Capítulo 3

Suerte

Los bimestres de la Universidad siempre empezaban igual: con el sorteo de admisiones, seguido de todo un ciclo dedicado a exámenes. Eran una especie de mal necesario.

No pongo en duda que, al principio, ese proceso fuera razonable. Cuando la Universidad era más pequeña, imagino que los exámenes debían de ser auténticas entrevistas. Una oportunidad para que el alumno mantuviera una conversación con los maestros sobre lo que había aprendido. Un diálogo. Una discusión.

Pero la Universidad ya tenía más de mil alumnos. No había tiempo para discusiones. En lugar de eso, los alumnos se sometían a una batería de preguntas que solo duraba unos pocos minutos. Dado que las entrevistas eran muy breves, una sola respuesta incorrecta o un titubeo demasiado largo podían tener un grave efecto en tu matrícula.

Antes de las entrevistas, los alumnos estudiaban obsesivamente. Y después bebían para celebrarlo o para consolarse. Como consecuencia de ello, durante los once días de admisiones la mayoría de los alumnos andaban nerviosos y exhaustos, en el mejor de los casos. En el peor, se paseaban por la Universidad como engendros, pálidos y ojerosos por haber dormido poco, por haber bebido demasiado o por ambas cosas.

A mí, personalmente, me parecía extraño que todo el mundo se tomara aquel proceso tan en serio. La mayoría de los estudiantes eran nobles o miembros de familias adineradas de comerciantes. Para ellos, una matrícula cara no era más que un inconveniente, pues los dejaba con menos dinero de bolsillo para gastar en caballos y prostitutas.

Yo me jugaba mucho más. Una vez que los maestros habían determinado una matrícula, no había forma de cambiarla. De modo que si me ponían una matrícula demasiado alta, no podría entrar en la Universidad hasta haber reunido suficiente dinero para pagarla.

La primera jornada de admisiones siempre tenía un aire festivo. No había clases, y el sorteo ocupaba la primera mitad del día. Los desafortunados alumnos que obtenían las horas más tempranas se veían obligados a pasar por el examen de admisión pocas horas después.

Cuando llegué, ya se habían formado largas colas que serpenteaban por el patio, mientras que los alumnos que ya habían sacado sus fichas iban de un lado para otro, quejándose de la hora que les había tocado y tratando de venderla, intercambiarla o de comprar otra.

Como no veía a Wilem ni a Simmon por ninguna parte, me puse en la primera cola que encontré e intenté no pensar en el poco dinero que llevaba en mi bolsa: un talento y tres iotas. En otra época de mi vida, eso me habría parecido una fortuna. Pero no era suficiente, ni mucho menos, para pagar mi matrícula.

Repartidas por el patio había carretas donde se vendían salchichas y castañas, sidra caliente y cerveza. Me llegó el olor a pan caliente y a grasa de una cercana. Tenía montones de pasteles de carne de cerdo para quienes pudieran permitirse ese lujo.

El sorteo siempre se celebraba en el patio más grande de la Universidad. La mayoría lo llamaban la plaza del poste, aunque unos pocos cuyos recuerdos se remontaban más allá se referían a ella como el Patio de las Interrogaciones. Yo la conocía por un nombre aún más antiguo: la Casa del Viento.

Me había quedado contemplando unas hojas que se arrastraban por los adoquines, y cuando levanté la cabeza vi a Fela mirándome. Estaba en la misma fila que yo, unos treinta o cuarenta puestos por delante de mí. Me sonrió con calidez y me saludó con la mano. Le devolví el saludo; ella dejó su sitio y vino hacia mí.

Fela era hermosa. La clase de mujer que no te sorprendería ver en un cuadro. No tenía la belleza elaborada y artificial que tanto abunda entre la nobleza; Fela era natural y sin afectación, de ojos grandes y labios carnosos que sonreían constantemente. Aquí, en la Universidad, donde había diez veces más hombres que mujeres, ella destacaba como un caballo en un redil de ovejas.

– ¿Te importa que espere contigo? -me preguntó colocándose a mi lado-. No soporto no tener a nadie con quien hablar. -Sonrió, adorable, a los dos jóvenes que iban detrás de mí-. No me estoy colando -aclaró-. Solo he retrocedido unos puestos.

Ellos no pusieron ninguna objeción, aunque no dejaban de mirarnos. Casi podía oírles preguntándose por qué una de las mujeres más encantadoras de la Universidad iba a dejar su puesto en la cola para ponerse a mi lado.

Era una pregunta lógica. Yo también sentía curiosidad.

Me hice a un lado para dejarle sitio y nos quedamos un momento codo con codo, sin decir nada.

– ¿Qué vas a estudiar este año? -pregunté.

Fela se apartó el cabello del hombro.

– Supongo que seguiré trabajando en el Archivo. Química, también. Y Brandeur me ha invitado a apuntarme a Matemáticas Múltiples.

– Demasiados números -dije estremeciéndome un poco-. A mí no se me dan nada bien.

Fela se encogió de hombros, y los largos y oscuros rizos de cabello que acababa de apartar aprovecharon la oportunidad para volver a enmarcar su rostro.

– Cuando le coges el truco, no es tan difícil como parece. Más que nada, es un juego. -Me miró ladeando la cabeza-. Y tú, ¿qué harás?

– Observación en la Clínica -dije-. Estudiar y trabajar en la Factoría. Simpatía también, si Dal me acepta. Seguramente también le daré un repaso a mi siaru.

– ¿Sabes siaru? -me preguntó, sorprendida.

– Un poco -respondí-. Pero según Wil, mi gramática da pena.

Fela asintió; luego me miró de reojo mordiéndose el labio inferior.

– Elodin también me ha pedido que coja su asignatura -dijo con una voz cargada de aprensión.

– ¿Elodin tiene una asignatura? -pregunté-. Creía que no le dejaban dar clases.

– Empieza este bimestre -me explicó Fela mirándome con curiosidad-. Creía que te apuntarías. ¿No fue él quien propuso que te ascendieran a Re'lar?

– Sí, fue él -confirmé.

– Ah. -Se turbó un poco y, rápidamente, añadió-: Seguramente es que todavía no te lo ha pedido. O quizá prefiera darte clases individuales.

Le quité importancia con un ademán, aunque me dolía pensar que Elodin me hubiera descartado.

– Con Elodin nunca se sabe -dije-. Si no está loco, es el mejor actor que he conocido jamás.

Fela fue a decir algo; miró alrededor, inquieta, y se acercó más a mí. Nuestros hombros se rozaron, y su rizado cabello me hizo cosquillas en la oreja cuando, en voz baja, me preguntó:

– ¿Es verdad que te tiró desde el tejado de las Gavias?

Chasqué la lengua, un poco abochornado.

– Es una historia complicada -dije, y cambié de tema con bastante torpeza-. ¿Cómo se llama su asignatura?

Fela se frotó la frente y soltó una risita de frustración.

– No tengo ni la menor idea. Dijo que el nombre de la asignatura era el nombre de la asignatura. -Me miró-. ¿Qué significa eso? Cuando vaya a Registros y Horarios, ¿figurará como «El nombre de la asignatura»?

Admití que no lo sabía, y a partir de ahí era fácil que empezáramos a compartir historias sobre Elodin. Fela me contó que un secretario lo había encontrado desnudo en el Archivo. Yo había oído que una vez se había pasado un ciclo entero paseándose por la Universidad con los ojos vendados. Fela había oído que se había inventado todo un idioma. Yo había oído que había empezado una pelea en una de las tabernas más sórdidas de los alrededores porque alguien se había empeñado en decir la palabra «utilizar» en lugar de «usar».

– Esa también la había oído yo -dijo Fela riendo-. Pero en mi versión, era en la Calesa y se trataba de un baronet que no dejaba de repetir la palabra «además».

Ni nos habíamos dado cuenta y ya estábamos en los primeros puestos de la cola.

– Kvothe, hijo de Arliden -dije.

La mujer, con aburrimiento, tachó mi nombre, y extraje una ficha lisa de marfil de la bolsa de terciopelo negro, «abatida, mediodía», rezaba. Octavo día de admisiones, tiempo de sobra para prepararme.

Fela sacó también su ficha y nos apartamos de la mesa.

– ¿Qué te ha tocado? -pregunté.

Me mostró su pequeña ficha de marfil. Prendido, cuarta campanada. Fela había tenido mucha suerte: era una de las últimas horas que podían tocarte.

– Caramba, enhorabuena.

Fela se encogió de hombros y se guardó la ficha en el bolsillo.

– A mí no me importa. No estudio mucho. Cuanto más me preparo, peor lo hago. Solo consigo ponerme nerviosa.

– Entonces deberías cambiarla. -Señalé a la masa de alumnos que pululaban por el patio-. Seguro que hay alguien dispuesto a pagar un talento entero por esa hora. Tal vez más.

– Es que tampoco se me da muy bien regatear -dijo ella-. Cualquier ficha que saque me parece buena, y me la quedo.

Como ya habíamos salido de la cola, no teníamos más excusa para seguir juntos. Pero a mí me agradaba su compañía, y ella no parecía estar deseando marcharse, así que nos pusimos a pasear por el patio sin rumbo fijo, mientras la multitud hormigueaba alrededor de nosotros.

– Tengo hambre -dijo Fela de pronto-. ¿Te apetece que vayamos a comer algo?

Yo era dolorosamente consciente de lo vacía que estaba mi bolsa de dinero. Si me empobrecía un poco más, tendría que meter una piedra dentro para que el viento no la agitara. En Anker's comía gratis, porque tocaba el laúd. Por eso, gastarme el dinero en comida en otro sitio era un disparate, sobre todo estando tan próximos los exámenes de admisión.

– Me encantaría -dije sinceramente. Y luego mentí-: Pero tendría que echar un vistazo por aquí para ver si hay alguien que quiera cambiarme la hora. Soy un regateador empedernido.

Fela se metió la mano en el bolsillo.

– Si necesitas más tiempo, puedes quedarte mi hora.

Miré la ficha que Fela sostenía entre el índice y el pulgar, y sentí una fuerte tentación. Dos días más de preparación habrían sido un regalo del cielo. Y si no, podía sacar un talento vendiendo la ficha de Fela. Quizá dos.

– No quiero que me regales tu suerte -dije con una sonrisa-. Y te aseguro que tú tampoco quieres la mía. Además, ya has sido muy generosa conmigo. -Me ajusté la capa con gesto harto elocuente.

Fela sonrió y estiró un brazo para acariciar mi capa con el dorso de la mano.

– Me alegro de que te guste. Pero por lo que a mí respecta, todavía estoy en deuda contigo. -Se mordió el labio inferior, nerviosa, y luego bajó la mano-. Prométeme que si cambias de idea me lo dirás.

– Te lo prometo.

Volvió a sonreír, hizo un gesto de despedida y echó a andar por el patio. Verla caminar entre la multitud era como ver moverse el viento sobre la superficie de un estanque. Solo que en lugar de provocar ondas en el agua, los jóvenes giraban la cabeza para verla pasar.

Todavía la estaba mirando cuando Wilem llegó a mi lado.

– Bueno, ¿ya has acabado de flirtear? -me preguntó.

– No estaba flirteando -desmentí.

– Pues deberías -dijo él-. ¿Qué sentido tiene que espere educadamente, sin interrumpir, si desaprovechas las oportunidades como esta?

– No es lo que te imaginas -dije-. Solo es simpática conmigo.

– Evidentemente -dijo él, y su marcado acento ceáldico enfatizó aún más el sarcasmo de su voz-. ¿Qué te ha tocado?

Le mostré mi ficha.

– Un día más tarde que yo. -Me enseñó la suya-. Te la cambio por una iota.

Titubeé.

– Venga -insistió-. Tú no puedes estudiar en el Archivo como el resto de nosotros.

Lo miré, un poco ofendido.

– Tu empatía es apabullante.

– Reservo mi empatía para los que son lo bastante listos para no enfurecer al maestro archivero -replicó-. A la gente como tú solo les ofrezco una iota. ¿La quieres o no?

– Tendrían que ser dos -dije escudriñando el gentío, buscando a alumnos con cara de desesperados-. Si puede ser.

Wilem entrecerró sus oscuros ojos.

– Una iota y tres drabines -ofreció.

Me volví hacia él y lo miré atentamente.

– Una iota con tres -dije-. Y la próxima vez que juguemos a esquinas, vas de pareja con Simmon.

Wilem soltó un bufido y asintió. Intercambiamos nuestras fichas y metí el dinero en la bolsa. «Un talento con cuatro.» Ya estaba un poco más cerca. Pensé un momento y me guardé la ficha en el bolsillo.

– ¿No vas a seguir negociando? -me preguntó Wil.

Negué con la cabeza.

– Creo que me quedaré con esta hora.

– ¿Por qué? -me preguntó frunciendo el entrecejo-. ¿Qué vas a hacer con cinco días, salvo ponerte nervioso y jugar con los pulgares?

– Lo mismo que todos -dije-. Prepararme para el examen de admisión.

– ¿Cómo? Todavía tienes prohibido entrar en el Archivo, ¿no?

– Existen otras formas de preparación -dije con aire misterioso. Wilem soltó una risa burlona.

– Eso no suena nada sospechoso -dijo-. ¡Y luego te preguntas por qué la gente habla de ti!

– No me pregunto por qué hablan -dije-. Me pregunto qué dicen.

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