Capítulo 60

La herramienta de la sabiduría

A1 oír mis palabras, el maer abrió mucho los ojos, y luego los entrecerró. Pese a su estado de debilidad, Alveron conservaba su agudeza.

– Has hecho bien al hablarme al oído y en voz baja -dijo-. Estás pisando terreno peligroso. Pero habla, te escucho.

– Excelencia, sospecho que en su carta Threpe no mencionó que, además de músico, soy alumno de la Universidad.

El maer me miró sin comprender.

– ¿Qué universidad?

– La Universidad, excelencia -dije-. Soy miembro del Arcano.

– Eres demasiado joven para hacer semejante afirmación -repuso Alveron frunciendo el entrecejo-. Y ¿por qué dejaría de mencionarlo Threpe en su carta?

– Usted no buscaba un arcanista, excelencia. Y en Vintas, esos estudios están un tanto estigmatizados. -Era lo más parecido a la verdad que podía decir: que los vínticos son supersticiosos hasta la idiotez.

El maer parpadeó lentamente, y su expresión se endureció.

– Está bien -dijo-. Si eres lo que dices, haz alguna obra de magia.

– Todavía no soy un arcanista plenamente capacitado, excelencia. Pero si quiere ver una demostración… -Miré las tres lámparas que bordeaban las paredes, me chupé los dedos, me concentré y así la mecha de la vela que el maer tenía en la mesilla de noche.

La habitación se quedó a oscuras, y oí que el maer aspiraba bruscamente por la boca. Saqué mi anillo de plata, y al cabo de un momento empezó a brillar emitiendo una luz azulada. Se me enfriaron las manos, pues no tenía otra fuente de calor que mi propio cuerpo.

– Con eso ya basta -dijo el maer. Su voz no delató ni pizca de turbación.

Crucé la habitación y abrí los postigos de las ventanas. La luz del sol inundó la habitación. Percibí el aroma de las flores de selas, y oí el trino de los pájaros.

– Siempre he pensado que tomar el aire es bueno para las dolencias del cuerpo, aunque haya quienes discrepen -dije sonriendo.

El maer no me devolvió la sonrisa.

– Sí, sí. Eres muy listo. Ven aquí y siéntate. -Acerqué una silla a la cama de Alveron-. Ahora, explícate.

– Le he dicho a Caudicus que estoy recopilando historias sobre las familias de la nobleza -dije-. Es una excusa útil, porque también explica por qué he pasado tanto tiempo con usted.

El maer mantuvo una expresión adusta. Vi que el dolor enturbiaba brevemente su mirada, como cuando una nube pasa por delante del sol.

– Demostrarme que eres un mentiroso excelente no te granjeará mi confianza.

Empezó a formárseme un nudo frío en el estómago. Había dado por hecho que el maer aceptaría la verdad más fácilmente.

– Permítame matizar, excelencia. Le he mentido a él y le estoy diciendo la verdad a usted. Como me ha tomado por un joven noble ocioso, Caudicus me ha dejado mirar mientras preparaba su medicina. -Levanté el frasco de color ámbar. La luz se descompuso en arcos iris al chocar contra el cristal.

Alveron seguía sin inmutarse. La confusión y el dolor nublaban sus ojos, normalmente claros.

– Te pido que me des pruebas y tú me cuentas una historia. Caudicus es mi fiel sirviente desde hace doce años. Sin embargo, tendré presente lo que me has dicho. -El tono en que lo dijo indicaba que lo tendría muy poco en cuenta. Extendió una mano para que le entregara el frasco.

Sentí nacer dentro de mí una llama de ira que me ayudó a aliviar el frío temor que se estaba instalando en mis entrañas.

– ¿Su excelencia necesita pruebas?

– ¡Quiero mi medicina! -me espetó-. Y quiero dormir. Haz el favor de…

– Excelencia, puedo…

– ¿Cómo osas interrumpirme? -Alveron intentó incorporarse en la cama y, furioso, me gritó-: ¡Has ido demasiado lejos! Márchate ahora mismo, y quizá me plantee mantenerte a mi servicio. -Temblaba de rabia, y seguía extendiendo una mano hacia el frasco.

Hubo un momento de silencio. Le tendí el frasco, pero antes de que el maer pudiera cogerlo, dije:

– Últimamente vomita un líquido blanco y lechoso.

Aumentó la tensión del ambiente, pero el maer se quedó inmóvil al oír mis palabras.

– Nota la lengua hinchada y pesada. Tiene la boca seca y con un gusto extraño e intenso. Tiene antojos de comer dulces, azúcar. Se despierta por las noches y no puede moverse ni hablar. Tiene parálisis, cólicos y un pánico irracional.

Mientras yo hablaba, el maer fue apartando lentamente la mano del frasco. Ya no estaba lívido de rabia. Su mirada reflejaba inseguridad, casi miedo, pero volvía a tener los ojos claros, como si el temor hubiera despertado una cautela hasta entonces dormida.

– Eso te lo ha dicho Caudicus -dijo el maer, pero no parecía nada convencido.

– ¿Acaso cree que Caudicus comentaría los detalles de su enfermedad con un desconocido? -pregunté con una pizca de ironía-. A mí me preocupa su vida, excelencia. Si debo infringir las normas del decoro para salvarla, lo haré. Si me da dos minutos para hablar, le ofreceré las pruebas que me pide.

Alveron asintió despacio.

– No afirmaré que conozca perfectamente este preparado -dije señalando el frasco-. Pero sé que lo que está envenenándolo es el plomo. Eso explica la perlesía y los dolores musculares y de las vísceras. Los vómitos y la parálisis.

– No he tenido parálisis.

– Hummm. -Lo miré de arriba abajo con mirada crítica-. Es una suerte. Pero esta pócima contiene algo más que plomo. Supongo que también contiene una cantidad considerable de ófalo, que no es exactamente venenoso.

– Entonces, ¿qué es?

– Más que una medicina, es una droga.

– ¿En qué quedamos, es droga o medicina?

– ¿Alguna vez ha tomado láudano, excelencia?

– Una vez, cuando era joven. Me rompí una pierna y el dolor no me dejaba dormir.

– El ófalo es una droga parecida, pero suele evitarse su administración, puesto que es muy adictiva. -Hice una pausa-. También se llama resina de denner.

Al oír eso, el maer palideció, y en ese instante, sus ojos se volvieron casi completamente transparentes. Todo el mundo había oído hablar de los comedores de denner.

– Supongo que Caudicus lo añadió porque no se tomaba usted la medicina con regularidad -especulé-. El ófalo le haría desearla, y al mismo tiempo aliviaría sus dolores. También explicaría los antojos de azúcar, los sudores y los sueños extraños que haya tenido. ¿Qué más habrá puesto? -Cavilé un momento-. Seguramente, punturradícula o mannum para que no vomitara demasiado. Muy listo. Horrible y listo.

– No tan listo. -El maer compuso una sonrisa rígida-. No ha conseguido matarme.

Vacilé un momento y decidí decirle la verdad.

– Matarlo habría sido fácil, excelencia. Caudicus habría podido disolver suficiente plomo para matarlo en este frasco. -Lo levanté y lo acerqué a la luz-. Lo difícil es poner la cantidad de plomo suficiente para hacerle enfermar sin matarlo ni paralizarlo por completo.

– ¿Por qué? ¿Por qué querría envenenarme, sino para matarme?

– Estoy seguro de que su excelencia tendrá mejor suerte resolviendo ese acertijo. Usted sabe más que yo de intrigas políticas.

– ¿Por qué querría envenenarme? -El maer parecía sinceramente desconcertado-. Le pago con esplendidez. Es un miembro muy respetado de la corte. Tiene libertad para realizar sus propios proyectos y para viajar cuando se le antoje. Lleva doce años viviendo aquí. ¿Por qué ahora? -Sacudió la cabeza-. No, no tiene sentido.

– ¿Por dinero? -sugerí-. Dicen que todo hombre tiene un precio.

El maer siguió meneando la cabeza, y de pronto alzó la vista.

– No. Ahora me acuerdo. Enfermé mucho antes de que Caudicus empezara a tratarme. -Se detuvo para reflexionar-. Sí, exacto. Acudí a él para ver si tenía algún tratamiento para mi enfermedad. Los síntomas que has mencionado no aparecieron hasta meses después de que él empezara a medicarme. No pudo ser él.

– El plomo a pequeñas dosis actúa despacio, excelencia. Si Caudicus tenía intención de envenenarlo, no le convenía que usted empezara a vomitar sangre diez minutos después de tomarse su medicina. -De pronto recordé con quién estaba hablando-. No me he expresado con delicadeza, excelencia. Le ruego que me disculpe.

El maer aceptó mis disculpas con una inclinación de cabeza.

– Casi todo lo que dices se acerca demasiado a la verdad para que yo lo ignore. Sin embargo, no puedo creer que Caudicus hiciera una cosa semejante.

– Podemos hacer una prueba, excelencia.

Me miró.

– ¿Qué clase de prueba?

– Ordene que traigan media docena de pájaros a sus aposentos. Los sorbicuelos serían ideales.

– ¿Sorbicuelos?

– Unas avecillas pequeñas -levanté una mano con los dedos pulgar e índice separados unos cinco centímetros-, de plumaje amarillo y rojo brillante. Abundan en sus jardines. Se beben el néctar de las flores de selas.

– Ah. Nosotros los llamamos zunzún.

– Mezclaremos su medicina con el néctar que se beben los pájaros, a ver qué pasa.

El rostro del maer se ensombreció.

– Si como dices, el plomo actúa lentamente, eso podría llevarnos meses. No estoy dispuesto a prescindir de mi medicina durante meses basándome en una fantasía tuya sin confirmar. -Su mal genio volvió a arder llegando casi hasta la superficie de su voz.

– Esas avecillas pesan mucho menos que usted, excelencia, y su metabolismo es mucho más rápido. Deberíamos obtener resultados al cabo de un día, dos a lo sumo. -O eso esperaba yo.

El maer lo tomó en consideración.

– Muy bien -dijo, y levantó una campanilla que tenía en la mesilla de noche.

Me apresuré a hablar antes de que el maer pudiera hacerla sonar.

– ¿Puedo pedirle a su excelencia que invente alguna razón por la que necesita esos pájaros? No estará de más que seamos cautos.

– Conozco a Stapes de toda la vida -dijo el maer con firmeza, dirigiéndome una mirada afilada-. Confío en él en todo lo relacionado con mis tierras, mi caja de caudales y mi vida. No quiero oírte insinuar siquiera que no sea absolutamente digno de mi confianza. -Su voz denotaba una fe inquebrantable.

Bajé la mirada.

– Sí, excelencia.

Hizo sonar la campanilla, y apenas habían pasado dos segundos cuando el corpulento valet abrió la puerta.

– ¿Sí, señor?

– Stapes, echo de menos mis paseos por los jardines. ¿Podrías traerme media docena de zunzunes?

– ¿Zunzunes, señor?

– Sí -confirmó el maer como si encargara el almuerzo-. Son unas criaturillas preciosas. Creo que oírlos me ayudará a dormir.

– Veré lo que puedo hacer, señor. -Antes de cerrar la puerta, Stapes me miró con cara de pocos amigos.

Cuando la puerta se hubo cerrado, miré al maer.

– ¿Puedo preguntarle por qué, excelencia?

– Para que Stapes no tenga que mentir. Ese don no lo tiene. Además, lo que has dicho es cierto: la cautela es siempre la herramienta de la sabiduría.

Vi que una fina capa de sudor le cubría la cara.

– Si no me equivoco, excelencia, esta va a ser una noche difícil.

– Últimamente todas las noches son difíciles -repuso él con amargura-. ¿Por qué iba a ser esta peor que la anterior?

– Por el ófalo, excelencia. Su cuerpo lo ansia. Dentro de un par de días ya habrá pasado lo peor, pero hasta entonces sentirá… molestias considerables.

– Explícate mejor.

– Tendrá dolor en la mandíbula y la cabeza, sudores, náuseas, calambres y espasmos, sobre todo en las piernas y en la parte baja de la espalda. Quizá pierda el control de los esfínteres, y tendrá periodos alternos de vómitos y sed intensa. -Me miré las manos-. Lo siento, excelencia.

Cuando terminé mi descripción, Alveron tenía muy mala cara, pero asintió con la cabeza y, con dignidad, dijo:

– Prefiero saberlo.

– Hay algunas cosas que pueden hacer que esas molestias resulten más tolerables, excelencia.

– ¿Como qué? -dijo con interés.

– El láudano, por ejemplo. En pequeñas cantidades, para aliviar el ansia del cuerpo. Y otras cosas cuyos nombres no tienen importancia. Puedo hacer una mezcla para prepararle una infusión. Otro problema es que seguirá teniendo una cantidad considerable de plomo acumulado en su organismo, y que este no lo eliminará por sí solo.

Eso pareció alarmarlo más que todo lo que le había dicho hasta entonces.

– ¿No lo eliminaré sin más?

Negué con la cabeza.

– Los metales son venenos insidiosos. Quedan atrapados en el cuerpo. El plomo solo puede filtrarse con ayuda.

El maer frunció el ceño.

– ¿Con ayuda? Maldita sea. Odio las sanguijuelas.

– Era una forma de hablar, excelencia. En estos tiempos, solo los imbéciles y los charlatanes utilizan sanguijuelas. Tenemos que extraer el plomo de su organismo. -Me planteé decirle la verdad: que lo más probable era que jamás se librara por completo de él; pero decidí reservarme esa información.

– ¿Puedes conseguirlo?

Me quedé pensando un buen rato.

– Seguramente soy su mejor opción, excelencia. Estamos muy lejos de la Universidad. Dudo mucho que haya uno entre diez médicos de por aquí con una preparación decente, y no sé quiénes de ellos conocen a Caudicus. -Seguí pensando y sacudí la cabeza-. Se me ocurren cincuenta personas más capacitadas para este trabajo, pero todas están a más de mil kilómetros de aquí.

– Te agradezco tu sinceridad.

– Casi todo lo que necesito puedo conseguirlo en Bajo Severen. Sin embargo… -Dejé la frase en el aire con la esperanza de que el maer entendiera lo que quería decir y me ahorrara el bochorno de tener que pedirle dinero.

Pero Alveron se quedó mirándome sin comprender.

– Sin embargo, ¿qué?

– Necesitaré dinero, excelencia. Esos ingredientes que preciso no son fáciles de conseguir.

– Ah, claro. -Sacó una bolsa y me la dio. Me sorprendió un poco descubrir que el maer tenía al menos una bolsa bien provista de monedas al alcance de la mano. De pronto recordé el sermón que le había soltado a un sastre en Tarbean, años atrás. ¿Qué le había dicho? ¿Un caballero nunca debe separarse de su bolsa? Reprimí una inoportuna carcajada.

Stapes regresó al poco rato. En una exhibición sorprendente de inventiva, presentó al maer una docena de sorbicuelos en una pajarera con ruedas del tamaño de un armario.

– Caramba, Stapes -exclamó el maer cuando su valet entró por la puerta con aquella jaula de malla fina-. Te has superado a ti mismo.

– ¿Dónde quiere que la ponga, señor?

– Déjala ahí mismo, de momento. Ya le pediré a Kvothe que la mueva.

Stapes se mostró ligeramente ofendido.

– No me importa hacerlo.

– Ya sé que lo harías de buen grado, Stapes. Pero preferiría que fueras a buscarme una jarra de zumo de manzana. Creo que le sentará bien a mi estómago.

– Por supuesto. -Stapes salió apresuradamente por la puerta y la cerró.

En cuanto se cerró la puerta, me acerqué a la jaula. Los pajaritos, brillantes como piedras preciosas, revoloteaban de una percha a otra a una velocidad asombrosa.

– Qué bonitos son -oí que decía el maer-. De niño me fascinaban. Recuerdo que pensaba que debía de ser maravilloso alimentarse únicamente de azúcar.

Atados a la parte exterior de la pajarera había tres bebederos, unos tubos de cristal llenos de agua azucarada. Dos tenían un pequeño pitorro con forma de flor de selas, y el tercero imitaba la estilizada forma de un lirio. Aquellas aves eran la mascota perfecta para la nobleza. ¿Quién más podía permitirse el lujo de darle azúcar a su mascota todos los días?

Desenrosqué la parte superior de los bebederos y vertí una tercera parte de la medicina del maer en cada uno de ellos. Le mostré el frasco vacío a Alveron y pregunté:

– ¿Qué hace normalmente con los frascos?

El mismo lo dejó en la mesilla, junto a su cama.

Me quedé junto a la jaula hasta que vi que uno de los pájaros volaba hasta un bebedero y sorbía de él.

– Si le dice a Stapes que quiere alimentarlos usted mismo, ¿cree que se abstendrá de hacerlo él?

– Sí. Siempre obedece mis instrucciones.

– Estupendo. Deje que vacíen los bebederos antes de volver a llenarlos. Así ingerirán mejor la dosis, y veremos los resultados más deprisa. ¿Dónde quiere que ponga la pajarera?

El maer miró alrededor con lentitud.

– Junto a la cómoda del salón -dijo por fin-. Así podré verla desde aquí.

Hice rodar la jaula a la habitación de al lado. Cuando volví, encontré a Stapes sirviéndole un vaso de zumo de manzana al maer.

Saludé a Alveron con una reverencia.

– Con su permiso, excelencia.

El maer me despidió con un ademán y dijo:

– Kvothe volverá un poco más tarde, Stapes. Déjalo pasar, aunque esté durmiendo.

Stapes hizo un gesto afirmativo con la cabeza y volvió a lanzarme una mirada de desaprobación.

– Es posible que me traiga unas cosas. Te ruego que no lo comentes con nadie.

– Si necesita algo, señor…

Alveron sonrió, cansado.

– Sé que lo harías, Stapes. Solo intento utilizar al chico para algo. Prefiero tenerte cerca. -Alveron aplacó a su valet dándole unas palmaditas en el brazo. Salí de la habitación.

Mi excursión a Bajo Severen se prolongó mucho más de lo necesario. Aunque me irritara, era un retraso forzoso. Mientras recorría las calles de la ciudad, me había fijado en que me seguían.

No me sorprendió. Había comprobado que en la corte del maer abundaban los entrometidos, y suponía que un par de criados caminarían a hurtadillas detrás de mí para enterarse de qué recados había ido a hacer a Bajo Severen. Como ya he dicho, a esas alturas los miembros de la corte del maer sentían una gran curiosidad por mí, y no tenéis ni idea de hasta dónde podía llegar un noble aburrido para husmear en los asuntos de otras personas.

Si bien no me preocupaban lo más mínimo los rumores en sí, era consciente de que sus efectos podían ser catastróficos. Si Caudicus se enteraba de que había ido de compras a las boticas después de visitar al maer, ¿qué medidas tomaría? Cualquiera que estuviera dispuesto a envenenar al maer no dudaría en deshacerse de mí.

Así pues, para no levantar sospechas, lo primero que hice cuando llegué a Severen fue cenar. Me zampé un buen estofado caliente con pan de campo. Estaba harto de comida elegante que para cuando llegaba a mis habitaciones se había quedado tibia.

Después compré dos petacas, como las que se usan normalmente para el brandy. A continuación pasé media hora relajándome, viendo cómo una pequeña troupe itinerante representaba el final de El fantasma y la pastora en una esquina. No eran Edena Ruh, pero no lo hacían nada mal. La bolsa del maer fue generosa con ellos cuando pasaron la gorra.

Finalmente busqué una botica bien abastecida. Compré varias cosas al azar, fingiendo nerviosismo. Cuando ya tenía todo lo que necesitaba y algunas cosas que no, pregunté al dueño qué le aconsejaría tomar a un hombre que tuviera… ciertos problemas… en la alcoba.

El boticario, muy serio, me recomendó varias cosas sin inmutarse. Compré un poco de cada una, y entonces fingí un torpe intento de amenazarlo y sobornarlo para que guardara silencio. Cuando salí de la botica, el dueño se sentía insultado y sumamente irritado. Si alguien le hacía preguntas, sin duda alguna le contaría la historia de un caballero muy maleducado interesado en remedios para la impotencia. No era una versión que estuviera deseando añadir a mi reputación, pero por lo menos contribuiría a que Caudicus no llegara a saber que había comprado láudano, ortiga muerta, bitófola y otras drogas igualmente sospechosas.

Por último, recuperé mi laúd de la casa de empeños, un día antes de vencer el plazo. Con eso, la bolsa del maer quedó casi vacía, pero era mi último recado. Cuando llegué a los pies del Tajo, empezaba a ponerse el sol.

Para ir de Alto Severen a Bajo Severen y viceversa solo había unas pocas opciones. La más corriente eran las dos escaleras estrechas excavadas en la pared del precipicio. Eran viejas y desmoronadizas, y tenían tramos muy estrechos; pero eran gratis, y por lo tanto, el camino que solían utilizar los ciudadanos de Bajo Severen.

Aquellos a quienes no les entusiasmaba la idea de subir sesenta metros de estrechos escalones tenían otras opciones. Un par de antiguos alumnos de la Universidad manejaban unos montacargas. No eran arcanistas, sino tipos inteligentes que sabían suficiente simpatía e ingeniería para encargarse de la tarea, en realidad bastante rutinaria, de subir y bajar carromatos y caballos por el Tajo sobre una gran plataforma de madera.

A los pasajeros les cobraban un penique para subir y medio penique para bajar, aunque a veces tenías que esperar a que algún comerciante terminara de cargar o descargar sus mercancías antes de que el montacargas pudiera hacer el viaje.

Los nobles no utilizaban los montacargas. El recelo típicamente víntico hacia todas las cosas remotamente arcanas les hacía utilizar los elevadores. Se trataba de unas cabinas tiradas por veinte caballos enganchados a una compleja serie de poleas. Los elevadores eran un poco más rápidos, y un viaje costaba un sueldo de plata. Lo mejor era que, aproximadamente una vez al mes, algún joven noble borracho se caía de ellos y se mataba, contribuyendo a su popularidad al demostrar la alcurnia de su clientela.

Como el dinero que llevaba en la bolsa no era mío, decidí utilizar los elevadores.

Me puse en la cola detrás de cuatro caballeros y una dama, esperé a que descendiera la cabina, entregué mi fino sueldo de plata y embarqué.

La cabina no era más que una caja con las paredes abiertas y con una barandilla de latón alrededor del borde. Unas gruesas cuerdas de cáñamo atadas a las esquinas le daban cierta estabilidad, pero cualquier movimiento brusco la hacía oscilar de forma alarmante. Un chico elegantemente vestido subía y bajaba con cada grupo de pasajeros y se encargaba de abrir la puerta e indicar por señas a los encargados de manejar los caballos, que estaban arriba, cuándo tenían que empezar a tirar.

Los nobles tienen la costumbre de colocarse de espaldas a Severen cuando van en los elevadores. Quedarse mirando embobado era propio de la plebe. Como no me importaba demasiado lo que pudieran pensar los nobles de mí, me puse junto a la barandilla frontal. A medida que ascendíamos, mi estómago hacía cosas muy extrañas.

Vi extenderse Severen a lo bajo. Era una ciudad antigua y orgullosa. La gran muralla que la rodeaba hablaba de un pasado turbulento. El hecho de que estuviera perfectamente conservada en aquellos tiempos de paz decía mucho del maer. Las tres puertas estaban vigiladas, y se cerraban todas las noches, a la puesta de sol.

El elevador siguió subiendo, y pude distinguir claramente las diferentes partes de Severen, como si estuviera viéndolas en un mapa. Había un barrio rico, con parques y jardines, donde los edificios eran de ladrillo y de piedra vieja. Estaba el barrio pobre, de callejuelas estrechas y retorcidas, donde los tejados eran de brea y de tejas planas de madera. A los pies del precipicio, una cicatriz negra marcaba el paso de un incendio por la ciudad en el pasado, dejando poco más que el esqueleto calcinado de los edificios.

El trayecto llegó a su fin antes de lo que me habría gustado. Dejé que desembarcaran los otros pasajeros y me incliné sobre la barandilla para contemplar la ciudad desde las alturas.

– ¿Señor? -dijo cansinamente el chico encargado de acompañar a los pasajeros-. Todos abajo.

Me volví, salí del elevador y vi a Denna delante de la cola para entrar.

Antes de que pudiera hacer otra cosa que mirarla embobado, ella se dio la vuelta y me vio. Su rostro se iluminó. Gritó mi nombre, corrió hacia mí y, antes de que me diera cuenta, la tenía acurrucada contra el pecho. La abracé y apoyé la mejilla contra su oreja. Encajábamos como dos bailarines, como si hubiéramos practicado aquel abrazo un millar de veces. Denna era cálida y suave.

– ¿Qué haces aquí? -me preguntó. El corazón le latía deprisa, y yo lo notaba estremecerse contra mi pecho.

Denna se separó de mí, y me quedé allí plantado, mudo. Entonces me fijé en que tenía un cardenal en un pómulo; debía de ser antiguo, porque ya estaba amarillento. Aun así, Denna era la cosa más hermosa que yo había visto desde hacía dos meses y en mil quinientos kilómetros a la redonda.

– ¿Y tú? -repliqué-. ¿Qué haces aquí?

Denna rió con su risa vibrante y estiró un brazo para posar la mano sobre el mío. Entonces miró más allá de mi hombro, y su rostro se ensombreció.

– ¡Espera! -le gritó al chico, que ya estaba cerrando la puerta del elevador-. Si no cojo ese, llegaré tarde -me dijo, compungida; pasó a mi lado y montó dentro-. ¡Búscame!

El chico cerró la puerta, y se me hundió el corazón en el pecho al ver que el elevador iniciaba el descenso.

– ¿Dónde tengo que buscarte? -Me acerqué al borde del Tajo y vi que Denna descendía y se alejaba más y más.

Ella miraba hacia arriba; el blanco de su cara se destacaba contra la oscuridad, y su cabello apenas se distinguía de las sombras nocturnas.

– En la segunda calle al norte de la Calle Mayor: Hojalateros.

Las sombras la engulleron, y de pronto me quedé solo. El aroma de Denna todavía me envolvía, y su calor empezaba a desaparecer de mis manos. Aún notaba el temblor de su corazón, como un pájaro enjaulado batiendo las alas contra mi pecho.

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