Capítulo 111

Un mentiroso y un ladrón

Shehyn y yo regresamos al complejo de edificios de piedra. Tempi estaba fuera, de pie; me di cuenta de que estaba nervioso porque no paraba de moverse en el sitio. Eso confirmó mis sospechas: Shehyn no me había puesto a prueba porque él se lo hubiera pedido, sino por decisión propia.

Cuando nos acercamos a él, Tempi tendió su espada con la mano derecha, apuntando hacia abajo. Con la mano izquierda hizo el signo de sumo respeto.

– Shehyn -dijo-, yo…

Shehyn le indicó con una seña que lo siguiera y entró en el edificio. Luego le hizo una seña a un niño y dijo:

– Busca a Carceret. -El niño se marchó corriendo.

Le hice un signo a Tempi: curiosidad.

Tempi no me miró. Total seriedad. Atender. No me tranquilizó mucho, porque recordé que eran los mismos signos que había hecho en el camino de Crosson cuando creyó que nos estaban tendiendo una emboscada. Me fijé en que le temblaban ligeramente las manos.

Shehyn nos condujo hasta una puerta abierta, donde se nos unió una mujer vestida con el atuendo rojo. Reconocí las finas cicatrices que tenía en la ceja y en el mentón. Carceret era la mercenaria a la que nos habíamos encontrado camino de Severen, la que me había empujado.

Shehyn hizo entrar a los dos mercenarios, pero levantó una mano y me dijo:

– Espera aquí. Lo que ha hecho Tempi no está bien. Escucharé. Luego decidiré qué hay que hacer contigo.

Asentí con la cabeza; Shehyn entró y cerró la puerta.

Esperé una hora, dos. Agucé el oído, pero no conseguí oír nada de lo que se decía al otro lado de la puerta. Pasaron varias personas por el pasillo: dos vestidas de mercenario, y otra con sencilla ropa de hilo gris. Todos echaban un vistazo a mi pelo, pero sin detenerse en exceso.

En lugar de sonreír y saludar con una inclinación de cabeza, como habría sido propio entre bárbaros, mantuve un gesto inexpresivo, les devolví sus breves signos de saludo y evité mirarlos a los ojos.

Cuando ya llevaba tres horas esperando, se abrió la puerta y Shehyn me hizo un ademán para que entrara.

Era una habitación bien iluminada, con las paredes de piedra pulida. Su tamaño correspondía al de un dormitorio grande de posada, pero parecía aún más amplio porque apenas contenía muebles. Cerca de una pared había una pequeña estufa de hierro que irradiaba un agradable calor, y cuatro sillas dispuestas en círculo. Tempi, Shehyn y Carceret estaban sentados en esas sillas; Shehyn me hizo una seña y ocupé la cuarta.

– ¿A cuántos has matado? -me preguntó Shehyn con un tono distinto al que había utilizado previamente. Perentorio. Era el mismo tono que utilizaba Tempi cuando hablábamos del Lethani.

– A muchos -respondí sin vacilar. Ya sé que a veces soy idiota, pero sé cuándo me están poniendo a prueba.

– ¿Cuántos es muchos? -No me estaba pidiendo una aclaración; era otra pregunta, nueva.

– Cuando matas hombres, uno es mucho.

Shehyn dio una pequeña cabezada.

– ¿Has matado a algún hombre fuera del Lethani?

– Quizá.

– ¿Por qué no contestas sí o no?

– Porque no siempre he visto el Lethani con claridad.

– Y ¿por qué?

– Porque el Lethani no siempre se muestra con claridad.

– ¿Qué es lo que da claridad al Lethani?

Vacilé, aunque sabía que no era correcto vacilar.

– Las palabras de un maestro.

– ¿Se puede enseñar el Lethani?

Fui a hacer el signo de inseguridad, pero entonces recordé que en aquel contexto no era apropiado utilizar el lenguaje de signos.

– Tal vez -respondí-. Yo no puedo.

Tempi se rebulló un poco en la silla. No lo estaba haciendo bien. Como no se me ocurría nada más, inspiré hondo, me relajé y guié mi mente suavemente hacia la Hoja que Gira.

– ¿Quién conoce el Lethani? -me preguntó Shehyn.

– La hoja arrastrada por el viento -contesté, aunque confieso que no sé qué quería decir con eso.

– ¿De dónde sale el Lethani?

– Del mismo sitio que la risa.

Shehyn titubeó un poco y continuó:

– ¿Cómo sigues el Lethani?

– ¿Cómo sigues a la luna?

Con Tempi había aprendido a apreciar los diferentes tipos de pausas que pueden salpicar una conversación. En adémico, los silencios expresan tanto como las palabras. Existe una pausa preñada. Una pausa educada. Una pausa confusa. Hay una pausa que insinúa, una pausa que pide disculpas, una pausa que añade énfasis…

Aquella pausa fue un lapso súbito en la conversación. Fue como una inspiración brusca. Me di cuenta de que acababa de dar una respuesta muy inteligente o muy estúpida.

Shehyn se movió en la silla, y la atmósfera de formalidad se desvaneció. Noté que avanzábamos, y dejé que mi mente saliera de la Hoja que Gira.

– ¿Qué opinas? -preguntó Shehyn a Carceret.

Hasta ese momento, Carceret había permanecido quieta y callada como una estatua.

– Digo lo que he dicho siempre. Tempi nos ha netinad a todos. Deberíamos cortarlo. Para eso tenemos leyes. Ignorar la ley es borrarla.

– Obedecer ciegamente la ley es ser un esclavo -se apresuró a decir Tempi.

Shehyn hizo el signo de firme reprimenda, y Tempi se ruborizó.

– En cuanto a este… -continuó Carceret, señalándome. Desestimación-. No es de Ademre. Como poco, será un loco. Como mucho, un mentiroso y un ladrón.

– ¿Y lo que ha dicho hoy? -preguntó Shehyn.

– Un perro puede ladrar tres veces sin contar.

Shehyn se volvió hacia Tempi.

– Si hablas cuando no es tu turno, rechazas tu turno para hablar.

Tempi volvió a sonrojarse y le palidecieron los labios mientras se esforzaba para mantener la compostura.

Shehyn inspiró hondo y soltó el aire lentamente.

– El Ketan y el Lethani son lo que nos hace Adem -dijo-. Un bárbaro no puede conocer el Ketan. -Tempi y Carceret se removieron, pero Shehyn levantó una mano-. Por otra parte, destruir a uno que comprende el Lethani no es correcto. El Lethani no se destruye a sí mismo.

Dijo «destruir» con indiferencia. Confié en no haber captado el verdadero significado en adémico de ese verbo.

Shehyn continuó:

– Habrá quien diga: «Este ya tiene suficiente. No le enseñéis el Lethani, porque quien conoce el Lethani vence todas las cosas».

Shehyn miró a Carceret con severidad.

– Pero yo no diría eso. Creo que el mundo sería mejor si hubiera más gente del Lethani. Porque así como aporta poder, el Lethani también aporta sabiduría respecto al uso del poder.

Hubo una larga pausa. Se me hizo un nudo en el estómago mientras intentaba aparentar serenidad.

– Creo -dijo Shehyn por fin- que es posible que Tempi no cometiera un error.

Aquello distaba mucho de ser un reconocimiento concluyente, pero deduje, por la repentina rigidez de la espalda de Carceret y la lenta exhalación de alivio de Tempi, que era la noticia que esperábamos oír.

– Se lo daré a Vashet -dijo Shehyn.

Tempi se quedó inmóvil. Carceret hizo un signo de aprobación, amplio como la sonrisa de un demente.

– ¿Vas a dárselo al Martillo? -preguntó Tempi con voz forzada. Agitó una mano. Respeto. Negación. Respeto.

Shehyn se levantó, y con eso puso fin a la discusión.

– ¿Quién mejor? El Martillo nos mostrará si es un hierro que vale la pena golpear.

Dicho eso, Shehyn se llevó a Tempi a un rincón y habló brevemente con él. Le acarició levemente los brazos. Su voz era tan débil que ni siquiera mis entrenados oídos de espía oyeron lo que decía.

Me quedé de pie junto a mi silla, procurando parecer educado. Tempi parecía haber abandonado toda resistencia, y hacía signos de acuerdo y respeto.

Carceret también estaba apartada de ellos y me miraba con fijeza. Su semblante reflejaba serenidad, pero en sus ojos había rabia. Hizo varios signos junto a un costado, sin que los vieran los otros dos. El único que entendí fue repugnancia, pero me imaginé el significado de los demás.

A cambio, yo hice un signo que no era adémico. Por cómo entrecerró los ojos, sospeché que Carceret había captado perfectamente su significado.

Entonces se oyó el agudo tañido de una campana, tres veces. Al cabo de un momento, Tempi besó a Shehyn en las manos, en la frente y en los labios. Se dio la vuelta y me hizo una seña para que lo siguiera.

Fuimos juntos a una sala grande y de techos altos, llena de gente y con olor a comida. Era un comedor con mesas largas y bancos de madera oscura y gastada.

Seguí a Tempi y me serví comida en una gran bandeja de madera. Entonces me di cuenta del hambre que tenía.

Contrariamente a lo que esperaba, aquel comedor no se parecía en nada a la Cantina de la Universidad. Para empezar era mucho más silencioso, y la comida, mucho mejor. Había leche fresca y una carne magra y muy tierna, seguramente de cabrito. Había queso muy curado y queso cremoso, y dos clases de pan recién salido del horno. Había fuentes de manzanas y fresas. Sobre la mesa había saleros destapados, y todos podían servirse tanta sal como quisieran.

Resultaba extraño estar en una sala llena de mercenarios adem y verlos conversar. Hablaban en voz tan baja que no apreciaba las palabras, pero les veía mover las manos. Pese a que solo entendía un signo de cada diez, me sorprendió poder ver todas aquellas emociones expresadas con las manos alrededor de mí: diversión. Ira. Vergüenza. Negación. Repugnancia. Me pregunté cuántos de aquellos signos se referirían a mí, el bárbaro.

Me sorprendió ver que había muchas mujeres y muchos niños pequeños. Había un puñado de mercenarios vestidos con la ropa de color rojo sangre, pero la mayoría llevaban prendas sencillas de color gris como las que había visto durante mi paseo con Shehyn. También vi una camisa blanca, y me sorprendió comprobar que era Shehyn, que comía codo con codo con los demás.

Nadie me miraba abiertamente, pero todos lo hacían con mayor o menor disimulo. Mi pelo les llamaba mucho la atención, lo cual era comprensible. Conté cincuenta cabezas de pelo rubio rojizo en la sala, unas cuantas más oscuras, y unas cuantas más claras o canosas. Yo destacaba como una única vela encendida.

Intenté entablar una conversación con Tempi, pero él se resistía y se concentraba en la comida. No había llenado su bandeja tanto como yo, y solo se comió una parte de lo que se había servido.

Como no podía hablar, terminé deprisa. Cuando mi bandeja quedó vacía, Tempi dejó de fingir que comía; se levantó y nos marchamos. Noté docenas de miradas clavadas en mi espalda al salir de la sala.

Tempi me guió por una serie de pasillos hasta que llegamos frente a una puerta. La abrió y me mostró una habitación pequeña, con una ventana y una cama. Mi laúd y mi macuto estaban allí. Mi espada, no.

– Tendrás otra maestra -dijo Tempi por fin-. Esfuérzate. Sé civilizado. Tu maestra decidirá mucho. -Pesar-. No me verás.

Era evidente que estaba preocupado, pero no se me ocurrió nada que pudiera decir para tranquilizarlo. En lugar de eso le di un abrazo, y me pareció que él lo agradecía. Luego se dio la vuelta y se marchó sin decir más.

Entré en mi habitación, me desvestí y me tumbé en la cama. Tal vez debiera decir que di vueltas y más vueltas, nervioso por lo que iba a pasar. Pero la verdad es que estaba tan rendido que me quedé dormido como un recién nacido feliz en brazos de su madre.

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