Capítulo 135

Regreso a casa

Levinshir no era un pueblo grande. Tenía doscientos habitantes, quizá trescientos contando las granjas de la periferia. Llegamos a la hora de comer, y la calle sin empedrar que dividía el pueblo por la mitad estaba vacía y silenciosa. Ell me dijo que su casa se encontraba en el extremo opuesto del pueblo. Confiaba en poder llevar a las chicas hasta allí sin que nos vieran. Estaban agotadas y angustiadas; lo último que necesitaban era enfrentarse a una turba de vecinos chismosos.

Pero no tuvimos suerte. Cuando habíamos recorrido medio pueblo, distinguí un movimiento en una ventana. Una voz de mujer gritó: «¡Ell!», y diez segundos más tarde empezó a salir gente por las puertas de las casas.

Las mujeres fueron las primeras en llegar, y al cabo de un minuto, una docena de ellas habían formado un corro protector alrededor de las dos chicas, y hablaban y lloraban y se abrazaban unas a otras. A las chicas no parecía molestarles. Pensé que quizá fuera mejor así. Una bienvenida calurosa tal vez las ayudara a recuperarse.

Los hombres permanecieron en segundo plano, conscientes de que en situaciones como aquella no servían de mucho. La mayoría observaban desde los umbrales y los porches. Seis o siete salieron a la calle, moviéndose despacio y estudiando la situación. Eran hombres prudentes, granjeros y amigos de granjeros. Sabían el nombre de todas las personas que vivían en un radio de veinte kilómetros de sus casas. En un pueblo como Levinshir no había desconocidos. Yo era el único.

Ninguno de aquellos hombres era pariente cercano de las chicas. Y aunque lo fueran, sabían que no debían acercarse a ellas al menos hasta al cabo de una hora, o quizá un día. Así que dejaron que sus esposas y sus hermanas se ocuparan de todo. Como no tenían nada más que hacer, sus miradas vagaron brevemente más allá de los caballos y se centraron en mí.

Me acerqué a un niño de unos diez años.

– Ve a decirle al alcalde que ha vuelto su hija. ¡Corre! -El niño salió disparado, descalzo, en medio de una nube de polvo.

Los hombres se me acercaron lentamente; los sucesos recientes agravaban la natural desconfianza que les inspiraban los forasteros. Un niño de unos doce años, menos cauteloso que los demás, vino directamente hasta mí sin quitar los ojos de mi espada y mi capa.

– ¿Cómo te llamas? -le pregunté.

– Pete.

– ¿Sabes montar a caballo, Pete?

– Pues claro -respondió, claramente ofendido.

– ¿Sabes dónde está la granja de los Walker?

– Sí. Unos tres kilómetros al norte, en el camino del molino.

Me hice a un lado y le entregué las riendas del ruano.

– Ve y diles que su hija ha vuelto. Pueden usar el caballo para llegar hasta el pueblo.

El niño ya había montado antes de que pudiera ofrecerle ayuda. No solté las riendas hasta que le hube acortado los estribos para que no se matara por el camino.

– Si vas y vuelves sin abrirte la cabeza y sin romperle una pata a mi caballo, te daré un penique -prometí.

– Me dará dos -repuso él.

Me reí. El niño hizo girar al caballo y desapareció.

Entretanto, los hombres habían ido acercándose más y habían formado un círculo alrededor de mí.

Un individuo alto y calvo, con cara de pocos amigos y una barba entrecana, se designó a sí mismo líder.

– Y tú ¿quién eres? -me preguntó. Su tono de voz revelaba más que sus palabras. «¿Quién demonios eres?»

– Me llamo Kvothe -contesté educadamente-. ¿Y tú?

– No creo que eso sea asunto tuyo -me gruñó-. ¿Qué haces aquí? -«¿Qué demonios haces aquí con nuestras dos chicas?»

– Madre de Dios, Seth -le dijo otro vecino, ya anciano-. Tienes menos juicio que el que Dios le dio a los perros. Esa no es forma de hablar a…

– No me des lecciones, Benjamín -le cortó el primero-. Tenemos derecho a saber quién es. -Se volvió hacia mí y dio unos pasos, separándose de los demás-. ¿Eres uno de esos canallas de la troupe que pasó por aquí?

Negué con la cabeza en un intento de parecer inofensivo.

– No.

– Pues yo creo que sí. Creo que tienes toda la pinta de ser uno de esos Ruh. Se te nota en los ojos. -Los que estaban a su lado estiraron el cuello para escrutarme la cara.

– Por Dios, Seth -volvió a intervenir el anciano-. No había ninguno pelirrojo. De un pelo como ese te acuerdas. No es uno de ellos.

– Si fuera uno de esos hombres que se las llevó, ¿por qué las traería de vuelta? -razoné.

El rostro de mi interlocutor se ensombreció. Siguió aproximándose a mí lentamente.

– ¿Quieres hacerte el listo conmigo, chico? Quizá creías que aquí somos todos estúpidos. ¿Creías que si las devolvías te ofreceríamos una recompensa, o que no enviaríamos a nadie a detenerte? -Ya estaba a solo un metro de mí, y fruncía el ceño con furia.

Miré alrededor y vi la misma ira acechando en los rostros de sus vecinos. Era la clase de ira que hierve lentamente en el corazón de los hombres buenos que buscan justicia, y que al ver que no pueden alcanzarla, deciden que la venganza es lo único que les queda.

Intenté pensar cómo podía calmar la situación, pero antes de que pudiera hacer nada, oí la voz de Krin a mis espaldas:

– ¡Déjalo en paz, Seth!

Seth se detuvo con las manos levantadas hacia mí.

– Pero…

Krin ya iba hacia él. Las mujeres abrieron el corro para dejarla pasar, pero permanecieron cerca.

– ¡El nos salvó, Seth! -gritó Krin, furiosa-. ¡Estúpido de mierda, él nos salvó! ¿Dónde demonios estabais vosotros? ¿Por qué no fuisteis a buscarnos?

Seth se apartó de mí; la ira y la vergüenza combatían en su cara. Ganó la ira.

– Fuimos a buscaros -gritó-. Cuando nos enteramos de qué había pasado, salimos a perseguirlos. Le dispararon al caballo de Bil, y al caer le aplastó una pierna a Bil. A Jim lo apuñalaron en un brazo, y el viejo Cupper todavía no ha despertado del golpe que le dieron en la cabeza. Casi nos matan.

Volví a mirar y vi la ira en los rostros de aquellos hombres. Comprendí cuál era la verdadera causa: la impotencia que habían sentido, incapaces de defender su pueblo de las malas artes de la falsa troupe. Su fracaso en el intento de rescatar a las hijas de sus amigos y vecinos los avergonzaba.

– ¡Pues con eso no fue suficiente! -replicó Krin, acalorada, echando chispas por los ojos-. El vino y nos rescató, porque es un hombre de verdad. ¡No como vosotros, que nos abandonasteis a nuestra suerte!

La ira se apoderó de un joven que tenía a mi izquierda, un campesino de unos diecisiete años.

– ¡Si no hubierais estado correteando por ahí como un par de furcias Ruh, no habría pasado nada!

Le rompí un brazo antes de darme cuenta siquiera de lo que estaba haciendo. El chico gritó y cayó al suelo.

Lo levanté agarrándolo por el pescuezo.

– ¿Cómo te llamas? -le pregunté gruñendo a escasos centímetros de su cara.

– ¡Mi brazo! -gimoteó él con los ojos muy abiertos.

Lo zarandeé un poco, como si fuera una muñeca de trapo.

– ¡Tu nombre!

– Jason -farfulló-. Por la madre de Dios, mi brazo…

Le cogí la barbilla con la mano que tenía libre y le giré la cara hacia Krin y Ell.

– Jason -le musité al oído-, quiero que mires a esas dos chicas.

Y quiero que te imagines el infierno que han vivido estos últimos días, atadas de pies y manos en la parte trasera de un carromato.

Y quiero que te preguntes qué es peor, un brazo roto o que te secuestren unos desconocidos y te violen cuatro veces todas las noches.

Entonces le giré la cara hacia mí y le hablé en voz tan baja que, incluso a un centímetro de distancia, apenas alcanzaba a ser un susurro:

– Cuando lo hayas pensado, quiero que le pidas a Dios que te perdone por lo que acabas de decir. Y si te arrepientes sinceramente, que Tehlu te conceda que el brazo se te cure. -El chico me miraba con ojos llorosos y aterrados-. Y después, si alguna vez tienes algún pensamiento malicioso sobre alguna de esas dos chicas, el brazo te dolerá como si tuvieras un hierro al rojo en el hueso. Y si alguna vez les diriges una palabra desagradable, se te gangrenará y tendrán que amputártelo para salvarte la vida. -Lo apreté más fuerte y vi que abría más los ojos-. Y si alguna vez le haces algo a alguna de las dos, lo sabré. Vendré aquí y te mataré, y dejaré tu cadáver colgado de un árbol.

Las lágrimas habían empezado a resbalarle por las mejillas, aunque no supe si eran de vergüenza, miedo o dolor.

– Ahora, ve y pídeles perdón por lo que has dicho. -Lo solté tras asegurarme de que podría mantenerse en pie y lo empujé hacia Krin y Ell. Las mujeres formaban un corro alrededor de ellas, como un capullo protector.

El chico se agarró el brazo débilmente.

– No debí decir eso, Ellie -dijo entre sollozos, más arrepentido y desdichado de lo que yo había imaginado, con brazo roto o sin él-. Ha sido un demonio que ha hablado a través de mí. Pero os juro que estaba muy preocupado. Todos lo estábamos. Intentamos rescataros, pero ellos eran muchos, y nos tendieron una emboscada en el camino, y luego tuvimos que traer a Bil al pueblo, o habría muerto allí mismo.

De pronto el nombre del chico me recordó algo. ¿Jason? Caí en la cuenta de que acababa de romperle el brazo al novio de Ell. Pero no me sentí muy culpable. Mejor para él.

Miré alrededor y observé que la ira se esfumaba de las caras de los hombres que me rodeaban, como si de un solo golpe yo hubiera consumido las reservas de ira del pueblo. Todos miraban a Jason con gesto turbado, como si el chico se estuviera disculpando en nombre de todos ellos.

Entonces vi a un hombre fornido y de aspecto saludable que bajaba corriendo por la calle seguido de una docena de vecinos más. Por su expresión adiviné que era el padre de Ell, el alcalde. Se abrió paso entre el corrillo de mujeres y abrazó a su hija levantándola del suelo.

En los pueblos pequeños como aquel puedes encontrar dos tipos de alcalde. El primero es un individuo calvo, mayor y de contorno considerable que sabe manejar el dinero y que tiende a retorcerse mucho las manos cuando sucede algo inesperado. El segundo es un hombre alto, de hombros anchos, cuya familia ha ido acumulando riqueza porque lleva veinte generaciones trabajando de sol a sol detrás del arado. El padre de Ell era del segundo tipo.

Se acercó a mí con un brazo sobre los hombros de su hija.

– Creo que es a ti a quien debo dar las gracias por traernos a las chicas. -Me tendió la mano, y vi que llevaba el brazo vendado. A pesar de la herida, me dio un firme apretón, y esbozó la sonrisa más amplia que había visto desde que me despidiera de Simmon en la Universidad.

– ¿Cómo tiene el brazo? -dije irreflexivamente, sin caer en la cuenta de lo extraña que resultaba esa pregunta en aquel momento. Su sonrisa se apagó un poco, y me apresuré a añadir-: Tengo conocimientos de fisiología. Y sé que esa clase de heridas no son fáciles de tratar cuando uno está lejos de casa. -«Cuando vives en un país donde la gente cree que el mercurio es una medicina», me dije.

El alcalde volvió a sonreír y dobló los dedos de la mano.

– Un poco entumecido, pero nada más. Solo es un corte. Nos pillaron por sorpresa. Conseguí agarrar a uno, pero me clavó el puñal y se soltó. ¿Cómo conseguiste rescatar a las chicas de esos cabronazos impíos, de esos Ruh? -Escupió en el suelo.

– No eran Edena Ruh -dije, y mi voz sonó más tensa de lo que me habría gustado-. Ni siquiera eran verdaderos artistas de troupe.

La sonrisa del alcalde volvió a difuminarse.

– ¿Qué quieres decir?

– No eran Edena Ruh. Nosotros no hacemos las cosas que ellos hicieron.

– Escúchame -repuso el alcalde, y noté que empezaba a enfurecerse un poco-, sé muy bien lo que hacen y lo que no. Vinieron aquí, tan agradables e inocentes, tocaron un poco de música, se ganaron un par de peniques. Luego empezaron a meter jaleo por el pueblo. Cuando les ordenamos que se marcharan, se llevaron a mi hija. -Cuando dijo las últimas palabras, casi echaba fuego por los ojos.

– ¿Nosotros? -oí musitar a alguien detrás de mí-. Ha dicho «nosotros», Jim.

Seth asomó la cabeza por detrás del alcalde y me miró con el ceño fruncido.

– Ya os he dicho que lo parecía -dijo, triunfante-. Los distingo a la legua. Se les nota en los ojos.

– Un momento -dijo el alcalde, incrédulo-. ¿Me estás diciendo que eres uno de ellos? -La expresión de su rostro era amenazadora.

Antes de que pudiera explicarme, Ell lo había cogido del brazo.

– No le hagas enfadar, papá -se apresuró a decir, sujetándolo por el brazo ileso como si quisiera apartarlo de mí-. No digas nada que pueda molestarlo. No estaba con ellos. Me ha traído a casa, me ha salvado.

Eso aplacó un poco al alcalde, pero su simpatía había desaparecido.

– Explícate -me ordenó con gesto sombrío.

Suspiré por dentro al darme cuenta del embrollo en que me había metido.

– No eran artistas de troupe, y desde luego no eran Edena Ruh. Eran bandidos que mataron a unos de mi familia y les robaron los carromatos. Solo se hacían pasar por artistas.

– ¿Por qué querría alguien hacerse pasar por Ruh? -preguntó el alcalde, como si aquella fuera una idea inconcebible.

– Para poder hacer lo que hicieron -le espeté-. Los dejasteis entrar en vuestro pueblo y ellos abusaron de vuestra confianza. Eso es algo que ningún Edena Ruh haría jamás.

– No has contestado mi pregunta -dijo entonces-. ¿Cómo conseguiste rescatar a las chicas?

– Me las apañé -me limité a decir.

– Los mató -dijo Krin en voz lo bastante alta para que pudieran oírla todos-. Los mató a todos.

Noté que todos me miraban. La mitad pensaba: «¿A todos? ¿Mató a siete hombres?». La otra mitad pensaba: «Había dos mujeres entre ellos. ¿A ellas también las mató?».

– Bueno. -El alcalde se quedó mirándome largamente-. Está bien -dijo, como si acabara de decidirse-. Me alegro. Ahora el mundo es un lugar mejor.

Noté que los demás se relajaban un poco.

– Estos son sus caballos. -Señalé los dos caballos que habían transportado nuestros fardos-. Ahora pertenecen a las chicas. Unos sesenta kilómetros al este encontraréis los carromatos. Krin os enseñará dónde están escondidos. También son de ellas.

– Podemos venderlos bien en Temsford -caviló el alcalde.

– Junto con los instrumentos, la ropa y lo demás, os reportarán un buen dinero -coincidí-. Dividido por dos, será una buena dote -dije con firmeza.

El alcalde me miró a los ojos y asintió con la cabeza para expresar que me había entendido.

– Así se hará -dijo.

– ¿Y todo lo que nos robaron? -protestó un individuo robusto que llevaba puesto un delantal-. ¡Destrozaron mi local y me robaron dos barriles de mi mejor cerveza!

– ¿Tienes hijas? -le pregunté con calma. De pronto mudó la expresión, y comprendí que sí. Lo miré a los ojos y le sostuve la mirada-. En ese caso, creo que has salido bien parado de esta.

El alcalde reparó por fin en que Jason se sujetaba el brazo roto.

– Y a ti, ¿qué te ha pasado?

Jason se miró los pies, y Seth contestó por él:

– Ha dicho cosas que no debería.

El alcalde miró alrededor y vio que obtener alguna respuesta más clara implicaría un suplicio. Encogió los hombros y se contentó con aquella.

– Si quieres, puedo entablillártelo -le dije a Jason.

– ¡No! -saltó el chico, y luego rectificó-: Prefiero ir a ver a Nana.

Miré de reojo al alcalde y pregunté:

– ¿Nana?

– Cuando nos despellejamos las rodillas, Nana es la encargada de recomponernos -explicó, y sonrió.

– ¿Está Bil con ella? -pregunté-. El hombre de la pierna aplastada.

El alcalde asintió.

– Conozco bien a Nana -dijo-, y dudo mucho que lo pierda de vista hasta dentro de un ciclo.

– Te acompaño -le dije a Jason, que sudaba mientras se sujetaba el brazo-. Me gustaría ver cómo trabaja.

Con lo lejos que estábamos de la civilización, me imaginé que Nana sería una anciana jorobada que trataba a sus pacientes con sanguijuelas y alcohol de madera.

Esa opinión cambió en cuanto vi el interior de su casa. Las paredes estaban recubiertas de manojos de hierbas secas y estantes con botellitas cuidadosamente etiquetadas. Había un pequeño escritorio con tres gruesos libros encuadernados en piel. Uno de ellos estaba abierto, y comprobé que era la Heroborica. Distinguí anotaciones hechas a mano en los márgenes, y que algunas entradas estaban corregidas o tachadas por completo.

Nana no era tan anciana como yo esperaba, aunque tenía el pelo entrecano. Tampoco estaba jorobada, y de hecho era más alta que yo, con unos hombros anchos y una cara redondeada y sonriente.

Colgó una tetera de cobre sobre el fuego mientras tarareaba una melodía. Entonces cogió unas tijeras, hizo sentar a Jason y le palpó el brazo con cuidado. El chico, pálido y sudoroso, hablaba sin parar de puro nerviosismo mientras Nana le cortaba metódicamente la camisa. Pasados unos minutos, y sin que Nana le preguntara nada, Jason le había hecho un relato certero, si bien un tanto deshilvanado, del regreso a casa de Ell y Krin.

– Es una fractura limpia -comentó por fin Nana, interrumpiendo al chico-. ¿Cómo ha sido?

Jason me lanzó una mirada angustiada, y rápidamente la desvió.

– Nada -se apresuró a decir. Entonces se dio cuenta de que no había contestado la pregunta-. Bueno…

– Se lo he roto yo -dije-. Y he creído que lo menos que podía hacer era acompañarlo hasta aquí y ver si podía ayudarla a arreglárselo.

Nana me miró.

– ¿Tienes alguna experiencia en estas cosas?

– He estudiado medicina en la Universidad -respondí.

– En ese caso, supongo que podrás sujetar las tablillas mientras yo las vendo. Tengo a una chica que me ayuda, pero se ha ido corriendo cuando ha oído el alboroto en la calle.

Jason me espiaba con nerviosismo cuando sujeté la tablilla de madera contra su brazo, pero Nana tardó menos de tres minutos en vendárselo, con aire de eficiencia y aburrimiento. Viéndola trabajar, decidí que valía más que la mitad de los alumnos que había conocido en la Clínica.

Cuando terminamos de entablillarle el brazo, Nana miró a Jason y dijo:

– Has tenido suerte. No ha hecho falta poner el hueso en el sitio. Evita usarlo durante un mes y se curará bien.

Jason se escabulló en cuanto pudo, y tras insistirle un rato, Nana me dejó ver a Bil, que estaba acostado en la habitación del fondo.

Así como la de Jason era una fractura limpia, la de Bil era todo lo desastrosa que puede ser una fractura. Tenía la tibia y el peroné rotos por varios sitios. No pude ver bajo el vendaje, pero advertí que tenía la pierna muy hinchada. La piel que asomaba estaba magullada y manchada, y tensa como una salchicha con excesivo relleno.

Bil estaba pálido pero consciente, y todo parecía indicar que conservaría la pierna. Si podría utilizarla ya era otro asunto. Quizá acabara solo con una marcada cojera, pero yo dudaba que pudiera volver a correr.

– ¿Qué clase de desgraciado dispara contra tu caballo? -preguntó, indignado; tenía la cara perlada de sudor-. Eso no se hace.

El caballo era suyo, por supuesto. Y aquel no era un pueblo donde la gente pudiera permitirse perder un caballo. Bil era joven, se había casado hacía poco tiempo y era propietario de una pequeña granja, y quizá no pudiera volver a andar por haber intentado hacer lo que debía. Dolía pensarlo.

Nana le dio dos cucharadas de un líquido de una botella marrón, y al poco rato Bil cerró los ojos. Nana me guió fuera de la habitación y cerró la puerta tras de sí.

– ¿Ha desgarrado el hueso la piel? -pregunté una vez que nos quedamos solos.

Nana asintió mientras devolvía la botella al estante.

– ¿Qué le ha puesto en la herida para evitar que se le declare una septicemia?

– ¿Quieres decir para que no se le corrompa? -repuso ella, y contestó-: Cardorromo.

– ¿En serio? ¿No le ha puesto arruruz?

– ¡Arruruz! -dijo con desdén mientras añadía leña al fuego y descolgaba la tetera, que ya hervía-. ¿Alguna vez has intentado evitar que una herida se corrompa poniéndole arruruz?

– No -admití.

– Pues entonces deja que te ahorre el mal trago de matar a alguien. -Sacó un par de tazas de madera-. El arruruz no sirve para nada. Puedes comértelo si quieres, pero nada más.

– Pero una pasta de arruruz y besamí es lo más indicado en estos casos.

– El besamí quizá tenga alguna utilidad -admitió-. Pero el cardorromo es mucho mejor. Preferiría tener un poco de hojarroja, pero no siempre podemos conseguir lo que queremos. Lo que yo uso es una pasta de balsamaría y cardorromo, y habrás comprobado que Bil está bastante bien. El arruruz es fácil de encontrar, y es fácil hacer una pasta con él, pero no tiene ninguna propiedad que merezca la pena.

Sacudió la cabeza y prosiguió:

– Arruruz y alcanfor. Arruruz y besamí. Arruruz y saltina. El arruruz no es un buen paliativo. Solo sirve para canalizar algún otro elemento que sí funcione.

Fui a protestar, pero paseé la mirada por la casa y me fijé en su ejemplar de la Heroborica, cubierto de anotaciones. Decidí callarme.

Nana vertió agua caliente de la tetera en las dos tazas.

– Siéntate un rato -dijo-. Pareces a punto de desmoronarte.

Miré anhelante la silla.

– No sé, creo que debo volver -dije.

– Tienes tiempo de tomarte una taza -insistió ella; me cogió del brazo con firmeza y me sentó en la silla-. Y de comer algo. Estás pálido como un hueso seco, y yo tengo un trozo de pudin que no tiene nadie que se lo lleve a su casa.

Traté de recordar si había comido. Recordaba haber dado de comer a las chicas…

– No quisiera causarle más problemas -dije-. Ya le he dado más trabajo.

– Ya iba siendo hora de que alguien le rompiera el brazo a ese chico -dijo ella con naturalidad-. Tiene una boca que es un peligro. -Me acercó una de las tazas de madera-. Bébete eso, voy a traerte un poco de pudin.

El vaho que ascendía de la taza olía maravillosamente.

– ¿Qué lleva? -pregunté.

– Escaramujo. Y un poco de licor de manzana que destilo yo misma. -Compuso una amplia sonrisa que le arrugó las comisuras de los ojos-. Si quieres, puedo añadirle un poco de arruruz.

Sonreí y di un sorbo. El calor de la infusión se extendió por mi pecho, y noté que me relajaba un poco. Y eso me extrañó, porque no había notado que estuviera tenso.

Nana fue de aquí para allá antes de poner dos platos en la mesa y sentarse en una silla.

– ¿Es verdad que mataste a esa gente? -me preguntó a bocajarro. Su voz estaba desprovista de toda acusación. Solo era una pregunta.

Asentí con la cabeza.

– Supongo que habría sido mejor que no se lo hubieras dicho a nadie -continuó-. Habrá jaleo. Querrán celebrar un juicio y traerán al azzie de Temsford.

– No se lo he dicho yo -repuse-. Ha sido Krin. -Ah.

La conversación se estancó. Apuré mi taza, pero cuando intenté dejarla encima de la mesa, me temblaban tanto las manos que golpeó con fuerza la madera, como un visitante impaciente que llama a la puerta.

Nana bebió con calma de su taza.

– No me gusta hablar de eso -dije por fin-. No ha sido nada bueno.

– Habrá quien piense así -repuso ella con dulzura-. Yo creo que has hecho lo que debías.

Sus palabras me produjeron un dolor repentino y abrasador detrás de los ojos, como si fuera a romper a llorar.

– Yo no estoy tan seguro -dije, y mi propia voz me sonó extraña. Las manos me temblaban aún más.

A Nana no pareció sorprenderle.

– Llevas un par de días sin parar ni un momento, ¿verdad? -Su tono de voz dejaba claro que no era una pregunta-. Se nota. Has estado muy ocupado. Cuidando a las chicas. Sin dormir. Seguramente sin comer mucho. -Cogió el plato y me lo acercó-. Tómate el pudín. Ingerir algo te sentará bien.

Me comí el pudin. Cuando iba por la mitad, empecé a llorar y me atraganté un poco.

Nana me rellenó la taza de infusión y le añadió otro chorrito de licor.

– Bébete eso -repitió.

Di un sorbo. No me había propuesto decir nada, pero de todas formas me sorprendí hablando.

– Me parece que hay algo en mí que no funciona -dije en voz baja-. Una persona normal no hace las cosas que hago yo. Una persona normal nunca mataría así.

– Es posible -admitió Nana bebiendo su infusión-. Pero ¿qué pensarías si te dijera que la pierna de Bil se había puesto verde y que desprendía un olor dulzón?

Levanté la cabeza, sobresaltado.

– ¿Se le ha gangrenado?

– No. Ya te he dicho que está bien. Pero ¿y si se le hubiera gangrenado?

– Tendríamos que amputarle la pierna -respondí.

– Exacto -dijo Nana asintiendo con seriedad-. Y tendríamos que hacerlo sin perder tiempo. Hoy mismo. No podríamos titubear confiando en que Bil se curara por sí solo. Con eso solo conseguiríamos matarlo. -Dio un sorbo y me miró por encima del borde de la taza, interrogante.

Asentí con la cabeza. Sabía que tenía razón,

– Tú tienes nociones de medicina -prosiguió-. Sabes que una buena práctica implica tomar decisiones difíciles. -Me miró sin parpadear-. Nosotros no somos como los demás. Quemamos a un hombre con un hierro al rojo para cortar una hemorragia. Salvamos a la madre y dejamos morir al niño. Es duro, y nadie nos da las gracias por ello. Pero somos nosotros los que tenemos que elegir.

Bebió otro poco de infusión.

– Las primeras veces son las peores. Te dan temblores y no puedes dormir. Pero ese es el precio que hay que pagar por hacer lo que es debido.

– También había mujeres -dije, y las palabras se atascaron en mi garganta.

Los ojos de Nana destellaron.

– Ellas se lo merecían el doble -dijo, y la súbita e intensa ira reflejada en su dulce rostro me pilló tan desprevenido que noté un cosquilleo de miedo por todo el cuerpo-. Un hombre que le hace eso a una chica es como un perro rabioso. No merece ser considerado una persona, sino solo un animal que hay que sacrificar. Pero una mujer que le ayuda a hacerlo… Eso es mucho peor. Ella sabe lo que está haciendo. Sabe qué significa.

Nana dejó la taza en la mesa con suavidad, y volvió a adoptar una expresión serena.

– Si una pierna se gangrena, la cortas. -Hizo un firme ademán con la palma de la mano; entonces cogió su trozo de pudin y empezó a comérselo con los dedos-. Y hay personas a las que hay que matar. No hay vuelta de hoja.

Para cuando me recompuse y salí afuera, la multitud que había en la calle había aumentado. El dueño de la taberna había puesto un barril delante de la puerta, y el olor a cerveza impregnaba la atmósfera.

Los padres de Krin habían llegado al pueblo a lomos del ruano. Pete también había vuelto, corriendo. Me enseñó la cabeza para que comprobara que no se la había abierto y exigió sus dos peniques por los servicios prestados.

Los padres de Krin me dieron las gracias afectuosamente. Parecían buena gente. La mayoría de la gente lo es, si se le da la oportunidad. Agarré las riendas del ruano y, utilizando al animal como escudo, conseguí hablar un momento a solas con Krin.

Tenía los ojos oscuros un poco enrojecidos, pero estaba radiante y feliz.

– Quédate con Quimera -le dije apuntando con la cabeza a una de las yeguas-. Es para ti. -La hija del alcalde tendría una buena dote de todas formas, así que había cargado en la yegua de Krin los objetos más valiosos, así como la mayor parte del dinero de la falsa troupe.

La muchacha me miró a los ojos y se puso seria, y otra vez me recordó a una Denna más joven.

– Te marchas -dijo.

Sí, supongo que me marchaba. Krin no intentó convencerme de que me quedara, y en lugar de eso me sorprendió con un repentino abrazo. Tras besarme en la mejilla, me susurró al oído:

– Gracias.

Nos separamos, pues no queríamos parecer indecorosos.

– No te vendas a cualquier precio y te cases con un idiota -dije sintiendo que debía decir algo.

– Y tú tampoco -repuso ella, con una expresión burlona en sus ojos oscuros.

Cogí las riendas de Cola Gris y fui con ella hasta donde estaba el alcalde, que contemplaba a la muchedumbre con aire de amo y señor. Al ver que me acercaba, me saludó con la cabeza.

Inspiré hondo y dije:

– ¿Está por aquí el alguacil?

El alcalde arqueó una ceja; luego encogió los hombros y señaló hacia el gentío.

– Es ese de ahí. Pero antes de que llegaras con las chicas ya estaba medio borracho. A estas alturas, no sé si te servirá de mucho.

– Bueno -dije, vacilante-, supongo que alguien tendrá que encerrarme hasta que avisen al azzie de Temsford. -Apunté con la cabeza el pequeño edificio de piedra que se alzaba en el centro del pueblo.

El alcalde me miró de soslayo frunciendo un poco el entrecejo.

– ¿Quieres que te encerremos?

– No especialmente -confesé.

– Pues entonces puedes ir y venir a tu antojo -repuso él.

– Al azzie no le va a gustar -objeté-. No quisiera que otro tuviera que presentarse ante la ley del hierro por algo que he hecho yo. Ayudar a huir a un asesino es un delito castigado con la horca.

El fornido alcalde me miró de arriba abajo. Sus ojos se detuvieron un momento en mi espada y en la piel gastada de mis botas. Me pareció que reparaba en la ausencia de heridas graves pese al hecho de que acababa de matar a media docena de hombres armados.

– Y ¿dejarías que te encerráramos? ¿Sin oponer resistencia? -me preguntó.

Encogí los hombros.

El alcalde volvió a fruncir el ceño; luego sacudió la cabeza, como si no lograra entenderme.

– Así que eres dócil como un corderito, ¿no? -reflexionó-. Pero no. No voy a encerrarte. No has hecho nada incorrecto.

– Le he roto el brazo a ese chico -le recordé.

– Hummm -caviló él-. Olvida eso. -Se metió una mano en el bolsillo y sacó medio penique. Me lo dio-. Te estoy muy agradecido.

Me reí y me guardé la moneda en el bolsillo.

– Te diré lo que pienso -dijo el alcalde-. Voy a ver si encuentro al alguacil. Le explicaré que tenemos que encerrarte. Si te escabulles aprovechando toda esta confusión, nadie podrá decir que te ayudamos a huir, ¿verdad?

– No, eso sería negligencia en el mantenimiento de la ley -dije-. El alguacil podría recibir unos azotes, o perder su cargo.

– No creo que llegue a tanto -opinó el alcalde-. Pero si llega, se someterá de buen grado. Es el tío de Ellie. -Miró hacia el gentío-. ¿Crees que te bastará con quince minutos para largarte en medio de todo este alboroto?

– Si no le importa… -dije-, ¿podría decir que desaparecí de forma misteriosa en cuanto se dio la vuelta?

El alcalde soltó una risotada.

– No veo por qué no. ¿Necesitas más de quince minutos por eso del misterio?

– Tengo suficiente con diez -dije mientras descargaba el estuche del laúd y mi macuto de Cola Gris y le daba las riendas al alcalde-. Le agradecería mucho que cuidara de este caballo hasta que Bil esté recuperado -añadí.

– ¿Le dejas tu caballo? -preguntó.

– El acaba de perder el suyo. Y los Ruh estamos acostumbrados a caminar. Además, no sabría qué hacer con un caballo -agregué, y no era mentira del todo.

El alcalde cogió las riendas y me miró largamente, como si no supiera qué pensar de mí.

– ¿Podemos hacer algo por ti? -me preguntó por fin.

– Sí. Recordar que fueron unos bandidos quienes se las llevaron -dije, y me di la vuelta-. Y recordar que fue un Edena Ruh quien las devolvió.

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