Capítulo 58

Cortejo

El maer llevaba dos días sin llamarme.

Estaba atrapado en mis habitaciones, muerto de aburrimiento y de fastidio. Lo peor era que no sabía por qué el maer no me llamaba. ¿Estaría ocupado? ¿Lo habría ofendido? Pensé enviarle una tarjeta con el anillo de oro que me había regalado Bredon. Pero si Alveron estaba poniendo a prueba mi paciencia, eso podía ser un grave error.

Pero estaba impaciente. Había ido allí a conseguir un mecenas, o como mínimo ayuda para investigar a los Amyr. De momento, lo único que había conseguido con el tiempo que había estado al servicio del maer era un trasero plano como una tabla. De no ser por Bredon, juro que me habría vuelto loco.

Por si fuera poco, solo faltaban dos días para que mi laúd y el precioso estuche de Denna pasaran a ser propiedad de otra persona. Yo había confiado en que a esas alturas ya me habría ganado la confianza del maer lo suficiente para poder pedirle el dinero que necesitaba para desempeñarlos. Quería que él estuviera en deuda conmigo, y no al revés. Cuando le debes algo a un miembro de la nobleza, es muy difícil librarte de esa deuda.

Pero si debía tomar como indicación el hecho de que Alveron no me hubiera llamado, todo apuntaba a que estaba lejos de contar con su favor. Me estrujé la memoria tratando de recordar qué podía haber dicho durante nuestra última conversación que lo hubiera ofendido.

Acababa de sacar una tarjeta del cajón y estaba pensando cómo podía pedirle dinero al maer sin parecer grosero cuando llamaron a la puerta. Creí que me traían la comida un poco más pronto de lo habitual, y le grité al chico que la dejara encima de la mesa.

Hubo un silencio significativo que me hizo salir de mi ensueño.

Corrí hacia la puerta y me sorprendí al ver al valet del maer, Stapes, de pie en el umbral. Hasta entonces, el maer siempre había utilizado a un mensajero para llamarme.

– El maer quiere verlo -dijo. Me fijé en que Stapes parecía abatido. Tenía los ojos fatigados, como si no hubiera dormido suficiente.

– ¿En el jardín?

– En sus aposentos -contestó Stapes-. Lo acompañaré hasta allí.

Si había que dar crédito a los cortesanos chismosos, Alveron casi nunca recibía visitas en sus aposentos. Seguí a Stapes sintiéndome aliviado. Cualquier cosa era mejor que esperar.

Alveron estaba recostado sobre almohadones en su gran lecho de plumas. Parecía más pálido y más delgado que la última vez que lo había visto. Seguía teniendo los ojos limpios y penetrantes, pero detecté algo nuevo en ellos, una emoción dura.

Señaló una butaca.

– Pasa, Kvothe. Siéntate. -Tenía la voz más débil, pero todavía transmitía autoridad. Me senté junto a su cama, e intuí que no era momento para agradecerle ese privilegio.

– ¿Sabes cuántos años tengo, Kvothe? -preguntó sin preámbulos.

– No, excelencia.

– ¿A ti qué te parece? ¿Qué edad aparento? -Volví a percibir esa emoción dura que había visto en sus ojos y la identifiqué: era ira. Una ira lenta y ardiente, como el rescoldo bajo una fina capa de ceniza.

Pensé deprisa buscando la mejor respuesta. No quería arriesgarme a ofender al maer, pero los halagos lo irritaban, a menos que se los hicieras con una sutileza y una habilidad consumadas.

Mi último recurso, entonces. La sinceridad.

– Cincuenta y uno, excelencia. Quizá cincuenta y dos.

Asintió lentamente, y su ira pareció desvanecerse como un trueno a lo lejos.

– Nunca le preguntes tu edad a una persona más joven que tú. Tengo cuarenta, y cumplo años el ciclo que viene. Pero tienes razón. Aparento cincuenta. Hay quienes dirían incluso que has sido generoso. -Distraído, alisó la colcha con las manos-. Es terrible envejecer antes de tiempo.

Hizo una mueca de dolor y tensó los músculos. Duró un instante; luego el maer inspiró hondo. Una fina capa de sudor le cubría la cara.

– No sé cuánto rato podré seguir hablando contigo. Hoy no me encuentro muy bien.

– ¿Quiere que vaya a buscar a Caudicus, excelencia? -pregunté poniéndome en pie.

– No -me espetó-. Siéntate.

Obedecí.

– Esta maldita enfermedad ha ido ganando terreno en el último mes, añadiéndome años y haciéndome sentirlos. Me he pasado la vida ocupándome de mis tierras, pero he descuidado un asunto. No tengo familia ni heredero.

– ¿Está pensando en casarse, excelencia?

– Por fin ha saltado el rumor, ¿no? -dijo hundiéndose en las almohadas.

– No, excelencia. Lo he deducido por lo que me ha ido diciendo en nuestras conversaciones.

Me lanzó una mirada penetrante.

– ¿En serio? ¿Lo has deducido? ¿No has oído rumores?

– En serio, excelencia. Circulan rumores, a cortiplén, si me disculpa el juego de palabras.

– ¿A cortiplén? Esa es buena. -Esbozó una tenue sonrisa.

– Pero casi todos se refieren a cierto visitante misterioso llegado del oeste. -Hice una pequeña reverencia sin levantarme de la butaca-. No dicen nada de bodas. Todos lo ven a usted como el soltero por excelencia.

– Ah -repuso el maer, y el alivio se reflejó en su semblante-. Lo era, lo era. Mi padre intentó casarme cuando era más joven. Por entonces yo estaba empeñado en no tomar esposa. Ese es otro problema del poder. Si tienes demasiado, la gente no se atreve a hacerte reparar en tus errores. El poder puede ser terrible.

– Me lo imagino, excelencia.

– Te elimina muchas opciones -continuó-. Te ofrece muchas oportunidades, pero al mismo tiempo te quita otras. Mi situación es difícil, por no decir algo peor.

A lo largo de mi vida he pasado hambre demasiadas veces para sentir una gran compasión por la nobleza. Pero vi al maer tan pálido y debilitado, allí tumbado, que sentí una pizca de lástima por él.

– ¿En qué consiste esa situación, excelencia?

Alveron intentó incorporarse en las almohadas.

– Si decido casarme, tiene que ser con la mujer adecuada. Alguien de una familia con una posición elevada, como la mía. Y no solo eso, sino que no puede ser un matrimonio de conveniencia. La mujer debe ser bastante joven para… -carraspeó produciendo un ruido como de papel arrugado- producir un heredero. Varios, a ser posible. -Me miró-. ¿Empiezas a ver dónde está el problema?

Asentí con la cabeza.

– Sí, excelencia. Al menos, el contorno. ¿Cuántas jóvenes hay que cumplan esas condiciones?

– Muy pocas -contestó Alveron, y un vestigio del antiguo fuego volvió a aparecer en su voz-. Pero no puede ser una de las jóvenes que el rey tiene bajo su control. Fichas canjeables con las que se sella un tratado. Mi familia ha luchado para conservar nuestros poderes plenarios desde la fundación de Vintas. No pienso negociar con ese cerdo de Roderic por una esposa. No le cederé ni una pizca de poder.

– ¿Cuántas mujeres hay que estén fuera del control del rey, excelencia?

– Una. -La palabra cayó como un peso de plomo-. Y eso no es lo peor. Esa mujer es perfecta en todos los sentidos. Su familia es respetable. Tiene educación. Es joven. Hermosa. -Esa última palabra pareció dolerle-. La persigue una bandada de cortesanos enamorados, jóvenes fuertes con miel en la lengua. La desean por diversas razones: su apellido, sus tierras, su inteligencia. -Hizo una larga pausa-. ¿Cómo crees que reaccionará al cortejo de un anciano enfermo que camina ayudándose con un bastón, si es que camina? -Hizo una mueca, como si esas palabras tuvieran un gusto amargo.

– Pero sin duda, su posición…

El maer levantó una mano y me miró fijamente a los ojos.

– ¿Te casarías con una mujer a la que hubieras comprado?

Agaché la cabeza.

– No, excelencia.

– Yo tampoco. La idea de utilizar mi posición para persuadir a esa muchacha a casarse conmigo es… de mal gusto.

Nos quedamos callados un momento. Miré por la ventana y vi dos ardillas que se perseguían alrededor del alto tronco de un fresno.

– Excelencia, si tengo que ayudarlo a cortejar a esa dama… -Noté el calor de la ira del maer antes de volverme hacia él y verle la cara-. Le pido disculpas, excelencia. Me he sobrepasado.

– ¿Es otra de tus deducciones?

– Sí, excelencia.

Me pareció que el maer luchaba consigo mismo un momento. Entonces suspiró, y la tensión que reinaba en el aposento se redujo.

– Soy yo quien debe pedirte disculpas. Este dolor me atenaza y me pone de muy mal humor, y no tengo por costumbre discutir sobre asuntos personales con desconocidos, y mucho menos dejar que especulen sobre mí. Dime el resto de eso que has deducido. Sé descarado si es necesario.

Me tranquilicé un poco.

– Deduzco que quiere usted casarse con esa mujer. Para cumplir su deber, básicamente, pero también porque la ama.

Hubo otra pausa, no tan incómoda como la anterior, pero tensa de todas formas.

– Amor -dijo el maer lentamente- es una palabra que utilizan a menudo los estúpidos. Ella es digna de amor, eso sin duda. Y siento cariño por ella. -Parecía incómodo-. No diré más. -Se volvió hacia mí-. ¿Puedo contar con tu discreción?

– Por supuesto, excelencia. Pero ¿por qué motivo se muestra tan reservado?

– Prefiero actuar cuando yo lo decida. Los rumores nos obligan a actuar antes de que estemos preparados, o arruinan una situación antes de que haya madurado por completo.

– Lo entiendo. ¿Cómo se llama la dama?

– Meluan Lackless -dijo el maer pronunciando el nombre con cuidado-. Muy bien, he descubierto por mí mismo que eres encantador y educado. Es más, el conde Threpe me ha asegurado que eres un excelente compositor e intérprete de canciones. Eso era exactamente lo que yo necesitaba. ¿Quieres ponerte a mi servicio en ese sentido?

– ¿Para qué piensa utilizarme exactamente su excelencia? -pregunté con cierta vacilación.

El maer me miró con escepticismo.

– Creía que a una persona con tanta facilidad para la deducción le parecería obvio.

– Sé que desea usted cortejar a la dama, excelencia. Pero no sé cómo. ¿Quiere que le redacte un par de cartas? ¿Que le escriba canciones? ¿Que trepe hasta su balcón a la luz de la luna para dejar flores en el antepecho de su ventana? ¿Que baile con ella oculto tras una máscara, haciéndome pasar por usted? -Esbocé una sonrisa-. Le advierto que no soy un gran bailarín, excelencia.

Alveron soltó una sonora y sincera carcajada, pero pese al alegre sonido, me fijé en que reír le producía dolor.

– Yo había pensado en las dos primeras cosas, más bien -admitió, y volvió a recostarse en las almohadas. Le pesaban los párpados.

Asentí.

– Necesitaré saber algo más sobre ella, excelencia -dije-. Cortejar a una mujer sin conocerla sería algo peor que una estupidez.

Alveron asintió con gesto cansado.

– Caudicus te proporcionará la información necesaria. Sabe mucho de la historia de las familias. La familia es la base que sustenta a un hombre. Si tienes que cortejarla, necesitarás saber cuáles son sus orígenes. -Me hizo señas para que me acercara y me tendió un anillo de hierro; le temblaba el brazo por el esfuerzo de mantenerlo en alto-. Enséñale esto a Caudicus para que sepa que te he enviado yo.

Me apresuré a coger el anillo.

– ¿Sabe Caudicus que tiene intenciones de casarse con esa dama?

– ¡No! -Alveron abrió los ojos de golpe-. ¡No hables de esto con nadie! Invéntate alguna excusa para hacer preguntas. Ve a buscarme la medicina.

Se tumbó y cerró los ojos. Al marcharme le oí decir con voz débil:

– A veces no lo dan conscientemente. A veces no lo dan voluntariamente. Sin embargo… todo poder.

– Sí, excelencia -dije, pero el maer ya se había sumido en un sueño irregular antes de que yo saliera de la habitación.

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