Señales
Después de desayunar, Marten empezó a enseñarnos a Tempi y a mí qué teníamos que hacer para buscar el rastro de los bandidos.
Cualquiera puede ver un trozo de camisa rota colgando de una rama o una pisada en la tierra, pero hay cosas que nunca suceden en la vida real. Son trucos muy útiles para la trama de las obras de teatro, pero francamente, ¿cuándo se te ha roto la camisa lo suficiente para dejar atrás un jirón?
Nunca. Los bandidos a los que buscábamos no eran unos aficionados, y no podíamos contar con que cometieran errores tan evidentes. Eso significaba que Marten era el único de nosotros que tenía alguna idea de qué era lo que andábamos buscando.
– Cualquier ramita rota -dijo-. Sobre todo entre las matas más espesas y enredadas, a la altura de la cintura o los tobillos. -Ilustró su explicación haciendo como si apartara la maleza con los pies y con las manos-. Es difícil ver la rama partida, es mejor fijarse en las hojas. -Señaló un arbusto cercano-. ¿Qué veis ahí?
Tempi señaló una de las ramas más bajas. Ese día no llevaba la camisa roja de mercenario, sino la gris de algodón, con la que no ofrecía un aspecto tan imponente.
Miré donde señalaba Tempi y vi que la rama se había partido, pero no lo suficiente para romperse del todo.
– ¿Y eso significa que alguien ha pasado por aquí? -pregunté.
Marten encogió los hombros para colocarse bien el arco que llevaba colgado.
– Sí, yo. Eso lo hice anoche. -Nos miró-. ¿Veis que incluso las hojas que no cuelgan raro están empezando a marchitarse?
Asentí con la cabeza.
– Eso significa que alguien ha pasado por aquí hace aproximadamente un día. Si han pasado dos o tres días, las hojas se ponen marrones y mueren. Si ves los dos tipos de hojas cerca unas de otras… -Me miró.
– Significa que alguien ha pasado más de una vez por la zona, en días diferentes.
– Exacto. Yo estaré ocupado explorando y buscando a los bandidos; vosotros tendréis que tener las narices pegadas al suelo. Cuando encontréis algo parecido a esto, llamadme.
– ¿Llamadme? -Tempi hizo bocina con las manos y giró la cabeza en diferentes direcciones. Abrió un brazo hacia los árboles de los alrededores y se llevó una mano a la oreja como si escuchara.
– Tienes razón -convino Marten frunciendo el entrecejo-. No podéis poneros a gritar. -Se frotó la nuca con gesto de frustración-. Maldita sea, no lo hemos planeado detenidamente.
– Yo sí lo he planeado detenidamente -dije sonriendo, y me saqué del bolsillo un rudimentario silbato de madera que había tallado la noche anterior. Solo producía dos notas, pero no necesitábamos más. Me lo llevé a los labios y silbé. «Ta-ta DII. Ta-ta DII.»
Marten sonrió.
– Eso es un chotacabras, ¿no? El tono es perfecto.
– Sí, no me ha quedado mal.
Marten carraspeó.
– Lástima, porque el chotacabras es de hábitos nocturnos. -Hizo una mueca de disculpa-. Si silbaras con eso cada vez que quisieras que viniera a ver algo, a cualquiera que entienda un poco de bosques le llamaría la atención.
– ¡Manos negras! -maldije mirando el silbato-. No se me ocurrió pensarlo,
– La idea es buena -dijo él-. Pero necesitamos un silbato que imite el canto de un pájaro diurno. Quizá un flautillo dorado. -Silbó dos notas-. Es bastante fácil.
– Esta noche tallaré otro silbato -dije, y me agaché para recoger una ramita del suelo. La partí y le di una mitad a Marten-. De momento, si quiero hacerte alguna señal, utilizaré esto.
Marten se quedó mirando la ramita sin comprender.
– Pero ¿cómo? No lo entiendo.
– Cuando necesitemos tu opinión sobre algo que hayamos encontrado, haré esto. -Me concentré, murmuré un vínculo y moví mi trozo de ramita. Marten dio un bote que lo desplazó más de un metro y soltó la ramita. Hay que reconocer que no se le escapó ningún grito.
– ¡Por los diez infiernos! ¿Qué es esto? -dijo entre dientes retorciéndose la mano.
Su reacción me había asustado, y el corazón me latía muy deprisa.
– Perdóname, Marten. Solo es un poco de simpatía. -Vi que fruncía las cejas y cambié de táctica-. Un poco de magia. Es como un trozo de cuerda mágica que utilizo para atar dos cosas.
Elxa Dal se habría atragantado si hubiera oído esa descripción, pero seguí adelante.
– Puedo atar estas dos mitades, y así, si muevo la mía… -Me acerqué a la ramita que Marten había tirado al suelo. Levanté mi mitad y la de Marten se elevó flotando.
Mi exhibición surtió el efecto deseado: las dos ramitas moviéndose a la vez parecían una triste y rudimentaria marioneta. Aquello no podía asustarle a nadie.
– Es como una cuerda invisible, solo que no se enreda ni se engancha con nada.
– Pero ¿me empujará muy fuerte? -me preguntó con recelo-. No quiero que me tire de un árbol mientras estoy explorando.
– Piensa que soy yo el que está en el otro extremo de la cuerda -dije-. Solo la moveré un poco, como el flotador de un sedal.
Marten dejó de retorcerse la mano y se relajó un poco.
– Es que me ha asustado -dijo.
– Ha sido culpa mía -admití-. Debí avisarte. -Recogí la ramita y se la di a Marten con deliberada tranquilidad. Como si no fuera más que una ramita normal y corriente. De hecho, no era más que una ramita normal y corriente, pero Marten necesitaba estar seguro. Como dijo Teccam, no hay nada en el mundo más difícil que convencer a alguien de una verdad desconocida.
Marten nos enseñó a detectar cuándo se habían tocado las hojas, a fijarnos en las piedras por las que se había cruzado, a distinguir el musgo o los líquenes que se hubieran pisado.
El viejo cazador resultó un maestro excelente. No hacía alarde de sus conocimientos, nos dejaba hablar y no le molestaba que le hiciéramos preguntas. Ni siquiera lo ponían nervioso las dificultades de Tempi con el idioma.
Aun así, tardamos horas. Medio día. Entonces, cuando yo creía que por fin habíamos terminado, Marten nos hizo dar media vuelta y empezó a guiarnos hacia el campamento.
– Por aquí ya hemos pasado -dije-. Si vamos a practicar, hagámoslo en la dirección correcta.
Marten no me hizo caso y siguió caminando.
– Decidme qué veis.
Veinte pasos más allá, Tempi señaló y dijo;
– Musgo. Mi pie. Yo camino.
Entonces lo comprendí, y empecé a ver todas las marcas que Tempi y yo habíamos dejado. Durante tres horas, Marten nos humilló acompañándonos entre los árboles y mostrándonos todo lo que delataba nuestro paso por allí: una rozadura en los líquenes de la corteza de un árbol, un trozo de guijarro partido, la decoloración de unas agujas de pino a las que habíamos dado la vuelta.
Lo peor fueron media docena de hojas de un verde intenso esparcidas por el suelo, formando un semicírculo. Marten arqueó una ceja, y me ruboricé. Las había arrancado yo de un arbusto cercano y había ido tirándolas al suelo distraídamente mientras escuchaba a Marten.
– Pensad dos veces y pisad con cuidado -dijo Marten-. Y no os perdáis de vista el uno al otro. Estamos jugando a un juego peligroso.
Entonces Marten nos enseñó a borrar nuestras huellas. Enseguida comprendimos que un rastro mal disimulado podía ser mucho más evidente que el rastro que sencillamente hubieras dejado. Durante las dos horas siguientes aprendimos a ocultar nuestros errores y a detectar los errores que otros habían intentado ocultar.
Y entonces sí, cuando la tarde empezaba a ceder ante la noche, Tempi y yo comenzamos a explorar aquella franja de bosque, más extensa que muchas baronías. Caminábamos juntos, zigzagueando, buscando señales que hubieran dejado los bandidos.
Pensé en los largos días que nos esperaban. Yo creía que registrar el Archivo había sido tedioso. Pero buscar una ramita rota en aquel bosque hacía que buscar el esquema del gram pareciera tan fácil como ir a la panadería a comprar un panecillo.
En el Archivo yo tenía la oportunidad de hacer descubrimientos por accidente. En el Archivo tenía a mis amigos: conversación, bromas, afecto. Miré de reojo a Tempi y me di cuenta de que podía contar las palabras que había pronunciado ese día: veinticuatro; y las veces que me había mirado a los ojos: tres. ¿Cuánto podía durar aquello? ¿Diez días? ¿Veinte? Tehlu misericordioso, ¿sería capaz de pasarme un mes allí sin volverme loco?
Con pensamientos como esos, es lógico que cuando vi un trozo de corteza desprendida del tronco de un árbol y una mata de hierba inclinada en una dirección extraña sintiera una oleada de alivio.
Como no quería hacerme ilusiones, se lo mostré a Tempi y le pregunté: «¿Tú ves algo?». El asintió, se tocó el cuello de la camisa y señaló la mata de hierba que yo le indicaba. Entonces me mostró una raíz desenterrada en la que yo no me había fijado.
Loco de emoción, saqué la ramita de roble y le hice una señal a Marten. La moví muy suavemente, pues no quería que volviera a darle otro ataque de pánico.
Marten solo tardó dos minutos en salir de entre los árboles, pero en ese tiempo yo ya había trazado tres planes para seguir y matar a los bandidos, compuesto cinco soliloquios de disculpa para Denna y decidido que, cuando volviera a Severen, donaría dinero a la iglesia tehlina como agradecimiento por aquel milagro tangible.
Esperaba que a Marten le hubiera molestado que lo hubiéramos llamado tan pronto. Pero cuando llegó a nuestro lado, su expresión era muy serena.
Señalé la hierba, la corteza y la raíz.
– La raíz la ha visto Tempi -dije reconociéndole el mérito.
– Muy bien -dijo Marten con seriedad-. Bien hecho. También hay una rama doblada ahí arriba. -Señaló unos pasos más allá, hacia la derecha.
Me volví hacia la dirección que parecía indicar el rastro.
– Por lo visto están hacia el norte -dije-. Más lejos del camino. ¿Quieres que sigamos explorando un poco o prefieres esperar hasta mañana para que estemos más descansados?
– Por Dios, chico -Marten entrecerraba los ojos-, estas no son señales verdaderas. Son demasiado evidentes, están demasiado juntas. -Se quedó mirándome-. Las he dejado yo. Necesitaba asegurarme de que no ibais a relajaros en cuanto llevarais unos minutos buscando.
Mi euforia descendió de golpe desde algún lugar de mi pecho y aterrizó alrededor de mis pies, rompiéndose como un tarro de cristal que se cae de un estante alto. La cara que puse debía de dar pena, porque Marten se disculpó con una sonrisa.
– Lo siento. Debí decíroslo. Seguiré haciéndolo de vez en cuando todos los días. Es la única forma de permanecer alerta. No es la primera vez que busco una aguja en un pajar, ¿sabes?
La tercera vez que llamamos a Marten, nos propuso hacer una apuesta. Tempi y yo ganaríamos medio penique por cada señal que encontráramos, y él ganaría un sueldo de plata por cada señal que nosotros no detectáramos. Acepté de buen grado. Eso nos ayudaría a mantenernos alerta, y además, una apuesta de cinco contra uno parecía bastante generosa.
Eso hizo que el final de la tarde transcurriera deprisa. A Tempi y a mí se nos pasaron por alto varias señales: un tronco movido de sitio, unas hojas esparcidas y una telaraña rota. La telaraña me pareció una injusticia, pero aun así, cuando volvimos al campamento esa noche, Tempi y yo llevábamos dos peniques de ventaja.
Durante la cena, Marten nos contó la historia del hijo de una joven viuda que se había ido a buscar fortuna. Un calderero le vendió unas botas mágicas que le ayudaron a rescatar a una princesa de una torre perdida en las montañas.
Dedan asentía con la cabeza mientras comía, y sonreía como si ya hubiera oído aquella historia. Hespe reía en unas partes y daba gritos ahogados en otras: era la espectadora perfecta. Tempi estaba completamente inmóvil, con las manos recogidas sobre el regazo, y no mostraban aquel nerviosismo al que yo ya me había acostumbrado. Permaneció así hasta que Marten terminó de contar la historia, escuchando atentamente mientras se le enfriaba la cena.
Era una buena historia. Había un gigante hambriento y un acertijo. Pero el hijo de la viuda era listo, y rescataba a la princesa y se casaba con ella. Era una historia que yo ya conocía, y oírla me recordó tiempos lejanos, cuando yo tenía un hogar y una familia.