Bast estaba apoyado en la barra de caoba, aburrido. Paseó la mirada por la estancia vacía, suspiró y rebuscó hasta que encontró un trapo de hilo limpio. Entonces, con gesto de resignación, empezó a limpiar una parte de la barra.
Pasados unos momentos, se inclinó hacia delante y, entornando los ojos, examinó una mota apenas visible. La rascó y frunció el entrecejo al ver la mancha de grasa que había dejado con el dedo. Se encorvó un poco más, echó el aliento sobre la barra y la frotó con ímpetu. Luego se detuvo, volvió a exhalar con fuerza sobre la madera y escribió una palabra obscena en la película que había formado el vaho.
Dejó el trapo y avanzó entre las mesas y las sillas vacías hacia las amplias ventanas de la taberna. Se quedó allí de pie largo rato, contemplando la calle polvorienta que atravesaba el centro del pueblo.
Bast dio otro suspiro y empezó a pasearse por la estancia. Se movía con la elegancia desenfadada de un bailarín y con la perfecta indolencia de un gato. Pero cuando se pasó las manos por el cabello oscuro, su gesto reveló inquietud. Sus ojos azules recorrían incesantemente la habitación, como si buscaran una salida. Como si buscaran algo que él no hubiera visto ya un centenar de veces.
Pero no había nada nuevo. Mesas y sillas vacías. Taburetes vacíos junto a la barra. Detrás de esta, sobre un aparador, se erguían dos barriles inmensos: uno de whisky y el otro de cerveza. Entre los dos barriles había una amplia colección de botellas de diversas formas y colores. Sobre las botellas colgaba una espada.
Bast posó la mirada en las botellas. Se concentró en ellas y las examinó largo rato; fue detrás de la barra y cogió una pesada jarra de arcilla.
Inspiró hondo, apuntó con un dedo a la primera botella de la hilera inferior y empezó a recitar para sí mientras iba contando:
Arce. Mayo.
Canta y baila.
Ceniza y brasa.
Del saúco la baya.
En el momento de pronunciar la última palabra, Bast señalaba una botella rechoncha de color verde. Le quitó el corcho, dio un sorbo tentativo, arrugó la cara y se estremeció. Dejó rápidamente la botella y cogió otra, roja y curvilínea. De esa también dio un sorbo; se restregó los labios con aire pensativo, asintió con la cabeza y vertió un chorro generoso en la jarra.
Señaló la siguiente botella y empezó a contar de nuevo:
Lana. Dama.
Noche lunera.
Sauce. Ventana.
Luz de candela.
Esa vez le tocó a una botella transparente que contenía un líquido de color amarillo pálido. Bast le quitó el corcho y, sin molestarse en probar antes, vertió un buen chorro en la jarra. Dejó la botella, cogió la jarra y la agitó con gesto teatral antes de beber un trago. Compuso una sonrisa de satisfacción y le dio a la última botella con un dedo, haciéndola sonar brevemente antes de empezar de nuevo a entonar su cancioncilla:
Piedra. Duela.
Barrica y cebada.
Viento y agua…
Se oyó crujir una tabla del suelo. Bast alzó la mirada y esbozó una sonrisa.
– Buenos días, Reshi.
El posadero pelirrojo estaba al pie de la escalera. Se pasó las manos, de dedos largos, por el delantal limpio y por las mangas de la camisa.
– ¿Se ha despertado ya nuestro invitado?
Bast negó con la cabeza.
– No ha dicho ni mu ni pío.
– Ha pasado dos días muy agitados -repuso Kote-. Seguramente le estarán pasando factura. -Vaciló un momento; luego levantó la barbilla y olfateó el aire-. ¿Estabas bebiendo? -El tono de la pregunta era más de curiosidad que acusador.
– No -contestó Bast.
El posadero arqueó una ceja.
– Estaba «catando» -puntualizó Bast-. Catar va antes que beber.
– Ah -replicó el posadero-. Entonces, ¿estabas preparándote para beber?
– ¡Dioses minúsculos, sí! Y en exceso. ¿Qué más se puede hacer aquí? -Bast sacó su jarra de debajo de la barra y miró en ella-. Confiaba en encontrar licor de baya de saúco, pero solo había un brebaje de melón. -Hizo girar el contenido de la jarra mientras lo examinaba-. Y algo con especias. -Dio otro sorbo y entornó los ojos con aire pensativo-. ¿Canela? -preguntó mirando las hileras de botellas-. ¿No tenemos licor de saúco?
– Debe de estar por ahí -contestó el posadero sin molestarse en mirar las botellas-. Deja eso un momento y escúchame, Bast. Tenemos que hablar de lo que hiciste anoche.
Bast se quedó muy quieto.
– ¿Qué hice, Reshi?
– Detuviste a esa criatura del Mael -dijo Kote.
– Ah. -Bast se relajó e hizo un ademán quitándole importancia-. Solo lo paré un poco, Reshi. Nada más.
– Te diste cuenta de que no era simplemente un loco -dijo Kote meneando la cabeza-. Trataste de prevenirnos. Si no llegas a ser tan rápido…
– No fui muy rápido, Reshi. -Bast frunció el entrecejo-. Mató a Shep. -Bajó la mirada hacia las tablas del suelo, bien fregadas, cerca de la barra-. Shep me caía bien.
– Todos pensarán que nos salvó el aprendiz del herrero -dijo Kote-. Y seguramente sea mejor así. Pero yo sé la verdad. Si no llega a ser por ti, ese monstruo se los habría cargado a todos.
– Eso no es cierto, Reshi -lo contradijo Bast-. Tú lo habrías matado sin ninguna dificultad. Lo que pasa es que yo me adelanté.
El posadero descartó ese comentario encogiéndose de hombros.
– Lo que sucedió anoche me ha hecho pensar -prosiguió-. No sé qué podríamos hacer para protegernos. ¿Has oído alguna vez «La cacería de los jinetes blancos»?
– Esa canción era nuestra antes de que os la apropiarais, Reshi -respondió Bast con una sonrisa. Inspiró y cantó con una dulce voz de tenor:
En caballos níveos cabalgaban.
Arcos de asta y cuchillos de plata.
Y a sus frentes ceñían, verdes y rojas,
frescas y flexibles, unas ramas.
El posadero asintió.
– Esa es precisamente la estrofa en que estaba pensando -dijo-. ¿Crees que podrías ocuparte mientras yo lo preparo todo aquí?
Bast asintió con entusiasmo y salió disparado; sin embargo, antes de entrar en la cocina se detuvo y preguntó con ansiedad:
– No empezaréis sin mí, ¿verdad?
– Empezaremos tan pronto como nuestro invitado haya comido y esté preparado -respondió Kote. Y, al ver la expresión de su joven alumno, se ablandó un poco-. De modo que calculo que tienes un par de horas.
Bast echó un vistazo al otro lado del umbral y, vacilante, volvió a mirar al posadero. Este, divertido, esbozó una sonrisa.
– Si no has vuelto para entonces, te llamaré antes de empezar. -Y ahuyentándolo con un gesto de la mano, añadió-: Vete ya.
El hombre que se hacía llamar Kote realizó su rutina habitual en la posada Roca de Guía. Se movía como un mecanismo de relojería, como un carromato que avanza por las profundas roderas de un camino.
Primero hizo el pan. Mezcló con las manos harina, azúcar y sal, sin molestarse en pesar las cantidades. Añadió un trozo de levadura del tarro de arcilla que guardaba en la despensa, trabajó la masa, dio forma redonda a las hogazas y las puso a fermentar. Con un badil retiró la ceniza acumulada en el horno de la cocina y encendió el fuego.
A continuación fue a la taberna y prendió la leña en la chimenea de piedra negra que ocupaba la pared norte, después de barrer la ceniza del inmenso hogar. Bombeó agua, se lavó las manos y subió una pieza de cordero del sótano. Recogió encendajas, entró más leña; golpeó el pan, que empezaba a subir, y lo acercó al horno, ya caliente.
Y de pronto ya no había nada más que hacer. Todo estaba preparado. Todo estaba limpio y ordenado. El posadero pelirrojo se quedó de pie detrás de la barra; su mirada fue regresando poco a poco de la distancia para concentrarse en la posada, en aquel momento y en aquel lugar, y acabó deteniéndose en la espada que colgaba en la pared, por encima de las botellas. No era una espada especialmente bonita, ornamentada ni llamativa. Era amenazadora, en cierto modo. Como lo es un alto acantilado. Era gris, sin melladuras y fría al tacto. Estaba tan afilada como un cristal roto. Tallada en la madera negra del tablero había una única palabra: «Delirio».
El posadero oyó unos pasos pesados en el porche de madera. El pasador traqueteó ruidosamente sin que llegara a abrirse la puerta, y a continuación se escucharon un retumbante «¡Hola!» y unos golpes.
– ¡Un momento! -gritó Kote. Se apresuró hacia la puerta principal y giró la enorme llave metida en la resplandeciente cerradura de latón.
Al otro lado estaba Graham, con la gruesa mano en alto, a punto de llamar de nuevo. Al ver al posadero, en su rostro curtido se dibujó una sonrisa.
– ¿Ha tenido que abrir hoy Bast por ti otra vez? -preguntó.
Kote sonrió, tolerante.
– Es buen chico -continuó Graham-. Un poco nervioso, quizá. Pensaba que hoy no abrirías la posada. -Carraspeó y se miró los pies un momento-. No me habría sorprendido, dadas las circunstancias.
Kote se guardó la llave en el bolsillo.
– La posada está abierta, como siempre. ¿En qué puedo ayudarte?
Graham se apartó del umbral y apuntó con la barbilla hacia fuera, donde había tres barriles junto a una carreta. Eran nuevos, de madera clara y lustrada, y con aros de metal reluciente.
– Ya sabía que anoche no podría dormir, y aproveché para terminar el último. Además, he oído decir que los Benton vendrán hoy con las primeras manzanas tardanas.
– Te lo agradezco.
– Los he apretado bien, para que aguanten todo el invierno. -Graham se acercó a los barriles y, orgulloso, golpeó uno de ellos con los nudillos-. No hay nada como una manzana de invierno para que el hambre no duela. -Miró a Kote con un destello en los ojos y volvió a golpear el barril-. Duela. ¿Lo has captado? ¿Las duelas del barril?
Kote gruñó un poco y se frotó la cara.
Graham rió para sí y pasó una mano por los brillantes aros de uno de los barriles.
– Nunca había hecho un barril con cercos de latón, pero me han quedado bien. Si ceden un poco, me avisas y los ajustaré.
– Me alegro de que hayas podido hacerlos -dijo el posadero-. En el sótano hay mucha humedad. El hierro solo aguantaría un par de años sin oxidarse.
– Tienes razón -coincidió Graham asintiendo-. La gente no suele pensar a largo plazo. -Se frotó las manos-. ¿Me echas una mano? No quiero que se me caiga uno y te deje marcas en el suelo.
Se pusieron a ello. Bajaron dos barriles al sótano, y el tercero lo pasaron por detrás de la barra; cruzaron la cocina y lo dejaron en la despensa.
Después los dos hombres volvieron a la taberna y se quedaron cada uno a un lado de la barra. Hubo un momento de silencio mientras Graham recorría con la mirada la estancia vacía. En la barra faltaban dos taburetes, y donde debería haber habido una mesa quedaba un espacio desocupado. En la ordenada taberna, esas ausencias llamaban tanto la atención como los huecos en una dentadura.
Graham desvió la mirada de una parte del suelo muy bien fregada, cerca de la barra. Se metió una mano en el bolsillo y sacó un par de ardites de hierro sin brillo; casi no le temblaba la mano.
– Sírveme una jarra pequeña de cerveza, ¿quieres, Kote? -dijo con voz áspera-. Ya sé que es temprano, pero me espera un día largo. Tengo que ayudar a los Murrion a recoger el trigo.
El posadero sirvió la cerveza y se la puso delante sin decir nada. Graham se bebió la mitad de un largo trago. Tenía los bordes de los párpados enrojecidos.
– Mal asunto, lo de anoche -dijo sin mirar al posadero, y dio otro sorbo.
Kote asintió con la cabeza. «Mal asunto, lo de anoche.» Lo más probable era que Graham no hiciera ningún otro comentario sobre la muerte de un hombre al que había conocido toda la vida. Aquella gente lo sabía todo de la muerte. Sacrificaban ellos mismos sus animales. Morían de fiebres, de caídas o de fracturas que se complicaban. La muerte era como un vecino desagradable: no hablabas de él por temor a que te oyera y decidiera pasar a hacerte una visita.
Excepto en las historias, por supuesto. Los relatos de reyes envenenados, de duelos y guerras antiguas no causaban ningún problema; vestían a la muerte con ropajes exóticos y la alejaban de tu puerta. El crup o una chimenea que se incendiaba podían resultar aterradores; el juicio de Gibea o el asedio de Enfast, en cambio, eran diferentes. Las historias eran como oraciones, como conjuros musitados a altas horas de la noche cuando caminabas solo en la oscuridad. Eran como amuletos de medio penique que le comprabas a un mercachifle por lo que pudiera pasar.
– ¿Cuánto tiempo va a quedarse por aquí ese escribano? -preguntó Graham al poco rato, y su voz resonó dentro de su jarra-. Quizá debería pedirle que me pusiera por escrito algunas cosas, por si acaso. -Frunció un poco la frente-. Mi padre siempre los llamaba «codicilios». No recuerdo cuál es su verdadero nombre.
– Si se trata de bienes tuyos de los que tiene que ocuparse otra persona, se llama transmisión de bienes -dijo el posadero con naturalidad-. Si se refiere a otras cosas, se llama mandamus de últimas voluntades.
Graham miró a su interlocutor y arqueó una ceja.
– Al menos eso es lo que yo tengo oído -dijo el posadero bajando la mirada y frotando la barra con un trapo blanco limpio-. El escribano mencionó algo de eso.
– Mandamus… -murmuró Graham con la jarra muy cerca de la cara-. Creo que le pediré que me escriba unos codicilios y que los legalice como mejor le parezca. -Miró de nuevo al posadero-. Supongo que seguramente habrá otros interesados en hacer algo parecido, en los tiempos que corren.
El posadero frunció el ceño, y al principio pareció un gesto de irritación. Pero no, no era eso. De pie detrás de la barra, ofrecía el aspecto de siempre, y su expresión era plácida y cordial. Asintió ligeramente.
– Comentó que se levantaría hacia mediodía -señaló Kote-. Estaba un poco alterado por lo que pasó anoche. Si aparece alguien antes de esa hora, me temo que no lo encontrará.
– No importa -dijo Graham encogiéndose de hombros-. De todas formas, hasta la hora de comer no habrá ni diez personas en todo el pueblo. -Dio otro sorbo de cerveza y miró por la ventana-. Hoy es un día de mucha faena en el campo, y eso no tiene vuelta de hoja.
El posadero se relajó un tanto.
– Mañana todavía andará por aquí, así que no hay necesidad de que vengan todos hoy. Le robaron el caballo cerca del vado de Abbott, y está buscando otro.
Graham aspiró entre dientes expresando compasión.
– Pobre desgraciado. En plena época de cosecha no encontrará un caballo por mucho que busque. Ni siquiera Cárter ha podido sustituir a Nelly después de que aquella especie de araña lo atacara junto al Puente Viejo. -Sacudió la cabeza-. Parece mentira que pueda ocurrir algo así a solo tres kilómetros de tu propia casa. Antes…
Graham hizo una pausa.
– ¡Divina pareja, parezco mi padre! -Metió la barbilla e imprimió aspereza a su voz-: «Cuando yo era niño, las estaciones guardaban un orden. El molinero no metía el pulgar en el platillo de la balanza y cada uno se ocupaba de sus asuntos».
En el rostro del posadero se insinuó una sonrisa nostálgica.
– Mi padre afirmaba que la cerveza sabía mejor y que los caminos tenían menos roderas -dijo.
Graham sonrió, pero su sonrisa enseguida se descompuso. Miró hacia abajo, como si le incomodara lo que se disponía a decir:
– Ya sé que no eres de por aquí, Kote. Y eso no es fácil. Hay quien piensa que los forasteros no saben ni la hora que es.
Inspiró hondo; seguía sin mirar al posadero.
– Pero creo que tú sabes cosas que otros ignoran. Tú tienes una visión más… amplia, por así decirlo. -Levantó la mirada y, con seriedad y cautela, la clavó en el posadero; tenía ojeras por la falta de sueño-. ¿Están las cosas tan mal como parece últimamente? Los caminos se han vuelto peligrosos. Hay muchos robos y…
Graham hizo un esfuerzo evidente para no dirigir la vista a la parte de suelo vacía.
– Todos esos impuestos nuevos nos hacen pasar muchos apuros. Los Grayden están a punto de perder su granja. Esa especie de araña… -Dio otro trago de cerveza-. ¿Están las cosas tan mal como parece? ¿O me he vuelto viejo, como mi padre, y a todo le encuentro un sabor amargo comparado con cuando era niño?
Kote se entretuvo frotando la barra, como si se resistiera a hablar.
– Creo que las cosas siempre van mal de un modo u otro -declaró-. Quizá sea que solo nosotros, los mayores, nos damos cuenta.
Graham fue a asentir, pero frunció el entrecejo.
– Pero tú no eres mayor, ¿no? Siempre se me olvida. -Miró de arriba abajo al pelirrojo-. Es decir, te mueves como un viejo y hablas como un viejo, pero no lo eres, ¿verdad? Calculo que tendrás la mitad de mis años. -Lo miró entornando los ojos-. ¿Qué edad tienes, por cierto?
– La suficiente para sentirme viejo -contestó el posadero con una sonrisa que denotaba cansancio.
Graham soltó una risotada.
– Pero no la suficiente para hacer ruidos de viejo. Deberías andar por ahí persiguiendo mujeres y metiéndote en líos. Y dejar que los viejos nos quejemos de lo mal que está el mundo y de cómo nos duelen los huesos.
El anciano carpintero se separó de la barra empujando con ambos brazos y se dirigió hacia la puerta.
– Volveré para hablar con tu escribano cuando paremos para comer. Y no seré el único. Hay muchos que querrán poner por escrito algunas cosas de modo oficial si tienen ocasión.
El posadero inspiró y expulsó el aire despacio.
– Graham…
El carpintero, que ya tenía una mano en la puerta, se volvió.
– No eres solo tú -dijo Kote-. Las cosas van mal, y me dice el instinto que van a empeorar. A nadie le haría daño prepararse para un crudo invierno. Y quizá asegurarse de que podría defenderse, en caso de que fuera necesario. -Se encogió de hombros-. Al menos eso es lo que me dice el instinto.
Graham apretó los labios formando una línea fina. Luego inclinó una vez la cabeza con gesto serio.
– Bueno, me alegro de no ser el único que lo intuye. -Entonces forzó una sonrisa y empezó a arremangarse la camisa al mismo tiempo que se volvía hacia la puerta y decía-: ¡Pero hay que aprovechar mientras se pueda!
Poco después de eso, pasaron los Benton con un carro lleno de manzanas tardanas. El posadero les compró la mitad de las que llevaban y pasó una hora escogiéndolas y almacenándolas.
Metió las más verdes y más firmes en los barriles del sótano; las colocó con cuidado y las cubrió con serrín antes de clavar la tapa. Las que madurarían pronto las llevó a la despensa, mientras que las que tenían algún golpe o algún punto marrón las cortó en cuartos y las metió en una gran tina de peltre para hacer sidra con ellas.
Mientras seleccionaba y guardaba, el hombre pelirrojo parecía contento. Pero si alguien se hubiera fijado, quizá habría visto que, si bien tenía las manos ocupadas, su mirada estaba lejos de allí. Y si bien tenía una expresión serena, casi agradable, no había alegría en ella. El posadero no tarareaba ni silbaba mientras trabajaba. No cantaba.
Cuando hubo seleccionado la última manzana, cruzó la cocina con la tina de peltre y salió por la puerta trasera. Era una fría mañana de otoño, y detrás de la posada había un pequeño jardín privado, resguardado por unos árboles. Kote echó un montón de manzanas cuarteadas en la prensa de madera y enroscó la tapa hasta que esta empezó a ofrecer resistencia.
A continuación se arremangó la camisa hasta más arriba de los codos, asió el mango de la prensa con sus largas y elegantes manos y lo hizo girar. La tapa descendió, juntando primero las manzanas y luego triturándolas. Girar y asir. Girar y asir.
Si hubiera habido allí alguien mirando, se habría fijado en que aquel hombre no tenía brazos blancuchos de posadero. Cuando hacía girar el mango de madera, se le marcaban los músculos de los antebrazos, duros como cuerdas retorcidas. En la piel se le dibujaba un entramado de cicatrices viejas. La mayoría eran pálidas y finas como las grietas del hielo invernal. Otras eran rojas y terribles, y destacaban en su piel clara.
Las manos del posadero asían y giraban, asían y giraban. Solo se oían el crujido rítmico de la madera y el chorrito lento de la sidra al caer en el cubo que había debajo. Aquella operación tenía ritmo, pero le faltaba música; y la mirada del posadero era ausente y cargada de tristeza, los ojos de un verde tan pálido que casi parecían grises.