Capítulo 112

El Martillo

Estaba sentado en un minúsculo parque que consistía en dos bancos de piedra pulida, unos pocos árboles y un sendero que discurría entre la alta hierba. Podías ir de un extremo a otro en un minuto. Cerca de dos de los lados había sendos precipicios que lo protegían del viento, aunque solo parcialmente. Por lo visto, en Haert no había ni un rincón que estuviera completamente a resguardo del viento.

Al acercarse Vashet, lo primero que me llamó la atención fue que no se ceñía la espada al cinto. La llevaba cruzada a la espalda, como yo solía llevar mi laúd. Caminaba con una seguridad que yo no había visto jamás, firme y al mismo tiempo grácil, como si supiera que podía pavonearse pero no quisiera tomarse esa molestia.

Tenía aquella constitución delgada que yo había acabado considerando característica de los Adem, igual que la piel clara y los ojos grises. Su cabello era algo más claro que el de Tempi, y se lo recogía en una cola de caballo. Al acercarse más vi que en algún momento se había roto la nariz; y aunque no la tenía torcida, aquella pequeña mella desentonaba con su cara, de facciones delicadas.

Vashet esbozó una sonrisa amplia y luminosa, exhibiendo unos dientes muy blancos.

– Bueno, ahora eres mío -dijo en un atur impecable.

– Hablas atur -observé, como un bobo.

– Casi todos lo hablamos -repuso. Se le formaban algunas arrugas alrededor de la boca y en las comisuras de los ojos, y eso me hizo pensar que debía de ser diez años mayor que yo-. Si no tienes un buen dominio del idioma, es difícil manejarte en el mundo. Es difícil hacer negocios.

Se me había olvidado saludar y, aunque tarde, hice los signos de formal y respeto.

– ¿Eres Vashet, o me equivoco?

Vashet sonrió de nuevo y me devolvió el saludo con un signo exageradísimo, de tal forma que no pude evitar pensar que se estaba burlando de mí.

– Sí. Voy a ser tu maestra.

– ¿Y Shehyn? Creía que la maestra era ella.

Vashet me miró arqueando una ceja, y me pareció un gesto desmesurado en el rostro de un Adem.

– Eso es cierto en términos generales. Pero en términos más prácticos, Shehyn es demasiado importante para dedicar su tiempo a alguien como tú.

Hice el signo de educado.

– Estaba contento con Tempi -afirmé.

– Y si nuestro objetivo fuera tu felicidad, quizá eso nos importara -repuso ella-. Sin embargo, Tempi tiene de maestro lo mismo que un barco de vela.

Ese comentario me irritó un poco.

– Supongo que sabes que es amigo mío.

Vashet entornó los ojos.

– Y como eres su amigo, quizá no adviertas sus fallos. Es un luchador competente, pero nada más. Apenas conoce tu lengua, tiene muy poca experiencia en el mundo real y, si he de serte absolutamente sincera, no es ningún lince.

– Lo siento -dije. Pesar-. No era mi intención ofenderte.

– No demuestres humildad a menos que la sientas -dijo sin dejar de observarme con los ojos entrecerrados-. Aunque conviertas tu cara en una máscara, tus ojos son dos ventanas iluminadas.

– Lo siento -dije con seriedad. Disculpa-. Quería causarte buena impresión.

– ¿Por qué?

– Me gustaría que tuvieras una buena opinión de mí.

– Pues a mí me gustaría tener motivos para tener una buena opinión de ti.

Decidí cambiar de táctica, con la esperanza de dirigir la conversación hacia aguas más seguras.

– Tempi te llamó «el Martillo». ¿Por qué te llaman así?

– Ese es mi nombre. Vashet. El martillo. La arcilla. La rueca. -Pronunció su nombre de tres maneras diferentes, cada una con su propia cadencia-. Soy eso que da forma y afila, o destruye.

– ¿Por qué la arcilla?

– También soy eso -respondió Vashet-. Solo lo que se dobla puede enseñar.

A medida que Vashet hablaba, me fui emocionando.

– Tengo que reconocer -dije- que será agradable poder hablar en mi idioma con mi maestra. Hay muchas preguntas que no he hecho porque sabía que Tempi no las entendería. Y que, aunque lo hiciera, yo no podría descifrar sus respuestas.

Vashet asintió con la cabeza y se sentó en uno de los bancos.

– Un maestro también debe saber cómo comunicarse -dijo-. Ve a buscar una rama y tráemela. Entonces empezaremos la clase.

Fui hacia los árboles. La petición de Vashet tenía algo de ritual, y no quise volver corriendo con la primera rama que hubiera encontrado tirada en el suelo. Al final vi un sauce y le arranqué una rama flexible, más larga que mi brazo y del grosor de mi dedo meñique.

Regresé junto a Vashet, que seguía sentada en el banco. Le entregué la rama de sauce; ella se sacó la espada por encima del hombro y empezó a desmochar la rama, quitándole los nudos.

– Has dicho que solo lo que se dobla puede enseñar -dije-. Por eso he pensado que esta rama sería adecuada.

– Nos irá bien para la clase de hoy -replicó Vashet mientras arrancaba el último trozo de corteza, dejando solo una vara fina y blanca. Limpió la espada con su camisa, la envainó y se puso en pie.

Sosteniéndola con una mano, Vashet empezó a sacudir la vara de sauce, produciendo unos débiles restallidos.

Ahora que estaba más cerca de mí, me di cuenta de que Vashet vestía el traje de mercenario, pero a diferencia de Tempi y muchos otros, no llevaba la ropa ceñida al cuerpo con correas de cuero. La camisa y los pantalones se ceñían a los brazos, las piernas y el pecho mediante unas cintas de seda de color rojo sangre.

– Ahora voy a golpearte -dijo con seriedad, mirándome a los ojos-. Quédate quieto.

Vashet empezó a caminar lentamente alrededor de mí, sin dejar de sacudir la vara de sauce. Fuop. Fuop. Se colocó detrás de mí; no verla era aún más angustiante. Fuop. Fuop. Sacudió la vara más deprisa y el ruido cambió. Fiu. Fiu. Ni siquiera parpadeé.

Vashet describió otro círculo, se colocó detrás de mí y me golpeó dos veces. Una vez en cada brazo, justo debajo del hombro. Fiu. Fiu. Al principio solo noté un golpecito, pero luego el dolor se extendió por mis brazos, ardiente como el fuego.

Volvió a golpearme antes de que yo pudiera reaccionar. Me dio tan fuerte en la espalda que noté el impacto en los dientes. Si la vara no se rompió fue porque era una rama de sauce verde y flexible.

No grité, pero solo porque el golpe había llegado entre dos inspiraciones, y no tenía aire en los pulmones. Pero sí aspiré bruscamente por la boca, tan deprisa que me atraganté y tosí. Notaba un fuerte dolor en la espalda, como si me hubieran prendido fuego.

Vashet volvió a colocarse delante de mí y me observó con aquella mirada seria.

– Esta es la lección -dijo con indiferencia-. No tengo buena opinión de ti. Eres un bárbaro. No eres inteligente. No eres bienvenido aquí. No perteneces a este sitio. Eres un ladrón de nuestros secretos. Tu presencia es un bochorno y una complicación que esta escuela no necesita.

Vashet estudió atentamente el extremo de la vara de sauce, y luego volvió a mirarme.

– Volveremos a encontrarnos aquí una hora después de la comida. Cogerás otra vara, e intentaré enseñarte de nuevo esta lección. -Me lanzó una mirada significativa-. Si la vara que me traes no me gusta, la escogeré yo misma.

«Después de cenar volveremos a hacer lo mismo. Y también mañana. Esta es la única lección que tengo que enseñarte. Cuando la aprendas, te marcharás de Haert y nunca volverás. -Me miró, impasible-. ¿Lo has entendido?

– ¿Qué le…?

Sacudió la muñeca, y la punta de la vara me dio en la mejilla. Esa vez sí solté un grito agudo.

Vashet me miró. Nunca había pensado que algo tan sencillo como el contacto visual pudiera ser tan intimidante. Pero sus ojos gris claro eran duros como hielo.

– Dime: Sí, Vashet. Lo he entendido.

La miré con rabia.

– Sí, Vashet. Lo he entendido. -Mientras hablaba, notaba el lado derecho de mi labio superior enorme y pesado.

Vashet escudriñó mi rostro, como si tratara de decidir algo; entonces encogió los hombros y tiró la vara al suelo.

Decidí arriesgarme y pregunté:

– ¿Qué le pasaría a Tempi si yo me marchara?

– Si te marcharas no: cuando te marches -me corrigió ella-. Los pocos que todavía lo dudan sabrán que cometió un error al enseñarte. Y otro al traerte aquí.

– ¿Y qué le pasará…? -Hice una pausa y volví a empezar-. ¿Qué le pasaría en ese caso?

– Eso no tengo que decidirlo yo -me contestó, encogiéndose de hombros. Se dio la vuelta y se marchó.

Me toqué la mejilla y el labio, y luego me miré la mano. No había sangre, pero notaba el verdugón que me estaba saliendo en la cara, una marca bien a la vista de todos.

Como no sabía qué hacer, volví a la escuela para ir a comer. Entré en el comedor y busqué a Tempi, pero no lo vi entre los mercenarios vestidos de rojo sangre. Me alegré. Aunque habría agradecido la compañía de un amigo, no quería que Tempi supiera lo mal que me habían ido las cosas. Ni siquiera tendría que explicárselo. La marca que tenía en la cara hablaba por sí sola.

Mantuve el gesto inexpresivo y los ojos bajos mientras avanzaba en la cola y me llenaban la bandeja. Entonces escogí una mesa que estaba casi vacía, pues no quería imponerle mi compañía a nadie.

Me he pasado gran parte de la vida solo, pero pocas veces me había sentido tan solo como en aquel momento. Conocía únicamente a una persona en un radio de seiscientos kilómetros, y le habían ordenado que no se acercara a mí. Aquella cultura no me era familiar, apenas hablaba el idioma, y el escozor que sentía en la espalda y en la cara era un recordatorio constante de que mi presencia allí era un estorbo.

Sin embargo, la comida era buena. Pollo asado, judías verdes crujientes y un trozo de dulce pastel de melaza. Todo mucho más bueno que la comida que yo podía pagarme en la Universidad, y más caliente que la que me servían en el palacio del maer. No tenía mucho apetito, pero he pasado tanta hambre en la vida que nunca rechazo una comida fácil.

Advertí una sombra en movimiento en la periferia de mi visión y alguien se sentó a la mesa enfrente de mí. Me animé un poco. Al menos había una persona lo bastante valiente para visitar al bárbaro. Alguien era lo bastante amable para consolarme, o sentía suficiente curiosidad para venir a hablar conmigo.

Levanté la cabeza y vi la cara delgada y con cicatrices de Carceret. Dejó su bandeja de madera frente a la mía.

– ¿Qué te parece nuestro pueblo? -dijo en voz baja, con la mano izquierda apoyada en el tablero de la mesa. Los signos que hacía eran diferentes, pues estábamos sentados, pero aun así reconocí curioso y educado. Cualquiera que nos hubiera estado observando pensaría que manteníamos una conversación agradable-. ¿Te gusta tu nueva maestra? Ella piensa lo mismo que yo. Que no deberías estar aquí.

Mastiqué otro trozo de pollo y me lo tragué automáticamente, sin levantar la cabeza.

Preocupación.

– Te he oído gritar -continuó Carceret. Hablaba más despacio, como si se dirigiera a un niño pequeño. No estaba seguro de si lo hacía para insultarme o para asegurarse de que la entendía-. Como un pajarillo.

Di un sorbo de leche de cabra caliente y me limpié los labios. Al mover el brazo, la camisa me rozó el verdugón de la espalda, y noté como si me picaran un centenar de avispas.

– ¿Ha sido un grito de amor? -me preguntó, e hizo un signo que no reconocí-. ¿Te ha abrazado Vashet? ¿Eso que tienes en la mejilla es la marca que te ha hecho con la lengua?

Me metí un trozo de pastel en la boca. Ya no sabía tan dulce como lo recordaba.

Carceret comió un trozo de su pastel.

– Todos hacen apuestas sobre cuándo te marcharás -continuó; seguía hablando despacio y en voz muy baja, para que solo la oyera yo-. Yo me he jugado dos talentos a que no aguantas un día más. Si te vas por la noche, como espero, ganaré en plata. Si me equivoco y te quedas, ganaré en moretones y oyéndote gritar. -Súplica-. Quédate.

Levanté la cabeza y la miré.

– Hablas como un perro que ladra -le dije-. Sin parar. Sin decir nada.

Lo dije lo bastante bajo para no resultar grosero, pero lo suficientemente alto para que me oyeran quienes estaban sentados cerca de nosotros. Yo sé hacer que la voz llegue lejos sin necesidad de levantarla. Fuimos los Ruh quienes inventamos el susurro teatral.

Vi que Carceret se sonrojaba, y se le marcaron las cicatrices de la ceja y el mentón.

Agaché la cabeza y seguí comiendo, aparentando una indiferencia absoluta. Insultar a una persona de otra cultura es peligroso, pero yo había escogido mis palabras con cuidado, basándome en cosas que 'e había oído decir a Tempi. Si Carceret reaccionaba, fuera como fuese, significaría que había conseguido mi objetivo.

Me terminé el resto de la comida despacio y metódicamente; me parecía notar la rabia que desprendía Carceret, como ondas de calor. Al menos esa pequeña batalla sí podía ganarla. Era una victoria insignificante, desde luego. Pero a veces tienes que contentarte con lo que hay.

Cuando Vashet volvió al pequeño parque, me encontró sentado en uno de los bancos de piedra, esperándola.

Se plantó delante de mí y soltó un fuerte suspiro.

– Maravilloso. Uno que aprende despacio -dijo en un atur perfecto-. Ve a buscar la vara. Veamos si esta vez me explico mejor.

– Ya he encontrado la vara -dije. Llevé un brazo detrás del banco y saqué una espada de entrenamiento, de madera, que había pedido en la escuela.

Era vieja, de madera aceitada, muy gastada, dura y pesada como una barra de hierro. Si Vashet la utilizaba para golpearme los hombros como había hecho con la vara de sauce, me rompería los huesos. Si me golpeaba en la cara, me destrozaría la mandíbula.

La puse sobre el banco, a mi lado. La madera no repiqueteó contra la piedra. Era tan dura que casi resonó, como una campana.

Después de dejar la espada de entrenamiento, empecé a quitarme la camisa por la cabeza, aspirando entre los dientes cuando la tela me rozó el reciente verdugón de la espalda.

– ¿Pretendes influirme ofreciéndome tu tierno y joven cuerpo? -me preguntó Vashet-. Eres atractivo, pero no tanto.

Dejé mi camisa con cuidado sobre el banco.

– No, es que he pensado que es mejor que te enseñe una cosa. -Me volví para que pudiera verme la espalda.

– Te han azotado -dijo ella-. No voy a decir que me sorprenda. Ya sabía que eras un ladrón.

– No fue por robar -dije-. Fue en la Universidad. Me acusaron de una falta y me condenaron al látigo. Cuando eso ocurre, muchos estudiantes sencillamente se marchan y siguen estudiando en otro sitio. Yo decidí quedarme. Al fin y al cabo, solo eran tres latigazos.

Esperé de espaldas a Vashet. Al cabo de un momento, ella mordió el anzuelo.

– Aquí hay más cicatrices de las que corresponderían a tres latigazos.

– Poco después de eso -continué-, volvieron a acusarme. Esa vez fueron seis latigazos. Pero me quedé. -Me di la vuelta y la miré-. Me quedé porque no había ningún otro lugar donde pudiera aprender lo que yo quería. Unos latigazos no conseguirían alejarme.

Levanté la pesada espada de madera del banco.

– He creído que era justo que lo supieras. A mí no se me puede ahuyentar amenazándome con el dolor. No abandonaré a Tempi después de la confianza que él me ha demostrado. Hay cosas que deseo aprender, y solo puedo aprenderlas aquí.

Le entregué la espada, dura y oscura.

– Si quieres que me marche, tendrás que hacerme algo más que verdugones.

Di unos pasos atrás y dejé los brazos junto a los costados. Cerré los ojos.

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