tocaba, observaba atentamente a Felurian. Era evidente que se sentía halagada, pero detecté en ella una ligera y creciente insatisfacción. Como si estuviera molesta y no supiera exactamente por qué. Perfecto.
Por último toqué una canción escrita para la reina Serule. Me imagino que nunca la habréis oído, pero seguro que sabéis de qué tipo de canción se trata. La escribió un trovador adulador que buscaba un mecenas, y mi padre me la había enseñado como ejemplo de ciertas cosas que debías evitar cuando componías una canción. Era un paradigma de mediocridad abrumador. Era evidente que o bien el compositor era un inepto acabado, o no conocía a Serule, o sencillamente no la encontraba en absoluto atractiva.
Mientras la cantaba, me limité a cambiar el nombre de Serule por el de Felurian. También sustituí los mejores versos por otros menos poéticos. Cuando acabé de tocarla, la pobre canción era un verdadero desastre, y Felurian me miraba con gesto de profunda consternación.
Me quedé un rato callado, como si meditara algo concienzudamente. Cuando por fin hablé, lo hice con una voz débil y vacilante. «¿Puedo componer una canción para vos, señora?», dije, y esbocé una tímida sonrisa.
La sonrisa que me devolvió Felurian fue como la luna atravesando las nubes. Se puso a dar palmadas y se abalanzó sobre mí con jovial coquetería, cubriéndome de besos. Lo único que me impidió disfrutar debidamente de esa experiencia fue el temor a que me rompiera el laúd.
Felurian se separó de mí, se sentó y se quedó muy quieta. Ensayé un par de combinaciones de acordes; luego dejé las manos quietas y la miré. «La llamaré "La balada de Felurian".» Ella se sonrojó un poco y me miró con los ojos bajos, una expresión tímida e insolente a la vez.
Modestia aparte, sé componer una canción bonita cuando me lo propongo, y últimamente, trabajando para el maer, me había entrenado mucho. No soy el mejor, pero sí uno de los mejores. Si tuviera tiempo, un tema digno y la motivación necesaria, supongo que podría componer tan bien como Illien. Casi.
Cerré los ojos y le arranqué un son dulce a mi laúd. Mis dedos volaban, y yo capturaba la música del viento en las ramas, de las hojas susurrando.
Entonces miré en el fondo de mi mente, donde aquella parte de mí enloquecida y charlatana llevaba todo ese tiempo componiendo una canción para Felurian. Rasgueé las cuerdas con más suavidad y empecé a cantar:
Destellos de luna en sus ojos de azul ultramar,
tenues mariposas en sus párpados se ven brillar.
Cimbreaba su melena como una guadaña oscura
que entre los árboles siega mientras el viento murmura.
¡Felurian! Oh dama hermosa,
sea este bosque tuyo bienhadado.
Es tu aliento suave como la aurora
y de sombras tienes el cabello jaspeado.
Felurian me escuchaba en silencio. Hacia el final del estribillo, parecía que ni siquiera respirara. Unas cuantas mariposas a las que poco antes habíamos asustado con nuestro conflicto volvieron revoloteando junto a nosotros. Una de ellas se posó en la mano de Felurian; agitó las alas una, dos veces, como si sintiera curiosidad por saber por qué su ama se había quedado de pronto tan quieta. Volví a dirigir la mirada hacia mi laúd y escogí unas notas como gotas de lluvia lamiendo las hojas de los árboles:
En las undantes sombras de una vela ella danzaba
y en ayunas me tenía el cuerpo, el rostro, la mirada.
Ni el canto de las hadas que loa la tradición
era más poderoso que el lazo de su atracción.
¡Felurian! Oh dama hechicera,
dulce como la madreselva es tu beso.
De aquel que aún no te conozca ni te quiera
yo me compadezco.
La miré con el rabillo del ojo. Allí sentada, parecía que escuchara con todo el cuerpo. Tenía los ojos muy abiertos. Se había llevado una mano a la boca, ahuyentando a la mariposa que estaba posada allí, y con la otra se tocó el pecho al inspirar lentamente. Era justo lo que yo pretendía, pero de todas formas lo lamenté.
Me encorvé sobre el laúd e hice danzar los dedos por las cuerdas. Tejí acordes como agua sobre las piedras de un río, como el suave aliento junto al oído. Entonces me armé de valor y canté:
En sus ojos centelleaba el azul más profundo,
cual despejado firmamento nocturno.
Sus artes amatorias son…
Detuve los dedos sobre las cuerdas e hice una breve pausa, como si no estuviera seguro de algo. Vi que Felurian empezaba a salir de su ensimismamiento y continué:
Sus artes amatorias son suficientes
y agradable resulta en el abrazo más ardiente.
¡Felurian! Oh amante luminosa,
más deseada que la plata es tu caricia.
Te…
«¿cómo?» Pese a que estaba esperando esa interrupción, la gelidez de su voz me sobresaltó; me embrollé con las notas y varias mariposas salieron volando. Inspiré, adopté un gesto estudiado de inocencia y levanté la cabeza.
La expresión de Felurian era una tormenta de furia e incredulidad. «¿agradable?» Su tono me hizo palidecer. Su voz seguía siendo tierna y armoniosa como el sonido de una flauta lejana; pero eso no significaba nada. Un trueno lejano no te invade los oídos: sabes que se acerca porque retumba en tu pecho. La serenidad de su voz retumbó en mí como un trueno lejano, «¿agradable?»
«Fue agradable», dije para aplacarla; mi apariencia de inocencia no era del todo fingida.
Felurian abrió la boca como si fuera a decir algo, pero volvió a cerrarla. Echaba chispas por los ojos.
«Lo siento», dije. «No he debido intentarlo.» Di a mi voz un tono entre abatido y escarmentado. Bajé las manos de las cuerdas del laúd.
El incendio de Felurian se aplacó un tanto, pero cuando recuperó el habla su voz era tensa y peligrosa, «¿mis artes son "suficientes"?» Casi no pudo pronunciar la última palabra. Sus labios dibujaron una mueca de indignación.
Estallé. Con voz atronadora, dije: «¿Y yo cómo demonios voy a saberlo? ¡Nunca había hecho esto!».
La vehemencia de mis palabras la asustó, y su ira se atenuó un tanto. «¿qué quieres decir?», preguntó, confusa.
«¡Esto!» Hice un ademán señalándome a mí, a ella, los almohadones y el pabellón entero, como si con eso lo explicara todo.
Entonces su ira se desvaneció por completo, y vi que empezaba a comprender, «tú…»
«No.» Agaché la cabeza y me puse colorado. «Nunca había estado con una mujer.» Entonces alcé la vista y la miré a los ojos como retándola a insistir sobre el tema.
Felurian se quedó quieta un momento, y entonces sus labios dibujaron una sonrisa irónica, «me estás contando un cuento de hadas, mi kvothe
Mi expresión se tornó adusta. No me importa que me llamen mentiroso. Lo soy. Soy un mentiroso extraordinario. Pero no soporto que me llamen mentiroso cuando estoy diciendo la verdad.
No sé si Felurian interpretó correctamente la cara que puse, pero el caso es que la convencí, «pero eras como una pequeña tormenta de verano.» Agitó una mano, «eras un bailarín fresco y lozano.» Sus ojos lanzaban destellos de picardía.
Memoricé aquel comentario para utilizarlo en el futuro cuando necesitara sacarle brillo a mi ego. Un tanto dolido, repliqué: «Por favor, no soy tan palurdo. He leído libros y…».
Felurian rió con la risa cantarina de un arroyo, «has aprendido de los libros.» Me miró como si no supiera si debía tomarme en serio. Rió, paró y volvió a reír. Yo no sabía si debía ofenderme.
«Tú también lo hiciste muy bien», dije precipitadamente, consciente de que parecía el último invitado que felicita a la anfitriona por la ensalada. «De hecho, he leído…»
«¿libros? ¡libros! ¡me comparas con los libros!» Su ira se derrumbó sobre mí. Entonces, sin parar siquiera para respirar, Felurian volvió a reír, con una risa aguda y deliciosa. Era una risa salvaje como el aullido de un zorro, clara y afilada como el canto de un pájaro al amanecer. No era un sonido humano.
Volví a poner cara de inocente. «¿Acaso no siempre es así?» Mantuve una expresión serena mientras, por dentro, me preparaba para otro estallido.
Se sentó muy erguida.
«yo soy Felurian», dijo.
No se limitó a decir su nombre. Fue toda una declaración. Era una bandera desplegada, orgullosa, al viento.
Le sostuve la mirada unos instantes; entonces suspiré y miré mi laúd. «Siento lo de la canción. No era mi intención ofenderte.»
«era más adorable que la puesta de sol», replicó ella, al borde de las lágrimas, «pero… ¿agradable?» Esa palabra le sonaba amarga.
Guardé el laúd en el estuche. «Lo siento, pero sin elementos para comparar no puedo arreglarla…» Suspiré. «Es una lástima, porque la canción era buena. Los hombres habrían seguido cantándola dentro de mil años.» Mi voz iba cargada de pesar.
Entonces el rostro de Felurian se iluminó, como si se le hubiera ocurrido una idea; entrecerró los ojos y me miró como si tratara de leer algo escrito dentro de mi cráneo.
Lo sabía. Sabía que me estaba guardando la canción inacabada como rehén. Los mensajes tácitos estaban claros: si no me marcho, nunca podré terminar la canción. Si no me marcho, nadie oirá nunca estas hermosas palabras que he escrito sobre ti. Si no me marcho y pruebo los frutos que tienen que ofrecer las mujeres mortales, nunca sabré lo hábil que eres tú.
Rodeados de almohadones, bajo aquel crepúsculo perpetuo, Felurian y yo nos miramos fijamente. Ella tenía una mariposa en la mano; yo apoyaba la mía en la lisa madera de mi laúd. Dos caballeros armados que se contemplaran desde extremos opuestos de un campo de batalla ensangrentado no habrían alcanzado la intensidad de nuestras miradas.
Felurian habló con voz pausada, evaluando mi reacción: «si te vas, ¿la terminarás?». Traté de fingir sorpresa, pero no podía engañarla. Asentí con la cabeza, «¿volverás y me la cantarás?»
Entonces me sorprendí de verdad. No me había planteado que pudiera preguntarme eso. Sabía que la segunda vez no podría marcharme. Vacilé, pero solo un instante. Media hogaza es mejor que nada. Asentí.
«¿me lo prometes?» Volví a asentir, «¿me lo prometes con besos?» Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, como una flor que busca el sol.
La vida es demasiado corta para rechazar ofertas así. Me incliné hacia ella, atraje hacia mí su cuerpo desnudo y la besé tan bien como me permitió mi escasa práctica. Por lo visto lo hice medianamente bien.
Al apartarme, ella me miró y dio un suspiro, «tus besos son como copos de nieve en mis labios.» Se tumbó sobre los almohadones y apoyó la cabeza en un brazo. Con la otra mano me acarició la mejilla.
Afirmar que Felurian era adorable es pecar de comedido. Me di cuenta de que ella llevaba varios minutos sin hacer nada para avivar mi deseo, o al menos no de forma sobrenatural.
Me rozó la palma de la mano con los labios y me la soltó. Entonces se quedó quieta, observándome atentamente.
Me sentí halagado. Hasta hoy solo conozco una respuesta a una pregunta formulada con tanta educación. Me incliné para besarla. Y riendo, ella me tomó en sus brazos.