Capítulo 78

Otro camino, otro bosque

A la mañana siguiente, me produjo un cierto placer malévolo ver a Dedan emprender camino con una resaca considerable antes de que el sol estuviera en lo alto. El corpulento mercenario se movía con cuidado, pero he de reconocer que no emitió ni una sola palabra de queja, a menos que sus débiles gemidos cuenten como palabras.

Observándolo con más atención, detecté las señales de su enamoramiento. Cómo pronunciaba el nombre de Hespe. Las bromas ordinarias que hacía cuando hablaba con ella. A cada momento encontraba una excusa para echarle el ojo: un desperezo, un vistazo distraído al camino, un ademán hacia los árboles que nos rodeaban.

Y sin embargo, Dedan seguía totalmente ajeno a los esporádicos galanteos que le devolvía Hespe. A veces era divertido verlo; parecía una tragedia modegana bien orquestada. A veces me daban ganas de estrangularlos a los dos.

Tempi caminaba en silencio entre nosotros como un cachorro mudo y obediente. Lo observaba todo: los árboles, el camino, las nubes. A esas alturas, de no ser por la incuestionable inteligencia de su mirada, habría pensado que era un bobo. Respondía a las pocas preguntas que yo le hacía con movimientos nerviosos de las manos, cabezadas, encogimientos de hombros o sacudidas de cabeza.

Mi curiosidad iba en aumento. Sabía que el Lethani solo era una tontería de cuentos de hadas, pero una parte de mí seguía dudando. ¿Estaría guardándose Tempi las palabras? ¿Sería verdad que podía utilizar su silencio como armadura? ¿Moverse con la rapidez de una serpiente? La verdad es que, después de ver lo que Elxa Dal y Fela podían hacer pronunciando los nombres del fuego y la piedra, la idea de que alguien almacenara palabras para utilizarlas como combustible no me parecía tan descabellada.

Fuimos conociéndonos los cinco poquito a poco, familiarizándonos con nuestras peculiaridades. Dedan preparaba meticulosamente el suelo donde extendía su manta, y no solo retiraba las ramitas y las piedras, sino que aplanaba a pisotones cada mata de hierba y cada bulto de tierra.

Hespe silbaba de forma poco melodiosa cuando creía que nadie la oía, y después de cada comida se escarbaba metódicamente entre los dientes. Marten no comía carne que tuviera el más leve rastro de sangre ni bebía agua que no hubiera hervido o mezclado con vino. Al menos dos veces al día nos recordaba que estábamos locos por no hacer como él.

Pero el premio al comportamiento extravagante se lo llevaba Tempi. Nunca me miraba a los ojos. No sonreía. No fruncía el entrecejo. No hablaba.

Desde que saliéramos de La Buena Blanca, solo había hecho un comentario de motu proprio: «Con lluvia, este camino sería otro camino, este bosque otro bosque». Pronunció cada palabra con claridad, como si llevara todo el día cavilando sobre esa afirmación. Y si no me equivocaba, eso era precisamente lo que había hecho.

Se lavaba obsesivamente. Los demás nos dábamos un baño cuando parábamos en alguna posada, pero Tempi se bañaba todos los días. Si había un riachuelo cerca, se bañaba por la noche y otra vez al levantarse. Si no, se lavaba utilizando un trapo y el agua de beber.

Y dos veces al día, sin falta, realizaba un complicado ritual de estiramientos, trazando en el aire cuidadosas formas y dibujos con las manos. Sus ejercicios me recordaban a las lentas danzas de la corte de Modeg.

Era evidente que aquellos ejercicios le ayudaban a mantenerse flexible y ágil, pero resultaban extraños. Hespe bromeaba diciendo que si los bandidos nos pedían que bailáramos con ellos, nuestro bienoliente mercenario sería de gran ayuda. Pero lo dijo en voz baja, cuando Tempi no podía oírla.

Pero hablando de rarezas, supongo que yo no estaba en posición de lanzar la primera piedra. Tocaba el laúd casi todas las noches, cuando no estaba demasiado cansado de caminar. Supongo que eso no mejoraba la opinión que los otros tenían de mí como jefe táctico ni como arcanista. A medida que nos acercábamos a nuestro destino, iba poniéndome más nervioso. Marten era el único de los cinco verdaderamente capacitado para aquel trabajo. Dedan y Hespe estaban bien entrenados para la pelea, pero trabajar con ellos resultaba muy problemático. Dedan era discutidor y testarudo. Hespe era perezosa; casi nunca ayudaba a preparar las comidas ni a limpiar después, a menos que se le pidiera; y en esos casos, lo hacía de tan mala gana que en realidad no ayudaba nada.

Y luego estaba Tempi, un sicario incapaz de mirarme a los ojos ni mantener una conversación. Un mercenario que, a mi entender, podría aspirar a una carrera muy digna en el teatro modegano.

Cinco días después de salir de Severen, llegamos a la zona donde se habían producido los ataques. Un tramo de treinta kilómetros de camino sinuoso que atravesaba el Eld: sin pueblos, sin posadas, sin siquiera una granja abandonada. Un tramo completamente aislado del camino real en medio de un interminable bosque viejo. El hábitat natural de osos, ermitaños locos y cazadores furtivos. El paraíso de los salteadores de caminos.

Marten fue a explorar el terreno mientras los demás montábamos el campamento. Una hora más tarde salió de entre los árboles, agotado pero de buen humor. Nos aseguró que no había encontrado ninguna señal de que hubiera alguien por los alrededores.

– No puedo creer que esté defendiendo a los recaudadores de impuestos -masculló Dedan con enojo. Hespe soltó una risotada gutural.

– Estás defendiendo la civilización -le corregí-. Y protegiendo los caminos. Además, el maer Alveron hace cosas importantes con esos impuestos. -Sonreí-. Como pagarnos a nosotros.

– Por eso es por lo que peleo yo -terció Marten.

Después de la cena, esbocé la única estrategia que se me había ocurrido tras cinco largos días de cavilaciones. Dibujé una línea curva en el suelo con un palo.

– Muy bien. Esto es el camino, un tramo de unos treinta kilómetros.

– Lómeros -dijo Tempi con su voz suave.

– ¿Cómo dices? -pregunté. Era lo primero que le oía decir en un día y medio.

– ¿Lómetros? -Le costaba tanto pronunciar esa palabra desconocida que tardé un momento en comprender que intentaba decir «kilómetros».

– Kilómetros -dije vocalizando bien. Señalé el camino y levanté un dedo-. Desde aquí hasta el camino hay un kilómetro. Hoy hemos caminado veinticinco kilómetros.

Tempi asintió con la cabeza.

Volví al dibujo.

– Es lógico pensar que los bandidos deben de estar a no más de quince kilómetros del camino. -Tracé un rectángulo alrededor de la línea que representaba el camino-. Eso significa que tenemos que buscar en una extensión de bosque de unos novecientos kilómetros cuadrados.

Hubo un momento de silencio mientras todos asimilaban esa información. Al final, Tempi dijo:

– Es grande.

Asentí con seriedad.

– Registrar todo ese territorio nos llevaría meses, pero no será necesario. -Añadí un par de líneas más a mi dibujo-. Todos los días Marten saldrá a explorar delante de nosotros. -Lo miré-. ¿Cuánto terreno puedes cubrir en un día sin arriesgarte?

Marten reflexionó un momento contemplando los árboles que nos rodeaban.

– ¿En este bosque? ¿Con tanta maleza? Un kilómetro y medio cuadrado, aproximadamente.

– ¿Y si tuvieras que moverte con mucho cuidado?

– Yo siempre me muevo con cuidado -dijo sonriendo.

Asentí y tracé una línea paralela a la del camino.

– Marten explorará un tramo de cerca de un kilómetro de ancho, a una distancia de un kilómetro y medio del camino. Intentará localizar su campamento o a sus centinelas para que el resto de nosotros no tropecemos con ellos por accidente.

– No me parece buena idea -dijo Hespe sacudiendo la cabeza-. No estarán tan cerca del camino. Si lo que quieren es permanecer escondidos, estarán más lejos. Como mínimo entre tres y cinco kilómetros.

– Yo me aseguraría de estar al menos a seis kilómetros del camino antes de emboscarme y ponerme a matar gente -aportó Dedan.

– Yo pienso lo mismo -concedí-. Pero tarde o temprano tendrán que acercarse al camino. Tienen que apostar centinelas y moverse para tender las emboscadas. Necesitan reabastecerse. Llevan varios meses aquí, y lo lógico es que hayan abierto alguna senda o hayan dejado algún rastro.

Añadí algunos detalles con el palo al mapa dibujado en el suelo.

– Cuando Marten haya reconocido el terreno, dos de nosotros saldremos a inspeccionarlo detrás de él con más detenimiento. Cubriremos una franja estrecha de bosque, y buscaremos cualquier rastro de su presencia. Los otros dos se quedarán vigilando nuestro campamento.

»Podemos cubrir unos tres kilómetros al día. Empezaremos por el lado norte del camino y rastrearemos de oeste a este. Si no encontramos ningún rastro, cruzaremos al lado sur del camino y volveremos a rastrear de este a oeste. -Terminé de dibujar en el suelo y me aparté-. Tardaremos un ciclo en encontrar su rastro. Quizá dos, según la suerte que tengamos. -Me eché hacia atrás y clavé el palo en el suelo.

Dedan se quedó mirando el mapa sombríamente.

– Necesitaremos más provisiones.

– Sí. Trasladaremos el campamento cada cinco días. Dos de nosotros volverán a Crosson a buscar provisiones. Los otros dos trasladarán el campamento. Marten descansará.

– Y a partir de ahora tendremos que tener más cuidado con nuestras hogueras -intervino Marten-. El olor del humo nos delatará si no vigilamos con la dirección del viento.

Asentí con la cabeza.

– Tendremos que hacer un hoyo para el fuego todas las noches, y buscaremos renelos. -Miré a Marten-. Sabes reconocer un renelo, ¿verdad? -Marten parecía sorprendido.

– ¿Qué es un renelo? -preguntó Hespe mirándonos a los dos.

– Es un árbol -contestó Marten-. Su leña es excelente. Arde bien y limpiamente. Apenas produce humo, y casi no huele.

– Aunque la leña esté verde -añadí-. Incluso las hojas. Es un árbol muy útil. No crece en todas partes, pero he visto algunos por aquí.

– ¿Cómo es que un chico de ciudad como tú sabe esas cosas? -preguntó Dedan.

– Saber cosas es mi especialidad -dije con seriedad-. Y ¿qué te hace pensar que he crecido en una ciudad?

Dedan encogió los hombros y desvió la mirada.

– A partir de ahora, esa será la única leña que quemaremos -sentencié-. Si tenemos poca, la reservaremos para el fuego de cocinar. Si no tenemos, no podremos comer caliente. Así que vigilad.

Todos asintieron, Tempi un poco más tarde que los demás.

– Por último, será mejor que tengamos nuestras historias preparadas por si tropiezan con nosotros mientras los buscamos. -Señalé a Marten-. ¿Qué piensas decirles si te descubren mientras estás rastreando?

Me miró con cara de sorpresa, pero apenas vaciló al responder:

– Soy un cazador furtivo. -Señaló su arco, que estaba sin encordar, apoyado contra un árbol-. No es del todo falso.

– Y ¿de dónde eres?

Marten titubeó un instante.

– De Crosson, a solo un día de aquí, hacia el oeste.

– Y ¿cómo te llamas?

– Me-Meris -dijo, turbado.

Dedan rió.

– No mientas respecto a tu nombre -le aconsejé componiendo una sonrisa-. Es difícil hacerlo con convicción. Si te cogen y te sueltan, tranquilo. Pero no los guíes hasta nuestro campamento. Si quieren llevársete con ellos, tómatelo con calma. Finge que te alegras de unirte a ellos. No intentes huir.

– ¿Y me quedo con ellos? -preguntó Marten, alarmado.

Asentí.

– Si te toman por estúpido, supondrán que te escaparás la primera noche. Si creen que eres listo, supondrán que te escaparás la segunda noche. Pero la tercera noche ya confiarán un poco en ti. Espera hasta medianoche, y entonces provoca algún alboroto. Prende fuego a un par de tiendas, por ejemplo. Nosotros esperaremos a que llegue el momento de confusión y los atacaremos desde fuera.

Miré a los otros tres.

– El plan es el mismo para todos: esperad hasta la tercera noche.

– ¿Cómo localizarás su campamento? -preguntó Marten. Tenía la frente cubierta de sudor, y no se lo reproché: estábamos jugando a un juego peligroso-. Si me atrapan, no podré ayudarte a encontrar el camino.

– Es que no los encontraré a ellos -dije-. Te encontraré a ti. Puedo encontraros a cualquiera de vosotros en el bosque.

Miré alrededor de la hoguera; esperaba, como mínimo, un gruñido de Dedan, pero nadie pareció dudar de mis capacidades arcanas. Me pregunté de qué me creerían capaz.

La verdad es que, disimuladamente, en los últimos días había cogido un pelo de cada uno. De modo que solo tardaría un minuto en improvisar un péndulo para cada miembro del grupo. Teniendo en cuenta la superstición víntica, suponía que no les haría ninguna gracia conocer aquel detalle.

– ¿Cuál será nuestra coartada? -Hespe golpeó en el pecho a Dedan con el dorso de la mano, y sus nudillos produjeron un ruido hueco sobre la dura coraza de cuero.

– ¿Creéis que podríais convencerlos de que sois guardias de caravana descontentos que han decidido hacerse bandidos?

Dedan soltó una carcajada.

– Diantre, yo lo he pensado un par de veces. -Hespe le lanzó una mirada, y añadió-: No vas a decirme que tú nunca lo has pensado. Un ciclo tras otro caminando bajo la lluvia, comiendo judías, durmiendo en el suelo. Y todo por un penique diario. -Encogió los hombros-. ¡Por los dientes de Dios! Me sorprende que la mitad de nosotros no nos hayamos echado al bosque.

– Sí, lo haréis muy bien -dije con una sonrisa.

– ¿Y él? -Hespe apuntó con el pulgar a Tempi-. Nadie va a creerse que se haya hecho bandido. Los Adem ganan diez veces más que nosotros por un día de trabajo.

– Veinte veces -masculló Dedan.

Yo ya lo había pensado.

– ¿Qué harás si te encuentran los bandidos, Tempi?

Tempi agitó un poco las manos, pero no dijo nada. Me miró un momento; luego desvió la mirada hacia un lado. No supe si estaba pensando o si solo estaba aturdido.

– Si no fuera por su atuendo de Adem, no llamaría mucho la atención -intervino Marten-. Ni siquiera su espada es gran cosa.

– No parece veinte veces mejor que yo, eso seguro -dijo Dedan en voz baja, pero no lo bastante baja para que no pudiéramos oírlo.

A mí también me preocupaba el atuendo de Tempi. Había intentado varias veces entablar una conversación con el Adem con la esperanza de abordar ese problema, pero era como intentar charlar con un gato. Sin embargo, el hecho de que no conociera la palabra «kilómetro» me hizo darme cuenta de una cosa en la que debería haber pensado mucho antes: el atur no era su lengua materna. Yo, que en la Universidad había tenido que esforzarme mucho hasta expresarme en siaru con fluidez, entendía la tentación de guardar silencio en lugar de hablar y hacer el ridículo.

– Podría intentar contarles algún cuento, como nosotros -dijo Hespe sin convicción.

– Es difícil mentir bien cuando no dominas el idioma -comenté.

Tempi nos miró con sus ojos claros a cada uno mientras hablábamos, pero no hizo ningún comentario.

– Solemos subestimar a las personas que no hablan bien -dijo Hespe-. Quizá podría… ¿hacerse el tonto? ¿Fingir que estaba desorientado, como si se hubiera perdido?

– No haría falta que se hiciera pasar por tonto-dijo Dedan por lo bajo-. Yo creo que lo es.

Tempi miró a Dedan; su semblante seguía sin revelar nada, pero su mirada era más intensa que antes. Inspiró hondo y, con voz monótona, dijo:

– Callado no es estúpido. ¿Tú? Siempre hablando. Bla bla bla bla bla. -Hizo un movimiento con una mano, imitando una boca que se abre y se cierra-. Siempre. Como un perro que ladra toda la noche a un árbol. Intenta ser grande. No. Solo ruido. Solo perro.

No debí reírme, pero me pilló completamente desprevenido. En parte porque me había acostumbrado al silencio y la pasividad de Tempi, y en parte porque el Adem tenía toda la razón. Si Dedan hubiera sido un perro, habría sido un perro que ladra sin parar a nada. Un perro que ladra solo para oírse ladrar.

Con todo, no debí reírme. Pero lo hice. Hespe también e intentó disimular, y eso fue aún peor.

Dedan se levantó, encolerizado.

– Ven aquí y repítemelo.

Sin mudar la expresión, Tempi se puso de pie y rodeó la hoguera hasta colocarse al lado de Dedan. Bueno, si digo que se colocó a su lado, quizá os hagáis una idea equivocada. La mayoría de la gente se queda a dos o tres palmos de ti cuando te habla. Pero Tempi se paró a menos de un palmo de Dedan. De acercarse un poco más, habría tenido que abrazarlo o subírsele encima.

Podría decir que todo pasó demasiado deprisa para que yo pudiera intervenir, pero mentiría. La verdad más sencilla es que no se me ocurrió ninguna manera fácil de poner remedio a la situación. Pero había otra verdad más complicada: que a aquellas alturas yo también estaba harto de Dedan.

Además, nunca había oído a Tempi hablar tanto. Por primera vez desde que lo había conocido, se comportaba como una persona y no como un muñeco mudo que anda sentía curiosidad por verlo pelear. Había oído hablar mucho de la legendaria habilidad de los Adem, y estaba deseando ver cómo le aporreaba la cabeza de zoquete a Dedan y le hacía dejar de mascullar. Así que Tempi estaba lo bastante cerca de Dedan para rodearlo con los brazos. Dedan le sacaba una cabeza, y tenía los hombros y el torso más anchos. Tempi lo miró y su rostro no reflejó nada de lo que yo esperaba ver reflejado en él. Ni jactancia, ni una sonrisa de burla. Nada.

– Solo perro -dijo en voz baja, sin ninguna inflexión en particular-. Perro grande y ruido. -Levantó una mano y volvió a imitar una boca con ella-. Bla bla bla.

Dedan levantó una mano y le dio un fuerte empujón en el pecho a Tempi. Yo había visto esa maniobra infinidad de veces en las tabernas de los alrededores de la Universidad. Era el tipo de empellón que hace que un hombre se tambalee hacia atrás, pierda el equilibrio y se caiga.

Pero Tempi no se tambaleó. Sencillamente… se apartó. Entonces, como si nada, estiró un brazo y le dio un cachete a Dedan en un lado de la cabeza, como haría un padre enojado con su hijo desobediente en el mercado. Ni siquiera fue un cachete lo bastante fuerte para hacerle girar la cabeza a Dedan, pero todos pudimos oír el débil «paf», y a Dedan se le erizó el pelo, como un algodoncillo cuando soplas sobre él.

Dedan se quedó inmóvil un momento, como si no acabara de entender qué había pasado. Entonces frunció el entrecejo y levantó las dos manos para darle un empujón más fuerte a Tempi. Tempi volvió a apartarse, y entonces le dio otro cachete a Dedan en el otro lado de la cabeza.

Dedan arrugó el ceño, gruñó y alzó ambas manos apretando los puños. Era un hombre fornido, y cuando levantó los brazos, su armadura de mercenario crujió y se tensó a la altura de los hombros. Esperó un momento, confiando en que Tempi hiciera el primer movimiento; entonces se lanzó hacia delante, echó un brazo hacia atrás y lanzó un puñetazo con todas sus fuerzas, como un labriego golpeando con un hacha.

Tempi lo vio venir y se apartó por tercera vez. Pero cuando todavía no había terminado de asestar su torpe golpe, Dedan cambió de pronto. Se puso de puntillas y su lento y pesado puñetazo de labriego se evaporó. De pronto, ya no parecía un toro torpe y pesado; se arrojó hacia delante y lanzó tres rápidos puñetazos, con la velocidad con que un pájaro bate las alas.

Tempi esquivó el primero y paró el segundo con la palma de la mano, pero el tercero le dio en el hombro, y lo hizo girar hacia un lado y lo empujó hacia atrás. Dio dos rápidos pasos para apartarse de Dedan, recobró el equilibrio y se sacudió un poco. Entonces rió, con una risa alegre y aguda.

Ese sonido suavizó la expresión del rostro de Dedan, que sonrió a su vez, aunque no bajó las manos ni dejó de ponerse de puntillas. Pero Tempi se le acercó, esquivó otro golpe y le dio una bofetada. No en la mejilla, como dos enamorados que riñen en el escenario. La mano de Tempi descendió y golpeó a Dedan en toda la cara, desde la frente hasta la barbilla.

– ¡Aaarrrggg! -gritó Dedan-. ¡Negra maldición! -Se apartó tambaleándose y tapándose la nariz con una mano-. ¿Qué te pasa? ¿Me has dado una bofetada? -Miró a Tempi por entre los dedos-. Peleas como una mujer.

Al principio me pareció que Tempi iba a protestar. Entonces sonrió por primera vez, asintió ligeramente y encogió los hombros.

– Sí. Peleo como una mujer.

Dedan vaciló; entonces soltó una carcajada y le dio una fuerte palmada en el hombro a Tempi. Creí que Tempi lo esquivaría, pero el Adem le devolvió la palmada, y hasta agarró a Dedan por el hombro y lo sacudió amistosamente.

Aquel gesto me sorprendió viniendo de una persona que se había mostrado tan reservada los últimos días, pero decidí no mirarle los dientes a un caballo regalado. Cualquier cosa que no fuera un silencio nervioso por parte del Adem me parecía digna de agradecimiento.

Además, ahora ya tenía una idea de las habilidades para la lucha de Tempi. Tanto si Dedan quería admitirlo como si no, era evidente que Tempi lo había vencido. Pensé que la reputación de los Adem no era una simple leyenda.

Marten observó a Tempi mientras este volvía a su asiento.

– Esa ropa que lleva sigue siendo un problema -dijo el rastreador como si no hubiera sucedido nada. Se quedó mirando la camisa y los pantalones rojos de Tempi-. Caminar con eso por el bosque es como agitar una bandera.

– Hablaré con él -dije a los otros. Si Tempi se sentía cohibido cuando hablaba en atur, suponía que nuestra conversación sería más fácil si la manteníamos en privado-. Y pensaré qué puede decir si se encuentra a los bandidos. Vosotros podéis empezar a preparar vuestras camas y la cena.

Los tres se dispersaron, confiando en hacerse con los mejores sitios para extender sus mantas. Tempi los vio marchar; luego se volvió hacia mí y me miró. Bajó la vista al suelo y dio un paso atrás arrastrando los pies.

– Escucha, Tempi…

Ladeó la cabeza y me miró.

– Tenemos que hablar de tu ropa.

En cuanto empecé a hablar, volvimos a lo mismo. El Adem dejó de prestarme atención y desvió la mirada hacia un lado. Como si no le interesara escucharme. Como un niño enfurruñado.

No hace falta que os explique lo irritante que resulta intentar mantener una conversación con una persona que se niega a mirarte a los ojos. No obstante, yo no podía permitirme el lujo de ofenderme ni de aplazar aquella conversación. Ya la había aplazado demasiado.

– Tempi. -Contuve el impulso de chasquear los dedos para que me mirara-. Tu ropa es roja -dije tratando de expresarme con la máxima sencillez-. Fácil de ver. Peligrosa.

Al principio no reaccionó. Entonces sus ojos claros se clavaron un momento en los míos y asintió con la cabeza, una sola vez.

Empecé a abrigar la terrible sospecha de que Tempi no entendía qué estábamos haciendo en el Eld.

– Tempi, ¿sabes qué hemos venido a hacer al bosque?

Tempi desvió la vista hacia el dibujo que yo había hecho en el suelo, y luego volvió a mirarme. Encogió los hombros e hizo un gesto impreciso con ambas manos.

– ¿Qué es mucho pero no todo?

Al principio creí que me estaba planteando una extraña duda filosófica, pero entonces comprendí que me estaba preguntando una palabra. Levanté una mano y me sujeté dos dedos.

– ¿Algo? -Me sujeté tres dedos-. ¿Casi todo?

Tempi se fijó en mis manos y asintió con la cabeza.

– Casi todo -dijo agitando las manos-. Sé casi todo. Habláis deprisa.

– Buscamos a unos hombres. -Desvió la mirada en cuanto empecé a hablar, y reprimí un suspiro-. Intentamos encontrarlos.

– Sí. Cazamos hombres -dijo poniendo énfasis en el verbo-. Cazamos visantha.

Al menos sabía qué hacíamos allí.

– ¿Rojo? -Estiré un brazo y toqué la correa de cuero que le ceñía la tela de la camisa al cuerpo. Era asombrosamente suave-. ¿Para cazar? ¿Tienes otra ropa que no sea roja? Tempi se miró la ropa sin dejar de agitar las manos. Entonces asintió con la cabeza, fue hasta su macuto y sacó una sencilla camisa gris de algodón hilado a mano. Me la mostró.

– Para cazar. No para pelear.

No estaba seguro del significado de esa distinción, pero de momento lo dejé pasar.

– ¿Qué harás si los visantha te encuentran en el bosque? -le pregunté-. ¿Hablar o pelear?

Tempi se lo pensó un momento.

– No bueno hablando -reconoció-. ¿Visantha? Pelear.

– Muy bien. Un bandido, pelear. Dos, hablar.

– Puedo pelear dos -replicó Tempi encogiendo los hombros.

– ¿Pelear y ganar?

Volvió a encogerse de hombros, despreocupado, y apuntó a Dedan, que recogía con cuidado ramitas entre la maleza.

– ¿Como él? Tres o cuatro. -Extendió una mano con la palma hacia arriba, como si me ofreciera algo-. Si tres bandidos, yo peleo. Si cuatro, intento mejor hablar. Espero hasta tercera noche. Entonces… -Realizó un extraño y complicado gesto con ambas manos-. Fuego en tiendas.

Me relajé, contento de ver que había seguido la conversación que habíamos mantenido hacía un rato.

– Sí. Muy bien. Gracias.

Cenamos los cinco en paz: sopa, pan y un queso gomoso bastante malo que habíamos comprado en Crosson. Dedan y Hespe discutían amistosamente, y yo especulaba con Marten sobre el tiempo que podíamos esperar para los próximos días.

Aparte de eso, no hablamos mucho. Dos de nosotros ya habíamos llegado a las manos. Estábamos a ciento cincuenta kilómetros de Severen, y todos éramos conscientes del duro trabajo que teníamos por delante.

– Un momento -dijo de pronto Marten-. ¿Y si te cogen a ti? -Levantó la cabeza y me miró-. Todos tenemos un plan por si los bandidos nos encuentran. Nos vamos con ellos y tú vas a buscarnos al tercer día.

– Sí. Y no te olvides de la maniobra de distracción.

– Pero ¿y si te cogen a ti? -preguntó Marten, nervioso-. Yo no sé hacer magia. No puedo garantizar que pueda encontrarlos la tercera noche. Supongo que sí, pero no puedo estar seguro.

– Yo solo soy un músico inofensivo -dije para tranquilizarlo-.

Me metí en un lío con la sobrina del baronet Branbride y pensé que lo mejor que podía hacer era perderme un tiempo en el bosque. -Sonreí-. Quizá me roben, pero como no llevo mucho dinero encima, seguramente me dejarán marchar. Soy un tipo persuasivo, y no parezco una gran amenaza.

Dedan murmuró por lo bajo algo que me alegré de no haber oído.

– Pero por si acaso -insistió Hespe-. Marten tiene razón. ¿Y si se te llevan con ellos?

Eso era algo que todavía no había resuelto, pero en lugar de dejar que la velada terminara con una nota pesimista, preferí componer mi sonrisa más convincente.

– Si me llevaran a su campamento, los mataría a todos sin muchos problemas. -Encogí los hombros con exagerada despreocupación-. Y después me reuniría con vosotros en el campamento. -Golpeé la tierra a mi lado, sin parar de sonreír.

Lo había dicho en broma, convencido de que al menos Marten se reiría de mi frívola respuesta. Pero había subestimado lo bien enraizada que está la superstición víntica, y mi comentario fue recibido con un incómodo silencio.

Después de eso ya no hablamos mucho. Echamos las guardias a suertes, apagamos el fuego y, uno a uno, fuimos quedándonos dormidos.

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