Eres un fanfarrón de mierda, ¿lo sabías? -dijo Vashet mientras caminábamos por el monte.
Incliné un poco la cabeza hacia ella e hice el signo de aceptación sumisa.
Vashet me dio un coscorrón en la cabeza.
– Para, imbécil melodramático. A ellos puedes engañarlos, pero a mí no.
Vashet se llevó una mano al pecho, como si cuchicheara.
– ¿Te has enterado de lo que se llevó Kvothe del árbol espada? Eso que un bárbaro no puede comprender: silencio y quietud. El corazón de Ademre. ¿Y sabes qué le ofreció a Shehyn? Su disposición a sangrar por la escuela.
Me miró con una mezcla de asco e ironía.
– En serio. Es como si acabaras de salir de un libro de cuentos.
Hice el signo de halago cortés y aceptación afectuosa atenuada.
Vashet alargó una mano y me dio un fuerte capirotazo en la oreja.
– ¡Ay! -Me eché a reír-. De acuerdo, pero no te atrevas a acusarme de melodramático. Tu gente es un gesto dramático enorme y sin fin. El silencio. La ropa de color sangre. El idioma oculto. Secretos y misterios. Es como si toda vuestra vida fuera una gigantesca pantomima. -La miré a los ojos-. Y lo digo con todas sus diversas e inteligentes implicaciones.
– Bueno, has impresionado a Shehyn -replicó-. Eso es lo más importante. Y lo has hecho de una forma que impedirá que los jefes de las otras escuelas refunfuñen mucho. Y eso es lo segundo más importante.
Llegamos a nuestro destino: un edificio bajo de tres habitaciones al lado de un corral de madera para las cabras.
– Aquí está la persona que te curará la mano -dijo.
– ¿Y la botica? -pregunté.
– La boticaria es íntima amiga de la madre de Carceret -dijo Vashet-. Y yo no le dejaría curarte las manos ni por todo el oro del mundo. -Apuntó con la barbilla hacia la casa-. Daeln es a quien acudiría yo si necesitara que me curasen.
Llamó a la puerta.
– Quizá seas miembro de la escuela, pero no olvides que sigo siendo tu maestra. Yo sé qué es lo que más te conviene, en todo.
Más tarde, con la mano bien vendada, Vashet y yo nos sentamos a hablar con Shehyn. Estábamos en un cuarto que nunca había visto, más pequeño que las habitaciones donde nos habíamos reunido para hablar del Lethani. Había un pequeño escritorio desordenado, un jarrón con flores y varias butacas mullidas. En una de las paredes colgaba un cuadro de tres pájaros volando al ocaso; no estaba pintado, sino hecho de miles de fragmentos de azulejos esmaltados de colores. Me imaginé que nos encontrábamos en algo parecido al estudio de Shehyn.
– ¿Cómo tienes la mano? -me preguntó Shehyn.
– Bien -respondí-. Es un corte superficial. Daeln da los puntos más pequeños que he visto jamás. Es asombroso.
Shehyn asintió con la cabeza. Aprobación.
Levanté la mano izquierda, vendada con vendas de hilo blanco.
– Lo difícil será tener la mano quieta cuatro días. Ya me siento como si fuera la lengua lo que me hubiera cortado, y no la mano.
Shehyn esbozó una sonrisa, y eso me sorprendió. La familiaridad de ese gesto era un gran cumplido.
– Hoy has hecho una gran actuación. Todos hablan de ti.
– Supongo que los pocos que la vieron tendrán cosas mejores de que hablar -dije con modestia.
Incredulidad divertida.
– Quizá sí, pero ten por seguro que quienes te han observado escondidos explicarán lo que han visto. Celean ya debe de habérselo contado a un centenar de personas, si no me equivoco. Mañana, todos esperarán que hagas temblar la tierra al andar, como si fueras el propio Aethe que ha vuelto a visitarnos.
No supe qué decir, así que me quedé callado, lo cual era poco habitual en mí. Pero como ya he dicho, algo había aprendido.
– Hace tiempo que quiero hablar contigo de una cosa -continuó Shehyn. Curiosidad cauta-. Cuando Tempi te trajo aquí, me contó la larga historia del tiempo que habíais pasado juntos -dijo-. Y vuestra aventura persiguiendo a esos bandidos.
Asentí con la cabeza.
– ¿Es cierto que hiciste magia de sangre para matar a unos cuantos, y que luego llamaste al rayo para matar a los demás?
Vashet levantó la cabeza y nos miró alternadamente. Me había acostumbrado tanto a hablar con ella en atur que me extrañó ver la imperturbabilidad adem reflejada en su cara. Con todo, me di cuenta de que estaba sorprendida. Vashet no sabía nada.
Me planteé ofrecer una explicación de mis actos, pero lo descarté.
– Sí -dije.
– Entonces es que eres poderoso.
Nunca lo había pensado en esos términos.
– Tengo cierto poder. Hay otros que son más poderosos que yo.
– ¿Es por eso por lo que buscas aprender el Ketan? ¿Para obtener poder?
– No. Busco por curiosidad. Busco el conocimiento de las cosas.
– El conocimiento es un tipo de poder -declaró Shehyn, y entonces pareció que cambiaba de tema-. Tempi me dijo que el jefe de los bandidos era un Rhinta.
– ¿Un Rhinta? -pregunté con respeto.
– Algo malo. Un hombre que es más que un hombre, y sin embargo, menos que un hombre.
– ¿Un demonio? -pregunté. Utilicé la palabra atur sin pensarlo.
– No, un demonio no -dijo Shehyn, pasando a hablar en atur-. No existen los demonios. Vuestros sacerdotes os cuentan historias de demonios para asustaros. -Me miró a los ojos brevemente e hizo los signos de sincera disculpa y trascendencia-. Pero en el mundo hay cosas malas. Cosas viejas que adoptan forma humana. Y hay unas cuantas que son peores que los demás. Se pasean libremente por el mundo y cometen actos terribles.
Sentí crecer en mí la esperanza.
– También he oído que los llaman los Chandrian -dije.
Shehyn asintió.
– Yo también lo he oído. Pero la palabra Rhinta es mejor. -Me miró largamente y pasó de nuevo al adémico-. Por lo que me ha contado Tempi de tu reacción, creo que ya te has encontrado a uno de esos.
– Sí.
– ¿Volverás a encontrártelo?
– Sí. -Me sorprendió la certeza de mi propia voz.
– ¿Con un propósito?
– Sí.
– ¿Con qué propósito?
– Matarlo.
– Esas cosas no se pueden matar fácilmente.
Asentí con la cabeza.
– ¿Utilizarás las enseñanzas de Vashet con ese propósito?
– Utilizaré todo lo que tenga con ese propósito. -Sin darme cuenta, fui a hacer el signo de tajante, pero el vendaje de la mano me lo impidió. Arrugué la frente.
– Eso está bien -dijo Shehyn-. Tu Ketan no será suficiente. Es demasiado flojo para alguien de tu edad. Bueno para un bárbaro. Bueno para alguien que ha recibido tan poca instrucción como tú, pero, en general, flojo.
Hice todo lo posible para eliminar la impaciencia de mi voz, y lamenté no poder utilizar la mano para indicar lo importante que era para mí aquella pregunta:
– Shehyn, tengo un gran deseo de saber más sobre esos Rhinta.
Shehyn permaneció callada un rato.
– Lo tendré en cuenta -dijo por fin, e hizo un signo que interpreté como inquietud-. De esas cosas no se habla a la ligera.
Mantuve un semblante inmutable y, pese al vendaje, obligué a mi mano a hacer el signo de deseo profundo y respetuoso.
– Te agradezco que lo tengas en cuenta, Shehyn. Valoraré cualquier cosa que puedas decirme sobre ellos más que el oro.
Vashet hizo el signo de desasosiego y, a continuación, los de deseo educado y diferencia. Dos ciclos atrás, no la habría entendido, pero entonces supe que quería cambiar de tema.
Así que me mordí la lengua y lo dejé estar. A esas alturas conocía lo suficiente a los Adem para saber que insistir era lo peor que podía hacer si quería saber más. En la Mancomunidad, habría podido insistir sobre el tema, o embaucar a mi interlocutor. Pero eso no habría funcionado allí. La quietud y el silencio eran lo único que podía funcionar. Tenía que ser paciente y dejar que Shehyn volviera a sacar el tema cuando le pareciera oportuno.
– Como iba diciendo -prosiguió Shehyn, confesión renuente-, tu Ketan todavía es pobre. Pero si te entrenaras debidamente durante un año, alcanzarías el mismo nivel que Tempi.
– Me siento halagado.
– Yo no. Te hablo de tus debilidades. Aprendes deprisa. Eso hace que te precipites, y la precipitación no es del Lethani. Vashet no es la única que opina que hay algo inquietante en tu espíritu.
Shehyn me miró con fijeza durante más de un minuto. Entonces encogió elocuentemente los hombros y miró a Vashet, favoreciéndola con la sombra de una sonrisa.
– Sin embargo -cavilación enigmática-, si alguna vez he conocido a alguien que no tenía ni una sola sombra en su corazón, seguramente debía de ser un niño demasiado pequeño para hablar. -Se levantó de la butaca y se sacudió la camisa con ambas manos-. Vamos a buscarte un nombre.
Shehyn nos guió por la rocosa y empinada ladera de un monte.
Ninguno de los tres habíamos dicho nada desde que saliéramos de la escuela. Yo no sabía qué iba a pasar, pero no me pareció oportuno preguntarlo. Habría parecido irreverente, como un novio que soltase «¿Qué viene ahora?» en mitad de su boda.
Llegamos a un saliente cubierto de hierba con un árbol inclinado, aferrado a la pared desnuda de un precipicio. Junto al árbol había una sólida puerta de madera, una de las viviendas semiescondidas de los Adem.
Shehyn llamó a la puerta y abrió ella misma. El interior no era en absoluto cavernoso. Las paredes de piedra estaban pulidas, y el suelo era de madera. También era mucho más grande de lo que yo había imaginado, con techos altos y seis puertas que se adentraban aún más en la roca.
Una mujer, sentada a una mesa baja, copiaba algo de un libro a otro. Tenía el pelo blanco y la cara arrugada como una manzana seca. Caí en la cuenta de que aquella era la primera persona que veía leyendo o escribiendo en todo el tiempo que llevaba en Haert.
La anciana saludó a Shehyn con una cabezada; entonces se volvió hacia Vashet y aparecieron arrugas alrededor de las comisuras de sus ojos. Alegría.
– Vashet -dijo-, no sabía que hubieras regresado.
– Venimos a buscar un nombre, Magwyn -dijo Shehyn. Súplica educada y formal.
– ¿Un nombre? -preguntó Magwyn, sorprendida. Miró a Shehyn y a Vashet, y a continuación clavó los ojos en mí, que estaba de pie detrás de ellas. Luego en mi pelo rojo y en mi mano vendada-. Ah -dijo, y de repente su rostro se ensombreció.
Magwyn cerró sus libros y se levantó. Tenía la espalda encorvada y daba pasitos pequeños arrastrando los pies. Me hizo una seña para que me acercara y caminó despacio alrededor de mí, mirándome de arriba abajo. Evitó mi cara, pero me cogió la mano que no tenía vendada y le dio la vuelta para examinarme la palma y las yemas de los dedos.
– Te oiría decir algo -dijo con la mirada fija en mi mano.
– Como usted quiera, honorable creadora de nombres -dije.
Magwyn miró a Shehyn y dijo:
– ¿Se burla de mí?
– Creo que no.
Magwyn volvió a caminar alrededor de mí y me pasó las manos por los hombros, los brazos y la nuca. Me deslizó los dedos por el pelo; entonces se paró delante de mí y me miró a los ojos.
Los suyos eran como los de Elodin. No me refiero a los detalles; los ojos de Elodin eran verdes, intensos y burlones, mientras que los de Magwyn eran del típico gris adem, ligeramente vidriosos y con los bordes enrojecidos. No, el parecido estaba en su forma de mirarme. Elodin era la única persona que yo conocía que podía mirarte así, como si fueras un libro que él hojeaba distraídamente.
Cuando los ojos de Magwyn se cruzaron con los míos por primera vez, noté como si me hubieran extraído todo el aire de los pulmones. Por un brevísimo instante, creí que le había asustado lo que había visto, pero seguramente eso solo se debía a mi ansiedad. Últimamente había estado demasiadas veces al borde del desastre, y pese a lo bien que me había ido el examen, una parte de mí todavía estaba esperando que cayera el otro zapatazo.
– Maedre -dijo sin apartar los ojos de los míos. Agachó la cabeza y volvió a su mesita.
– ¿Maedre? -preguntó Vashet con un deje de consternación. Me pareció que iba a decir algo más, pero Shehyn alargó una mano y le dio un coscorrón en la cabeza.
Era exactamente el mismo movimiento que Vashet había utilizado infinidad de veces aquel último mes para reprenderme. No pude evitarlo: me reí.
Vashet y Shehyn me fulminaron con la mirada.
Magwyn se dio la vuelta y me miró. No parecía enojada.
– ¿Te ríes del nombre que te he dado?
– No, Magwyn -dije, e hice lo mejor que pude el signo de respeto con la mano vendada-. Los nombres son importantes.
Magwyn siguió mirándome.
– Y ¿qué va a saber un bárbaro de nombres?
– Sé un poco -dije, y volví a mover la mano vendada. Sin ella, no podía añadir matices de significado a mis palabras-. Lejos de aquí, he estudiado esas cosas. No sé mucho, pero sí algo más que la mayoría.
Magwyn me miró largamente.
– Entonces sabrás que no debes hablar de tu nombre con nadie -dijo-. Es algo privado, y es peligroso compartirlo.
Asentí con la cabeza.
Magwyn pareció satisfecha; se sentó en su silla y abrió un libro.
– Vashet, conejita mía, ven a visitarme pronto. -Leve censura cariñosa.
– Vendré, abuela -prometió Vashet.
– Gracias, Magwyn -dijo Shehyn. Gratitud deferente.
La anciana se despidió con una cabezada distraída, y Shehyn nos precedió hasta el exterior de la cueva.
Esa noche me acerqué a la casa de Vashet. La encontré sentada en el banco que había junto a la puerta, contemplando la puesta de sol.
Vashet dio unas palmadas en el banco y me senté.
– ¿Cómo te sientes ahora que ya no eres un bárbaro? -me preguntó.
– Más o menos igual -respondí-. Un poco más borracho.
Después de cenar, Penthe me había llevado a su casa, donde se celebraba una especie de fiesta. O mejor dicho, una reunión, pues no había ni música ni baile. Sin embargo, me halagó que Penthe se hubiera tomado la molestia de buscar a otros cinco Adem dispuestos a celebrar mi admisión en la escuela.
Me gustó comprobar que la impasividad adem se esfumaba fácilmente después de unas pocas copas, y al poco rato, todos sonreíamos como bárbaros. Eso me relajó, sobre todo porque entonces mi torpeza con el idioma podía achacarse a mi mano vendada.
– Antes -dije escogiendo las palabras con cuidado-, Shehyn ha dicho que sabía una historia sobre los Rhinta.
Vashet giró la cabeza y me miró con gesto inexpresivo. Vacilante.
– Llevo tiempo buscando eso por todo el mundo -continué- Hay pocas cosas que valoraría más. -Absoluta sinceridad-. Y me preocupa no habérselo explicado bien a Shehyn. -Interrogación. Súplica intensa.
Vashet me miró un momento, como si esperara a que yo continuara. Entonces hizo el signo de renuencia.
– Se lo comentaré -dijo. Promesa. Terminado.
Asentí y no insistí más.
Vashet y yo nos quedamos un rato callados viendo cómo poco a poco el sol desaparecía tras el horizonte. Vashet inspiró hondo y dio un gran suspiro. Me di cuenta de que nunca había hecho nada parecido, salvo cuando esperaba a que yo recobrara el aliento o me levantase de una caída. Hasta ese momento, todas las veces que habíamos estado juntos nos habíamos concentrado en mi entrenamiento.
– Esta noche -dije por fin-, Penthe me ha dicho que creía que tengo una ira bonita, y que le gustaría compartirla conmigo.
Vashet se rió.
– No ha tardado mucho. -Me lanzó una mirada de complicidad-. ¿Qué ha pasado?
Me sonrojé un poco.
– Pues… Penthe me ha recordado que los Adem no consideran que el contacto físico sea algo especialmente íntimo.
La sonrisa de Vashet se volvió casi lasciva.
– Te ha trincado, ¿no?
– Casi -contesté-. Me muevo más rápido que hace un mes.
– Dudo que te muevas lo bastante rápido para librarte de Penthe -dijo Vashet-. Lo único que busca es sexo. No hay nada malo en eso.
– Por eso te lo pregunto -dije pausadamente-. Para ver si hay algo malo.
Vashet arqueó una ceja al mismo tiempo que hacía el signo de vago desconcierto.
– Penthe es muy hermosa -dije-. Sin embargo, tú y yo hemos… -busqué la palabra adecuada- intimado.
Entonces Vashet comprendió por dónde iba y volvió a reír.
– Te refieres a que hemos tenido relaciones sexuales. La intimidad entre maestra y alumno es mucho mayor que eso.
– Ah -dije, aliviado-. Me imaginaba algo así. Pero me gusta estar seguro.
Vashet negó con la cabeza.
– Se me había olvidado lo que pensáis los bárbaros sobre el sexo -dijo con ternura e indulgencia-. Ya hace muchos años que se lo expliqué a mi rey poeta.
– Entonces, no te ofenderías si yo… -Hice un signo impreciso con la mano vendada.
– Eres joven y brioso -dijo Vashet-. El sexo es saludable para ti. ¿Por qué iba a ofenderme? ¿Acaso soy la dueña de tu sexo y me preocupa que se lo des a alguien más?
Vashet se interrumpió, como si acabara de ocurrírsele algo. Me miró.
– ¿Te ofende a ti que yo haya tenido relaciones sexuales con otros durante este tiempo? -Me miró fijamente-. Veo que te sorprende.
– Sí -admití. Entonces hice inventario mental y me sorprendió comprobar que no estaba muy seguro de qué sentía-. Siento que debería ofenderme -dije por fin-. Pero creo que no estoy ofendido.
Vashet asintió en señal de aprobación.
– Esa es una buena señal. Demuestra que te has vuelto civilizado. El otro sentimiento es lo que creciste pensando. Es como una camisa vieja que ya no te va bien. Y ahora, cuando la examinas, te das cuenta de que siempre fue fea.
Vacilé un momento.
– Por curiosidad -dije-, ¿con cuántos otros has estado mientras tú y yo estábamos juntos?
A Vashet le sorprendió mi pregunta. Frunció los labios y miró al cielo antes de encogerse de hombros.
– ¿Con cuántas personas he hablado? ¿Con cuántas he entrenado? ¿Cuántas veces he comido o practicado el Ketan? ¿A quién se le ocurre contar esas cosas?
– Y ¿todos los Adem piensan así? -pregunté, contento de tener por fin la oportunidad de plantear esa pregunta-. ¿Que el sexo no es algo especialmente íntimo?
– Claro que es íntimo -dijo Vashet-. Cualquier cosa que una a dos personas es íntima. Una conversación, un beso, un susurro. Hasta pelear es íntimo. Pero nosotros no somos extraños respecto al sexo. No nos avergonzamos de él. No creemos que sea importante quedarnos el sexo de otra persona para nosotros solos, como un avaro que acumula oro. -Sacudió la cabeza-. Esa idea tan extraña es la que más os diferencia a los bárbaros.
– Pero ¿y el amor? -pregunté, un poco indignado-. ¿Qué pasa con el amor?
Vashet soltó una larga y fuerte carcajada de regocijo. Debió de oírla medio Haert, y resonó por los montes.
– ¡Bárbaros! -dijo enjugándose las lágrimas-. Se me había olvidado lo atrasados que sois. Mi rey poeta también era así. Tardó muchísimo en comprender la verdad: que existe una gran diferencia entre el pene y el corazón.