Aquel bimestre de primavera sufrí diversos fracasos.
El primero fue un fracaso del que solo me percaté yo. Confiaba en que aprender íllico sería relativamente fácil. Pero nada podía estar más lejos de la verdad.
En pocos días había aprendido suficiente temán para defenderme ante el tribunal. Pero el temán era un idioma muy lógico, y yo ya tenía algunas nociones porque lo había estudiado en la Universidad. Aún más importante, el temán y el atur tenían mucho en común. Utilizaban el mismo alfabeto, y muchas palabras estaban relacionadas.
El íllico no compartía nada con el atur ni con el siaru, ni siquiera con el adémico. Era un revoltijo irracional y enredadísimo. Catorce modos indicativos. Unas extrañas desinencias de tratamiento.
No podías decir sencillamente «los calcetines del rector». Ah, no: eso era demasiado sencillo. Toda propiedad encerraba una extraña dualidad: como si el rector fuera dueño de sus calcetines, pero al mismo tiempo, de alguna forma, los calcetines también se convirtieran en dueños del rector. Eso alteraba y complicaba tremendamente el uso gramatical de ambas palabras. Como si el simple hecho de poseer unos calcetines alterara fundamentalmente la naturaleza de una persona.
Así pues, tras meses de estudio con el rector, la gramática íllica seguía pareciéndome un embrollo indescifrable. Lo único que había conseguido después de tantas horas de trabajo era un poco de vocabulario disperso. Mi comprensión de los nudos narrativos era aún peor. Intentaba mejorar practicando con Deoch. Pero Deoch no era muy buen maestro, y reconoció que la única persona que había conocido que sabía leer nudos narrativos había sido su abuela, que había muerto cuando él era muy pequeño.
Después vino mi fracaso en química avanzada, que estudiaba con el guíler de Mandrag, Einisat. Aunque la materia me fascinaba, no me llevaba nada bien con Einisat.
Me encantaba la posibilidad de descubrimiento que ofrecía la química. Me encantaba la emoción de los experimentos, el desafío de los ensayos. Me encantaba porque la entendía como un enigma. También he de admitir que sentía una atracción absurda por todo el material que conllevaba. Las botellas y los tubos. Los ácidos y las sales. El mercurio y la llama. La química tiene algo primario, algo que desafía toda explicación. Lo sientes o no.
Einisat no lo sentía. Para él, la química consistía en publicaciones escritas e hileras de números cuidadosamente anotados. Me hacía realizar la misma titración cuatro veces sencillamente porque mi notación era incorrecta. ¿Para qué escribir un número? ¿Para qué debía tomarme diez minutos para escribir lo que mis manos podían terminar en cinco?
Discutíamos. Al principio amablemente, aunque ninguno de los dos quería dar su brazo a torcer. Como consecuencia, apenas dos ciclos después de comenzar el curso, acabamos chillándonos el uno al otro en medio del Crisol delante de treinta alumnos que nos miraban boquiabiertos y consternados.
Einisat me echó de su clase y me llamó «resinillo irreverente que no respeta a la autoridad». Yo le dije que era un patán petulante que no había seguido su verdadera vocación de escribano de contaduría. Sinceramente, ambos teníamos parte de razón.
Mi otro fracaso fue con las matemáticas. Después de oír a Fela hablar emocionadamente durante meses de todo lo que estaba aprendiendo con el maestro Brandeur, me propuse ampliar mi sabiduría numérica.
Por desgracia, las cumbres más altas de las matemáticas no me sedujeron. No soy ningún poeta. No amo las palabras por las palabras. Amo las palabras por lo que son capaces de conseguir. Del mismo modo, no soy ningún aritmético. Los números que solo hablan de números me interesan muy poco.
Debido a mi abandono de la química y la aritmética, disponía de mucho tiempo libre. Parte de ese tiempo lo pasé en la Factoría, fabricando mi propio Sin Sangre, que se vendió prácticamente antes de que llegaran a ponerlo en los estantes. También pasé mucho tiempo en el Archivo y en la Clínica, investigando para un trabajo titulado «Sobre la ineficacia del arruruz». Arwyl se mostró escéptico, pero convino en que mi trabajo previo justificaba su atención.
También dediqué parte de mi tiempo a los asuntos románticos. Era una experiencia nueva para mí, porque hasta entonces nunca había recibido mucha atención de las mujeres. Y cuando la había recibido, no había sabido qué hacer con ella.
Pero ahora era mayor, y en cierto modo más sabio. Y gracias a las historias que circulaban, las mujeres de ambos lados del río empezaban a interesarse por mí.
Todos mis romances fueron agradables y breves. No puedo explicar por qué fueron breves, sino solo expresar algo evidente: que no hay nada en mí que pueda animar a una mujer a desear prolongadamente mi compañía. Simmon, por ejemplo, tenía mucho que ofrecer. Era un diamante en bruto. A primera vista no deslumbraba, pero había un gran valor bajo la superficie. Sim era todo lo tierno, bondadoso y atento que una mujer podía desear. Fela estaba loca de felicidad con él. Sim era un príncipe.
¿Qué podía ofrecer yo, en cambio? Nada, la verdad. Y menos ahora. Era como una piedra rara que coges del suelo, llevas un rato y al final vuelves a tirar al darte cuenta de que, pese a su apariencia interesante, no es más que un trozo de tierra duro.
– Maestro Kilvin -dije-, ¿se le ocurre algún metal que, sometido a un uso continuado durante dos mil años, siga relativamente intacto y sin mella?
El corpulento artífice levantó la vista del engranaje de latón que estaba inscribiendo y me miró. Yo estaba plantado en el umbral de su despacho.
– ¿Se puede saber qué tipo de proyecto planeas ahora, Re'lar Kvothe?
Aquellos tres últimos meses había intentado crear otro esquema tan logrado como mi Sin Sangre. En parte por el dinero, pero también porque me había dado cuenta de que Kilvin se mostraba más dispuesto a promocionar a los alumnos que pudieran acreditar tres o cuatro esquemas impresionantes.
Por desgracia, respecto a eso también me había enfrentado a una serie de fracasos. Se me habían ocurrido más de una docena de ideas geniales, pero ninguna de ellas había llegado a la fase de diseño terminado.
La mayoría de esas ideas las rechazó el propio Kilvin. Ocho de mis ideas geniales ya estaban inventadas, algunas más de cien años atrás.
Kilvin me informó de que cinco de ellas requerirían el uso de runas que les estaban prohibidas a los Re'lar. Tres de ellas eran matemáticamente poco sólidas, y me explicó rápidamente por qué estaban condenadas al fracaso, ahorrándome docenas de horas desperdiciadas.
Una de mis ideas la rechazó por ser «completamente inapropiada para un artífice responsable». Argumenté que un mecanismo que redujera el tiempo necesario para volver a armar una balista ayudaría a los barcos a defenderse de los piratas. Ayudaría a defender ciudades del ataque de los jinetes Vi Sembi…
Pero Kilvin no quiso escuchar ninguna de mis explicaciones. Cuando su rostro empezó a ensombrecerse como una nube de tormenta, abandoné rápidamente mis argumentos, cuidadosamente planeados.
Al final, solo dos de mis ideas le parecieron sólidas, aceptables y originales. Pero tras semanas de trabajo, me vi obligado a abandonarlas también, incapaz de hacerlas funcionar.
Kilvin dejó su estilete de diamante y el engranaje de latón que estaba inscribiendo, y se volvió hacia mí.
– Admiro a los estudiantes que tienen en cuenta la durabilidad, Re'lar Kvothe. Pero mil años es más de lo que se le puede pedir a la piedra, y no digamos al metal. Y más aún si se trata de un metal sometido a un uso intenso.
Se lo preguntaba por Cesura, claro. Pero no me decidía a contarle a Kilvin toda la verdad. Sabía muy bien que el maestro artífice no aprobaba que se utilizara la artificería en conjunción con ningún tipo de arma. Aunque apreciara el trabajo de semejante espada, no le haría ninguna gracia que yo estuviera en posesión de ella.
– No se trata de ningún proyecto -dije sonriendo-. Solo se lo preguntaba por curiosidad. En mis viajes me enseñaron una espada muy resistente y afilada. Y sin embargo, parece ser que tenía más de dos mil años. ¿Conoce algún metal que pudiera durar tanto? ¿Y conservando el filo?
– Ah. -Kilvin asintió con la cabeza; no parecía especialmente sorprendido-. Existen esas cosas. Magia antigua, podrían pensar algunos. O artes antiguas que ya se han perdido. Esos objetos están desperdigados por el mundo. Aparatos maravillosos. Misterios. Existen muchas fuentes de confianza que hablan de la lámpara de llama perpetua. -Señaló con un amplio ademán las semiesferas de cristal que había encima de su banco de trabajo-. Hasta tenemos unas cuantas cosas de esas aquí, en la Universidad.
Eso avivó mi curiosidad.
– ¿Qué clase de cosas? -pregunté.
Kilvin se acarició la barba con una mano.
– Tengo un artilugio sin sigaldría alguna que no hace otra cosa que consumir momento angular. Tengo cuatro lingotes de metal blanco, más ligero que el agua, que no puedo fundir ni estropear por ningún medio. Una lámina de cristal negro, una de cuyas caras carece de toda propiedad friccional. Una piedra con forma extraña que mantiene una temperatura justo por encima del punto de congelación, sin importar el calor que la envuelva. -Encogió los enormes hombros-. Esas cosas son misterios.
Abrí la boca, pero vacilé.
– ¿Sería inapropiado que le pidiera que me enseñara alguno de esos objetos?
La sonrisa de Kilvin destacaba, muy blanca, contra su barba y su piel oscuras.
– Nunca es inapropiado pedir, Re'lar Kvothe -dijo-. Los estudiantes deben ser curiosos. Me preocuparía si esas cosas te inspiraran indiferencia.
El corpulento maestro artífice fue hasta su enorme escritorio de madera, cubierto por completo de proyectos inacabados. Abrió un cajón con una llave que se sacó del bolsillo y cogió dos cubos de metal mate, algo más grandes que un dado.
– Muchas de esas cosas no podemos entenderlas ni utilizarlas -dijo-. Pero algunas poseen una utilidad notable. -Agitó los dos cubos metálicos como si fueran dados, y produjeron un dulce sonido en su mano-. A estas las llamamos piedras guardianas.
Se agachó y las puso en el suelo, separadas por unos pocos palmos. Las tocó y habló en voz muy baja, tanto que no pude oír lo que decía.
Percibí un cambio sutil en la atmósfera. Al principio creí que la habitación se estaba enfriando, pero entonces comprendí por qué me lo había parecido: ya no notaba el calor que irradiaba de la fragua encendida que había en el otro extremo del despacho de Kilvin.
El maestro cogió la barra de hierro que utilizaba para atizar el fuego e hizo ademán de golpearme con ella en la cabeza. Fue un gesto tan casual que me pilló completamente desprevenido, y ni siquiera tuve tiempo para encogerme o apartarme.
La barra se detuvo a dos palmos de mi cabeza, como si hubiera golpeado una barrera invisible. No se oyó que golpeara contra nada, ni rebotó en las manos de Kilvin.
Levanté una mano con cuidado, y chocó contra… nada. Era como si el aire intangible que tenía delante se hubiera solidificado de golpe.
Kilvin me sonrió.
– Las piedras guardianas son especialmente útiles cuando se realizan experimentos peligrosos o se prueban determinados materiales -dijo-. Crean una barrera táumica y cinética.
Seguí deslizando la mano por aquella barrera invisible. No era dura, ni siquiera sólida. Cedió un poco cuando la empujé, y tenía un tacto resbaladizo como el cristal untado con mantequilla.
Kilvin me miraba con expresión divertida.
– Sinceramente, Re'lar Kvothe, hasta que Elodin hizo su propuesta, pensaba llamar a tu artilugio para detener flechas la Guarda Menor. -Frunció un poco el entrecejo-. No era del todo acertado, desde luego, pero sí mejor que esas bobadas dramáticas de Elodin.
Apoyé todo el cuerpo contra la barrera invisible. Era sólida como un muro de piedra. Al mirarla más de cerca, aprecié una sutil distorsión en el aire, como si mirara a través de un cristal ligeramente imperfecto.
– Esto supera mucho a mi atrapaflechas, maestro Kilvin.
– Cierto -concedió Kilvin. Se agachó, recogió las piedras guardianas del suelo y volvió a murmurar algo. Cuando la barrera desapareció, me tambaleé un poco-. Pero tu astuta invención podemos repetirla cuantas veces queramos. Este misterio, en cambio, no.
Sostuvo los dos cubos de metal en la palma de su manaza.
– Esto es útil, pero no lo olvides: la astucia y la prudencia benefician al artífice. Nosotros desempeñamos nuestro trabajo en el reino de lo real. -Cerró los dedos sobre las piedras guardianas-. Dejemos el misterio para los poetas, los sacerdotes y los locos.
Pese a mis otros fracasos, seguía progresando mucho en mis estudios con el maestro Elodin. Me aseguró que lo único que yo necesitaba para mejorar como nominador era tiempo y dedicación. Yo le di ambas cosas, y él las utilizó de extrañas maneras.
Pasábamos horas descifrando adivinanzas. Me hizo beberme una pinta de aguardiente de manzana, y luego leerme la Teofanía de Teccam de cabo a rabo. Me hizo llevar los ojos vendados durante tres días seguidos, lo que no mejoró mi rendimiento en las otras asignaturas, pero les hizo mucha gracia a Wil y a Sim.
Me animó a averiguar cuánto tiempo podía permanecer despierto. Y como podía permitirme todo el café que quisiera, aguanté casi cinco días. Aunque al final me puse muy frenético y empezaba a oír voces.
Y entonces ocurrió el incidente del tejado del Archivo. Por lo visto, todo el mundo ha oído hablar de ello, en una u otra versión.
Se estaba preparando una tormenta monumental, y Elodin decidió que me convenía pasar un rato a la intemperie. Cuanto más cerca de la tormenta, mejor, dijo. Elodin sabía que Lorren jamás nos permitiría acceder al tejado del Archivo, así que le robó la llave.
Por desgracia, cuando la llave salió volando, nadie supo que estábamos atrapados allí arriba. Y por eso nos vimos obligados a pasar toda la noche en el tejado de piedra, atrapados en medio de una tormenta violentísima.
A media mañana el tiempo se apaciguó lo suficiente para que pudiéramos gritar pidiendo ayuda a los del patio. Entonces, como al parecer no había ninguna otra llave, Lorren tomó el camino más corto e hizo que unos cuantos secretarios robustos derribaran la puerta que llevaba al tejado.
Nada de todo eso habría supuesto ningún problema grave si, justo cuando había empezado a llover, Elodin no se hubiera empeñado en que nos desnudáramos, envolviéramos nuestra ropa en una tela encerada y la bajásemos hasta el patio atada a un ladrillo. Según Elodin, eso nos ayudaría a experimentar la tormenta en toda su plenitud.
El viento azotaba más fuerte de lo que Elodin había previsto, y se llevó el ladrillo y nuestro hatillo de ropa, lanzándolos por el cielo como si fueran un puñado de hojas. Así fue como perdimos la llave. Estaba en el bolsillo de los pantalones de Elodin.
Por eso fue que el maestro Lorren, Distrel, el guíler de Lorren, y tres secretarios musculosos nos encontraron a Elodin y a mí, desnudos y empapados como dos ratas ahogadas, en el tejado del Archivo. Al cabo de quince minutos, toda la Universidad sabía lo ocurrido. Elodin se partía de risa con todo aquello, y aunque ahora le encuentro el lado cómico, en aquel momento no me hizo ninguna gracia.
No os aburriré con toda la lista de nuestras actividades. Baste decir que Elodin puso un gran empeño en despertar mi mente dormida. Un empeño ridículo, la verdad.
Y para gran sorpresa mía, nuestro trabajo aportó beneficios. Aquel bimestre llamé al viento tres veces.
La primera vez detuve el viento durante el tiempo que se tarda en hacer una inspiración lenta; fue en lo alto del Puente de Piedra, en plena noche. Elodin estaba conmigo, dirigiéndome. Con eso quiero decir que me empujaba con una fusta. Yo estaba descalzo y bastante borracho.
La segunda vez fue inesperadamente, mientras estudiaba en Volúmenes. Estaba leyendo un libro de historia de Yll cuando de pronto el aire de la cavernosa habitación me susurró. Escuché como Elodin me había enseñado, y entonces pronuncié el nombre en voz baja. Con la misma suavidad, el viento oculto se agitó hasta convertirse en brisa, asustando a los alumnos y provocando el pánico entre los secretarios.
Unos minutos más tarde, el nombre desapareció de mi mente, pero mientras aquello duró, tuve la certeza de que si quería, podía provocar una tormenta o un trueno con la misma facilidad. Tuve que contentarme con esa certeza. Si hubiera llamado impetuosamente al viento dentro del Archivo, Lorren me habría colgado por los pulgares sobre la puerta principal.
Quizá no os parezcan grandes proezas de nominación, y supongo que tenéis razón. Pero llamé al viento por tercera vez esa primavera, y a la tercera va la vencida.