Capítulo 13

La cacería

Decidido a hacer un buen papel en la clase de Elodin, fui a buscar a Wilem y negocié con él un intercambio: copas en el futuro a cambio de ayuda para orientarme en el Archivo.

Recorrimos juntos las calles adoquinadas de la Universidad; soplaba un fuerte viento, y la silueta sin ventanas del Archivo se alzaba sobre nosotros al otro lado del patio. Las palabras vorfelan rhinata morie estaban cinceladas en la fachada, sobre la puerta de piedra de doble hoja.

Cuando estuvimos cerca, me di cuenta de que tenía las manos sudadas.

– Divina pareja, espera un momento -dije, y me paré.

Wil arqueó una ceja.

– Estoy nervioso como una prostituta inexperta -expliqué-. Dame un momento.

– Dices que Lorren te levantó el castigo hace dos días -dijo Wilem-. Creía que entrarías en cuanto te dieran el permiso.

– He esperado para que puedan actualizar los registros. -Me sequé las manos húmedas en la camisa-. Estoy seguro de que pasará algo -añadí con nerviosismo-. Mi nombre no aparecerá en el registro. Ambrose estará en el mostrador y sufriré una recaída de la droga y acabaré arrodillándome sobre su cuello y chillando.

– Me encantaría verlo -dijo Wil-, pero hoy Ambrose no trabaja.

– Bueno, ya es algo -admití, y me relajé un poco. Señalé las palabras escritas sobre la puerta-. ¿Sabes qué significa eso?

Wil alzó la vista.

– El deseo de conocimiento forma al hombre -dijo-. O algo parecido.

– Me gusta. -Inspiré hondo-. Bueno. Vamos allá.

Tiré de la enorme puerta de piedra y entré en una pequeña antecámara; Wil abrió las puertas interiores de madera y entramos en el vestíbulo. En medio de la habitación había un gran mostrador de madera con varios registros grandes y encuadernados en piel. Unas puertas, también imponentes, llevaban en diferentes direcciones.

Fela, con el rizado cabello recogido en una cola, estaba sentada detrás del mostrador. La luz rojiza de las lámparas simpáticas la hacía parecer diferente, pero no menos hermosa. Nos sonrió.

– Hola, Fela -la saludé intentando disimular mi nerviosismo-. Me han dicho que Lorren me ha inscrito de nuevo en los libros buenos. ¿Puedes comprobarlo, por favor?

Fela asintió y empezó a hojear el registro que tenía delante. Se le iluminó la cara y señaló en una hoja. Pero entonces su expresión se ensombreció.

Noté un vacío en el estómago.

– ¿Qué pasa? ¿Algo malo?

– No, no pasa nada -me contestó Fela.

– Pues nadie lo diría -refunfuñó Wil-. ¿Qué pone?

Fela vaciló, pero le dio la vuelta al libro para que pudiéramos leerlo: «Kvothe, hijo de Arliden. Pelirrojo. Tez clara. Joven». Al lado, anotado en el margen con una caligrafía distinta, ponía: «Miserable Ruh».

– Todo está correcto -dije sonriendo a Fela-. ¿Puedo entrar?

Ella asintió.

– ¿Necesitáis lámparas? -nos preguntó, y abrió un cajón.

– Yo sí -respondió Wil, que ya estaba escribiendo su nombre en otro libro.

– Yo ya llevo una -dije sacando mi lamparita de un bolsillo de la capa.

Fela abrió el registro de entradas y nos pidió que firmáramos en él. Cuando escribía mi nombre, me tembló la mano y se me escapó el plumín, manchando la página de tinta. Fela secó la tinta con papel secante y cerró el libro. Me sonrió.

– Bienvenido -dijo.

Dejé que Wilem me guiara por Estanterías y aparenté admiración lo mejor que pude.

Tampoco me costó mucho fingir. Pese a que llevaba tiempo entrando en el Archivo, me había visto obligado a moverme por allí con el sigilo de un ladrón. Ponía la lámpara al mínimo y evitaba los pasillos principales por temor a tropezarme con alguien.

Los estantes cubrían por completo las paredes de piedra. Algunos pasillos eran amplios y despejados, con techos altos, mientras que otros formaban pasadizos estrechos donde apenas quedaba espacio para que pasaran dos personas de medio lado. Había un olor intenso a cuero y polvo, a pergamino viejo y a cola de encuadernar. Olía a secretos.

Wilem me llevó entre estanterías de formas retorcidas, subimos por una escalera y atravesamos un pasillo largo y ancho con las paredes forradas de libros idénticos encuadernados con piel roja. Por último llegamos ante una puerta por cuyas rendijas se filtraba una tenue luz rojiza.

– Hay habitaciones cerradas para estudiar en privado -dijo Wilem en voz baja-. Se llaman «rincones de lectura». Sim y yo utilizamos mucho este. Lo conoce poca gente. -Llamó a la puerta brevemente antes de abrirla revelando una habitación sin ventanas donde apenas cabían una mesa y unas sillas.

Sim estaba sentado a la mesa, y la luz roja de su lámpara simpática hacía que su cara pareciera aún más rubicunda que de costumbre. Abrió desmesuradamente los ojos al verme.

– ¡Kvothe! ¿Qué haces aquí? -exclamó. Se volvió hacia Wilem, horrorizado-. ¿Qué hace aquí?

– Lorren le ha levantado el castigo -explicó Wilem-. Nuestro joven amigo tiene una lista de lecturas. Está planeando su primera cacería de libros.

– ¡Enhorabuena! -Sim me sonrió-. ¿Puedo ayudarte? Me estaba quedando dormido. -Me tendió la mano con la palma hacia arriba.

Me di unos golpecitos en la sien.

– El día que no sea capaz de memorizar veinte títulos dejaré de pertenecer al Arcano -dije. Pero esa era una media verdad. Toda la verdad era que solo tenía seis preciosas hojas de papel. No podía malgastar una para algo tan banal.

Sim se sacó del bolsillo un trozo de papel doblado y un lápiz corto.

– Pues yo necesito apuntar las cosas -dijo-. No todos memorizamos baladas por diversión.

Me encogí de hombros y empecé a anotar los títulos.

– Creo que ganaremos tiempo si nos dividimos la lista -propuse.

Wilem me miró con extrañeza.

– ¿Acaso crees que puedes pasearte por aquí y encontrar los libros tú solo? -Miró a Sim, que sonreía de oreja a oreja.

Claro. Se suponía que yo no sabía nada de la distribución de Estanterías. Wil y Sim ignoraban que llevaba casi un mes colándome por la noche.

No es que no confiara en ellos, pero Sim no sabía mentir ni para salvar la vida, y Wil trabajaba de secretario. No quería que tuviera que elegir entre mi secreto y su deber para con el maestro Lorren.

Así que decidí hacerme el tonto.

– Bah, ya me las apañaré -dije con desenfado-. No puede ser tan difícil pillarle el truco.

– En el Archivo hay tantos libros -dijo Wil despacio- que tardarías un ciclo entero solo para leer todos los títulos. -Hizo una pausa y me miró de hito en hito-. Once días enteros sin pausa para comer ni para dormir.

– ¿En serio? -preguntó Sim-. ¿Tanto tiempo?

Wil asintió.

– Lo calculé hace un año. Me ayuda a atajar el lloriqueo de los E'lir cuando tienen que esperar a que les vaya a buscar un libro. -Me miró-. También hay libros que no tienen título. Y rollos de pergamino. Y tablillas. Y muchas lenguas.

– ¿Qué clase de tablillas? -pregunté.

– Tablillas de arcilla -explicó Wil-. Fueron de las pocas cosas que se salvaron cuando ardió Caluptena. Algunas las han transcrito, pero no todas.

– Pero no es solo eso -intervino Sim-. El problema es la organización.

– La catalogación -continuó Wil-. A lo largo de los años ha habido muchos sistemas diferentes. Unos maestros prefieren uno, y otros, otro. -Arrugó la frente-. Algunos crean sus propios sistemas para organizar los libros.

– Lo dices como si hubiera que ponerlos en la picota por ello -dije riendo.

– Tal vez -refunfuñó Wil-. Yo no lloraría si eso pasara.

– No puedes reprocharle a un maestro que intente organizar las cosas de la mejor manera posible -objetó Sim.

– Sí puedo -le contradijo Wilem-. Si el Archivo estuviera mal organizado, tendríamos que trabajar en condiciones desagradables pero uniformes. Pero en los últimos cincuenta años ha habido muchos sistemas diferentes. Libros mal etiquetados. Títulos mal traducidos.

Se pasó las manos por el pelo; de pronto parecía cansado.

– Y continuamente llegan libros nuevos que hay que catalogar. Y siempre hay algún E'lir perezoso en la Tumba que nos pide que le busquemos algo. Es como intentar cavar un hoyo en el fondo de un río.

– Por cómo lo cuentas -dije despacio-, se ve que el tiempo que pasas trabajando de secretario te resulta agradable y gratificante.

Sim se tapó la boca con ambas manos para amortiguar una risa.

– Y luego estáis vosotros. -Wil me miró, y su voz adoptó un tono grave y amenazador-. Alumnos con libertad para entrar en Estanterías. Venís, leéis un libro hasta la mitad y lo escondéis para poder seguir leyéndolo cuando os convenga. -Wil apretaba los puños como si estuviera agarrando a alguien por la camisa. O tal vez por el cuello-. Luego olvidáis dónde habéis puesto el libro, que desaparece como si lo hubierais quemado.

Wil me apuntó con un dedo.

– Si alguna vez me entero de que haces eso -dijo con ira- no habrá Dios que te libre de mí.

Pensé, arrepentido, en los tres libros que había escondido de la forma que Wil acababa de describir mientras estudiaba para los exámenes.

– Te prometo -dije- que jamás lo haré. -«Otra vez», añadí mentalmente.

Sim se levantó de la mesa frotándose enérgicamente las manos.

– Vale. Dicho de otro modo, esto es un desastre, pero si te ciñes a los libros que aparecen en el catálogo de Tolem, deberías poder encontrar lo que buscas. Tolem es el sistema que utilizamos ahora. Wil y yo te enseñaremos dónde se guardan los catálogos.

– Y unas cuantas cosas más -añadió Wil-. Tolem no es muy completo. Quizá algunos de tus libros requieran una búsqueda más exhaustiva. -Se dio la vuelta y abrió la puerta.

Resultó que en los catálogos de Tolem solo había cuatro libros de mi lista. Tras comprobarlo, tuvimos que abandonar las partes mejor organizadas de Estanterías. Wil se había tomado mi lista como un desafío personal, así que ese día aprendí mucho sobre el Archivo. Wil me llevó a Catálogos Muertos, la Escalera Inversa, el Ala Inferior.

Aun así, pasadas cuatro horas solo habíamos conseguido localizar el paradero de siete libros. Eso pareció frustrar a Wil, pero le di las gracias efusivamente, y le aseguré que me había proporcionado lo necesario para continuar la búsqueda por mi cuenta.

Los días siguientes me pasé todos mis momentos libres en el Archivo, de caza y captura buscando los libros de la lista de Elodin. Nada deseaba más que empezar aquella asignatura con buen pie, y estaba decidido a leer todos los libros que nos había dado.

El primero era un libro de viajes que encontré bastante ameno. El segundo era un libro de poesía bastante mala, pero era corto, y conseguí leérmelo apretando los dientes y cerrando de vez en cuando un ojo para que mi cerebro no saliera demasiado perjudicado. El tercero era un libro de filosofía retórica, escrito sin fluidez.

A continuación venía un libro que detallaba la flora silvestre del norte de Atur. Un manual de esgrima con ilustraciones bastante confusas. Otro libro de poesía, pesado como un ladrillo y aún más lamentable que el primero.

Me llevó horas, pero los leí todos. Y hasta tomé notas en dos de mis valiosas hojas de papel.

A continuación venía el diario de un loco, o eso me pareció que era. Suena interesante, pero en realidad solo era un dolor de cabeza comprimido entre dos cubiertas. El hombre escribía con una caligrafía muy prieta, sin espacio entre las palabras. No había párrafos. Ni puntuación. Ni gramática u ortografía consistentes.

Fue entonces cuando empecé a leer por encima. Al día siguiente, al enfrentarme a dos libros escritos en modegano, una serie de ensayos relacionados con la rotación de cultivos y una monografía sobre los mosaicos vínticos, dejé de tomar notas.

Los últimos libros me limité a hojearlos, preguntándome por qué Elodin querría que leyéramos el registro de tributos de doscientos años de antigüedad de una baronía de los Pequeños Reinos, un texto médico obsoleto y un drama moral mal traducido.

Aunque no tardé en perder mi fascinación por leer los libros de Elodin, seguía disfrutando con la caza y captura. Fastidié a no pocos secretarios con mis constantes preguntas: ¿quién se encargaba de guardar los libros en los estantes? ¿Dónde estaban los panléxicos vínticos? ¿Quién tenía las llaves del almacén de rollos del cuarto sótano? ¿Dónde guardaban los libros dañados mientras esperaban a que los repararan?

Al final encontré diecinueve libros. Todos excepto En temerant voistra. Y no fue porque no lo intentara. Calculé que había invertido casi cincuenta horas en la tarea de buscar y leer.


Llegué a la siguiente clase de Elodin con diez minutos de antelación, orgulloso como un sacerdote. Llevaba mis dos hojas de meticulosas notas, ansioso por impresionar a Elodin con mi dedicación y mi esmero.

Los siete alumnos nos presentamos antes de que sonara la campana de mediodía. La puerta del aula estaba cerrada, así que nos quedamos de pie en el pasillo esperando a que llegara Elodin.

Nos contamos cómo nos había ido la búsqueda en el Archivo, y dimos mil vueltas a por qué Elodin consideraba importantes aquellos libros. Fela era secretaria desde hacía años, y solo había localizado siete títulos. Nadie había encontrado En temerant vóistra ni lo había visto siquiera mencionado.

Elodin seguía sin llegar cuando sonó la campana de mediodía, y quince minutos más tarde me harté de esperar de pie en el pasillo e intenté abrir la puerta del aula. Al principio el picaporte no se movió, pero cuando lo sacudí con impaciencia, el pestillo giró y la puerta se abrió un poco.

– Creía que estaba cerrada con llave -dijo Inyssa frunciendo el entrecejo.

– No, solo estaba atascada -dije, y acabé de abrirla de un empujón.

Entramos en la gran sala vacía y bajamos por la escalera hasta la primera fila de asientos. En la gran pizarra que teníamos delante, había una única palabra escrita con la pulcra caligrafía de Elodin: «Discutan».

Nos sentamos y nos pusimos a esperar, pero Elodin seguía sin aparecer. Miramos la pizarra, y luego entre nosotros, sin saber exactamente qué se suponía que teníamos que hacer.

Por las caras que ponían los demás, comprendí que no era el único que estaba enojado. Me había pasado cincuenta horas buscando aquellos condenados e inútiles libros. Había cumplido mi parte. ¿Por qué Elodin no cumplía la suya?

Los siete aguardamos dos horas más, charlando y esperando a que llegara Elodin.

Jamás llegó.

Загрузка...