Capítulo 7

Admisiones

A la mañana siguiente me mojé la cara y bajé medio dormido. La taberna de Anker's iba llenándose de clientes que querían comer pronto; también había unos cuantos estudiantes particularmente desconsolados que ya empezaban a beber.

Había dormido poco, y con los ojos todavía empañados me senté en mi mesa del rincón y empecé a inquietarme por mi inminente entrevista.

Kilvin y Elxa Dal no me preocupaban. Estaba preparado para sus preguntas. Y, en gran medida, también para las de Arwyl. Sin embargo, los otros maestros entrañaban misterios de diversas dimensiones.

Al inicio del bimestre, cada maestro ponía a disposición de los alumnos una selección de libros en Volúmenes, la sala de lectura del Archivo. Había textos básicos pensados para los E'lir de rango inferior, y obras progresivamente más avanzadas para los Re'lar y los El'the. Esos libros revelaban los conocimientos que los maestros consideraban valiosos. Eran los libros que los alumnos listos estudiaban antes de presentarse al examen de admisión.

Pero yo no podía pasearme por Volúmenes como los demás. Era el único alumno al que habían prohibido la entrada en el Archivo desde hacía doce años, y todo el mundo lo sabía. Volúmenes era la única sala bien iluminada de todo el edificio, y durante las admisiones siempre había allí gente leyendo.

Así pues, me vi obligado a buscar copias de los textos propuestos por los maestros sepultadas en Estanterías. Os sorprendería cuántas versiones del mismo libro puede haber. Si tenía suerte, el libro que encontraba era idéntico al que el maestro había apartado en Volúmenes. La mayoría de las veces, las versiones que encontraba estaban anticuadas, expurgadas o mal traducidas.

Llevaba varias noches leyendo cuanto podía, pero perdía un tiempo muy valioso buscando los libros, y mi preparación todavía era deplorable.

Iba dándoles vueltas a esos pensamientos angustiantes cuando me distrajo la voz de Anker.

– Mira, Kvothe es ese de ahí -decía.

Levanté la cabeza y vi a una mujer sentada a la barra. No vestía como una alumna. Llevaba un bonito vestido granate de falda larga y cintura ceñida, y guantes a juego hasta el codo.

Con un movimiento calculado, consiguió bajar del taburete sin que se le enredaran los pies; vino hacia mí y se paró junto a mi mesa. Llevaba el cabello rubio cuidadosamente rizado, y los labios pintados de color rojo intenso. No pude evitar preguntarme qué hacía en un sitio como Anker's.

– ¿Tú eres el que le rompió el brazo al idiota de Ambrose Anso? -me preguntó.

Hablaba atur con un marcado y musical acento modegano. Eso hacía que costara un poco entenderla, pero mentiría si dijera que no lo encontré atractivo. El acento modegano tiene una notable carga sexual.

– Sí -afirmé-. No lo hice del todo a propósito, pero sí.

– En ese caso, tienes que dejar que te invite a una copa -dijo ella con el tono de una mujer acostumbrada a salirse con la suya.

Le sonreí y lamenté no llevar más de diez minutos despierto, porque todavía tenía el ingenio embotado.

– No serías la primera que me invita a una copa por ese motivo -dije con franqueza-. Si insistes, me tomaré un aguamiel de Greysdale.

La mujer se dio la vuelta y volvió a la barra. Si era una alumna, era nueva. Si hubiera llevado allí aunque solo fueran unos días, Sim me habría hablado de ella, porque llevaba la cuenta de todas las muchachas hermosas de la ciudad, y las cortejaba con ingenuo entusiasmo.

La modegana regresó al cabo de un momento y se sentó enfrente de mí, acercándome una jarra de madera. Anker debía de haber acabado de lavarla, porque el asa le dejó unas marcas de humedad en los guantes de color granate.

Levantó su vaso, lleno de vino tinto.

– Por Ambrose Anso -dijo con repentina fiereza-. Que se caiga en un pozo y se muera.

Cogí la jarra y di un sorbo, y me pregunté si habría alguna mujer en cien kilómetros a la redonda a la que Ambrose no hubiera maltratado. Me sequé discretamente la mano en los pantalones.

La mujer dio un gran sorbo de vino y golpeó la mesa con el vaso. Tenía las pupilas muy dilatadas. Pese a lo temprano que era, ya debía de llevar un buen rato bebiendo.

De repente percibí un olor a nuez moscada y a ciruela. Olisqueé mi jarra y miré el tablero de la mesa pensando que quizá alguien había derramado una bebida. Pero no había nada.

Entonces la mujer que estaba sentada enfrente de mí rompió a llorar. Y no fueron unas lagrimitas discretas. Fue como si alguien hubiera abierto un grifo.

Se miró las manos enguantadas y sacudió la cabeza. Se quitó un guante húmedo, me miró y, entre sollozos, pronunció unas palabras en modegano.

– Lo siento -me disculpé, desconsolado-. No hablo…

Pero ella ya había retirado la silla y se levantaba. Corrió hacia la puerta mientras se enjugaba las lágrimas.

Anker me observaba desde detrás de la barra, como el resto de los que estaban en la taberna.

– No ha sido culpa mía -aclaré señalando la puerta-. Se ha puesto así ella sola.

La habría seguido y habría intentado resolverlo todo, pero ella ya estaba fuera, y faltaba menos de una hora para mi entrevista de admisiones. Además, si trataba de ayudar a todas las mujeres que Ambrose había traumatizado, no tendría tiempo para comer ni para dormir.

Lo bueno fue que aquel extraño encuentro me despejó la mente, y ya no estaba espeso y atontado por la falta de sueño. Decidí aprovechar aquella circunstancia y liquidar mi entrevista de admisiones. Como decía mi padre, cuanto antes empiezas, antes acabas.

Camino del Auditorio, me paré a comprar un dorado pastel de carne en el carrito de un vendedor ambulante. Sabía que iba a necesitar hasta el último penique para pagar mi matrícula de ese bimestre, pero de todas formas, el precio de una comida decente no iba a cambiar mucho mi situación. Era un pastel sólido y caliente, relleno de pollo, zanahorias y salvia. Me lo comí mientras andaba, deleitándome con la pequeña libertad de comprarme algo que me apetecía en lugar de contentarme con lo que Anker tuviera a mano.

Cuando me terminé el último trozo de corteza, olí a almendras garrapiñadas. Me compré una palada generosa, y me la sirvieron en una ingeniosa bolsa hecha con una chala de maíz seca. Me costó cuatro drabines, pero llevaba años sin probar las almendras garrapiñadas, y pensé que no me vendría mal tener un poco de azúcar en la sangre cuando estuviera contestando las preguntas.

La cola de admisiones recorría el patio. No era exageradamente larga, pero aun así era un fastidio. Reconocí una cara de la Factoría y me puse junto a una joven de ojos verdes que también esperaba su turno.

– Hola -la saludé-. Eres Amlia, ¿verdad?

Ella me sonrió con timidez y afirmó con la cabeza.

– Me llamó Kvothe -dije, e hice una pequeña reverencia.

– Ya sé quién eres -repuso ella-. Te he visto en la Artefactoría.

– Deberías llamarla la Factoría -dije. Le ofrecí la bolsa de almendras-. ¿Te apetece una almendra garrapiñada?

Amlia negó con la cabeza.

– Están muy buenas -dije, y sacudí la chala de maíz para tentarla.

Amlia estiró un brazo, vacilante, y cogió una.

– ¿Esta es la cola del mediodía? -pregunté señalando.

Ella negó con la cabeza.

– Todavía faltan un par de minutos para que podamos empezar a formar la cola.

– Es absurdo que nos hagan pasar tanto rato aquí de pie -opiné-. Como ovejas en un cercado. Este proceso es una pérdida de tiempo para todos, y además es insultante. -Vi una sombra de ansiedad en el rostro de Amlia, y pregunté-: ¿Qué pasa?

– Es que hablas en voz muy alta -contestó ella mirando alrededor.

– No me asusta decir en voz alta lo que piensa todo el mundo -dije-. Todo el proceso de admisiones es una chapuza de una imbecilidad apabullante. El maestro Kilvin sabe perfectamente de qué soy capaz. Y Elxa Dal también. Brandeur no me conoce de nada. ¿Por qué tiene que opinar él sobre mi matrícula?

Amlia se encogió de hombros sin mirarme a la cara.

Mordí otra almendra y rápidamente la escupí en los adoquines.

– ¡Puaj! -Le acerqué la bolsita-. ¿A ti también te saben a ciruela?

Me miró un poco asqueada, y luego su mirada se fijó en algo que había detrás de mí.

Giré la cabeza y vi a Ambrose, que cruzaba el patio hacia nosotros. Iba muy elegante, como siempre, con ropa blanca de lino, terciopelo y brocado. Llevaba un sombrero con una larga pluma blanca, y esa imagen me produjo una rabia irracional. De modo inusual, Ambrose iba solo, sin su acostumbrado séquito de aduladores y lameculos.

– Maravilloso -dije en cuanto estuvo lo bastante cerca para oírme-. Ambrose, tu presencia es el baño de estiércol que cubre el pastel de estiércol que es este proceso de admisiones.

Curiosamente, Ambrose sonrió al oírme.

– Hola, Kvothe. Yo también me alegro de verte.

– Precisamente hoy he conocido a una de tus ex amantes -dije-. Supongo que trataba de superar el profundo trauma emocional que sufre por haberte visto desnudo.

Mis palabras le agriaron un tanto la expresión; me incliné hacia Amlia y le dije en un susurro teatral:

– Según mis fuentes, Ambrose tiene un pene minúsculo, y no solo eso: además, únicamente puede tener una erección si se encuentra ante un perro muerto, un cuadro del duque de Gibea y un tambor de galera sin camisa.

Amlia estaba paralizada. Ambrose la miró.

– ¿Por qué no te vas? -le dijo educadamente-. No tienes por qué escuchar esta clase de groserías.

Amlia echó a correr.

– He de admitir -dije mientras la veía marchar- que no conozco a nadie capaz de hacer correr a una mujer como tú. -Me quité un sombrero imaginario-. Podrías dar clases. Podrías enseñar una asignatura.

Ambrose se quedó de pie asintiendo con la cabeza como si nada y observándome con un extraño aire de amo y señor.

– Con ese sombrero pareces un pederasta -añadí-. Y si no te largas, puede que te lo quite de la cabeza de un manotazo. -Lo miré y agregué-: Por cierto, ¿qué tal tu brazo?

– Mucho mejor, gracias -me contestó. Se lo frotó distraídamente y siguió allí plantado, sonriendo.

Me metí otra almendra en la boca, hice una mueca y volví a escupir.

– ¿Qué pasa? -me preguntó Ambrose-. ¿No te gustan las ciruelas? -Y sin esperar una respuesta, se dio la vuelta y se alejó. Todavía sonreía.

El hecho de que me quedara allí de pie viéndolo marchar, desconcertado, dice mucho de cuál era mi estado. Me llevé la bolsa a la nariz y aspiré. Me llegó el olor polvoriento de la chala de maíz, el de la miel y la canela. Ni rastro de olor a ciruela ni a nuez moscada. ¿Cómo podía saber Ambrose…?

De pronto todas las piezas colisionaron en mi cabeza. Y en ese preciso instante sonó la campana del mediodía y todos los que tenían una ficha parecida a la mía empezaron a formar una cola larga y serpenteante por el patio. Había llegado la hora de mi examen de admisión.

Salí del patio a toda velocidad.

Me puse a golpear la puerta como un desesperado, casi sin aliento después de subir corriendo al tercer piso de las Dependencias.

– ¡Simmon! -grité-. ¡Abre la puerta, necesito hablar contigo!

Se abrieron varias puertas a lo largo del pasillo, y algunos estudiantes se asomaron para ver a qué venía tanto jaleo. Una de las cabezas era la de Simmon, con el cabello rubio rojizo despeinado.

– ¡Kvothe! ¿Qué haces aquí? Pero si esa ni siquiera es mi puerta.

Fui hacia él, le hice entrar en su habitación de un empujón y, una vez yo dentro, cerré la puerta.

– Simmon, Ambrose me ha drogado. Creo que algo no va bien en mi cabeza, pero no sé qué es.

Simmon sonrió.

– Eso llevo pensándolo yo desde… -Se interrumpió y me miró con gesto de incredulidad-. Pero ¿qué haces? ¡No escupas en mi suelo!

– Es que noto un sabor raro en la boca -expliqué.

– No me importa -repuso él, enojado y confuso-. ¿Qué te pasa? ¿Naciste en un granero, o qué?

Le di un fuerte bofetón que lo envió tambaleándose hacia atrás contra la pared.

– Pues sí, nací en un granero -dije con gravedad-. ¿Pasa algo?

Sim se quedó de pie apoyado en la pared con una mano y con la otra tocándose la mejilla, que se le estaba poniendo roja. Estaba completamente perplejo.

– En el nombre de Dios, ¿qué te pasa?

– No me pasa nada, pero será mejor que vigiles tu tono. Me caes bastante bien, pero que no tenga unos padres ricos no significa que seas mejor que yo. -Fruncí el ceño y volví a escupir-. Dios, qué asco, odio la nuez moscada. La odio desde que era pequeño.

De pronto Sim mudó la expresión.

– Ese sabor que tienes en la boca… -dijo-. ¿Es sabor a ciruela y especias?

Asentí.

– Es repugnante.

– ¡Divinas cenizas! -dijo Sim en voz baja, profundamente consternado-. Vale. Tienes razón. Te han drogado. Ya sé qué es. -Enmudeció cuando yo me di la vuelta y fui a abrir la puerta-. ¿Qué haces?

– Voy a matar a Ambrose -respondí-. Por envenenarme.

– No es un veneno. Es… -Se interrumpió bruscamente, y luego continuó con voz calmada y serena-: ¿De dónde has sacado esa navaja?

– La llevo siempre atada a la pierna, bajo el pantalón -contesté-. Para casos de emergencia.

Sim respiró hondo y soltó el aire despacio.

– Antes de ir a matar a Ambrose, ¿me das un minuto para que te lo explique?

Me encogí de hombros.

– Vale.

Sim señaló una silla.

– ¿Te importaría sentarte mientras hablamos?

– Muy bien. -Di un suspiro y me senté-. Pero date prisa. Tengo que ir a examinarme.

Sim asintió tranquilamente y se sentó en el borde de su cama, enfrente de mí.

– Veamos, ¿sabes cuando alguien ha bebido y se le mete en la cabeza hacer alguna estupidez? Y no hay manera de convencerlo para que no lo haga, aunque sea evidente que no es una buena idea.

– ¿Como el día que querías ir a hablar con aquella arpista delante del Eolio y vomitaste encima de su caballo? -dije riendo.

– Exactamente -confirmó Sim asintiendo con la cabeza-. Pues los alquimistas hacen una cosa que produce el mismo efecto, pero mucho más extremo.

– No estoy borracho ni nada parecido -dije meneando la cabeza-. Tengo la cabeza completamente despejada.

Sim volvió a asentir sin impacientarse.

– No es como estar borracho -aclaró-. Solo te afecta en ese sentido. No te mareas, ni te cansas. Pero es mucho más fácil que cometas alguna estupidez.

Reflexioné un momento.

– Dudo que sea eso -dije-. Yo no tengo ninguna intención de cometer estupideces.

– Hay una forma de saberlo -replicó Sim-. ¿Se te ocurre algo ahora mismo que creas que no deberías hacer?

Cavilé un poco mientras golpeaba el borde de mi bota con la parte plana de la hoja de la navaja.

– No debería… -No terminé la frase.

Seguí pensando bajo la atenta mirada de Sim.

– ¿… saltar desde el tejado? -dije tentativamente.

Sim se quedó mirándome sin decir nada.

– Creo que ya entiendo el problema -dije-. Es como si no tuviera filtros conductuales.

Simmon compuso una sonrisa de alivio y asintió, más animado.

– Es exactamente eso. Todas tus inhibiciones están hechas picadillo, hasta tal punto que ni siquiera te das cuenta de que han desaparecido. Pero todo lo demás sigue igual. Te mantienes firme, sabes expresarte y puedes razonar.

– Me tratas con condescendencia -dije apuntándolo con la navaja-. Y eso no me gusta.

– Vale -dijo él parpadeando varias veces seguidas-. ¿Se te ocurre alguna forma de solucionar el problema?

– Claro que sí. Necesito algún tipo de piedra de toque conductual. Vas a tener que ser mi brújula, porque tú todavía tienes los filtros intactos.

– Es lo mismo que estaba pensando yo -dijo Sim-. Entonces, ¿confiarás en mí?

Asentí con la cabeza.

– Excepto cuando se trate de mujeres -puntualicé-. Porque no entiendes ni iota de mujeres.

Cogí un vaso de agua de una mesa y me enjuagué la boca; después escupí en el suelo.

Sim sonrió, inquieto.

– Vale. En primer lugar, no puedes matar a Ambrose.

– ¿Estás seguro? -pregunté, indeciso.

– Sí, estoy seguro. De hecho, cualquier cosa que se te ocurra hacer con esa navaja sería una mala idea. Deberías dármela.

Me encogí de hombros y le di la vuelta a la navaja en la palma de mi mano, ofreciéndosela a Sim por el mango de cuero.

Eso pareció sorprender a mi amigo, pero la cogió.

– Tehlu misericordioso -dijo; dio un hondo suspiro y dejó la navaja encima de la cama-. Gracias.

– ¿Eso era un caso extremo? -pregunté, y volví a enjuagarme la boca-. Deberíamos establecer un sistema de categorías. Una escala de uno a diez.

– Escupir agua en el suelo de mi habitación es un uno -dijo Sim.

– Ah -dije yo-. Lo siento. -Volví a dejar el vaso encima de la mesa.

– No pasa nada -dijo Sim sin rencor.

– Un uno, ¿es mucho o poco? -pregunté.

– Poco -me contestó-. Matar a Ambrose es un diez. -Vaciló un momento-. Quizá un ocho. -Se removió en la silla-. O un siete.

– ¿En serio? ¿Tanto? De acuerdo. -Me incliné hacia delante-. Tienes que darme algunas pistas para admisiones. Tengo que volver a la cola enseguida.

– No. Esa es una idea pésima. Un ocho -dijo Simmon sacudiendo la cabeza enérgicamente.

– ¿En serio?

– En serio. Es una situación social delicada. Muchas cosas podrían salir mal.

– Pero si…

Sim dio un suspiro y se apartó el rubio cabello de los ojos.

– ¿Soy tu piedra de toque o no? Si tengo que decírtelo todo tres veces para que me escuches, esto va a ser muy aburrido.

Reflexioné un momento.

– Tienes razón, sobre todo si estoy a punto de hacer algo potencialmente peligroso. -Miré alrededor-. ¿Cuánto va a durar esto?

– No más de ocho horas. -Fue a decir algo más, pero cerró la boca.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

Sim volvió a suspirar.

– Podría haber efectos secundarios. Esa sustancia es liposoluble, de modo que permanecerá un tiempo en tu organismo. Podrías experimentar pequeñas recaídas provocadas por el estrés, las emociones intensas, el ejercicio… -Me miró, contrito-. Serían como pequeñas réplicas de esto.

– Ya me preocuparé por eso más adelante -dije. Extendí una mano-. Dame tu ficha de admisiones. Tú puedes ir ahora al examen de admisión. Yo me quedo con tu hora.

Sim extendió ambas manos con las palmas hacia arriba, en un gesto de impotencia.

– Yo ya me he presentado -explicó.

– ¡Por las pelotas de Tehlu! -blasfemé-. Vale. Ve a buscar a Fela.

Sim agitó violentamente ambas manos delante del cuerpo.

– ¡No! No no no. ¡Eso es un diez!

– No es para eso, hombre -dije riendo-. Fela tiene una ficha para última hora de Prendido.

– ¿Crees que te la cambiará?

– Ya se ha ofrecido.

– Voy a buscarla -anunció Sim poniéndose en pie.

– Te espero aquí.

Sim asintió con entusiasmo y miró con nerviosismo alrededor.

– Lo mejor será que no hagas nada hasta que yo vuelva -dijo mientras abría la puerta-. Quédate sentado sobre las manos y no te muevas.

Sim solo tardó cinco minutos en volver, y seguramente fue una suerte.

Oí unos golpes en la puerta.

– Soy yo -dijo Sim desde fuera-. ¿Va todo bien ahí dentro?

– ¿Sabes qué? -dije a través de la puerta-. He intentado pensar algo gracioso que hacer mientras no estabas, pero no se me ha ocurrido nada. -Miré alrededor-. Creo que eso significa que el humor tiene su origen en la transgresión social. No puedo transgredir porque no sé distinguir qué es lo socialmente inaceptable. A mí todo me parece lo mismo.

– Es posible que tengas razón -dijo, y entonces me preguntó-: Pero ¿has hecho algo?

– No -contesté-. He decidido portarme bien. ¿Has encontrado a Fela?

– Sí. Está aquí, conmigo. Pero antes de que entremos, tienes que prometer que no harás nada sin preguntármelo primero. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -dije riendo-. Pero no me hagas hacer estupideces delante de ella.

– Te lo prometo -dijo Sim-. ¿Por qué no te sientas? Por si acaso.

– Ya estoy sentado.

Sim abrió la puerta. Vi a Fela asomándose por encima de su hombro.

– Hola, Fela -la saludé-. Necesito que me cambies la ficha.

– Antes -dijo Sim- tendrías que ponerte la camisa. Eso es un dos.

– Ah -dije-. Lo siento. Tenía calor.

– Podrías haber abierto la ventana.

– He pensado que sería más seguro limitar mis interacciones con los objetos externos -expliqué.

– Eso sí que ha sido buena idea -dijo Sim arqueando una ceja-. Solo que en este caso te ha desviado un poco.

– ¡Uau! -oí exclamar a Fela en el pasillo-. ¿Lo dice en serio?

– Completamente -confirmó Sim-. Mira, no estoy seguro de que debas entrar.

– Ya estoy vestido -dije tras ponerme la camisa-. Si vas a estar más tranquilo, puedo quedarme sentado sobre las manos. -Volví a meter las manos bajo las piernas.

Sim dejó entrar a Fela, y luego cerró la puerta.

– Eres bellísima, Fela -declaré-. Te daría todo el dinero que llevo en mi bolsa si me dejaras verte desnuda solo dos minutos. Te daría todo lo que tengo, excepto mi laúd.

No sabría decir cuál de los dos se puso más colorado. Creo que fue Sim.

– No debería haber dicho eso, ¿verdad?

– No -confirmó Sim-. Eso ha sido un cinco.

– Pues no tiene ningún sentido -protesté-. En los cuadros aparecen mujeres desnudas. Y la gente compra esos cuadros, ¿no? Las mujeres posan ante los pintores.

– Es verdad -admitió Sim-. Pero no importa. Quédate sentado un momento y no digas ni hagas nada, ¿vale?

Asentí.

– No puedo creerlo -dijo Fela. El rubor se estaba borrando de sus mejillas-. Lo siento, pero no puedo dejar de pensar que me estáis gastando una broma.

– Ojalá -dijo Sim-. Esa sustancia es peligrosísima.

– ¿Cómo es que recuerda los cuadros de desnudos y no recuerda que en público debes llevar la camisa puesta? -le preguntó a Sim sin dejar de mirarme.

– No me parecía que fuera importante -expliqué-. Cuando me azotaron, me quité la camisa. Y eso fue en público. Es curioso que una cosa así pueda acarrearte problemas.

– ¿Sabes qué pasaría si trataras de apuñalar a Ambrose? -me preguntó Sim.

Pensé un momento. Era como tratar de recordar lo que habías desayunado un mes atrás.

Supongo que habría un juicio -dije despacio-. Y la gente me invitaría a copas.

Fela se tapó la boca con una mano para ahogar una risa.

– Veamos -dijo Simmon-. ¿Qué es peor, robar un pastel o matar a Ambrose?

Medité unos momentos y pregunté:

– ¿Un pastel de carne o de fruta?

– ¡Uau! -exclamó Fela, impresionada-. Es… -Sacudió la cabeza-. Casi me pone la piel de gallina.

– Es una obra de alquimia aterradora -dijo Simmon asintiendo con la cabeza-. Se trata de una variación de un sedante llamado plombaza. Ni siquiera tienes que ingerirlo. Se absorbe a través de la piel.

Fela se quedó mirándolo.

– ¿Cómo es que sabes tanto de eso? -preguntó.

– Mandrag nos habla de esa sustancia en todas sus clases de alquimia -aclaró Sim esbozando una débil sonrisa-. He oído esa historia un montón de veces. Es su ejemplo favorito de los malos usos de la alquimia. Hace unos cincuenta años, un alquimista la empleó para destrozarles la vida a varios funcionarios del gobierno de Atur. Lo descubrieron porque una condesa enloqueció en medio de una boda, mató a una docena de personas y… -Sim se interrumpió y meneó la cabeza-. En fin, fue espantoso. Tan espantoso que la amante del alquimista lo entregó a los guardias.

– Espero que recibiera su merecido.

– Ya lo creo -dijo Sim con gravedad-. El caso es que no afecta a todos de la misma manera. No produce solamente una reducción de la inhibición. También hay una amplificación de la emoción. Una liberación del deseo oculto combinada con una extraña variedad de memoria selectiva, así como amnesia moral.

– Yo no me encuentro mal -dije-. Es más, me encuentro muy bien. Pero me preocupa el examen de admisión.

– ¿Lo ves? -Sim me señalaba-. Se acuerda del examen de admisión. Es importante para él. En cambio, otras cosas… han dejado de existir.

– ¿Se conoce alguna cura? -preguntó Fela sin disimular su inquietud-. ¿No deberíamos llevarlo a la Clínica?

– Creo que no -dijo Simmon con nerviosismo-. Tal vez le administraran un purgante, pero no hay ninguna droga en su organismo. La alquimia no funciona así. Kvothe está bajo la influencia de principios desvinculados. Y esos principios no los puedes eliminar como harías con el mercurio o el ófalo.

– Lo del purgante no suena nada bien -tercié-. Lo digo por si mi voto cuenta para algo.

– Y cabe la posibilidad de que crean que se ha derrumbado por el estrés de admisiones -siguió diciéndole Sim a Fela-. Les pasa a unos cuantos alumnos todos los años. Lo encerrarían en el Refugio hasta estar seguros…

Me levanté y apreté los puños.

– Prefiero estar cortado en pedazos en el infierno que encerrado en el Refugio -dije furioso-. Ni que sea una hora. Ni que sea un minuto.

Sim palideció y dio un paso hacia atrás al mismo tiempo que alzaba las manos con las palmas hacia fuera, como si quisiera defenderse. Pero habló con voz firme y serena:

– Te lo digo tres veces, Kvothe. Para.

Paré. Fela me observaba con los ojos muy abiertos, asustada.

– Te lo digo tres veces, Kvothe. Siéntate -continuó Simmon con firmeza.

Me senté.

Fela, que estaba de pie detrás de Simmon, lo miraba sorprendida.

– Gracias -dijo Simmon, y bajo las manos-. Estoy de acuerdo. La Clínica no es el mejor sitio para ti. Podemos solucionar esto aquí.

– A mí también me parece mejor -dije.

– Aunque todo saliera bien en la Clínica -continuó Simmon-. Porque supongo que se acentuará tu tendencia a decir lo que piensas. -Esbozó una sonrisa irónica-. Los secretos son la piedra angular de la civilización, y sé que tú tienes más que la mayoría de la gente.

– Yo no creo que tenga secretos -lo contradije.

Sim y Fela rompieron a reír a la vez.

– Me temo que acabas de demostrar que Sim tiene razón -dijo Fela-. A mí me consta que tienes unos cuantos.

– Y a mí también -dijo Sim.

– Eres mi piedra de toque. -Me encogí de hombros. Luego sonreí a Fela y saqué mi bolsa de dinero.

– ¡No, no, no! -saltó Sim-. Ya te lo he dicho. Verla desnuda sería lo peor que podrías hacer ahora mismo.

Fela entrecerró un poco los ojos.

– ¿Qué pasa? -pregunté-. ¿Temes que la tire al suelo y la viole? Solté una carcajada.

– ¿No lo harías? -Sim me miró a los ojos.

– Claro que no.

Sim desvió la mirada hacia Fela; luego volvió a mirarme a mí y preguntó con curiosidad:

– ¿Puedes explicarme por qué?

Me quedé pensándolo.

– Porque… -Dejé la frase en el aire y sacudí la cabeza-. Es que… No, no puedo. Sé que no puedo comerme una piedra ni atravesar una pared. Es así.

Me concentré un instante y empecé a sentir mareo. Me tapé los ojos con una mano e intenté ignorar un vértigo repentino.

– Dime que es así, por favor -dije, muy asustado-. No puedo comerme una piedra, ¿verdad?

– Tienes razón -se apresuró a confirmar Fela-. No puedes.

Dejé de hurgar en mi mente en busca de respuestas, y aquel extraño vértigo desapareció.

Sim me miraba de hito en hito.

– Me gustaría saber qué ha sido eso -dijo.

– Creo que yo tengo una ligera idea -murmuró Fela.

Saqué la ficha de marfil de admisiones de mi bolsa de dinero.

– Solo quería que intercambiáramos nuestras fichas -dije-. A menos que estés dispuesta a dejar que te vea desnuda. -Levanté la bolsa con la otra mano y miré a Fela a los ojos-. Sim dice que eso está mal, pero él no entiende nada de mujeres. Quizá no tenga los tornillos bien apretados, pero de eso me acuerdo perfectamente.

Tardé cuatro horas en empezar a recuperar mis inhibiciones, y dos más en afianzarlas. Simmon pasó todo el día conmigo, paciente como un sacerdote, explicándome que no, que no tenía que ir a comprar una botella de aguardiente. No, no tenía que ir a darle una patada al perro que ladraba al otro lado de la calle. No, no tenía que ir a Imre a buscar a Denna. No. Tres veces no.

Cuando se puso el sol, volvía a ser el de siempre y volvía a tener mi moral más o menos intacta. Simmon me sometió a un extenso interrogatorio antes de acompañarme a mi habitación de Anker's, donde me hizo jurar por la leche de mi madre que no saldría de la habitación hasta la mañana siguiente. Lo juré.

Pero no estaba normal del todo. Mis emociones todavía corrían en caliente, y prendían por cualquier cosa. Peor aún: no solo había recuperado la memoria, sino que esta había vuelto con un entusiasmo intenso e incontrolable.

Mientras estaba con Simmon, la situación no me había parecido tan grave. Su presencia me ofrecía una agradable distracción. Pero a solas en mi buhardilla de Anker's, me hallaba a merced de mi memoria. Era como si mi mente estuviera decidida a desenvolver y examinar cada cosa afilada y dolorosa que había visto.

Quizá penséis que los peores recuerdos eran los del día que mataron a mi troupe. De cómo volví a nuestro campamento y lo encontré todo en llamas. Las macabras siluetas de los cadáveres de mis padres bajo la débil luz del crepúsculo. El olor a lona chamuscada y a sangre y a pelo quemados. Mis recuerdos de quienes los habían asesinado. De los Chandrian. Del hombre que habló conmigo, sin parar de sonreír. De Ceniza.

Eran malos recuerdos, pero a lo largo de los años los había rescatado y los había examinado tan a menudo que ya apenas me producían dolor. Recordaba el tono y el timbre de la voz de Haliax con la misma claridad con que recordaba los de la voz de mi padre. Podía visualizar sin dificultad el rostro de Ceniza. Aquella sonrisa que mostraba unos dientes perfectos. Su cabello blanco y rizado. Sus ojos, negros como gotas de tinta. Su voz, cargada de frío invernal, diciendo: «Sé de unos padres que han estado cantando unas canciones que no hay que cantar».

Quizá penséis que esos eran los peores recuerdos. Pero os equivocáis.

No. Los peores recuerdos eran los de mis primeros años de vida. El lento balanceo y las sacudidas del carromato, mi padre llevando las riendas sueltas. Sus fuertes manos sobre mis hombros, mostrándome cómo debía colocarme sobre el escenario para que mi cuerpo dijera «orgulloso», o «triste», o «tímido». Sus dedos colocando bien los míos sobre las cuerdas de su laúd.

Mi madre cepillándome el cabello. Sus brazos rodeándome. La perfección con que mi cabeza encajaba en la curva de su cuello. Cómo por la noche me acurrucaba en su regazo junto al fuego, adormilado, feliz y seguro.

Esos eran los peores recuerdos. Preciosos y perfectos. Afilados como un bocado de cristales rotos. Tumbado en la cama, tensaba todos los músculos de mi cuerpo hasta formar un nudo tembloroso, sin poder dormir, sin poder pensar en otras cosas, sin poder dejar de recordar. Otra vez. Y otra. Y otra.

Entonces oí unos golpecitos en mi ventana. Era un sonido tan débil que no lo percibí hasta que cesó. Entonces oí abrirse la ventana detrás de mí.

– ¿Kvothe? -susurró la voz de Auri.

Apreté los dientes para contener los sollozos y me quedé tan quieto como pude, confiando en que ella pensara que estaba dormido y se marchase.

– ¿Kvothe? -Volvió a llamar-. Te he traído… -Hubo un momento de silencio, y luego dijo-: Oh.

Oí un leve sonido detrás de mí. Auri entró por la ventana, y la luz de la luna proyectó su diminuta sombra en la pared. Noté moverse la cama cuando se sentó en ella.

Una mano pequeña y fría me acarició la mejilla.

– No pasa nada -dijo Auri en voz baja-. Ven aquí.

Empecé a llorar en silencio, y ella deshizo con cuidado el apretado nudo de mi cuerpo hasta que mi cabeza reposó en su regazo. Empezó a murmurar, apartándome el cabello de la frente; yo notaba el frío de sus manos contra la ardiente piel de mi cara.

– Ya lo sé -dijo con tristeza-. A veces es muy duro, ¿verdad?

Me acarició el cabello con ternura, y mi llanto se intensificó. No recordaba la última vez que alguien me había tocado con cariño.

– Ya lo sé -repitió-. Tienes una piedra en el corazón, y hay días en que pesa tanto que no se puede hacer nada. Pero no deberías pasarlo solo. Deberías haberme avisado. Yo lo entiendo.

Contraje todo el cuerpo y de pronto volví a notar aquel sabor a ciruela.

– La echo de menos -dije sin darme cuenta. Antes de que pudiera agregar algo más, apreté los dientes y sacudí la cabeza con furia, como un caballo que intenta liberarse de las riendas.

– Puedes decirlo -dijo Auri con ternura.

Volví a sacudir la cabeza, noté sabor a ciruela, y de pronto las palabras empezaron a brotar de mis labios.

– Decía que aprendí a cantar antes que a hablar. Decía que cuando yo era un crío ella tarareaba mientras me tenía en brazos. No me cantaba una canción; solo era una tercera descendente. Un sonido tranquilizador. Y un día me estaba paseando alrededor del campamento y oyó que yo le devolvía el eco. Dos octavas más arriba. Una tercera aguda y diminuta. Decía que aquella fue mi primera canción.

Nos la cantábamos el uno al otro. Durante años. -Se me hizo un nudo en la garganta y apreté los dientes.

– Puedes decirlo -dijo Auri en voz baja-. No pasa nada si lo dices.

– Nunca volveré a verla -conseguí decir. Y me puse a llorar a lágrima viva.

– No pasa nada -dijo Auri-. Estoy aquí. Estás a salvo.

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