Capítulo 132

El círculo abierto

Llevaba más de una hora ocupado cuando el sol asomó por fin por encima de las copas de los árboles y empezó a derretir la escarcha acumulada en la hierba. Había encontrado una roca lisa y, utilizándola como yunque improvisado, martilleaba una herradura para darle otra forma. En el trébede hervía una olla de gachas de avena.

Estaba dándole los últimos toques a la herradura cuando detecté un movimiento con el rabillo del ojo. Era Krin, que me espiaba por detrás del carromato. Debía de haberla despertado con mis martillazos.

– Dios mío. -Se tapó la boca con una mano y, atónita, dio un par de pasos apartándose del carromato-. Los has matado.

– Sí -me limité a confirmar. Mi propia voz me sonó mortecina.

Krin me miró de arriba abajo fijándose en mi camisa desgarrada y ensangrentada.

– ¿Estás…? -Se le quebró la voz, y tragó saliva-. ¿Estás bien?

Asentí en silencio. Cuando por fin había reunido el coraje necesario para examinarme la herida, había descubierto que la capa de Felurian me había salvado la vida. En lugar de abrirme y derramarme los intestinos, el puñal de Alleg solo me había hecho un corte largo y superficial a lo largo del vientre. También me había estropeado una camisa estupenda, pero dadas las circunstancias, eso no me dolió mucho.

Examiné la herradura y la até firmemente con una correa de piel húmeda al extremo de una rama larga y recta. Retiré la olla de gachas de avena del fuego y metí la herradura en las brasas.

Krin, que parecía haberse recuperado un poco del susto, se me acercó lentamente y contempló la hilera de cadáveres que había al otro lado del fuego. Me había limitado a tenderlos allí en fila; no me había esmerado mucho. Los cuerpos estaban manchados de sangre, con las heridas al descubierto. Krin se quedó mirándolos como si temiese que pudieran empezar a moverse otra vez.

– ¿Qué haces? -me preguntó por fin.

A modo de respuesta, retiré la herradura, ya caliente, de las brasas de la hoguera y me dirigí hacia el primer cadáver. Era Tim. Apreté el hierro candente contra el dorso de la única mano que le quedaba. La piel silbó, humeó y se adhirió al metal. Al cabo de un momento, retiré el hierro dejando una quemadura negra sobre la blancuzca piel: un círculo abierto. Regresé junto a la hoguera y empecé a calentar de nuevo el hierro.

Krin se quedó quieta, muda, demasiado impresionada para reaccionar con normalidad. Aunque supongo que no podía haber una forma normal de reaccionar ante una situación como aquella. Pero no gritó ni salió corriendo como yo había creído que haría. Se quedó mirando el círculo abierto y repitió:

– ¿Qué haces?

Cuando por fin hablé, mi propia voz me sonó extraña.

– Todos los Edena Ruh somos una sola familia -expliqué-. Somos como un círculo cerrado. No importa que no nos conozcamos unos a otros; seguimos siendo una familia, parientes cercanos. Tiene que ser así, porque siempre somos desconocidos, vayamos a donde vayamos. Estamos desperdigados, y la gente nos odia.

»Tenemos nuestras leyes, unas normas que seguimos. Cuando uno de nosotros hace algo que no puede ser perdonado o remediado, cuando alguien pone en peligro la seguridad o el honor de los Edena Ruh, lo matamos y lo marcamos con el círculo abierto que indica que ya no es uno de nosotros. Es algo que ocurre muy raramente. Raramente hay necesidad.

Retiré el hierro del fuego y me dirigí hacia el siguiente cadáver: Otto. Apreté el hierro contra el dorso de su mano y oí cómo silbaba la piel.

– Estos no eran Edena Ruh. Pero se hacían pasar por Edena. Hacían cosas que no haría ningún Edena, y ahora quiero asegurarme de que el mundo sepa que no forman parte de nuestra familia. Los Ruh no hacen la clase de cosas que hacían estos hombres.

– Pero ¿y los carromatos? -protestó Krin-. ¿Y los instrumentos?

– No eran Edena Ruh -dije, tajante-. Seguramente ni siquiera eran verdaderos artistas de troupe, sino solo un grupo de ladrones que mataron a una banda de Ruh e intentaron suplantarlos.

Krin clavó la vista en los cadáveres y luego me miró a mí.

– Y ¿los has matado por hacerse pasar por Edena Ruh?

– ¿Por hacerse pasar por Ruh? No. -Volví a poner el hierro en el fuego-. ¿Por matar a una troupe de Ruh y robar sus carromatos? Sí. ¿Por lo que os hicieron a vosotras? Sí.

– Pero si no son Ruh… -Krin miró los carromatos pintados de vivos colores-. ¿Cómo?

– Yo también estoy intrigado -admití. Retiré el círculo abierto del fuego una vez más, me acerqué a Alleg y se lo apreté contra la palma.

El falso Ruh dio una sacudida y despertó con un grito.

– ¡No está muerto! -exclamó Krin con voz estridente.

Yo ya le había examinado la herida.

– Está muerto -dije con frialdad-. Lo que pasa es que todavía no ha parado de moverse. -Me volví y lo miré a los ojos-. ¿Qué me dices, Alleg? ¿Cómo te hiciste con esos dos carromatos de Edena?

– Eres un canalla Ruh -me insultó, desafiante.

– Sí -afirmé-. Lo soy. Y tú no. ¿Cómo aprendiste las señales y las costumbres de mi familia?

– ¿Cómo lo supiste? -me preguntó él a su vez-. Sabíamos lo que teníamos que decir, cómo teníamos que saludar. Sabíamos lo del agua y el vino y lo de las canciones antes de la cena. ¿Cómo lo supiste?

– ¿Creísteis que me engañaríais? -repliqué; la ira volvía a enroscarse dentro de mí como un muelle-. ¡Esta es mi familia! ¿Cómo no iba a darme cuenta? Los Ruh no hacen las cosas que hicisteis vosotros. Los Ruh no roban, no secuestran niñas.

Alleg sacudió la cabeza con una sonrisa burlona. Tenía sangre en los dientes.

– Todo el mundo sabe las cosas que vosotros hacéis.

Perdí los estribos.

– ¡Creen que lo saben! ¡Creen que los rumores son ciertos! ¡Los Ruh no hacen esto! -Señalé alrededor con ambos brazos-. ¡Si la gente cree esas cosas es por culpa de personas como tú! -Mi ira se inflamó aún más, y me puse a gritar-: ¡Y ahora dime lo que quiero saber, o hasta Dios llorará cuando se entere de lo que te he hecho!

Alleg palideció, y tuvo que tragar saliva antes de hablar.

– Había un anciano que viajaba con su esposa y otro par de artistas. Viajé durante medio año con ellos, de guardián. Al final me adoptaron. -Se quedó sin aliento y jadeó un poco intentando recuperarlo.

Pero ya había dicho suficiente.

– Y los mataste.

Alleg negó enérgicamente con la cabeza.

– No, nos atacaron en el camino. -Señaló los otros cadáveres con un débil ademán-. Nos sorprendieron. A los artistas los mataron, pero a mí… solo me dejaron inconsciente.

Contemplé la hilera de cadáveres y noté que mi rabia se avivaba, pese a que ya lo había sabido. Era la única explicación de que aquella gente se hubiera hecho con un par de carromatos de Edena con las señales intactas.

– Después les enseñé… -prosiguió Alleg- cómo tenían que actuar para hacerse pasar por una troupe. -Tragó saliva, transido de dolor-. Una buena vida.

Me di la vuelta, asqueado. En cierto modo, Alleg era uno de los nuestros. Un miembro adoptado de la familia. Saberlo hacía que aquella situación fuera diez veces peor. Volví a meter la herradura entre las brasas y mientras se calentaba miré a la chica. Krin observaba a Alleg, y sus ojos habían recuperado toda su dureza.

No estaba seguro de que fuera lo más adecuado, pero le ofrecí el hierro. Krin lo cogió, y su rostro se ensombreció.

Alleg no pareció comprender lo que estaba a punto de pasar hasta que la chica le apretó la marca candente contra el pecho. Gritó y se retorció, pero no tuvo fuerzas para apartarse. Krin torció el gesto mientras presionaba el hierro contra la piel de Alleg, y unas lágrimas de rabia se agolparon en sus ojos.

Transcurrido un largo minuto, retiró el hierro y se quedó de pie llorando en silencio. La dejé llorar.

Alleg la miró y, pese a todo, consiguió reunir fuerzas para hablar.

– Ay, muchacha, pasamos buenos ratos, ¿verdad? -Krin dejó de llorar y lo miró-. ¿No…?

Le di una fuerte patada en el costado antes de que pudiera decir nada más. Alleg se puso rígido, atenazado por el dolor, y entonces me lanzó un escupitajo sanguinolento. Le propiné otra patada y se quedó inmóvil.

Sin saber qué más hacer, cogí el hierro y empecé a calentarlo de nuevo.

Después de un largo silencio, pregunté:

– ¿Sigue Ellie dormida?

Krin asintió con la cabeza.

– ¿Crees que le serviría de algo ver esto?

Krin caviló un momento mientras se frotaba la cara con una mano.

– Creo que no -dijo por fin-. De hecho, dudo que entendiera nada. No está bien de la cabeza.

– ¿Sois las dos de Levinshir? -pregunté para combatir el silencio.

– Mi familia tiene una granja al norte de Levinshir -contestó Krin-. El padre de Ellie es el alcalde.

– ¿Cuándo llegaron estos a vuestro pueblo? -pregunté mientras apretaba la marca contra el dorso de otra mano. El olor dulzón a carne quemada empezaba a impregnar la atmósfera.

– ¿Qué día es hoy?

Conté mentalmente.

– Abatida.

– Llegaron al pueblo en Zeden. -Hizo una pausa-. ¿Hace cinco días? -Parecía asombrada-. Nos alegramos de la oportunidad de ver una obra de teatro y oír alguna noticia. De escuchar un poco de música. -Agachó la cabeza-. Habían acampado en los límites del pueblo, al este. Cuando fui a que me leyeran la mano, me dijeron que volviera por la noche. Se mostraron muy simpáticos, y parecía todo muy emocionante.

Krin miró los carromatos y prosiguió:

– Cuando fui por la noche, los encontré a todos sentados alrededor de la hoguera. Me cantaron canciones. La anciana me ofreció té. Ni siquiera se me ocurrió pensar que… No sé, parecía mi abuela. -Desvió la mirada hacia el cadáver de la anciana, y luego la apartó-. No recuerdo qué pasó después. Desperté a oscuras en uno de los carromatos. Me habían atado, y… -Se le quebró la voz y se frotó distraída las muñecas. Miró hacia la tienda-. Supongo que a Ellie también la invitaron.

Terminé de marcarles las manos a los cadáveres. Tenía pensado marcarles también la cara, pero al hierro le costaba calentarse en las brasas, y aquella labor empezaba a asquearme. No había dormido nada, y la ira que tan intensamente había ardido dentro de mí se había reducido a un parpadeo y me había dejado frío y entumecido.

Señalé la olla de gachas de avena que había apartado del fuego.

– ¿Tienes hambre?

– Sí -respondió Krin. Luego echó un vistazo rápido a los cadáveres y rectificó-: No.

– Yo tampoco. Ve a despertar a Ellie. Os llevaré a casa.

Krin fue corriendo hacia la tienda. Cuando se metió dentro, me volví hacia la hilera de cadáveres.

– ¿Alguien tiene algún inconveniente en que abandone la troupe? -pregunté.

Como nadie puso objeciones, me di la vuelta.

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