Capítulo 116

Estatura

Casi estaba empezando a sentirme cómodo en Haert. Mi dominio del idioma se consolidaba y me sentía menos aislado porque ya podía intercambiar breves cortesías con la gente. De vez en cuando Vashet comía conmigo, y eso me ayudaba a sentirme un poco menos marginado.

Esa mañana habíamos trabajado con la espada, lo cual significaba un comienzo de día fácil. Vashet todavía me estaba enseñando cómo se incorporaba la espada al Ketan, y los momentos en que peleábamos eran pocos y muy espaciados. Tras unas horas, trabajamos en mi adémico, y luego volvimos a practicar con la espada.

Después de comer pasamos a la pelea con las manos. Tenía la impresión de que, al menos en eso, sí estaba mejorando. Al cabo de media hora, Vashet no solo respiraba entrecortadamente sino que empezó a sudar un poco. Yo seguía sin ser rival para ella, desde luego; pero tras muchos días de humillante descuido por su parte, Vashet empezaba a tener que poner un poquito de esfuerzo para mantenerse por delante de mí.

Seguimos peleando, y noté que… ¿cómo puedo decirlo sin parecer grosero? Vashet olía maravillosamente. No olía a perfume, a flores ni a nada parecido. Olía a sudor limpio, a metal aceitado y a hierba aplastada de cuando, poco antes, la había tirado al suelo. Era un olor agradable. Vashet…

Supongo que no puedo describirlo con delicadeza. Lo que quiero decir es que olía a sexo. No olía como si acabara de practicarlo, sino como si estuviera hecha de él. Cuando se me acercó para forcejear conmigo, su olor, combinado con la presión de su cuerpo contra el mío… Fue como si alguien hubiera activado un interruptor en mi cabeza. Solo podía pensar en besar su boca, en mordisquearle la suave piel del cuello, en arrancarle la ropa y lamerle el sudor de…

No hice nada de todo eso, por supuesto. Pero en aquel momento no había nada que deseara más. Me da vergüenza recordarlo, pero no voy a justificarme; solo diré que era muy joven y estaba sano y en forma. Y Vashet era una mujer muy atractiva, aunque me llevara diez años.

Pensad también que acababa de pasar de los tiernos brazos de Felurian a los apasionados brazos de Losine, y de ahí a un largo y árido entrenamiento con Tempi durante el viaje a Haert. Es decir, que llevaba tres ciclos sintiéndome exhausto, angustiado, confundido y aterrorizado, una cosa detrás de otra.

Pero aquello ya era historia. Vashet era una buena maestra y siempre se aseguraba de que yo estuviera descansado y relajado. Cada vez estaba más seguro de mis capacidades y me encontraba más cómodo a su lado.

De modo que no es de extrañar que tuviera la reacción que tuve.

Sin embargo, en ese momento me asusté y me abochorné como solo podía hacer un joven de mi edad. Me aparté de Vashet, ruborizado y mascullando una disculpa. Intenté disimular mi erección, pero con eso solo conseguí atraer más atención sobre ella.

Vashet se quedó mirando lo que mis manos trataban en vano de ocultar.

– Vaya, vaya. Creo que lo interpretaré como un cumplido y no como una extraña técnica de ataque nueva.

Si fuera posible morir de vergüenza, me habría muerto allí mismo.

– ¿Quieres ocuparte de eso tú solo? -me preguntó Vashet con desenvoltura-. ¿O prefieres hacerlo en compañía?

– ¿Cómo dices? -pregunté. Fue lo único que se me ocurrió decir.

– Venga, hombre. -Me señaló las manos-. Aunque pudieras dejar de pensar en eso, sin duda te haría perder el equilibrio. -Soltó una risita-. Tienes que solucionarlo antes de continuar la clase. Puedes ocuparte tú solo, o podemos buscar un sitio donde el suelo esté blando y ver quién gana de los tres.

El tono despreocupado de su voz me convenció de que la había interpretado mal. Entonces esgrimió una sonrisita de complicidad y comprendí que la había interpretado perfectamente.

– De donde yo vengo, una maestra y un alumno jamás… -Vacilé tratando de buscar una forma educada de distender la situación.

Vashet me miró y puso los ojos en blanco; esa expresión de exasperación desentonó en su cara de Adem.

– Y vuestros maestros y alumnos, ¿tampoco pelean nunca? ¿Nunca hablan? ¿Nunca comen juntos?

– Pero esto -dije-. Esto…

Vashet dio un suspiro.

– Tienes que recordarlo, Kvothe. Vienes de unas tierras bárbaras. Gran parte de lo que te han enseñado es desatinado y absurdo. Y lo peor de todo son las extrañas costumbres que vosotros los bárbaros habéis construido alrededor del sexo.

– Vashet -dije-, yo…

Me cortó con un gesto brusco.

– Te aseguro que cualquier cosa que vayas a decirme ya se la he oído antes a mi rey poeta. Pero el día solo tiene unas horas de luz. Voy a preguntártelo sin tapujos: ¿tienes ganas de sexo?

Habría sido absurdo negarlo, así que encogí los hombros.

– ¿Quieres practicar sexo conmigo?

Todavía la olía. En ese momento, lo deseaba más que nada.

– Sí -contesté.

– ¿Estás libre de enfermedades? -me preguntó Vashet, muy seria.

Asentí; estaba demasiado desconcertado para que me afectara la franqueza de su pregunta.

– Muy bien. Si no recuerdo mal, no muy lejos de aquí hay un rincón cubierto de musgo y resguardado del viento. -Echó a andar por una cuesta mientras desabrochaba la hebilla de la vaina de la espada que llevaba colgada a la espalda-. Ven conmigo.

Vashet no había recordado mal. Dos árboles juntaban sus ramas por encima de un grueso lecho de musgo, junto a un pequeño risco de piedra, resguardado del viento por unos oportunos arbustos.

Enseguida comprendí que lo que Vashet tenía en mente no era una tarde retozando perezosamente a la sombra. Decir que la actitud de Vashet era práctica sería no hacerle justicia, pues su risa siempre estaba muy cerca de la superficie. Pero tampoco era tímida ni coqueta.

Se quitó la ropa roja de mercenario sin burlas y sin fanfarria, revelando unas cuantas cicatrices y un cuerpo duro, enjuto y nervudo. Lo cual no quiere decir que no fuera, al mismo tiempo, suave y redondeado. Entonces se burló de mí por quedarme mirándola como si jamás hubiera visto a una mujer desnuda, cuando la verdad era que sencillamente nunca había visto a ninguna de pie, completamente desnuda, bajo el sol.

Como no me desvestí lo bastante deprisa para su gusto, Vashet se rió y se burló de mi timidez. Se acercó a mí y me quitó la ropa; entonces me besó en la boca al mismo tiempo que presionaba su piel desnuda contra toda la parte delantera de mi cuerpo.

– Es la primera vez que beso a una mujer tan alta como yo -musité cuando paramos para respirar-. Es una experiencia nueva.

– ¿Ves como sigo siendo tu maestra en todo? -me dijo-. Esta es la siguiente lección: tumbadas, todas las mujeres tienen la misma estatura. De vosotros no puede decirse lo mismo, desde luego. Depende mucho del estado anímico del hombre y de sus atributos naturales.

Vashet me cogió de la mano y me llevó hacia el suelo. Nos tumbamos sobre el blando musgo.

– Tal como sospechaba. Ahora ya eres más alto que yo. ¿Estás más tranquilo?

Lo estaba.

Creía que cuando regresáramos de los arbustos la situación resultaría violenta, y me sorprendió comprobar que me había equivocado. Vashet no se volvió de pronto coqueta, algo a lo que no habría sabido cómo enfrentarme. Tampoco se sentía obligada a tratarme con una nueva ternura. Eso quedó claro la quinta vez que consiguió engañarme para que bajara la guardia, agarrarme con Trueno hacia Arriba y lanzarme bruscamente contra el suelo.

De hecho, Vashet se comportaba como si no hubiera pasado nada raro. Lo cual podía significar que no había pasado nada raro o que había pasado algo muy raro y que ella lo ignoraba deliberadamente.

Lo cual podía significar que todo era maravilloso, o que todo era un grave error.

Más tarde, mientras cenaba solo, repasé mentalmente todo lo que sabía sobre los Adem. La desnudez no era ningún tabú. No consideraban que el contacto físico fuera algo especialmente íntimo. Vashet había actuado con desenvoltura antes, durante y después de nuestro encuentro sexual.

Me acordé de la pareja desnuda con que había tropezado unos días antes. Se habían asustado al verme aparecer, pero no se habían avergonzado.

Era evidente que los Adem entendían el sexo de otra manera. Sin embargo, yo no atinaba a distinguir ninguna diferencia concreta. Eso significaba que no tenía ni idea de cómo comportarme adecuadamente. Y eso significaba que lo que estaba haciendo era tan peligroso como andar a ciegas. O mejor dicho, como correr a ciegas.

Normalmente, si tenía alguna pregunta sobre la cultura adem, se la hacía a Vashet. Ella era mi piedra de toque. Pero me imaginaba demasiadas maneras de que esa conversación acabara mal, y la buena voluntad de Vashet era lo único que me salvaba de perder los dedos.

Cuando terminé de cenar, decidí que lo mejor que podía hacer era, sencillamente, seguir el ejemplo de Vashet. Al fin al cabo, ella era mi maestra.

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