Capítulo 30

Más que la sal

Hoy -anunció Elodin alegremente- hablaremos de cosas de las que no se puede hablar. Concretamente discutiremos de por qué hay cosas de las que no se puede discutir.

Di un suspiro y dejé el lápiz. Todos los días abrigaba la esperanza de que aquella clase fuera la clase en que Elodin por fin nos enseñaría algo. Todos los días llevaba una tablilla y una de mis escasas y valiosas hojas de papel, dispuesto a aprovechar ese momento de claridad. Todos los días una parte de mí esperaba que Elodin se riera y confesase que con sus interminables tonterías no había estado haciendo nada más que poner a prueba nuestra determinación.

Y todos los días me llevaba una decepción.

– La mayoría de las cosas importantes no pueden decirse abiertamente -continuó Elodin-. No pueden hacerse explícitas. Solo pueden insinuarse. -Miró a su puñado de estudiantes en un aula enorme prácticamente vacía-. Nombrad algo que no pueda explicarse. -Señaló a Uresh-. Adelante.

Uresh pensó un poco y dijo:

– El humor. Si explicas un chiste, deja de ser un chiste.

Elodin asintió con la cabeza y apuntó a Fenton.

– ¿La nominación? -sugirió Fenton.

– Esa es una respuesta fácil, Re'lar -dijo Elodin con una pizca de reproche-. Pero anticipas correctamente el tema de mi disertación, de modo que te lo dejaremos pasar. -Me señaló a mí.

– No hay nada que no pueda explicarse -declaré con firmeza-. Si algo se puede entender, se puede explicar. Puede ser que alguien no sepa explicarlo bien. Pero eso solo significa que es difícil explicarlo, no que sea imposible.

Elodin levantó un dedo.

– Ni difícil ni imposible. Meramente inútil. Hay cosas que solo pueden deducirse. -Me lanzó una sonrisa exasperante-. Por cierto, tu respuesta debería haber sido «la música».

– La música se explica por sí sola -argumenté-. Es el camino y es el mapa que enseña el camino. Es ambas cosas a la vez.

– Pero ¿puedes explicar cómo funciona la música? -me preguntó Elodin.

– Por supuesto -afirmé, aunque no estaba seguro, ni mucho menos.

– ¿Puedes explicar cómo funciona la música sin utilizar la música?

Me quedé cortado. Mientras pensaba qué podía contestar, Elodin se volvió hacia Fela.

– ¿El amor? -preguntó ella.

Elodin arqueó una ceja, como si esa respuesta lo escandalizara ligeramente; entonces asintió en señal de aprobación.

– Un momento -dije-. No hemos terminado. No sé si podría explicar la música sin utilizarla, pero no se trata de eso. Eso no es explicación, sino traducción.

– ¡Exactamente! -dijo Elodin. Su rostro se había iluminado-. Traducción. Todo conocimiento explícito es conocimiento traducido, y toda traducción es imperfecta.

– Entonces, ¿todo conocimiento explícito es imperfecto? -pregunté-. Dígale al maestro Brandeur que la geometría es subjetiva. Me encantaría presenciar esa discusión.

– Todo conocimiento no -admitió Elodin-. Casi todo.

– Demuéstrelo -lo desafié.

– La inexistencia no se puede demostrar -terció Uresh resueltamente. Me pareció que estaba irritado-. Lógica viciada.

Me rechinaron los dientes. En efecto, era lógica viciada. Si hubiera estado más descansado, no habría cometido ese error.

– Entonces, ponga un ejemplo -dije.

– Muy bien, muy bien. -Elodin se acercó a Fela-. Utilizaremos el ejemplo de Fela. -La cogió de la mano y la obligó a ponerse de pie al mismo tiempo que me hacía señas para que lo siguiera.

Me levanté a regañadientes y Elodin nos puso a los dos uno frente a otro, ofreciendo nuestro perfil a la clase.

– Aquí tenemos a dos jóvenes encantadores -dijo-. Estaban sentados y sus miradas se han encontrado.

Elodin me empujó por el hombro obligándome a dar un paso adelante.

– Él dice hola. Ella dice hola. Ella sonríe. Él, nervioso, se apoya ora en un pie, ora en el otro.

Paré de hacer precisamente eso, y un débil murmullo de risas recorrió el aula.

– Se percibe algo sutil en la atmósfera -continuó Elodin, y se colocó detrás de Fela. Le puso las manos sobre los hombros y se inclinó para hablarle al oído-. A ella le encantan sus facciones -dijo en voz baja-. Le intriga la curva de sus labios. Se pregunta si podría ser él, si podría mostrarle las partes más secretas de su corazón. -Fela agachó la cabeza; un intenso rubor le coloreó las mejillas.

Elodin dio un rodeo y se colocó detrás de mí.

– Kvothe la mira, y por primera vez entiende el impulso que llevó a los primeros hombres a pintar. A esculpir. A cantar.

Volvió a rodearnos y se quedó de pie entre los dos, como un sacerdote que se dispone a celebrar una boda.

– Existe entre ellos algo endeble y delicado. Ambos pueden sentirlo. Es algo parecido a la electricidad estática. Débil como la escarcha.

Me miró con sus ojos oscuros y serios.

– Vale. ¿Qué haces tú?

Me quedé mirándolo sin saber qué decir. Si había algo en lo que estaba más verde que en nominación era en cómo cortejar a una mujer.

– Tenemos tres caminos -dijo Elodin dirigiéndose a la clase. Levantó un dedo-. Primero: nuestros jóvenes enamorados pueden intentar expresar lo que sienten. Pueden intentar cantar eso que han oído cantar a sus corazones.

Elodin hizo una pausa teatral.

– Ese es el camino del loco honrado, y es un mal camino. Esa cosa que hay entre vosotros es demasiado trémula para hablar de ella. Es una chispa tan débil que hasta el aliento más suave la apagaría.

El maestro nominador sacudió la cabeza.

– Aunque seas inteligente y sepas expresarte, estás condenado al fracaso. Porque si bien vuestros labios quizá hablen el mismo idioma, vuestros corazones no. -Me miró fijamente-. Esto es un caso de traducción.

Elodin levantó dos dedos.

– El segundo camino es más prudente. Habláis de cosas sin importancia. Del tiempo. De la última obra de teatro que habéis visto. Pasáis un rato juntos. Os dais la mano. De ese modo, poco a poco aprenderéis el significado secreto de las palabras del otro. Así, cuando llegue el momento podréis hablar añadiendo un significado sutil a vuestras palabras, para que haya entendimiento por ambas partes.

Elodin abrió un brazo hacia mí.

– Y luego está el tercer camino. El camino de Kvothe. -Se puso a mi lado, hombro con hombro, mirando a Fela-. Percibes que hay algo entre vosotros dos. Algo maravilloso y delicado.

Dio un suspiro romántico de enamorado.

– Y como aspiras a tener certeza en todo, decides forzar la situación. Tomas la ruta más corta. Mejor cuanto más sencillo, piensas. -Elodin abrió las manos y flexionó los dedos varias veces seguidas, como si quisiera apresar a Fela-. Y te lanzas sobre los pechos de esta joven.

Todos los alumnos excepto Fela y yo rompieron a reír, sorprendidos. Arrugué la frente. Fela se cruzó de brazos, y el rubor se extendió por su cuello hasta desaparecer bajo su camisa.

Elodin le dio la espalda y me miró de hito en hito.

– Re'lar Kvothe -dijo con seriedad-. Intento despertar tu mente dormida al sutil lenguaje que susurra el mundo. Intento seducirte para que comprendas. Intento enseñarte. -Se inclinó hacia delante, hasta que nuestras caras casi se tocaron-. Suéltame las tetas.

Salí de la clase de Elodin de muy mal humor.

Aunque para ser sincero, he de decir que desde hacía unos días mi humor iba de malo a malísimo. Intentaba ocultárselo a mis amigos, pero estaba empezando a derrumbarme bajo tanto peso.

La pérdida de mi laúd era la gota que había colmado el vaso. Todo lo demás había conseguido tomármelo con calma: la dolorosa quemadura del pecho, el dolor constante de las rodillas, la falta de sueño. El miedo persistente a soltar, mi Alar en el momento más inoportuno y que de pronto empezara a vomitar sangre.

Lo sobrellevaba todo: mi extremada pobreza, mi frustración con las clases de Elodin. Hasta la nueva resaca de ansiedad que me provocaba saber que Devi esperaba al otro lado del río con el corazón lleno de rabia, tres gotas de mi sangre y un Alar como una tormenta en el mar.

Pero perder mi laúd fue demasiado. No se trataba solo de que lo necesitara para pagar mi habitación y mi manutención en Anker's. No era solo que mi laúd fuera la pieza clave de mi capacidad para ganarme la vida si me veía obligado a marcharme de la Universidad.

No. Se trataba sencillamente de que con mi música podía sobrellevar todo lo demás. Mi música era el pegamento que me mantenía entero. Dos días sin él, y ya me estaba derrumbando.

Después de la clase de Elodin, me sentí incapaz de pasar más horas encorvado sobre un banco de trabajo en la Factoría. Me dolían las manos solo de pensarlo, y me escocían los ojos por la falta de sueño.

Así que volví a Anker's con intención de comer pronto. Debía de ofrecer un aspecto lamentable, porque Anker me trajo una ración doble de beicon con la sopa y una cerveza pequeña.

– ¿Qué tal te fue la cena, si no es indiscreción? -me preguntó Anker apoyándose en la barra.

– ¿Cómo dices?

– La cena con esa joven. No me gusta entrometerme, pero el mensajero se limitó a dejar la nota. Tuve que leerla para saber para quién era.

Miré a Anker con perplejidad.

Anker me miró extrañado y frunció el entrecejo.

– ¿Laurel no te entregó la nota?

Negué con la cabeza, y Anker se puso a maldecir.

– Te lo juro, algunos días la luz debería atravesar la cabeza de esa chica. -Empezó a buscar detrás de la barra-. Un mensajero dejó una nota para ti anteayer. Le dije que te la diera cuando vinieses. Aquí está. -Sacó un trozo de papel húmedo y bastante maltrecho y me lo dio.

El mensaje rezaba:

Kvothe:

He vuelto a la ciudad y me encantaría disfrutar de la compañía de un caballero agradable durante la cena. Lamentablemente, no hay ninguno disponible. ¿Querrías reunirte conmigo esta noche en la Duela Partida?

Esperanzadamente tuya,

D.


Me subió un poco la moral. Denna no solía dejarme notas, y era la primera vez que me invitaba a cenar. Pese a la rabia que me daba haber faltado a la cita, saber que había vuelto a la ciudad y que estaba deseando verme me animó considerablemente.

Engullí la comida y decidí saltarme la clase de siaru e ir a Imre. Hacía más de un ciclo que no veía a Denna, y pensé que pasar un rato con ella era lo único que podía mejorar mi estado de ánimo.

Sin embargo, cuando crucé el río mi entusiasmo ya había decaído considerablemente. El camino era largo, y antes incluso de llegar al Puente de Piedra habían empezado a dolerme las rodillas. Hacía un sol deslumbrante, pero no calentaba lo suficiente para combatir el frío viento de principios de invierno. El polvo del camino se me metía en los ojos y me hacía toser.

No encontré a Denna en ninguna de las posadas donde solía alojarse. Tampoco estaba escuchando música en La Espita ni en La Cabra de la Puerta. Ni Deoch ni Stanchion la habían visto. Temí que se hubiera marchado de la ciudad mientras yo estaba ocupado. Quizá tardara meses en volver. Quizá se hubiera marchado para siempre.

Entonces doblé una esquina y la vi sentada en un pequeño parque, bajo un árbol. Tenía una carta en una mano y una pera a medio comer en la otra. ¿De dónde habría sacado una pera en esa época del año?

Entré en el jardín y de pronto me di cuenta de que Denna estaba llorando. Me paré, sin saber qué hacer. Quería ayudarla, pero no quería entrometerme. Quizá sería mejor…

– ¡Kvothe!

Denna tiró el resto de la pera, se levantó de un brinco y corrió por el césped hacia mí. Sonreía, pero tenía los ojos enrojecidos. Se secó las mejillas con una mano.

– ¿Estás bien? -pregunté.

Las lágrimas volvieron a agolparse en sus ojos, pero antes de que pudieran desbordarse, Denna apretó los párpados y sacudió la cabeza.

– No -dijo-. No del todo.

– ¿Puedo ayudarte?

Denna se enjugó las lágrimas con la manga de la blusa.

– Me ayudas con solo estar aquí.

Dobló la carta formando un pequeño cuadrado y se la guardó en el bolsillo. Entonces volvió a sonreír. No fue una sonrisa forzada, de las que te pones como una máscara. Fue una sonrisa sincera, adorable pese a las lágrimas.

Entonces ladeó la cabeza y me miró con atención; su sonrisa dejó paso a una expresión preocupada.

– ¿Y tú? -me preguntó-. Te veo un poco paliducho.

Esbocé una sonrisa. La mía sí era forzada, y lo sabía.

– Últimamente lo he pasado un poco mal.

– Espero que no tan mal como aparentas -dijo ella con dulzura-. ¿Duermes lo suficiente?

– No -confesé.

Denna fue a decir algo, pero se detuvo y se mordió el labio inferior.

– ¿Quieres que hablemos de ello? -me preguntó-. No sé si podré hacer algo para ayudarte, pero… -Encogió los hombros y trasladó ligeramente el peso del cuerpo de una pierna a la otra-. Yo tampoco duermo bien. Sé lo que es eso.

Su ofrecimiento me pilló desprevenido. Me hizo sentir… No sabría explicar exactamente cómo me hizo sentir. No es fácil expresarlo con palabras.

No fue la oferta de ayuda en sí. Mis amigos llevaban días trabajando sin descanso para ayudarme. Pero la voluntad de ayudar de Sim era diferente. Su ayuda era tan fiable como el pan. Pero saber que le importaba a Denna era como un trago de vino caliente en una noche de invierno. Sentí su dulce calor en el pecho.

Le sonreí. Una sonrisa de verdad. Noté una sensación extraña en la cara, y me pregunté cuánto tiempo llevaba frunciendo el ceño sin saberlo.

– Me ayudas con solo estar aquí -dije con sinceridad-. El simple hecho de verte mejora mi estado de ánimo.

Denna miró al cielo.

– Claro. La visión de mi cara congestionada es una panacea.

– No hay mucho de qué hablar -dije-. Mi mala suerte se ha combinado con mis errores, y estoy pagando por ello.

Denna soltó una risita que habría podido convertirse fácilmente en un sollozo.

– Ay, yo no entiendo nada de esas cosas -dijo torciendo el gesto-. Cuando sabes que la culpa es solo tuya es mucho peor, ¿verdad?

Noté que mis labios se torcían imitando su mueca.

– Sí -coincidí-. La verdad es que prefiero un poco de distracción que unos oídos comprensivos.

– Creo que eso te lo puedo conseguir -dijo ella, y me cogió del brazo-. Dios sabe bien que tú has hecho lo mismo por mí muchas veces.

– Ah, ¿sí? -dije mientras echábamos a andar juntos.

– Infinidad de veces -confirmó Denna-. Cuando te tengo conmigo es fácil olvidar. -Se paró un momento y yo tuve que detenerme también, porque llevaba un brazo entrelazado con el mío-. Bueno, no es eso. Me refiero a que cuando te tengo a mi lado es fácil olvidar.

– ¿Olvidar qué?

– Todo -respondió, y por un instante su voz dejó de sonar alegre-. Todo lo malo de mi vida. Quién soy. De vez en cuando me sienta bien tomarme unas vacaciones de mí misma. Tú me ayudas a eso. Eres mi puerto seguro en un mar infinito y tempestuoso.

– ¿En serio? -Reí.

– Sí -contestó ella con naturalidad-. Eres el sauce umbroso en un día soleado.

– Tú -repliqué- eres una dulce música en una habitación lejana.

– Muy bueno -dijo ella-. Tú eres un pastel inesperado en una tarde lluviosa.

– Tú eres la cataplasma que extrae el veneno de mi corazón -dije.

– Hummm. -Denna puso cara de no tenerlo claro-. De eso ya no estoy tan segura. Un corazón lleno de veneno no es una imagen muy atractiva.

– Ya -admití-. Sonaba mejor antes de que lo dijera.

– Eso es lo que pasa cuando mezclas las metáforas -dijo. Una pausa-. ¿Recibiste mi nota?

– La he recibido hoy -contesté, y dejé que mi voz delatara todo mi pesar-. Hace solo un par de horas.

– Ah -repuso ella-. Qué pena, fue una cena estupenda. Me comí la mía y la tuya.

Intenté decir algo, pero Denna se limitó a sonreír y sacudió la cabeza.

– Lo digo en broma. En realidad, la cena era una excusa. Tengo que enseñarte una cosa. ¿Sabías que no es nada fácil encontrarte? Creía que tendría que esperar e ir a oírte tocar mañana en Anker's.

Noté una fuerte punzada en el pecho, tan fuerte que ni siquiera la presencia de Denna podía aliviarla.

– Pues es una suerte que me hayas encontrado hoy -dije-. Porque no sé si podré tocar mañana.

Denna ladeó la cabeza.

– Siempre tocas la noche de Abatida. No cambies eso, por favor. Con lo que ya me cuesta encontrarte.

– Mira quién habla -protesté-. Yo nunca te encuentro dos veces en el mismo sitio.

– Sí, claro. Seguro que te pasas el día buscándome -dejó ir con indiferencia; entonces compuso una sonrisa traviesa-. Pero eso no importa. Vamos. Estoy segura de que esto te distraerá. -Aceleró el paso tirándome del brazo.

El entusiasmo de Denna era contagioso, y me descubrí sonriendo mientras la seguía por las retorcidas calles de Imre.

Al final llegamos ante una tiendecita. Denna se puso delante de mí; casi daba saltos de emoción. No se notaba nada que había llorado, y le brillaban los ojos. Me tapó la cara con las manos.

– Cierra los ojos -me ordenó-. ¡Es una sorpresa!

Cerré los ojos, y Denna me guió de la mano. El interior de la tienda estaba en penumbra y olía a cuero. Oí una voz de hombre que decía: «¿Es él?», seguida del ruido hueco de cosas al ser trasteadas.

– ¿Estás preparado? -me susurró Denna al oído. Su voz sonaba a sonrisa. Su aliento me erizó el vello de la nuca.

– No tengo ni idea -dije con franqueza.

Noté el aliento de su risa contenida en la oreja.

– Muy bien. Abre los ojos.

Los abrí y vi a un hombre, mayor y enjuto, de pie detrás de un largo mostrador de madera. Tenía delante un estuche de laúd, abierto y vacío. Denna me había comprado un regalo. Un estuche para mi laúd. Un estuche para el laúd que me habían robado.

Di un paso adelante. El estuche, vacío, era largo y delgado, recubierto de suave piel negra. No tenía charnelas. Siete broches de acero reluciente recorrían todo el borde, de manera que la tapa se levantaba como la de una caja.

Por dentro estaba forrado de suave terciopelo. Alargué un brazo para tocarlo y comprobé que el relleno era blando pero elástico, como una esponja. El pelo del terciopelo tenía un centímetro de espesor, y era de color granate oscuro.

El hombre que estaba detrás del mostrador esbozó una sonrisa.

– La dama tiene buen gusto -declaró-. Y sabe muy bien lo que quiere.

Levantó la tapa.

– La piel está engrasada y encerada. Hay dos capas, y debajo, un armazón de arce. -Pasó un dedo a lo largo de la parte inferior del estuche, y luego señaló el correspondiente surco en la tapa-. Se ajusta muy bien, para que no entre ni salga el aire. Así no tendrá que preocuparse si lo saca de una habitación caldeada y húmeda al exterior, por mucho frío que haga.

Empezó a cerrar los broches alrededor del borde del estuche.

– La dama no quería broches de latón. Estos son de acero fino. Y una vez cerrados, la tapa queda sujeta contra una junta. Podría sumergirlo en un río y el terciopelo permanecería seco. -Encogió los hombros-. El agua acabaría traspasando la piel, por supuesto. Pero no se puede hacer más.

Le dio la vuelta y golpeó fuertemente la base redondeada con los nudillos.

– El armazón de arce es delgado, para que no abulte ni pese, y lo he reforzado con tiras de acero de Glantz. -Señaló a Denna, que estaba a un lado, sonriente-. La dama quería acero de Ramston, pero le expliqué que el acero de Ramston, pese a ser fuerte, es bastante quebradizo. El acero de Glantz es más ligero y conserva mejor la forma.

Me miró de arriba abajo.

– Si el joven maestro así lo desea, podría ponerse de pie sobre la base del estuche sin aplastarlo. -Frunció ligeramente los labios y me echó un vistazo a los pies-. Aunque yo preferiría que no lo hiciera.

Volvió a poner el estuche del derecho.

– Permítame decir que este quizá sea el estuche más bonito que he fabricado en veinte años. -Lo deslizó por el mostrador hacia mí-. Espero que sea de su agrado.

Me quedé sin habla, algo raro en mí. Estiré un brazo y pasé la mano por la piel. Era lisa y cálida. Toqué el aro de acero por donde había que pasar la correa. Miré a Denna, que casi danzaba de emoción.

Se acercó a mí, entusiasmada.

– Y ahora viene lo mejor -dijo abriendo los broches con una facilidad que revelaba que ya lo había hecho otras veces. Levantó la tapa y tocó el fondo con un dedo-. El relleno está diseñado para que se pueda retirar y volver a montar. Así, tengas el laúd que tengas en el futuro, seguirá encajando.

»¡Y mira! -Presionó sobre el terciopelo en el sitio donde debía descansar el mástil, y apareció una tapa revelando un hueco oculto. Volvió a sonreír-. Esto también ha sido idea mía. Es una especie de bolsillo secreto.

– Cuerpo de Dios, Denna -dije-. Debe de haberte costado una fortuna.

– Bueno, mira -dijo ella con fingida modestia-, tenía unos ahorrillos.

Pasé la mano por el interior acariciando el terciopelo.

– En serio, Denna. Este estuche debe de costar tanto como mi laúd… -Me quedé callado y mi estómago se retorció de una forma muy desagradable. Mi laúd. El laúd que ya no tenía.

– Si no le importa que lo diga, señor -dijo el hombre que estaba detrás del mostrador-, a menos que tenga usted un laúd de plata maciza, creo que este estuche vale muchísimo más.

Volví a pasar las manos por la tapa; cada vez tenía el estómago más revuelto. No se me ocurrió nada que decir. ¿Cómo podía decirle a Denna que me habían robado el laúd después de que ella se hubiera tomado tantas molestias para que me hicieran aquel precioso regalo?

Denna sonrió emocionada.

– ¡Vamos a ver si tu laúd encaja!

Hizo una señal con la mano, y el hombre que estaba detrás del mostrador sacó mi laúd y lo puso dentro del estuche. Encajaba como un guante.

Rompí a llorar.

– Dios mío, estoy avergonzado -dije sonándome la nariz.

Denna me tocó suavemente el brazo.

– Lo siento mucho -repitió por tercera vez.

Estábamos sentados en la acera, frente a la tiendecita. Ya tenía suficiente con romper a llorar delante de Denna; quería serenarme sin haber de soportar al dueño de la tienda con la vista clavada en mí.

– Solo quería asegurarme de que encajaba bien -dijo Denna, consternada-. Te dejé una nota. Tenías que venir para que pudiera darte la sorpresa. Lo había calculado todo para que ni siquiera te dieras cuenta de que no tenías el laúd.

– No pasa nada -dije.

– Claro que pasa -replicó Denna, y sus ojos empezaron a anegarse de lágrimas-. Al ver que no aparecías, no sabía qué hacer. Anoche te estuve buscando por todas partes. Llamé a tu puerta, pero no contestaste. -Agachó la cabeza-. Nunca te encuentro cuando te busco.

– Denna -dije-. No pasa nada.

Sacudió enérgicamente la cabeza evitando mirarme mientras las lágrimas empezaban a resbalarle por las mejillas.

– Sí pasa. Debí saberlo. Lo tratas como si fuera tu bebé. Si alguien me hubiera mirado alguna vez como tú miras ese laúd, yo…

Se le quebró la voz y tragó saliva antes de que las palabras volvieran a salir en tropel.

– Yo ya sabía que era la cosa más importante de tu vida. Por eso quería regalarte un estuche donde pudieras guardarlo bien. Pero no se me ocurrió pensar que sería tan… -Volvió a tragar saliva y apretó los puños. Tenía el cuerpo tan tenso que casi temblaba-. Dios mío. ¡Qué estúpida soy! Nunca pienso. Siempre hago lo mismo. Lo estropeo todo.

Se le había soltado el cabello y le tapaba la cara, de modo que no podía verle la expresión.

– ¿Qué me pasa? -dijo en voz baja, pero con rabia-. ¿Por qué soy tan imbécil? ¿Por qué no puedo hacer al menos una sola cosa bien?

– Denna. -Tuve que interrumpirla, porque apenas hacía pausas para respirar. Apoyé una mano en su brazo y ella se quedó quieta y rígida-. Denna, tú no tenías forma de saberlo -le dije-. ¿Cuánto tiempo hace que tocas? ¿Un mes? ¿Alguna vez has tenido tu propio instrumento?

Ella sacudió la cabeza; el cabello seguía tapándole la cara.

– Tenía aquella lira -dijo en voz baja-, Pero solo me duró unos días antes del incendio. -Levantó la cabeza por fin, y vi que su rostro revelaba una profunda tristeza. Tenía los ojos y la nariz enrojecidos-. Siempre me pasa lo mismo. Intento hacer algo bien, pero siempre se complica. -Me miró con expresión de desdicha-. Tú no sabes lo que es eso.

Me reí. Volver a reír me produjo una sensación maravillosa. La risa borbotaba en el fondo de mi estómago y ascendía por mi garganta como las notas de un cuerno de oro. Aquella risa, por sí sola, valía tres comidas calientes y veinte horas de sueño.

– Sé perfectamente lo que es -dije, y noté las magulladuras de mis rodillas y la tirantez de las cicatrices de mi espalda, que todavía no estaban curadas del todo. Me planteé contarle cómo se me habían complicado las cosas cuando quise recuperar su anillo. Pero decidí que seguramente no la ayudaría a animarse si le explicaba que Ambrose estaba intentando matarme-. Denna, estás hablando con el rey de las ideas luminosas que se fuercen estrepitosamente.

Eso la hizo sonreír; se sorbió la nariz y se frotó los ojos con la manga.

– Somos una pareja encantadora de idiotas llorones, ¿verdad?

– Sí -coincidí.

– Lo siento -dijo una vez más, y la sonrisa se borró de sus labios-. Solo quería hacerte un detalle bonito. Pero no se me dan bien estas cosas.

Le cogí una mano entre las mías y se la besé.

– Denna -dije con absoluta sinceridad-, esto es lo más bonito que nadie ha hecho para mí en toda mi vida.

Denna dio un resoplido muy poco delicado.

– Es la pura verdad -dije-. Eres mi penique reluciente en la cuneta. Vales más que la sal o que la luna una larga noche de caminata. Eres un vino dulce en mi boca, una canción en mi garganta, y la risa en mi corazón.

Denna se ruborizó, pero yo continué, imperturbable:

– Eres demasiado buena para mí. Eres un lujo que no puedo permitirme. A pesar de todo, insisto en que hoy vengas conmigo. Te invitaré a cenar y pasaré horas hablando extasiado del inmenso y maravilloso paisaje que eres tú.

Me puse de pie y la ayudé a levantarse.

– Tocaré el laúd para ti. Te cantaré canciones. Durante el resto de la tarde, nada ni nadie podrá molestarnos. -Ladeé la cabeza convirtiéndolo en una pregunta.

Denna curvó los labios.

– Es una buena proposición -dijo-. Me encantaría pasar una tarde alejada de todo.

Horas más tarde, volví a la Universidad con paso alegre. Iba silbando. Cantando. El laúd, terciado a la espalda, era ligero como un beso. Hacía un sol cálido y relajante. Soplaba una brisa fresca.

Mi suerte estaba empezando a cambiar.

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