Capítulo 147

Deudas

Como disponía de mucho tiempo libre, hacia mediados del bimestre alquilé un carro ligero de dos caballos y me fui a Tarbean a distraerme un poco.

Tardé toda la Captura en llegar allí, y pasé casi todo el Prendido visitando los sitios a los que solía ir y pagando viejas deudas: un zapatero que había sido amable con un chico descalzo, un posadero que me había dejado dormir junto a su chimenea algunas noches, un sastre al que había aterrorizado.

Muchas partes de la Ribera me resultaban familiares, mientras que otras no las reconocí en absoluto. Eso no me sorprendió mucho. Una ciudad tan bulliciosa como Tarbean cambia constantemente. Lo que sí me sorprendió fue la extraña nostalgia que sentí por aquel lugar que había sido tan cruel conmigo.

Me había marchado de allí hacía dos años, pero tenía la impresión de que había transcurrido toda una vida.

Llevaba un ciclo entero sin llover, y la ciudad estaba seca como un hueso. El arrastrar de pies de cien mil personas levantaba una nube de polvo fino que llenaba las calles de la ciudad. El polvo me cubría la ropa y se me metía en el pelo y en los ojos, que me escocían. Procuré no pensar en que aquel polvo era básicamente mierda de caballo pulverizada, aderezada con unos toques de pescado, hollín y orina.

Si respiraba por la nariz, me asaltaba el olor. Pero si respiraba por la boca, notaba su sabor, y el polvo me llenaba los pulmones y me hacía toser. No recordaba que fuera tan desagradable. ¿Siempre había estado tan sucia la ciudad? ¿Siempre había olido tan mal?

Llevaba media hora buscando cuando por fin encontré el edificio quemado con un sótano debajo. Bajé la escalera y recorrí el pasillo que conducía hasta una habitación húmeda. Trapis seguía allí, descalzo y con la misma túnica andrajosa, cuidando a sus niños desgraciados en aquel refugio frío y oscuro bajo las calles de la ciudad.

Me reconoció. No como me habrían reconocido otros; no como al héroe en ciernes salido de un cuento. Trapis no tenía tiempo para esas cosas. Me recordaba como el niño sucio y hambriento que bajó por su escalera, afiebrado y lloroso, una noche de invierno. Supongo que lo quise aún más por eso.

Le di todo el dinero que quiso aceptar: cinco talentos. Intenté ofrecerle más, pero se negó. Si gastaba demasiado dinero, dijo, podía llamar la atención. Sus niños y él estaban más seguros si nadie se fijaba en ellos.

Admití que tenía razón y pasé el resto del día ayudándolo. Bombeé agua y fui a comprar pan. Examiné rápidamente a los niños, fui a una botica y volví con unas cuantas cosas que podrían serles de ayuda.

Por último me ocupé de Trapis, tanto como él me dejó. Le froté los hinchados pies con alcanfor y balsamaría, y luego le regalé unas medias ajustadas y unos zapatos para que no tuviera que ir descalzo por el húmedo sótano.

Antes del anochecer, empezaron a llegar al sótano niños harapientos. Venían en busca de algo de cena, o porque estaban heridos o buscaban un lugar seguro donde dormir. Todos me miraron con recelo. Llevaba ropa nueva y limpia. No encajaba allí. No era bien recibido.

Si me quedaba, habría problemas. Como mínimo, mi presencia haría que alguno de aquellos niños hambrientos se sintiera tan incómodo que no quisiera quedarse a pasar la noche. Así que me despedí de Trapis y me marché. A veces, lo único que puedes hacer es marcharte.

Como faltaban unas horas para que las tabernas empezaran a llenarse, compré una hoja de papel de carta de color crema y un sobre a juego de grueso pergamino. Eran de excelente calidad, mucho más bonitos que nada que yo hubiera tenido hasta entonces.

Busqué un café tranquilo y pedí chocolate deshecho y un vaso de agua. Puse el papel sobre la mesa y saqué una pluma y tinta de mi shaed. Con caligrafía elegante y fluida, escribí:

Ambrose:

El niño es tuyo. Tú lo sabes y yo también.

Temo que mi familia me repudie. Si no te portas como un caballero y cumples tus obligaciones, iré a ver a tu padre y se lo contaré todo.

No quieras ponerme a prueba, estoy decidida.

No firmé con un nombre, sino que me limité a escribir una sola inicial que tanto podía ser una ornamentada «R» como una temblorosa «B».

A continuación mojé un dedo en el vaso de agua y dejé caer varias gotas sobre la hoja. El agua infló un poco el papel y corrió ligeramente la tinta. Logré el efecto que buscaba: parecían lágrimas.

Dejé caer una última gota sobre la inicial de la firma, confundiéndola aún más. Ahora también podía ser una «F», una «P» o una «E». Quizá incluso una «K». La verdad es que podía ser cualquier cosa.

Doblé el papel con cuidado, me acerqué a una de las lámparas de la habitación y vertí un generoso goterón de cera sobre el pliegue. Escribí en el sobre:

Ambrose Anso

Universidad (tres kilómetros al oeste de Imre)

Belenay-Barren

Mancomunidad Central

Pagué mi consumición y me dirigí al Solar del Arriero. Cuando estaba a unas pocas calles, me quité el shaed y lo guardé en mi macuto. Entonces tiré la carta al suelo y la pisé, arrastrándola un poco con el pie antes de recogerla y limpiarla con la mano.

Antes de entrar en la plaza, vi lo último que necesitaba.

– ¡Eh, usted! -le dije a un anciano con barba que estaba sentado con la espalda apoyada en la fachada de un edificio-. Si me presta su sombrero, le daré medio penique.

El anciano se quitó el mugriento sombrero y lo miró. Tenía la cabeza calva y muy blanca. Entrecerró un poco los ojos protegiéndose de los últimos rayos de sol de la tarde.

– ¿Mi sombrero? -me preguntó con voz ronca-. Puedes quedártelo por un penique, y también mi bendición. -Me sonrió, animado, y me tendió una mano delgada y temblorosa.

Le di un penique.

– ¿Podría sujetarme esto un momento? -Le di el sobre, y con ambas manos me calé bien aquel sombrero viejo y deforme. Contemplé mi reflejo en el escaparate de una tienda para asegurarme de que no se me veía ni un solo mechón de pelo pelirrojo.

– Te sienta bien -dijo el anciano, y tosió como una cafetera. Recuperé la carta y miré las manchas que el anciano había dejado en ella con los dedos.

Estaba a pocos pasos de la plaza. Me encorvé un poco y entorné los ojos mientras me paseaba entre la multitud. Al cabo de un par de minutos distinguí un acento del sur de Vintas, y me acerqué a un grupito de hombres que cargaban sacos de arpillera en un carromato.

– Hola -dije imitando su acento-. ¿Por casualidad vais hacia Imre?

Uno de los hombres cargó su saco en el carromato y se me acercó sacudiéndose el polvo de las manos.

– Sí, pasaremos por allí -dijo-. ¿Quieres que te llevemos?

Negué con la cabeza y saqué la carta de mi macuto.

– Tengo una carta para entregar allí. Pensaba llevarla yo mismo, pero mi barco zarpa mañana. Se la compré a un marinero en Gannery por un cuarto -mentí-. A él se la había vendido una dama por un sueldo. -Le guiñé un ojo-. Creo que tenía mucha prisa por hacer llegar la carta a su destino.

– ¿Pagaste un cuarto? -dijo el hombre sacudiendo la cabeza-. Qué ingenuo. Nadie paga tanto por una carta.

– ¡Eh! -dije levantando un dedo-. Eso lo dices porque todavía no has visto a quién va dirigida. -Se la mostré.

El hombre entornó los ojos.

– ¿Anso? -leyó, y entonces su rostro se iluminó-. Ah, ¿es para el hijo del barón Anso?

Asentí con aire de suficiencia.

– El hijo mayor. Un joven tan rico pagaría lo que le pidieran por una carta de su amada. No me extrañaría que pagara un noble de plata.

El hombre examinó el sobre.

– Podría ser -dijo con prudencia-. Pero mira. Aquí solo pone «Universidad». Yo he estado allí, y es enorme.

– No creo que el hijo del barón Anso duerma en un cobertizo -dije con irritación-. Pregunta a cualquiera dónde está la posada más elegante, y allí lo encontrarás.

El hombre asintió e, inconscientemente, se llevó la mano hacia la bolsa.

– Supongo que sí -dijo a regañadientes-. Pero solo te pagaré un cuarto por la carta. De todas formas, no tengo garantías.

– ¡Venga, no seas así! -protesté con tono lastimero-. ¡He recorrido más de mil kilómetros con ella! ¡Eso se paga!

– Está bien -concedió él, y sacó unas monedas de la bolsa-. Te daré tres sueldos.

– Medio disco -gruñí.

– Ni hablar. Tres sueldos -zanjó él, y me tendió una mano rolliza.

Le entregué la carta.

– No olvides decirle que es de una dama -dije antes de darme la vuelta-. Ese tipo está forrado. Sácale todo lo que puedas.

Me marché de la plaza, enderecé la espalda y me quité el sombrero. Volví a sacar el shaed de mi macuto y me lo eché sobre los hombros. Me puse a silbar, y al pasar al lado del viejo mendigo calvo, le devolví su sombrero y le di los tres sueldos.

Cuando empecé a oír las historias que la gente contaba sobre mí en la Universidad, pensé que aquello no duraría mucho. Pensé que sería un fenómeno pasajero que se extinguiría como un fuego que se queda sin leña.

Pero no fue así. Las historias en que Kvothe rescataba a las chicas y se acostaba con Felurian se habían mezclado con fragmentos de verdad y con las mentiras ridículas que yo había divulgado para aumentar mi reputación. Había leña de sobra, de modo que las historias llameaban y se propagaban como un incendio de maleza avivado por un fuerte viento.

Sinceramente, no sabía si debía encontrarlo divertido o alarmante. Cuando iba a Imre, la gente me señalaba y se susurraba cosas al oído. Mi notoriedad se extendió tanto que ya no podía cruzar el río tranquilamente y escuchar a hurtadillas las historias que contaba la gente.

Pero Tarbean estaba a sesenta kilómetros.

Después de salir del Solar del Arriero, volví a la habitación que había alquilado en uno de los barrios más bonitos de Tarbean. En aquella parte de la ciudad, el viento que soplaba desde el mar barría el hedor y el polvo, y dejaba la atmósfera limpia. Pedí agua para el baño, y en un arranque de esplendidez que habría dejado aturdido a mi yo más joven, pagué tres peniques para que el portero llevara mi ropa a la lavandería ceáldica más cercana.

Entonces, limpio y perfumado, bajé a la taberna.

Había escogido la posada con mucho cuidado. No era elegante, pero tampoco sórdida. Tenía los techos bajos y una atmósfera de intimidad. Estaba en el cruce de dos de las calles principales de Tarbean, y había comerciantes ceáldicos codo con codo con marineros yll y carreteros vínticos. Era el sitio ideal para oír historias.

Al poco rato estaba al final de la barra escuchando cómo había matado a la Bestia Negra de Trebon. Me quedé atónito. Era verdad que había matado a un draccus enloquecido en Trebon, pero un año atrás, cuando Nina había ido a visitarme, no sabía mi nombre. Por lo visto, mi creciente reputación había llegado hasta Trebon y había arrastrado aquella historia.

Acodado en aquella barra, me enteré de muchas cosas. Por lo visto, tenía un anillo de ámbar que obligaba a los demonios a obedecerme. Podía beber toda la noche sin que el alcohol me afectara lo más mínimo. Abría cerraduras con solo tocarlas, y tenía una capa hecha de telarañas y sombras.

Aquella fue la primera vez que oí que alguien me llamara «Kvothe el Arcano». Y por lo visto no era ninguna novedad, porque el grupo de hombres que escuchaban aquella historia se limitaron a asentir cuando lo oyeron.

Me enteré de que Kvothe el Arcano sabía una palabra que detenía las flechas en el aire. Kvothe el Arcano solo sangraba si le cortaban con un cuchillo de hierro sin templar.

El joven secretario estaba llegando al desenlace dramático de la historia, y yo sentía verdadera curiosidad por saber cómo iba a detener a aquella bestia diabólica con el anillo roto y la capa de sombras casi calcinada. Pero justo cuando irrumpía en la iglesia de Trebon, destrozando la puerta con una palabra mágica y un solo golpe de la mano, la puerta de la taberna se abrió de par en par y dio contra la pared sobresaltándonos a todos.

En el umbral había una joven pareja. La mujer era hermosa, morena y de ojos oscuros. El hombre iba elegantemente vestido y estaba pálido de terror.

– ¡No sé qué le pasa! -gritó mirando alrededor frenéticamente-. ¡Estábamos paseando y de pronto no podía respirar!

Corrí a su lado antes de que nadie tuviera tiempo de levantarse. La mujer se había derrumbado sobre un banco vacío, y su acompañante estaba inclinado sobre ella. Ella tenía una mano sobre el pecho, y con la otra trataba inútilmente de apartar al hombre. Él, sin hacer caso ni retirarse, le hablaba en voz baja, angustiado. La mujer siguió intentando alejarse de él, hasta resbalar casi del banco.

Empujé al hombre sin miramientos.

– Me parece que quiere que te apartes un poco.

– ¿Quién eres tú? -me preguntó con voz estridente-. ¿Eres médico? ¿Quién es este hombre? ¡Que alguien vaya a buscar a un médico enseguida! -Trató de apartarme de un codazo.

– ¡Tú! -grité señalando a un corpulento marinero que estaba sentado a una mesa-. Coge a este hombre y llévatelo allí. -Mi voz restalló como un látigo, y el marinero se levantó de un brinco, agarró al joven caballero por el pescuezo y lo arrastró lejos de la mujer.

Me volví hacia ella y vi cómo abría una boca perfecta. Hizo un esfuerzo y consiguió hacer una brevísima inspiración. Tenía los ojos espantados, muy abiertos y llorosos. Me acerqué más a ella y le hablé con dulzura.

– Te pondrás bien. No pasa nada -la tranquilicé-. Tienes que mirarme a los ojos.

Clavó su asustada mirada en mí, y entonces, al reconocerme, abrió aún más los ojos, sorprendida.

– Ahora quiero ver cómo respiras para mí. -Posé una mano sobre su tenso pecho. Tenía la piel caliente y enrojecida. Su corazón latía deprisa, como un pajarillo asustado. Le puse la otra mano sobre la mejilla. La miré fijamente. Sus ojos eran dos lagunas oscuras.

Me incliné lo suficiente para besarla. Olía a flor de selas, a hierba verde, al polvo del camino. Noté que se esforzaba por respirar. Escuché. Cerré los ojos. Oí el susurro de un nombre.

Lo pronuncié en voz muy baja, pero lo bastante cerca para rozarle los labios; muy quedamente, pero lo bastante cerca para que su sonido se entrelazara con su pelo. Lo pronuncié, fuerte y firme, oscuro y dulce.

La mujer aspiró débilmente. Abrí los ojos. La habitación estaba tan silenciosa que oí el susurro de terciopelo de su segunda y desesperada inspiración. Me relajé.

La mujer puso una mano sobre la mía, encima del corazón.

– Ahora quiero ver cómo respiras para mí -repitió-. Eso son siete palabras.

– Ya lo sé -dije.

– Eres mi héroe -dijo Denna, e inspiró lentamente, sonriendo.

– Ha sido muy raro -oí decir al marinero en el otro lado de la estancia-. Su voz tenía una fuerza extraña. Os juro por toda la sal que hay en mí que me he sentido como una marioneta a la que tiran de los hilos.

Escuché disimuladamente. Supuse que, sencillamente, el marinero sabía reaccionar cuando se lo ordenaba una voz con la carga adecuada de autoridad.

Pero no tenía sentido que se lo explicara. El éxito con que había socorrido a Denna, combinado con mi cabello pelirrojo y mi oscura capa, me había identificado como Kvothe. De modo que nadie dudaría que hubiera hecho magia, por mucho que yo intentara disuadirlos. Y no me importaba. Lo que había hecho aquella noche merecía una historia o dos.

Como me habían reconocido, se quedaron observándonos, pero sin acercarse demasiado. El amigo de Denna se había marchado antes de que se nos hubiera ocurrido buscarlo, de modo que nosotros dos pudimos gozar de cierta intimidad en nuestro rincón de la taberna.

– Debí saber que te encontraría aquí -dijo ella-. Siempre estás donde menos espero encontrarte. ¿Por fin has emigrado de la Universidad?

Negué con la cabeza.

– Solo estoy saltándome dos días de clase.

– ¿Piensas volver pronto?

– Pues sí, mañana. Tengo un carro.

– ¿Te importaría que te acompañara? -me preguntó sonriendo.

La miré fijamente.

– Ya sabes la respuesta a esa pregunta.

Denna se sonrojó un poco y desvió la mirada.

– Supongo que sí.

Agachó la cabeza, y el pelo cayó en cascada de detrás de sus hombros, enmarcándole la cara. Tenía un olor cálido e intenso, a sol y a sidra.

– Tu pelo -dije-. Una maravilla.

Sorprendentemente, Denna se ruborizó aún más al oír eso, y sacudió la cabeza sin alzar la vista.

– Después de tanto tiempo sin vernos, ¿eso es lo único que nos queda? -dijo lanzándome una mirada-. ¿Piropos?

Ahora me correspondía a mí turbarme, y balbuceé:

– Yo… Yo no… Es que… -Inspiré hondo antes de estirar un brazo para acariciar una estrecha e intrincada trenza semioculta entre su pelo-. Tu trenza -aclaré-. Casi dice «maravilla».

Los labios de Denna dibujaron una «O» perfecta de sorpresa. Se llevó una mano a la cabeza con timidez.

– ¿Sabes leerlo? -preguntó con incredulidad, casi horrorizada-. Tehlu misericordioso, ¿hay algo que no sepas?

– He estado estudiando íllico -dije-. O intentándolo. Tu trenza tiene seis hebras en lugar de cuatro, pero es casi como un nudo narrativo, ¿no?

– ¿Casi? -repuso ella-. Es mucho más que «casi». -Tironeó con los dedos el trozo de cinta azul que había al final de la trenza-. Hoy en día, ni los de Yll saben íllico -murmuró, claramente irritada.

– Yo sé muy poco -dije-. Solo algunas palabras.

– Ni siquiera los que lo hablan se interesan por los nudos. -Me miró, enojada, de soslayo-. Y hay que leerlos con los dedos, no mirándolos.

– Yo he tenido que aprender mirando las ilustraciones de los libros.

Denna desató por fin la cinta azul y empezó a soltarse la trenza; luego se alisó el mechón para mezclarlo con el resto de su melena.

– ¿Por qué te la has soltado? -pregunté-. Me gustaba más antes.

– De eso se trata, ¿no? -Me miró levantando la barbilla con orgullo mientras se sacudía el pelo-. Ya está. ¿Qué te parece ahora?

– Me parece que me da miedo hacerte más cumplidos -dije, sin saber muy bien qué había hecho mal.

Denna suavizó un poco su actitud, y su enojo se esfumó.

– Es que me da vergüenza. No esperaba que nadie pudiera leerla. ¿Cómo te sentirías si alguien te viera llevando un letrero que rezara: «Soy guapísimo y adorable»?

Se hizo un silencio. Antes de que acabara siendo incómodo, dije:

– ¿Te estoy reteniendo de hacer algo apremiante?

– Solo del caballero Strahota. -Hizo un ademán negligente hacia la puerta, por la que había desaparecido su acompañante.

– Ah, ¿era apremiante? -Esbocé una media sonrisa y arqueé una ceja.

– Todos los hombres apremian, así o asá -repuso ella fingiendo seriedad.

– Entonces, ¿todavía no han cambiado de libro?

Denna adoptó una expresión compungida y suspiró.

– Confiaba en que lo abandonaran con la edad. Pero he descubierto que solo han pasado una página. -Levantó una mano y me mostró dos anillos-. Ahora, en lugar de rosas, me regalan oro, y de repente se vuelven atrevidos.

– Bueno, al menos te aburren hombres con recursos -dije para consolarla.

– ¿Y para qué quiero a un hombre mezquino? No importa si su riqueza está por encima o por debajo de la media.

Apoyé una mano sobre su brazo con dulzura.

– Debes perdonar a esos hombres con mentalidad de mercenarios. Esos ricos pobres que, al ver que no pueden apresarte, intentan comprar algo que saben que no se puede comprar.

Denna me aplaudió, encantada.

– ¡Suplicas clemencia para tus enemigos!

– Solo pretendía hacerte ver que tú también haces regalos -dije-. Lo sé por propia experiencia.

Su mirada se endureció, y sacudió la cabeza.

– Hay una gran diferencia entre un obsequio hecho libremente y otro que intenta atarte a un hombre.

– Eso es verdad -admití-. El oro puede formar una cadena, igual que el hierro. Sin embargo, no se le puede reprochar nada a un hombre por querer decorarte.

– No -dijo ella con una sonrisa entre burlona y cansada-. Muchas de sus sugerencias son bastante indecorosas. -Me miró-. ¿Y tú? ¿Prefieres verme bien decorada o bien indecorosa?

– Le he estado dando unas cuantas vueltas -dije sonriendo por dentro, pensando en el anillo de Denna que tenía guardado en mi habitación de Anker's. La miré de arriba abajo con mucho detenimiento-. Ambas cosas tienen sus ventajas, pero el oro no es para ti. Tú brillas demasiado, no hace falta bruñirte.

Denna me cogió el brazo, me lo apretó y me dedicó una tierna sonrisa.

– Ay, mi Kvothe, te he echado de menos. En buena parte, la razón por la que vine a este rincón del mundo era con la esperanza de encontrarte. -Se levantó y me tendió el brazo-. Anda, salgamos y llévame lejos de aquí.

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