Al día siguiente, al final de la tarde, preparé mi macuto poniendo mucha atención, pues temía olvidarme alguna pieza clave del equipo. Cuando estaba revisándolo todo por tercera vez, llamaron a la puerta.
Abrí y vi a un niño de unos diez años que respiraba entrecortadamente. Clavó la mirada en mi pelo y pareció aliviado.
– ¿Eres Kouth?
– Kvothe -dije-. Sí, soy yo.
– Tengo un mensaje para ti. -Se metió una mano en el bolsillo y sacó un trozo de papel arrugado.
Tendí una mano y el chico dio un paso atrás sacudiendo la cabeza.
– La mujer dijo que me darías una iota si te lo traía.
– Me extraña -repliqué, y mantuve la mano extendida-. Déjame ver la nota. Si de verdad es para mí, te daré medio penique.
El chico arrugó el entrecejo y me entregó la nota de mala gana.
Ni siquiera estaba sellada, solo doblada en dos. Además, estaba húmeda. Vi que el niño estaba empapado de sudor y lo entendí.
El mensaje rezaba:
Kvothe:
Ruego te dignes aceptar mi invitación para cenar esta noche. Te echo de menos. Tengo muy buenas noticias. Por favor, ven a El Tonel y el Jabalí a la quinta campanada.
Atentamente,
Denna
p.d.: Le he prometido medio penique al chico.
– ¿A la quinta campanada? -pregunté-. ¡Manos negras de Dios! ¿Cuánto has tardado en llegar aquí? Ya ha sonado la sexta campanada.
– Yo no tengo la culpa -dijo el chico con cara de enfado-. Llevo horas buscando por todas partes. Áncora, me dijo. Llévaselo a Kouth al Áncora, al otro lado del río. Pero esta posada no está en los muelles. Y en el letrero de fuera no hay ningún ancla. ¿Cómo quieres que encontrara este sitio?
– ¡Podías preguntar a alguien! -le grité-. Negra maldición, chico, ¿cómo puedes ser tan tonto? -Reprimí el impulso de estrangularlo allí mismo y respiré hondo.
Miré por la ventana y vi que fuera apenas había luz. En menos de media hora, mis amigos ya se habrían congregado alrededor del hoyo de la hoguera, en el bosque. No tenía tiempo para ir a Imre.
– Está bien -dije con toda la calma de que fui capaz. Cogí un lápiz y garabateé una nota en el dorso del trozo de papel.
Denna:
Lo siento muchísimo. Tu mensajero no me ha encontrado hasta después de la sexta campanada. Es un tarugo.
Yo también te echo de menos, y me pongo a tu completa disposición mañana a cualquier hora del día o de la noche. Envíame otra vez al chico con tu respuesta y dime cuándo y dónde.
Un abrazo,
Kvothe
p.d.: Si el chico intenta sacarte dinero, dale una colleja. Ya le pagaré yo cuando traiga tu nota a Anker's, suponiendo que no se haga un lío y se la coma por el camino.
Doblé la nota y la sellé con una gota de cera de una vela.
Sopesé mi bolsa del dinero. Aquel mes pasado me había gastado, poco a poco, los dos talentos adicionales que me había prestado Devi. Los había despilfarrado en lujos como vendas, café y materiales para llevar a cabo el plan de aquella noche.
El resultado era que solo me quedaban cuatro peniques y un solitario ardite. Me colgué el macuto del hombro e indiqué por señas al chico que me siguiera abajo.
Señalé a Anker, que estaba detrás de la barra, y dije al chico:
– Muy bien. Te has hecho un lío para llegar hasta aquí, pero voy a darte una oportunidad para que lo arregles. -Saqué tres peniques y se los mostré-. Ahora vuelves a El Tonel y el Jabalí, buscas a la mujer que te ha mandado aquí y le das esto. -Le mostré la nota-. Ella escribirá una respuesta. Tú la traes aquí y se la das a él. -Señalé a Anker-. Y él te da el dinero.
– No soy idiota -dijo el chico-. Quiero el medio penique primero.
– Tampoco yo soy idiota -repliqué-. Cuando traigas la nota, tendrás tres peniques.
Me miró con odio y luego asintió hosco. Le entregué la nota y él salió corriendo por la puerta.
– Ese chico parecía un poco aturullado cuando ha entrado -comentó Anker.
– Es más tonto que un zapato -dije sacudiendo la cabeza-. Yo no le encargaría nada, pero sabe a quién tiene que buscar. -Suspiré y puse los tres peniques sobre la barra-. Me harías un gran favor si leyeras la nota para asegurarte de que el chico no me engaña.
Anker parecía incómodo cuando preguntó:
– ¿Y si es una nota… de carácter privado?
– Si lo es, me pondré a bailar de contento -dije-. Pero entre tú y yo, dudo mucho que lo sea.
Cuando me aproximaba a nuestro escondrijo en el bosque ya se había puesto el sol. Wilem había llegado antes que yo y estaba prendiendo el fuego en el hoyo. Trabajamos juntos durante un cuarto de hora, reuniendo suficiente leña para mantener la hoguera encendida durante horas.
Unos minutos más tarde llegó Simmon arrastrando una larga rama muerta. Entre los tres la partimos en trozos y charlamos, nerviosos, hasta que vimos aparecer a Fela de entre los árboles.
Llevaba el largo cabello recogido, dejando al descubierto su elegante cuello y sus hombros. Tenía los ojos oscuros y los labios ligeramente más rojos de lo habitual. Llevaba un vestido negro ceñido en la estrecha cintura que resaltaba sus redondeadas caderas. El escote del vestido permitía además apreciar los pechos más espectaculares que jamás había visto en mi corta vida.
Nos quedamos los tres mirándola, pero Simmon lo hizo con la boca abierta.
– Uau -dijo-. Antes ya eras la mujer más hermosa que jamás había visto. No sabía que todavía pudieras superarte. -Soltó su risa infantil y señaló a Fela con ambas manos-. Pero ¿tú te has visto? ¡Estás impresionante!
Fela se sonrojó y desvió la mirada; era evidente que se sentía halagada.
– Tú eres la que tiene el papel más difícil esta noche -le dije-. Me gustaría no tener que pedírtelo, pero…
– Eres la única mujer irresistiblemente atractiva que conocemos -intervino Simmon-. Nuestro plan alternativo consistía en meter a Wilem en un vestido. No era lo mejor.
– Desde luego -coincidió Wilem.
– Lo hago por ti. -Fela sonrió con una pizca de ironía-. Cuando te dije que te debía un favor, Kvothe, jamás pensé que me pedirías que saliera con otro hombre. -Torció un poco la sonrisa-. Y menos con Ambrose.
– Solo tendrás que aguantarlo un par de horas. Si puedes, intenta llevarlo a Imre, pero será suficiente con que lo alejes unos cien metros del Pony.
– Al menos me invitarán a cenar -dijo Fela tras dar un suspiro. Entonces miró a Simmon-. Qué botas tan bonitas.
– Son nuevas -dijo él sonriendo.
Oí unos pasos y me di la vuelta. Solo faltaba Mola, pero escuché un murmullo de voces mezclado con las pisadas y apreté los dientes. Seguramente serían un par de enamorados que habían salido a dar un paseo nocturno aprovechando un tiempo moderado impropio de la estación.
Aquella noche no podían vernos a todo el grupo junto; habríamos levantado demasiadas sospechas. Me disponía a interceptar a la pareja de enamorados cuando reconocí la voz de Mola.
– Tú espérame aquí mientras se lo explico -le oí decir-. Por favor. Espérame. Todo será más fácil.
– Por mí, puede ponerse todo lo furioso que quiera. -La voz de mujer que me llegaba de la oscuridad me sonaba de algo-. Por mí, puede cagar el hígado.
Me paré en seco. Conocía aquella segunda voz, pero no sabía a quién pertenecía.
Vi salir a Mola de entre los árboles. A su lado iba una figura menuda con el cabello corto rubio rojizo. Era Devi.
Me quedé paralizado mientras Mola se acercaba a mí con los brazos extendidos en un gesto apaciguador y hablando muy deprisa:
– Hace mucho tiempo que conozco a Devi, Kvothe. Ella me ayudó mucho cuando yo era nueva aquí. Antes de que ella… se marchara.
– Antes de que me expulsaran -dijo Devi con orgullo-. No me avergüenzo.
– Después de lo que dijiste ayer -continuó Mola precipitadamente-, pensé que debía de haber algún malentendido. Fui a ver a Devi y le pregunté qué había pasado… -Encogió los hombros-. Y fue saliendo toda la historia. Devi quería ayudar.
– Lo que quiero es un trozo de Ambrose -dijo Devi. Cuando pronunció su nombre, su voz se cargó de fría cólera-. Lo de la ayuda es básicamente accidental.
Wilem carraspeó y dijo:
– Entonces, ¿podemos deducir…?
– Pega a sus prostitutas -le interrumpió Devi-. Y si pudiera matar a ese cerdo arrogante y salir indemne, lo habría hecho hace muchos años. -Miró con descaro a Wilem-. Y sí, tuvimos una historia. Y no, no es asunto vuestro. ¿Os parece motivo suficiente?
Se produjo un silencio tenso. Wilem asintió procurando borrar toda expresión de su rostro.
Entonces Devi me miró.
– Hola, Devi. -Hice una breve inclinación de cabeza-. Lo siento.
Ella parpadeó, sorprendida.
– Vaya, vaya -dijo con sarcasmo-. Al final resultará que tienes medio cerebro en esa cabezota.
– No creí que pudiera confiar en ti -dije-. Me equivocaba, y lo lamento. No estuve muy inspirado.
Devi se quedó mirándome.
– No somos amigos -dijo con tono cortante y manteniendo una expresión glacial-. Pero si cuando termine todo esto sigues con vida, hablaremos.
Devi miró más allá de mí y su expresión se suavizó.
– ¡La pequeña Fela! -Pasó a mi lado y abrazó a Fela-. ¡Cuánto has crecido! -Dio un paso atrás y extendió los brazos, sujetando a Fela por los hombros y observándola minuciosamente-. ¡Madre mía, si pareces una prostituta modegana de lujo! Le vas a encantar.
Fela sonrió y giró un poco el cuerpo para hacer ondear el bajo de su vestido.
– Es agradable tener una excusa para arreglarse de vez en cuando.
– Deberías arreglarte más a menudo -dijo Devi-. Y para hombres mejores que Ambrose.
– He tenido mucho trabajo. Y he perdido la costumbre de acicalarme. Me llevó una hora recordar cómo hacerme el recogido. ¿Algún consejo? -Estiró los brazos separándolos de los costados y giró sobre sí misma.
Devi la miró de arriba abajo, calculando.
– Estás mucho mejor de lo que él se merece. Pero no llevas ningún adorno. ¿Por qué no te pones ninguna joya?
– Los anillos me estorbarían con los guantes -dijo Fela mirándose las manos-. Y no tenía nada lo bastante bonito que pegara con el vestido.
– Pues toma. -Devi ladeó la cabeza y se llevó una mano bajo el pelo, primero en un lado y luego en el otro. Se acercó más a Fela-. Dios, qué alta eres. Agáchate un poco.
Cuando Fela volvió a erguirse, llevaba puestos unos pendientes que oscilaban y en los que se reflejaba la luz del fuego.
Devi dio unos pasos atrás y soltó un suspiro de exasperación.
– Y te quedan mejor a ti, claro. -Sacudió la cabeza con gesto de irritación-. Madre mía, Fela. Si yo tuviera unas tetas como las tuyas, ya sería la dueña de medio mundo.
– Yo también -dijo Sim con entusiasmo.
Wilem soltó una carcajada; entonces se tapó la cara y se apartó de Sim, sacudiendo la cabeza y esforzándose para dar a entender que no tenía ni la menor idea de quién era el que estaba a su lado.
Devi miró a Sim, que sonreía sin vergüenza ninguna, y luego preguntó a Fela:
– ¿Quién es este idiota?
Le hice señas a Mola; quería que se acercara para hablar con ella.
– No hacía falta, pero gracias. Es un gran alivio saber que Devi no trama nada contra mí.
– No des nada por hecho -dijo Mola con seriedad-. Nunca la había visto tan enfadada. Me pareció una pena que estuvierais enemistados. Os parecéis mucho.
Miré al otro lado de la hoguera, donde Wil y Sim se acercaban con cautela a Devi y Fela.
– He oído hablar mucho de ti -dijo Wilem mirando a Devi-. Pensaba que serías más alta.
– Y ¿qué te ha parecido? -preguntó Devi con aspereza-. Lo de pensar, quiero decir.
Agité las manos para atraer la atención de todos.
– Es tarde -dije-. Tenemos que ocupar nuestros puestos.
Fela asintió.
– Quiero llegar pronto, por si acaso. -Algo nerviosa, se ajustó bien los guantes-. Deseadme suerte.
Mola se le acercó y le dio un abrazo somero.
– Todo saldrá bien. No te alejes de los lugares públicos. Se comportará mejor si hay gente mirando.
– Insístele para que te hable de su poesía -le aconsejó Devi-. Se le irá el tiempo en eso.
– Si se pone impaciente, alábale el vino -añadió Mola-. Dile algo como «Ay, me encantaría otra copa, pero me da miedo que se me suba a la cabeza». Comprará una botella e intentará que te la bebas entera.
– Así no se te echará encima al menos durante media hora más -coincidió Devi. Tiró de la parte de arriba del vestido de Fela tapándole un poco el escote-. Empieza conservadora, y luego, hacia el final de la cena, exhíbelas un poco. Inclínate. Usa los hombros. Si él va viendo cada vez más, creerá que va por buen camino. Así no tendrá tanta prisa por meterte mano.
– Esto es lo más aterrador que he visto jamás -dijo Wilem en voz baja.
– ¿Qué pasa? ¿Acaso todas las mujeres del mundo se conocen? -preguntó Sim-. Porque eso lo explicaría todo.
– En el Arcano apenas somos cien -dijo Devi con mordacidad-. Nos confinan a una sola ala de las Dependencias, tanto si queremos vivir allí como si no. ¿Cómo no vamos a conocernos todas?
Me acerqué a Fela y le di una ramita de roble.
– Cuando hayamos terminado, te haré una señal. Tú me haces una señal si Ambrose te deja plantada.
Fela arqueó una ceja y dijo:
– Ese comentario tiene una interpretación despectiva -comentó; luego sonrió y se guardó la ramita.; dentro de uno de los guantes, largos y negros. Sus pendientes oscilaron, y la luz volvió a reflejarse en ellos. Eran esmeraldas. Con forma de lágrima.
– Qué pendientes tan bonitos -le dije a Devi-. ¿De dónde los has sacado?
Devi me miró con los ojos entrecerrados, como si tratara de decidir si debía ofenderse o no.
– Un joven muy guapo los utilizó para saldar su deuda -me contestó-. Pero que yo sepa, eso no es asunto tuyo.
– Era mera curiosidad -dije encogiéndome de hombros.
Fela nos dijo adiós con la mano y se marchó, pero todavía no se había alejado ni tres metros cuando Simmon la alcanzó. Le sonrió con torpeza, habló con ella e hizo unos gestos enfáticos antes de ponerle algo en la mano. Fela le devolvió la sonrisa y se lo guardó dentro del guante.
– Supongo que sabes cuál es el plan -le dije a Devi.
Ella asintió.
– ¿A qué distancia está su habitación?
– A un kilómetro, aproximadamente -dije disculpándome-. El desliz…
– Sé hacer mis propios cálculos -me interrumpió.
– Vale. -Señalé mi macuto, que estaba en el suelo, cerca del borde de la hoguera-. Ahí dentro encontrarás cera y arcilla. -Le di una ramita de abedul-. Te haré una señal cuando estemos en nuestros puestos. Empieza con la cera. Dedícale media hora buena. Luego haz una señal y empieza con la arcilla. Dedícale como mínimo una hora.
– ¿Con una hoguera detrás de mí? -Devi dio un resoplido-. Tardaré quince minutos, como mucho.
– Piensa que quizá no lo tenga escondido en el cajón de los calcetines. Podría estar guardado bajo llave, en un sitio sin mucho aire.
– Sé lo que hago -dijo Devi, mandándome que me largara con un ademán.
Hice una pequeña reverencia y dije:
– Lo dejo en tus competentes manos.
– ¿Ya está? -preguntó Mola, indignada-. ¡A mí me has echado un sermón de una hora! ¡Me has interrogado!
– No tengo tiempo -me excusé-. Y tú estarás aquí para ayudarla, si es necesario. Además, sospecho que Devi podría ser una de las pocas personas que conozco que domina la simpatía más que yo.
– ¿Sospechas? -dijo Devi mirándome torvamente-. Te vencí como a un miserable pelirrojo. Fuiste mi pequeño títere simpático de mano.
– Eso fue hace dos ciclos -puntualicé-. Desde entonces he aprendido mucho.
– ¿Títere de mano? -preguntó Sim a Wilem. Wil hizo un gesto aclaratorio, y ambos rompieron a reír.
Le hice una seña a Wilem y dije:
– Vámonos.
Antes de que nos pusiéramos en marcha, Sim me entregó un tarrito.
Lo miré, extrañado. Ya llevaba su ungüento alquímico guardado en la capa.
– ¿Qué es esto?
– Solo es pomada, por si te quemas -explicó-. Pero si la mezclas con meados, se convierte en caramelo. -El rostro de Sim no delataba emoción alguna-. Un caramelo delicioso.
Asentí, muy serio.
– Sí, señor.
Mola nos miraba, perpleja. Devi nos ignoró deliberadamente y empezó a echar leña al fuego.
Una hora más tarde, Wilem y yo jugábamos a las cartas en El Pony de Oro. La taberna estaba casi llena, y un arpista interpretaba una versión bastante aceptable de «Dulce centeno de invierno». Se oía un murmullo de conversaciones; clientes adinerados jugaban a las cartas, bebían y hablaban de esas cosas de que hablan los ricos. De cómo había que pegar al mozo de cuadra, supuse. O de las mejores técnicas para perseguir a la doncella por la finca.
El Pony de Oro no era el tipo de local que a mí me gustaba. La clientela era demasiado distinguida, las copas eran demasiado caras y los músicos satisfacían más la vista que el oído. Pese a todo, llevaba casi dos ciclos yendo allí y fingiendo que me proponía ascender en la escala social. Así, nadie podría decir que era raro que estuviera allí esa noche en particular.
Wilem bebió un poco y barajó las cartas. A mí me quedaba media jarra, ya caliente; solo me había tomado una cerveza barata, pero con los precios del Pony, me había quedado literalmente sin un penique.
Wil repartió otra mano de aliento. Cogí mis cartas con cuidado, pues el ungüento alquímico de Simmon me había dejado los dedos un poco pegajosos. Poco habría importado que hubiéramos jugado con cartas en blanco. Yo cogía y lanzaba al azar, fingiendo concentrarme en el juego cuando en realidad me limitaba a esperar y escuchar.
Noté un ligero picor en la comisura de un ojo y levanté una mano para frotármelo, pero me detuve en el último momento. Wilem me miró fijamente desde el otro lado de la mesa, alarmado, y dio una breve pero firme sacudida con la cabeza. Me quedé quieto un momento y bajé lentamente la mano.
Ponía tanto empeño en aparentar despreocupación que cuando se oyó el grito fuera me asusté de verdad. Traspasó el murmullo grave de las conversaciones como solo puede hacer una voz estridente cargada de pánico.
– ¡Fuego!¡Fuego!
En el Pony todos se quedaron paralizados un momento. Siempre pasa lo mismo cuando la gente se asusta y se desconcierta. Esperan un segundo para mirar alrededor, olfatear el aire y pensar cosas como «¿Ha dicho fuego?», o «¿Fuego? ¿Dónde? ¿Aquí?».
No vacilé. Me levanté de un brinco y miré alrededor, frenético, dejando claro que buscaba dónde estaba el incendio. Para cuando la gente que estaba en la taberna empezó a moverse, yo corría a toda prisa hacia la escalera.
Seguían oyéndose gritos en la calle:
– ¡Fuego! ¡Dios mío! ¡Fuego!
Sonreí mientras escuchaba a Basil, que sobreactuaba en su pequeño papel. No lo conocía lo bastante para dejarlo participar en todas las fases del plan, pero era fundamental que alguien detectase el fuego pronto para que yo pudiera ponerme en acción. No me interesaba que ardiera media posada accidentalmente.
Llegué al piso superior del Pony de Oro y miré alrededor. Ya se oían pasos subiendo por la escalera detrás de mí. Unos pocos huéspedes ricos abrieron sus puertas y se asomaron al pasillo.
Por debajo de la puerta de las habitaciones de Ambrose salían unas finas volutas de humo. Perfecto.
– ¡Creo que es aquí! -grité, y al correr hacia la puerta, deslicé la mano en uno de los bolsillos de mi capa.
Mientras buscábamos en el Archivo, había encontrado referencias a infinidad de obras de artificería interesantes. Una de ellas era un ingenioso artilugio llamado «piedra de asedio».
Funcionaba basándose en los principios simpáticos más sencillos. Una ballesta almacena energía y la utiliza para disparar un virote a larga distancia y a gran velocidad. Una piedra de asedio es una pieza de plomo inscrita que almacena energía y la utiliza para desplazarse unos quince centímetros con la fuerza de un ariete.
Al llegar a la mitad del pasillo, me preparé y embestí la puerta de Ambrose con el hombro. Al mismo tiempo, la golpeé con la piedra de asedio que llevaba escondida en la palma de la mano.
La puerta, de madera gruesa, se rompió como un barril golpeado por un martillo de yunque. La gente que estaba en el pasillo profirió exclamaciones y gritos de asombro. Entré en la habitación tratando de borrar la sonrisa de maníaco de mi cara.
El salón de Ambrose estaba a oscuras, y el humo que se estaba acumulando lo oscurecía aún más. Vi una luz parpadeante más adentro, hacia la izquierda. Supe, por mi anterior visita, que el fuego estaba en el dormitorio.
– ¿Hola? -grité-. ¿Hay alguien? -Modulé cuidadosamente mi voz: enérgica pero preocupada. Ni pizca de pánico, por supuesto. Al fin y al cabo, yo era el héroe de aquella escena.
El dormitorio estaba lleno de un humo anaranjado que me producía escozor en los ojos. Contra la pared había una cómoda enorme, del tamaño de los bancos de trabajo de la Factoría. Las llamas salían por las rendijas de los cajones y lamían la madera. Por lo visto, había acertado: Ambrose guardaba el fetiche en el cajón de los calcetines.
Agarré la primera silla que encontré y la utilicé para romper la ventana por la que había entrado unas noches atrás.
– ¡Despejad la calle! -grité.
El cajón inferior izquierdo era el que ardía más violentamente, y cuando lo abrí, la ropa que había dentro prendió al recibir aire. Olí a pelo quemado y confié en no haber perdido las cejas. No quería pasarme un mes con expresión de sorpresa.
Después de la llamarada inicial, inspiré hondo, di un paso adelante y extraje el pesado cajón de madera de la cómoda con las manos desnudas. Estaba lleno de ropa ennegrecida y humeante, pero al correr hacia la ventana oí rodar un objeto duro por el fondo del cajón. Tiré el cajón por la ventana; la ropa volvió a arder al golpearla el viento.
Después abrí el cajón superior derecho. En cuanto lo saqué de la cómoda, el humo y las llamas salieron formando una masa casi sólida. Una vez extraídos esos dos cajones, el interior vacío de la cómoda formó una especie de chimenea, dando al fuego el aire que necesitaba. Mientras arrojaba el segundo cajón por la ventana, alcancé a oír el rugido del fuego extendiéndose por la madera barnizada y la ropa que había dentro.
En la calle, la gente atraída por la conmoción hacía lo que podía para apagar los escombros. En medio de ese grupo, Simmon iba dando pisotones con sus botas nuevas de tachuelas, haciendo añicos todo lo que encontraba, como un niño que salta en los charcos tras la primera lluvia de primavera. Si el fetiche había sobrevivido a la caída, no sobreviviría a los pisotones de Simmon.
Ese detalle no era ninguna nimiedad. Hacía veinte minutos que Devi me había enviado la señal para hacerme saber que ya había probado con el muñeco de cera. No se había producido ningún resultado, y eso significaba que Ambrose había utilizado mi sangre para hacer un muñeco de arcilla. El fuego no iba a bastar para destruirlo.
Uno a uno, saqué los otros cajones y también los tiré a la calle, deteniéndome para arrancar las gruesas cortinas de terciopelo del dosel de la cama de Ambrose para protegerme las manos del calor del fuego. Eso también podría parecer una pequeñez, pero no lo era. Me aterrorizaba quemarme las manos. Todos mis talentos dependían de ellas.
Lo que sí fue un capricho fue la patada que le di al orinal cuando volvía de la ventana a la cómoda. Era un orinal caro, de cerámica esmaltada. Se volcó y rodó por el suelo hasta chocar contra la chimenea y romperse. Huelga decir que lo que se derramó por las alfombras de Ambrose no era delicioso caramelo.
Las llamas danzaban sin obstáculo en los huecos que habían dejado los cajones, iluminando la habitación; por la ventana rota entraba aire fresco. Al final alguien más tuvo valor suficiente para entrar en la habitación. Cogió una de las mantas de la cama de Ambrose para protegerse las manos y me ayudó a lanzar los últimos cajones en llamas por la ventana. Hacía calor y había mucho humo, y pese a contar con ayuda, cuando el último cajón cayó a la calle, la tos apenas me dejaba respirar.
Duró menos de tres minutos. Unos pocos clientes lúcidos de la taberna trajeron jarras de agua y remojaron el armazón de la cómoda, que todavía ardía. Lancé las cortinas de terciopelo, humeantes, por la ventana y grité: «¡Cuidado con eso!». Para que Simmon supiera que tenía que recuperar mi piedra de asedio de entre la maraña de tela.
Encendieron unas lámparas, y poco a poco el aire que entraba por la ventana dispersó el humo. Fue metiéndose gente en la habitación para echar una mano, contemplar el desastre o sencillamente chismorrear. Se formó un grupito de curiosos ante la destrozada puerta de Ambrose; distraído, me pregunté qué clase de rumores surgirían de mi actuación de esa noche.
Una vez que la habitación quedó bien iluminada, admiré los daños que había producido el fuego. La cómoda había quedado reducida a un montón de palos calcinados, y la pared de yeso que tenía detrás estaba resquebrajada y cubierta de ampollas a causa del calor. En el techo blanco, había aparecido una mancha negra de hollín con forma de abanico.
Me vi reflejado en el espejo del vestidor y me llevé una alegría al comprobar que tenía las cejas más o menos intactas. Estaba empapado de sudor, con el cabello enmarañado y la cara manchada de ceniza. El blanco de mis ojos destacaba contra el negro de mi piel.
Wilem vino a mi lado y me ayudó a vendarme la mano izquierda. En realidad no me la había quemado, pero sabía que parecería extraño que saliera del incendio completamente ileso. Aparte de un poco de pelo chamuscado, mis únicas heridas eran los agujeros que se me habían hecho en las mangas. Otra camisa perdida. Si seguía así, a finales del bimestre tendría que ir desnudo.
Me senté en el borde de la cama mientras traían más agua para rociar la cómoda. Señalé una viga chamuscada del techo, y la remojaron también; se oyó un intenso silbido y de la viga salió una nube de humo y vapor. Seguían entrando y saliendo curiosos que contemplaban los destrozos y murmuraban sacudiendo la cabeza.
Cuando Wil estaba terminando de vendarme la mano, oí ruido de cascos de caballo sobre adoquines; el chacoloteo acalló momentáneamente el ruido de unos enérgicos pisotones de unas botas de tachuelas.
No había pasado ni un minuto cuando oí a Ambrose en el pasillo.
– ¿Qué está pasando aquí, en el nombre de Dios? ¡Largaos! ¡Fuera!
Maldiciendo y apartando a la gente a empellones, Ambrose entró en su habitación. Cuando me vio sentado en su cama, se paró en seco.
– ¿Qué haces en mis habitaciones?
– ¿Qué? -pregunté, y miré alrededor-. ¿Estas son tus habitaciones? -No fue fácil darle a mi voz el tono adecuado de consternación, porque todavía estaba un poco ronco a causa del humo-. ¿Me he quemado para salvar tus cosas?
Ambrose entrecerró los ojos y fue hacia los restos de su cómoda. Me miró, y entonces abrió mucho los ojos: por fin lo había entendido. Reprimí el impulso de sonreír.
– Largo de aquí, asqueroso ladrón Ruh -me espetó con todo su odio-. Te juro que si falta algo, te denunciaré ante el alguacil. Haré que te lleven ante la ley del hierro y veré cómo te ahorcan.
Inspiré para responder, pero me dio un ataque de tos y tuve que contentarme con mirarlo con odio.
– Bien hecho, Ambrose -dijo Wilem con sarcasmo-. Lo has descubierto. Te ha robado tu fuego.
Uno de los curiosos intervino:
– ¡Sí, haz que te lo devuelva!
– ¡Largo! -gritó Ambrose, colorado de ira-. Y llévate a ese repugnante miserable si no queréis que os dé a los dos la paliza que os merecéis. -Los que estaban allí miraban perplejos a Ambrose, asombrados de su comportamiento.
Lo miré con orgullo, largamente, regodeándome con mi actuación.
– De nada -dije con dignidad ofendida, y pasé a su lado y lo aparté de un brusco empujón.
Cuando salía, un individuo gordo y rubicundo con chaleco entró tambaleándose por la estropeada puerta de la habitación de Ambrose. Lo reconocí: era el dueño del Pony de Oro.
– ¿Qué demonios pasa aquí? -preguntó.
– Las velas son peligrosas -dije. Miré a Ambrose por encima del hombro-. Francamente, chico -le dije-, no sé dónde tienes la cabeza. Se diría que un miembro del Arcano tendría más cuidado con esas cosas.
Wil, Mola, Devi y yo estábamos sentados alrededor de lo que quedaba de la hoguera cuando oímos unas pisadas que se acercaban entre los árboles. Fela todavía iba elegantemente vestida, pero se había soltado el pelo. Sim caminaba a su lado, sujetando distraídamente las ramas para apartarlas del camino a medida que avanzaban por la maleza.
– ¿Se puede saber dónde estabais? -preguntó Devi.
– He tenido que volver andando desde Imre -explicó Fela-. Sim me esperaba a mitad de camino. No te preocupes, mamá, se ha portado como un perfecto caballero.
– Espero que no lo hayas pasado muy mal -dije.
– La cena ha ido más o menos como esperábamos -admitió Fela-. Pero la segunda parte ha hecho que valiera la pena.
– ¿La segunda parte? -preguntó Mola.
– Cuando volvíamos, Sim me ha llevado a ver cómo había quedado el Pony, y me he parado a hablar un momento con Ambrose. Nunca me había divertido tanto. -Fela compuso una sonrisa traviesa-. Me he hecho la ofendida y le he leído la cartilla.
– Sí, ha sido genial -confirmó Simmon.
Fela se volvió hacia Sim y puso los brazos en jarras.
– ¿Cómo te atreves a dejarme plantada?
Sim frunció exageradamente el ceño y se puso a gesticular.
– ¡Escúchame, tonta del bote! -dijo imitando el acento víntico de Ambrose-. ¡Había un incendio en mis habitaciones!
Fela se dio la vuelta y, alzando las manos, exclamó:
– ¡No me mientas! Te has largado con alguna prostituta. ¡Jamás me había sentido tan humillada! ¡No quiero volver a verte!
Todos aplaudimos. Fela y Sim entrelazaron los brazos e hicieron una reverencia.
– Para ser precisos -dijo Fela con brusquedad-, Ambrose no me ha llamado «tonta del bote». -No se soltó del brazo de Sim.
– Bueno, sí -dijo Simmon, un poco abochornado-. Hay cosas que no se le pueden llamar a una mujer, ni siquiera en broma. -Se soltó de Fela de mala gana y se sentó en el tronco del árbol caído. Ella se sentó a su lado.
Entonces Fela se inclinó hacia él y le susurró algo al oído. Sim rió y sacudió la cabeza.
– Por favor -dijo Fela, y apoyó una mano en su brazo-. Kvothe no ha traído su laúd. De alguna forma tenemos que distraernos.
– Está bien -concedió Simmon, ligeramente aturullado. Cerró los ojos un momento y recitó con voz resonante:
Y presta llegó Fela de luceros ardientes,
cruzó los adoquines con un paso bien fuerte.
Se plantó ante Ambrose de cenizas rodeado,
de mirada severa y rostro demudado.
Mas no le temió Fela la del bravío pe…
Simmon paró bruscamente antes de terminar la palabra «pecho», y se puso rojo como una remolacha. Devi, sentada al otro lado de la hoguera, soltó una risotada campechana.
Wilem, como buen amigo, intervino para distraer la atención de todos.
– ¿Qué significa esa pausa que haces? -quiso saber-. Parece como si te quedaras sin respiración.
– Yo también se lo he preguntado -dijo Fela sonriendo.
– Es un recurso de la poesía en víntico éldico -explicó Sim-. Es una pausa en medio del verso que se llama cesura.
– Estás peligrosamente bien informado sobre poesía, Sim -observé-. Estoy a punto de perder el respeto que siento por ti.
– No digas eso -dijo Fela-. A mí me encanta. Lo que pasa es que estás celoso porque tú no sabes improvisar como él.
– La poesía es una canción sin música -dije con altivez-. Y una canción sin música es como un cuerpo sin alma.
Wilem levantó una mano antes de que Simmon pudiera replicar.
– Antes de embrollarnos en conversaciones filosóficas, tengo que confesaros una cosa -dijo con gravedad-. He dejado un poema en el pasillo, frente a las habitaciones de Ambrose. Es un acróstico que habla del gran afecto que siente por el maestro Hemme.
Todos reímos, pero Simmon lo encontró particularmente gracioso. Tardó un buen rato en volver a respirar con normalidad.
– Si lo hubiéramos planeado, no habríamos podido hacerlo mejor -dijo-. Yo compré unas cuantas prendas femeninas y las he mezclado con la ropa de los cajones que había en la calle. Raso rojo. Prendas de encaje. Un corsé de ballena.
Hubo más risas. Entonces todos me miraron.
– Y ¿qué has hecho tú? -me preguntó Devi.
– Solo lo que tenía previsto hacer -dije sombríamente-. Solo lo necesario para destruir el fetiche y poder dormir tranquilo y seguro por las noches.
– Le has dado una patada al orinal -me recordó Wilem.
– Cierto -admití-. Y he encontrado esto. -Les mostré un trozo de papel.
– Si es uno de sus poemas -dijo Devi-, te sugiero que lo quemes cuanto antes y que te laves las manos.
Desdoblé el trozo de papel y leí en voz alta:
– «Entrada 4535: Anillo. Oro blanco. Cuarzo azul. Reparar engarce y pulir.» -Lo doblé con cuidado y me lo guardé en un bolsillo-. Para mí -dije-, esto es mejor que un poema.
Sim se enderezó.
– ¿Qué es, el resguardo que le dieron en la casa de empeños por el anillo de tu novia?
– Si no me equivoco, es el resguardo de una joyería. Pero sí, es el del anillo -dije-. Y no es mi novia, por cierto.
– No entiendo nada -dijo Devi.
– Así fue como empezó todo -explicó Wilem-. Kvothe quería recuperar un objeto para una chica que le gusta.
– Alguien debería ponerme al día -dijo Devi-. Por lo visto, he llegado cuando la historia ya estaba muy avanzada.
Me recliné en la roca, y dejé que mis amigos le contaran la historia.
El trozo de papel no estaba en la cómoda de Ambrose. No estaba en la chimenea, ni en su mesilla de noche. No estaba en su bandeja para las joyas ni en su escritorio.
De hecho, estaba en la bolsa de Ambrose. Se la había hurtado, en un arranque de despecho, medio minuto después de que él me llamara «asqueroso ladrón Ruh». Había sido casi un acto reflejo al pasar a su lado y empujarlo antes de salir de sus habitaciones.
Por curiosa coincidencia, la bolsa también contenía dinero. Casi seis talentos. Para Ambrose, eso no era un gran capital. Suficiente para pasar una velada de lujo con una dama. Pero para mí era mucho dinero, tanto que casi me sentía culpable por habérselo robado. Casi.